Tenía la estatua de Nabuco los pies de hierro mezclado con barro, y por cierto muy bien, porque cuando llega un pecador a este punto, ya todos sus deseos, sus pensamientos, sus tratos, todo cuanto hace, dice, piensa y halla, todo es tierra y polvo y eso ama y busca y en eso está enterrado, olvidado de Dios y de su cielo y de su gloria, hasta decir David: «Declinaron los ojos a la tierra» [Psal. 16]. Y estos tales, ya al pecado le tienen tan casero y como vecino, y tan familiar, que casi se les vuelve en naturaleza. Y ya acaece a muchos estar tan envejecidos en la costumbre del pecar, que pecan no por deleite sino por uso, que suelo yo llamallos pecadores de balde, que casi sin pensar en lo que hacen, sin gusto, sin otro interese, forzados de la mala costumbre, pecan; que es lo que dijo el que hizo este soneto[1], hecho a este mismo propósito; y por parecerme que lo concluyó bien he querido ponello aquí.
SONETO
¡Oh, paciencia infinita en esperarme!
¡Oh, duro corazón en no quereros!
¿Que esté yo ya cansado de ofenderos
y que no lo estéis Vos de perdonarme?
¡Cuántas veces volvistes a mirarme
esos divinos ojos, y a doleros,
al tiempo que os rompía vuestros fueros,
y Vos, mi Dios, callar, sufrir y amarme!
¡Oh, guarda de los hombres!, vuestra saña
no mostréis contra mí, que soy de tierra:
mirad a lo que es vuestro, y levantalde:
que no es deleite ya lo que me engaña
sino costumbre que me vence en guerra
pues por solo pecar peco de balde[2].
[1] El soneto es anónimo. Figura en varios manuscritos y tuvo cierta difusión. Ver Marcel Bataillon, «El anónimo del soneto “No me mueve, mi Dios, para quererte”», Nueva Revista de Filología Hispánica, 4, 1950, pp. 262-263.
[2] Cito por La conversión de la Madalena, ed. de Ignacio Arellano, Jordi Aladro y Carlos Mata Induráin, New York, IDEA, 2014 (colección «Batihoja», 13), p. 251.