El XVIII, un siglo antinovelesco en España

En el siglo XVIII apenas sí se cultiva la novela en España[1]. Pensemos por un momento en los novelistas de esa centuria. ¿Qué nombres podemos recordar? En un primer momento, los de Torres Villarroel y el Padre Isla (y habría que discutir hasta qué punto son auténticas novelas tanto la Vida… como el Fray Gerundio); también se pueden añadir los de Montengón (la Eudoxia, el Rodrigo) y, ya hacia finales del siglo, los de Cadalso (deberíamos igualmente examinar el carácter de sus Noches lúgubres), Mor de Fuentes, García Malo, Rodríguez de Arellano, Martínez Colomer, Valladares de Sotomayor, Céspedes y Monroy, Tóxar o Trigueros.

Portada de Fray Gerundio de Campazas

Los últimos quince años del XVIII tienen ya capacidad para novelar, señala Juan Ignacio Ferreras[2]; sin embargo, para el desarrollo del género novelesco, ninguna obra importante nos ofrecen estos autores[3]:

¿Cómo es posible ­—se pregunta Brown— que durante siglo y medio olvidasen los españoles, casi en absoluto, vocación literaria tan arraigada? ¿Tanto habían variado las ideas estéticas y el gusto literario en país tan tradicionalista como España, desde los tiempos del Quijote y El Buscón?[4]

En efecto, la gran novela española de los siglos XVI y XVII no tiene una descendencia en nuestro país en esta centuria. Cervantes será asimilado en Inglaterra[5], pero no en España; entre nosotros, el Quijote sería entendido en el siglo XVIII, según el criterio de utilidad y didactismo, únicamente como el libro que acabó con la novela de caballería y, por extensión, con la novela en general. Escribe Ferreras:

Como sabemos, el XVIII español es siglo que se quiere filósofo e ilustrado; la novela no solamente no puede encontrar un puesto elevado en esta sociedad literaria, sino que es atacada a partir de la novela misma. No vamos a repetir aquí la función del Quijote en este siglo; para los avisados filósofos del XVIII, Cervantes era un genio porque había terminado con la novela; es más, Cervantes mostraba con su Quijote cómo se debía combatir este género literario y así surgen las llamadas «imitaciones» del Quijote del XVIII, sobre las que habría que decir inmediatamente que no son imitaciones, sino todo lo contrario. El XVIII español produce un antiquijotismo novelesco, por llamarlo así, que ha de coincidir con la decadencia y casi desaparición del género novelesco[6].

Para Ferreras, el XVIII es el siglo antinovelesco por antonomasia: «El XVIII español no es solamente el siglo que carece de novela, sino el siglo que la combate y niega»[7]. Sin embargo, no es totalmente exacto que el siglo XVIII carezca de novela; hay que matizar cuando se emplea una expresión del tipo «desierto novelesco del XVIII»; el propio Ferreras, en otro estudio[8], indica que el XVIII comienza «desnovelado», pero también que a lo largo del mismo se desarrollarán dos corrientes novelescas: una es la imitadora, prolongación del siglo XVII, representada por el Padre Isla y Torres Villarroel, que sigue ante todo el criterio de la utilidad; y la segunda corriente es la renovadora, sensible o prerromántica que, iniciándose hacia el año 1780 y continuando hasta 1830, supondrá el origen de la gran novela decimonónica.

En definitiva, como quiere aclarar en su estudio Brown, el XVIII no fue un siglo sin novela; se leía novela y los lectores pedían novela[9], de ahí que, ante la escasa producción original, se recurriese a las traducciones de autores extranjeros y a las reediciones, muy abundantes, de los clásicos del Siglo de Oro[10]. Eso sí, lo que se reedita se hace con un criterio selectivo: apenas se publican de nuevo las novelas picarescas excepto el Buscón (el Lazarillo, por ejemplo, solo conoció una reedición), ni la Celestina, ni la novela de caballería, ni la bizantina; sí el Quijote, la novela pastoril y, sobre todo, las novelas cortas de tipo moral del XVII (las de María de Zayas, Pérez de Montalbán, Lozano, Tirso, Castillo Solórzano, Sanz del Castillo, Céspedes y Meneses, y las Ejemplares de Cervantes).

Al calor de estas reediciones se desarrollará a lo largo de casi todo el siglo la corriente imitadora; pero sus creaciones serán muchas veces productos híbridos, mezcla de novela y de componentes didácticos o moralizadores, y no verdaderas novelas modernas. Escribe Ferreras:

La antinovelesca novela del XVIII, y a pesar de los esfuerzos de un Mor de Fuentes y sobre todo de un Montengón, no logró nunca convertirse en auténtica novela; o no logró esa línea cervantina o stendhaliana que ha caracterizado y consagrado el género entero[11].

Las causas de este antinovelismo son variadas[12] y suponen que prácticamente hasta finales de siglo —hasta los últimos quince o veinte años— no se vislumbren posibilidades renovadoras para la novela. Sin embargo, cuando esos intentos por crear una nueva novela española empiecen, se verán detenidos por otra serie de factores (censura, guerra de la Independencia, absolutismo fernandino, etc.). Terminaré citando de nuevo a Ferreras:

Los últimos años del XVIII son ya capaces de novelar […]; en principio, pero solo en principio, y después de la aceleración novelesca de la última década del XVIII, parece que en España va a surgir por fin un novela auténtica, nacional y estéticamente de valor. No sucede así, la producción nacional se debilita, se desparrama sin orientaciones precisas, y mientras tanto, se traduce y se traduce[13].


[1] «Pedir novela al siglo XVIII, sobre todo en su primera mitad, es un anacronismo casi tan grave como pedirle cine», opina Juan Luis Alborg en su Historia de la Literatura Española, III, El siglo XVIII, Madrid, Gredos, 1989, p. 256. Y Felicidad Buendía, en el estudio preliminar a su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 26: «El siglo XVIII, con sus aficiones francesas, su prosaísmo lírico y sus contrastes con relación al siglo que le precedió, se muestra en lo que a novelística se refiere, profundamente agotado, cansado, sin recursos».

[2] Juan Ignacio Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973, p. 305.

[3] Un estudio de conjunto bastante completo es el de Joaquín Álvarez Barrientos, La novela del siglo XVIII, Madrid, Júcar, 1991.

[4] Reginald F. Brown, La novela española 1700-1850, Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 9. La decadencia del género novelesco no empieza, en efecto, con el siglo XVIII, sino antes, hacia 1650, después de Gracián.

[5] «Su descendencia legítima durante la centuria siguiente —señala Menéndez Pelayo— hay que buscarla fuera de España: en Francia, con Lesage; en Inglaterra, con Fielding y Smollet. A ellos había transmigrado la novela picaresca. […] Pero durante el siglo XVIII, la musa de la novela española permaneció silenciosa, sin que se bastasen a romper tal silencio dos o tres conatos aislados: memorable el uno, como documento satírico y mina de gracejo, más abundante que culto; curiosos los otros, como primeros y tímidos ensayos, ya de la novela histórica, ya de la novela pedagógica, cuyo tipo era entonces el Emilio. La escasez de estas obras, y todavía más la falta de continuidad que se observa en sus propósitos y en sus formas, prueba lo solitario y, por tanto, lo infecundo de la empresa y lo desavezado que estaba el vulgo de nuestros lectores a recibir graves enseñanzas en los libros de entretenimiento, cuanto más a disfrutar de la belleza intrínseca de la novela misma» (Estudios sobre la prosa del siglo XIX, Madrid, CSIC, 1956, pp. 245-246).

[6] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, p. 21.

[7] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, p. 135.

[8] La novela en el siglo XVIII, Madrid, Taurus, 1987.

[9] «Estamos inundados de novelas. La moda se ha declarado por este género de composiciones. No hay duda de que tienen un mérito grande. Divierten e inspiran a veces sentimientos sublimes y grandes; enseñan, corrigen y nos instruyen en el conocimiento de la vida social; nos pintan más vivo que la historia misma, que solo se ocupa en los grandes y públicos sucesos». Olive, de quien son estas palabras (Las noches de invierno, 1796), capta el desarrollo del género en los años finales del siglo, si bien es de notar que no olvida el criterio de la utilidad educativa para la novela. Tomo la cita de Ferreras, La novela en el siglo XVIII, p. 64.

[10] «Podríamos decir que nos encontramos ante un siglo en el que la demanda excede la oferta, o de otra manera, en el que el consumo de novelas, y por lo tanto la necesidad de las mismas, excede la producción original. Si esto es así, como parece, también podemos afirmar que los hombres del XVIII buscaron la novela, y que al no encontrarla en su época, miraron hacia atrás y consumieron reedición tras reedición» (Ferreras, La novela en el siglo XVIII, p. 80).

[11] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, p. 135.

[12] El academicismo neoclásico, el criterio de utilidad y el afán moralizador son algunas de las señaladas por Ferreras (Los orígenes de la novela decimonónica, p. 22), para añadir a continuación, aclarando que no pretende ser «groseramente sociológico», otro motivo: «Por otra parte, pero en el mismo orden de ideas, yo buscaría la falta de novela en la falta de desarrollo de la conciencia burguesa, de la conciencia racionalista e individualista. Burguesía y novela viven juntas en el devenir histórico, aunque a veces, y sobre todo, se enfrenten y contradigan. Los grupos burgueses, porque de alguna manera hay que llamarlos, que hicieron la Constitución gaditana, detentaban una conciencia colectiva capaz de novelar; pero la derrota de la Constitución primero, y el aplastamiento del liberalismo después, retrasaron la explosión novelesca hasta 1868».

[13] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, p. 22.

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