Valoración de Walter Scott

Muchos son los testimonios que se podrían aducir aquí para mostrar la importancia del arte con que el genial escritor escocés supo escribir sus novelas[1]. Víctor Hugo calificó a Scott en 1823 de «hábil mago»[2]. Menéndez Pelayo habla de «este mago de la historia, Homero de una nueva poesía heroica»[3]. Y mago le llama también Amós de Escalante:

Reinaba por entonces en los dominios de la imaginación, teniendo a su merced el universo leyente, uno de los más hábiles y poderosos magos, a quienes enseñó naturaleza el arte de evocar y hacer vivir generaciones muertas, levantar ruinas, poblar soledades, dar voz a lo mudo, voluntad a lo inerte, interrogar a los despojos de remotos siglos y hacer que a su curiosidad respondieran[4].

Por lo que respecta al número de seguidores que tuvo por aquellos años, bien significativa resulta esta cita de Milá y Fontanals:

Si se ofreciese reunir un número considerable de jóvenes ligados con el vínculo común de una idea sólida y vivificadora, más tal vez que invocando un lema político se lograría con inscribir en la bandera «Admiradores de Walter Scott»[5].

Otro contemporáneo, Alberto Lista, señala que Scott es «el padre verdadero de la novela histórica tal como debe ser», esto es, una mezcla equilibrada de exactitud histórica y ficción[6] que consiga además deleitar aprovechado. No se puede negar una escrupulosa exactitud a sus descripciones de usos, caracteres y costumbres; y aunque no es muy feliz —según Lista— en los desenlaces, sus escenas y diálogos son magníficos, de forma que «después de Cervantes, es el primero de los escritores novelescos»[7].

WalterScott-Monumento

Fue muy admirado por los escritores españoles posteriores: «Prefiero la peor novela de Walter Scott a toda la Comedia Humana», dijo en 1853 Valera[8]; y Baroja indicó que prefería a Scott «con mucho» antes que a Flaubert. Gómez de Avellaneda, por su parte, lo estimaba como «el primer prosista de Europa»[9]. Y en Europa, Goethe elogió sus obras, unas obras que pese a su naturaleza novelesca influyeron en el historiador francés Thierry. Stendhal opinaba que se podría enseñar la historia de Inglaterra con los dramas de Shakespeare y las novelas de Scott.

Para Lukács, Scott es el gran poeta de la historia; sus novelas poseen la «gran objetividad del auténtico poeta épico»[10]:

La grandeza de Scott está en la vivificación humana de tipos histórico-sociales. Los rasgos típicamente humanos en que se manifiestan abiertamente las grandes corrientes históricas jamás habían sido creados con tanta magnificencia, nitidez y precisión antes de Scott. Y, ante todo, nunca esta tendencia de la creación había ocupado conscientemente el centro de la representación de la realidad[11].

Sus novelas, según Regalado García, nos ofrecen una visión dinámica, dialéctica, de la vida en los siglos pretéritos:

Walter Scott nos da en sus mejores páginas la sensación de que la vida cambia, de que existe una evolución histórica del hombre y de que esta evolución trae como consecuencia el dramático contraste entre dos mundos, que representan dos diferentes maneras de ser[12].

Walter Scott ejerció una influencia importante en la novela histórica romántica[13] e incluso en la posterior novela de tema histórico (en Galdós, sobre todo). Y es que, además de ayudar a entender mejor la historia como material capaz de ser novelado, creó todo un género narrativo. Porque Scott, antes que nada, es eso: un gran narrador de historias. Para terminar, hago mías estas palabras de Carlos Lagarriga:

Scott nació para contar historias, y entre las fábulas de sus aguerridos montañeses, sus piratas y sus caballeros medievales, se asoma a la historia como quien busca dónde reconocerse en la memoria de las cosas pasadas, desvelando aquello que más le importa: más que las luchas, los torneos y las batallas, las derrotas y las victorias del corazón[14].


[1] Por supuesto, también es posible hallar opiniones negativas: «Usted sigue el ejemplo de Walter Scott y su escuela; por consiguiente, sus novelas no valen nada» (duque de Frías, Leyendas y novelas jerezanas, Madrid, Ronda, 1838, pp. VIII-IX; citado por Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954, vol. II, p. 103). O esta otra del censor de una versión española de El Mesías, de Klopstock: «Diré, por último, que ninguna edificación puede encontrar un cristiano en su lectura, y que acaso perderá en ella cualquiera su tiempo, tanto como le perdería en la de una de las novelas de Walter Scott» (citado por Vicente Llorens, El Romanticismo español, Madrid, Castalia, 1989, p. 200).

[2] «Pocos historiadores —añadía Hugo— son tan fieles como este novelista […]. Walter Scott alía a la minuciosa exactitud de las crónicas la majestuosa grandeza de la historia y el interés acuciante de la novela; genio poderoso y curioso que adivina el pasado; pincel veraz que traza un retrato fiel ateniéndose a una sombra confusa y nos fuerza a reconocer lo que ni siquiera hemos visto» («Sur Walter Scott», en Littérature et philosophie mélées, París, s. a., Colección Nelson, pp. 230-231). Tomo la cita de Amado Alonso, Ensayo sobre la novela histórica, Buenos Aires, Instituto de Filología, 1942, pp. 59-60.

[3] Marcelino Menéndez Pelayo, Estudios sobre la prosa del siglo XIX, Madrid, CSIC, 1956, p. 164.

[4] Amós de Escalante en un artículo de La Época, en 1876. Citado por Menéndez Pelayo, Estudios sobre la prosa del siglo XIX, p. 158.

[5] Manuel Milá y Fontanals, Obras completas, IV, p. 6. Recojo la cita de Guillermo Díaz Plaja, Introducción al romanticismo español, Madrid, Espasa-Calpe, 1942, p. 237. Este mismo autor ofrece un dato curioso para apreciar la popularidad de las novelas de Scott: en 1826, el embajador inglés en Viena organizó un baile al que los invitados debían asistir disfrazados de personajes de Ivanhoe; por esos mismos años, se dio otro baile en Mónaco en el que los disfraces representaron a los personajes de Quintin Durward.

[6] «[…] el autor escocés tiene un mérito que sobrevivirá a sus novelas, y es la descripción de costumbres históricas. El género que ha descubierto es muy difícil; porque exige de los que hayan de cultivarlo, además de las dotes de imaginación, un estudio muy profundo de las antigüedades de su patria, y del espíritu y de las costumbres de la edad media» (Lista, op. cit., I, p. 156).

[7] Ensayos literarios y críticos, Sevilla, Calvo Rubio, 1844, I, pp. 156-158.

[8] Citado por Benito Varela Jácome, Estructuras novelísticas del siglo XIX, Barcelona, Hijos de José Bosch S.A., 1974, p. 149.

[9]« Quiero que conozcas al primer prosista de Europa, al novelista más distinguido de la época; tengo en lista El pirata, Los privados reales, el Waverley y El anticuario, obras del célebre Walter Scott» (carta de la Avellaneda a Cepeda, citada por Llorens, El Romanticismo español, p. 575).

[10] Georg Lukács, La novela histórica, trad. de Jasmin Reuter, México, Era, 1977, p. 34.

[11] Lukács, La novela histórica, pp. 34-35.

[12] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, pp. 139-140.

[13] Andrés González Blanco, al hablar de los imitadores españoles de Scott señala que «ninguno se libertó de la opresora esclavitud de tal maestro»; «Walter Scott y sólo Walter Scott era el reinante entonces en España» (Historia de la novela en España desde el Romanticismo a nuestros días, Madrid, Sáenz de Jubera, 1909, pp. 82 y 138). Pero téngase en cuenta la matización que señalaba en otra entrada: es cierto que Scott reinaba entonces sobre la novela española y europea, pero es más justo hablar de una poderosa influencia antes que de una «opresora esclavitud».

[14] Carlos Lagarriga, «Introducción» a Walter Scott, Ivanhoe, Barcelona, Planeta, 1991, p. XIV.

Walter Scott en España

En el caso de España, Walter Scott no va a ser solo el modelo de un subgénero dentro de la novela, sino el vindicador de la novela como género apreciable y digno de ser cultivado. En Inglaterra, la tradición novelesca cervantina fue continuada sin rupturas por varios autores, cosa que no sucede en España. Hizo falta que llegara la moda de las novelas de Scott para que muchos autores españoles, al decidirse a imitar al escocés, consideraran digna de mérito literario a la novela, impulsando de este modo el desarrollo del género novelesco en nuestro país.

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Scott pudo empezar a ser leído en español desde 1823, fecha en la que Blanco White tradujo algunos fragmentos de Ivanhoe en un periódico londinense. Debemos recordar que Londres fue un centro de traducciones, por la presencia de varios emigrados, aunque lo normal fue que se vertiese al español a través del francés. En efecto, como ocurriera con otros autores, Francia fue la gran descubridora de Scott; allí el scottismo fue un fenómeno «delirante», según refiere Montesinos; desde el país vecino, Scott llegaría a España: «… fueron las prensas francesas las que se apoderaron de un Walter Scott adobado a la española de modo más o menos dudoso»[1].

El gran momento de influencia de Scott, en España y en toda Europa, es la década de 1830 a 1840; en efecto, en nuestro país sería leído desde los años treinta para alcanzar, a lo largo del siglo XIX, 231 ediciones en España; solo en los años 1825-1834 hubo cuarenta traducciones al español de sus obras (16 en Madrid, 9 en Barcelona, 6 en Burdeos, 4 en Perpiñán, 3 en Londres y 2 en Valencia). Hacia 1840 empieza a menguar su influencia; de hecho, en los años 40-60, serán los autores franceses los que más se traduzcan (Sue, Hugo, Dumas, Soulié, Féval…).

Scott influyó especialmente en el Romanticismo creyente y tradicional[2] (el renacimiento romántico, según la terminología de Peers), con centro en Cataluña[3]. Fue admirado en El Europeo y El Vapor; sus obras entraron en la famosa colección de Cabrerizo, de Valencia, e inspiró a Carbó, Piferrer, Milá y Fontanals y, sobre todo, a López Soler.

Mucho se ha discutido la influencia de Walter Scott en la novela histórica romántica española. Hay estudios muy completos al respecto[4], y no voy a detenerme a explicar lo que debe cada novelista español al autor de las Waverley Novels. Señalaré simplemente que la influencia de Scott debe ser matizada. Es cierto que crea el patrón del género y todos los que le siguen utilizan unos mismos recursos narrativos, que se encuentran en las novelas del escocés, a modo de clichés. Ahora bien, esto no significa necesariamente que todas las novelas españolas sean meras imitaciones, pálidas copias del modelo original, como se suele afirmar cuando se valora por lo ligero la novela histórica romántica. Además, es posible pensar que algunas de las coincidencias pueden ser casuales: si dos novelistas describen un templario, o un torneo, o el asalto a un castillo, es fácil que existan elementos semejantes en sus descripciones, aunque uno no se haya inspirado en el otro[5].

La mayor influencia de Scott no radica, en mi opinión, en el conjunto de esas coincidencias de detalle, sino en el hecho de haber creado una moda que, bien por ser garantía segura de éxito (como señala Zellers), bien por otras razones, impulsó definitivamente, por medio de traducciones primero, de imitaciones después y de creaciones originales por último, el renacimiento de la novela española hacia los años treinta del siglo XIX. Así pues, no se trataría tanto de una influencia en la novela española de aquel momento, sino de una influencia para la novela española en general.

Ofrezco a continuación algunas fechas importantes para comprender mejor la influencia de Scott en España[6]:

1814 Publica Waverley.

1815 Guy Mannering.

1816 The Antiquary.

1817 Rob Roy.

1818 The Heart of Midlothian. Empieza a ser citado en revistas españolas (por ejemplo, por Mora en la Crónica Científica y Literaria).

1819 The Bride of Lamermoor.

1820 Ivanhoe.

1821 Kenilworth.

1822 The Pirate.

1823 Quintin Durward. Blanco White publica en el periódico Variedades, de Londres, algunos fragmentos de Ivanhoe en español. Es elogiado por Aribau en El Europeo.

1824 El Europeo lo proclama «el primer romántico de este siglo».

1825 Se publica la primera traducción completa de Ivanhoe en español (Londres, Ackerman). The Talisman. Traducción de El talismán.

1826 Scott empieza a ser editado con frecuencia en Perpiñán, Madrid y Barcelona. Primera traducción impresa en España de El talismán.

1828 La censura prohíbe a Aribau y Sanponts la creación de una sociedad para traducir las obras de Scott.

1829 Inicia Jordán la edición de obras de Scott.

1831 Primera traducción impresa en España de Ivanhoe.

1832 La censura prohíbe la publicación de otras versiones de Ivanhoe.

Esta prohibición está motivada por el comportamiento poco edificante de algunos personajes de la novela que visten hábito religioso (el templario Bois-Guilbert, el prior Aymer)[7]. Sin embargo, a partir de esa fecha, y hasta los años cuarenta, las ediciones de las novelas de Scott son ya constantes en España, sin que su influencia se viera empañada por la de ningún otro escritor.


[1] José F. Montesinos, Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX, Madrid, Castalia, 1983, p. 60.

[2] Pese a ello, tuvo problemas con la censura, por presentar a algunos personajes (pensemos, por ejemplo, en el prior y el templario que aparecen en Ivanhoe) con ciertas características morales que no cuadraban bien con su condición de religiosos. Puede consultarse el trabajo de Ángel González Palencia, «Walter Scott y la censura gubernativa», Revista de Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, IV, 1927, pp. 147-166.

[3] Hugo y Byron, por su parte, serían los adalides del Romanticismo revolucionario (la rebelión romántica), con mayor acogida en Madrid.

[4] Philip Churchman y Edgar A. Peers, «A Survey of the Influence of Sir Walter Scott in Spain», Revue Hispanique, LV, 1922, pp. 227-310; W. Forbes Gray, «Scott’s Influence in Spain», The Sir Walter Scott Quarterly (Glasgow-Edimburgo), 1927, pp. 152-160; Manuel Núñez de Arenas, «Simples notas acerca de Walter Scott en España», Revue Hispanique, LXV, 1925, pp. 153-159; Edgar A. Peers, «Studies in the Influence of Sir Walter Scott in Spain», Revue Hispanique, LXVIII, 1926, pp. 1-160; Sterling A. Stoudemire, «A Note on Scott in Spain», Romantic Studies presented to William Morton Day, Chapell Hill, University of North Carolina Press, 1950, pp. 165-168; Guillermo Zellers, «Influencia de Walter Scott en España», Revista de Filología Española, XVIII, 1931, pp. 149-162. Ver también la tesis doctoral de José Enrique García González, Traducción y recepción de Walter Scott en España. Estudio descriptivo de las traducciones de «Waverley» al español, dirigida por Isidro Pliego Sánchez, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005.

[5] Coincido plenamente en esto con la opinión de Felicidad Buendía en su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963p. 759: «Las influencias walterscottianas sabemos ya que son muchas y repetidas en esta fase de nuestra novela histórica, pero no hemos de considerar hasta la saciedad estas ni exagerarlas buscando precedentes a toda costa donde no los hay. Es natural que tratando de seguir una escuela los autores coincidan en puntos en que es necesario encontrarse: las figuras de una época histórica se pueden parecer, lo mismo que en sus atuendos, en sus pensamientos y reacciones, pero esto no demuestra que tal personaje de una obra tenga su antecedente en otro parecido de otro autor […]. En cuanto a otros rasgos de ruinas, paisajes, etc., bien sabemos que muchas veces son tópicos».

[6] Una bibliografía completa de las traducciones de novelas de Scott al español puede verse en el trabajo de Churchman y Peers «A Survey of the Influence of Sir Walter Scott in Spain».

[7] Ver González Palencia, «Walter Scott y la censura gubernativa».

Walter Scott, creador de un nuevo género narrativo: características de sus novelas históricas

Se ha calificado a Walter Scott, con razón, como padre de la novela histórica; en efecto, él crea el patrón de lo que ha de ser la fórmula tradicional de este subgénero narrativo[1]. «¿Qué es —se pregunta Ferreras— la novela histórica? La primera respuesta, la más contundente, se podría formular así: la novela histórica es Walter Scott»[2]. Antes de su aportación se pueden rastrear algunos antecedentes, pero no se trata de novelas históricas propiamente dichas, como bien indica Regalado García:

Antes de Scott lo que pasa por novela histórica no lo es en el sentido de la recreación de un pasado más o menos remoto, con la intención de revivirlo tal cual existió, por medio de un esfuerzo consciente de objetividad […]. Scott da a sus novelas […] la realidad espacial y temporal específica que les corresponde, acomodando a ella las situaciones y la psicología y costumbres de los personajes que pone en juego[3].

Así pues, Walter Scott es un escritor que, partiendo de la tradición narrativa inglesa del siglo XVIII[4], deja fijadas las características del nuevo género histórico; por tanto, bueno será que señale los rasgos principales de sus novelas históricas.

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Walter Scott, el Cervantes de Escocia, el padre de la novela histórica, es ante todo un gran narrador, un escritor que sabe contar historias[5]. Nacido en 1771, cuando tenía un año y medio de edad, fue afectado por la poliomielitis, que le dejó casi paralítico de su pierna derecha; entonces fue enviado a la granja de Sandy-Knowe, al sur de Edimburgo, con su abuelo paterno; allí, cerca de la frontera entre Escocia e Inglaterra, el futuro novelista empaparía su fantasía con las baladas de la región y las historias que oyera contar en su infancia (lo mismo sucede con otros grandes narradores, como Mariano Azuela, el autor de Los de abajo, la más célebre novela sobre la Revolución Mexicana, Gabriel García Márquez o Ignacio Aldecoa; los relatos que escucharon todos ellos de pequeños despertaron de algún modo su capacidad narrativa).

En sus novelas históricas, destaca en primer lugar la exactitud y minuciosidad en las descripciones de usos y costumbres[6] de tiempos ya pasados, pero no muertos; su pluma consigue hacer revivir ante nuestros ojos ese pasado, mostrándonoslo como algo que fue un presente[7]; y no solo eso, sino también como un pasado que influye de alguna manera en nuestro presente[8]. Y es que cuanto mejor conozcamos nuestro pasado, mejor podremos entender nuestro presente, y viceversa[9]. Alberto Lista se refería en 1844 a estas características que deberían tener presentes quienes deseasen seguir los pasos del maestro escocés:

Walter Scott ha impuesto una obligación muy dura a todos los que pretenden imitarle. Es imposible ser novelista en su género sin llenar las condiciones siguientes: 1º, un profundo conocimiento de la historia del período que se describe; 2º, una veracidad indeclinable en cuanto a los caracteres de los personajes históricos; 3º, igual escrupulosidad en la descripción de los usos, costumbres, ideas, sentimientos y hasta en las armaduras, trajes y estilo y giro de las cántigas. Es necesario colocar al lector en medio de la sociedad que se pinta: es necesario que la vea, que la oiga, que la ame o la tema, como ella fue con todas sus virtudes y defectos. Los sucesos y aventuras pueden ser fingidos, pero el espíritu de la época y sus formas exteriores deben describirse con suma exactitud. En este sentido no hay escritor más clásico que Walter Scott, porque no perdonará ni una pluma en la garzota del yelmo de un guerrero, ni una cinta en el vestido de una hermosa, y así debe ser, si se quiere conocer en medio del interés novelesco las sociedades que ya han pasado: si se quiere dar al lector el placer y la utilidad de hallarse en medio de los hombres que le han precedido[10].

Scott sabe interpretar las grandes crisis de los momentos históricos decisivos de la historia inglesa[11]: momentos de cambios, fricciones entre dos razas o culturas, luchas civiles (o de clases, según Lukács)[12]; y lo hace destacando la complejidad de las fuerzas históricas con las que ha de enfrentarse el individuo. No altera los acontecimientos históricos; simplemente, muestra la historia como «destino popular»[13] o, de otra forma, ve la historia a través de los individuos[14].

Pero los personajes centrales de las novelas de Scott nunca alcanzan la categoría de grandes héroes[15]; son en todo caso «héroes medios»[16] que viven, como decía, en momentos históricos de grandes convulsiones sociales. Los personajes principales suelen ser inventados en sus novelas, en tanto que los históricos aparecen siempre en un segundo plano, humanizados, no mitificados. Por otra parte, Scott —a diferencia de lo que harán los novelistas románticos españoles— jamás moderniza la psicología de sus personajes[17], que piensan, sienten y actúan como lo harían los hombres de aquella época en la que sitúa la acción de sus novelas. Es decir, crea sus personajes a partir de la época, y no al revés[18].

Aunque la crítica moderna considera unánime que sus mejores novelas son aquellas que menos se alejan en el tiempo, esto es, las de ambiente escocés (y entre ellas, sobre todo, El corazón de Mid-Lothian), la que más influyó en nuestra novela histórica romántica fue, sin duda alguna, Ivanhoe (en menor medida, El talismán y Quintin Durward). Ivanhoe nos traslada a un mundo de ensueño, a una Edad Media idealizada, que la actitud escapista de muchos románticos españoles tomaría después como escenario de sus narraciones. Además, en esa misma novela podemos encontrar casi todos los recursos scottianos que serían asimilados por nuestros novelistas históricos. Estas son las razones por las que, en futuras entradas, me detendré en el análisis de Ivanhoe.


[1] «Walter Scott dejó definitivamente establecido con sus obras el arquetipo de lo que en adelante sería la novela histórica», escribe Felicidad Buendía en el «Estudio preliminar» a su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 16.

[2] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y la novela histórica, Madrid, Taurus, 1976, p. 30.

[3] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, p. 153.

[4] «La novela histórica de Scott es una continuación en línea recta de la gran novela social-realista del siglo XVIII» (Georg Lukács, La novela histórica, trad. de Jasmin Reuter, México, Era, 1977, p. 30).

[5] Seguiré fundamentalmente el apartado que dedica Lukács a Scott en el libro citado (pp. 29-71).

[6] De hecho, Scott ha sido atacado por su pintoresquismo un tanto superficial y costumbrista; y es cierto que sus descripciones suelen ser detalladas y rigurosas, mas no es el «colorido local» lo que más le importa, sino la grandeza humana de sus personajes.

[7] «Pero a Scott no le bastó con situar la novela en un trasfondo histórico, sino que persiguió una representación instructiva del pasado, para así captar y difundir las relaciones orgánicas existentes entre el hombre, su entorno y su ascendencia» (Román Álvarez, «Introducción» a Walter Scott, El corazón de Mid-Lothian, Madrid, Cátedra, 1988, p. 16).

[8] Es decir, que muestra el pasado como «prehistoria del presente», como señala Lukács, La novela histórica, p. 58: el gran arte de Scott está «en la revivificación del pasado convirtiéndolo en prehistoria del presente, en la revivificación poética de las fuerzas históricas, sociales y humanas que en el transcurso de un largo desarrollo conformaron nuestra vida como en efecto es, como la vivimos nosotros ahora».

[9] Carlos Lagarriga, «Introducción» a Walter Scott, Ivanhoe, Barcelona, Planeta, 1991, p. XI.

[10] Alberto Lista, Ensayos literarios y críticos, Sevilla, Calvo Rubio, 1844, I, pp. 158-159.

[11] Las novelas de Scott, en opinión de Lukács, no son sino «elaboración literaria de las grandes crisis de la historia inglesa» (La novela histórica, p. 32). Para el crítico húngaro, que establece su teoría desde unos supuestos marxistas, Scott ve la historia como una serie de crisis sucesivas, siendo la fuerza motriz del progreso histórico «la contradicción viva de las potencias históricas en pugna, la oposición de las clases y de las naciones» (p. 58).

[12] «Cuando Scott describe la Edad Media, su intención primordial es plasmar la lucha entre las tendencias progresistas y las reaccionarias, ante todo aquellas que conducen fuera de la Edad Media, que sirven de elementos subversivos del feudalismo y que aseguran la victoria de la sociedad burguesa moderna» (Lukács, La novela histórica, p. 307).

[13] «Scott plasma las grandes transformaciones de la historia como transformaciones de la vida del pueblo» (Lukács, La novela histórica, pp. 52-53).

[14] Álvarez, «Introducción» a Ivanhoe, p. 14.

[15] «Walter Scott no estiliza estas figuras, no las erige sobre un pedestal romántico, sino que las presenta como seres humanos, con sus virtudes y debilidades, con sus buenas y sus malas cualidades» (Lukács, La novela histórica, p. 48).

[16] Lukács, La novela histórica, pp. 32 y ss.

[17] Lukács, La novela histórica, p. 67.

[18] «Scott hace surgir a sus figuras importantes de la esencia misma de la época, sin explicar jamás, como lo hacen los románticos veneradores de héroes, la época a partir de sus grandes representantes» (Lukács, La novela histórica, p. 40).

Pío Baroja: formación e ideología

En su juventud, Baroja es un gran lector de autores como Dumas, Dickens, Victor Hugo, Daudet, Zola, Eugene Sue, Montepin, Gaborian, Pérez Escrich, Fernández y González y los rusos Dostoyevsky y Tolstoi. Son autores en los que predominan los tonos sentimentales, exagerados, folletinescos… Todo eso repercute en la obra de Baroja con la presencia de lo pintoresco, de la exageración, del gusto por lo detectivesco y en algunos detalles de técnica. Por ejemplo, en La ciudad de la niebla (1909) abundan los tipos raros: mendigos, seres extravagantes y siniestros; lo exagerado aparece, por ejemplo, en Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901); lo policiaco lo encontramos en La dama errante (1900); y ciertas técnicas novedosas las apreciamos en el arranque de Las noches del Buen Retiro (1934), cuando Fantasio se presenta al autor y le entrega el manuscrito de una novela, que ha escrito por devoción a una mujer, etc.

Baroja vive en San Sebastián, Madrid, Pamplona, Valencia, CestonaViaja además bastante por Europa. Podemos decir que cada descripción o ambientación novelesca corresponde a una experiencia propia; rara vez narra por referencias. Habla así de lugares y calles que conoce y ha visto. Su vida se desarrolla, en genral, en un marco gris y mediocre. Tras pasar su juventud leyendo novelas de aventuras y folletines, desde 1902 decide dedicarse exclusivamente a escribir y en 1934 será elegido miembro de la Real Academia Española. En este sentido, Ricardo Senabre ha calificado la existencia de Baroja como «una vida gris y laboriosa».

PioBaroja

En cuanto a su ideología, Baroja es una especie de iconoclasta, un escéptico disolvente que no está dispuesto a comprometerse con (casi) nada. La lectura de algunas de sus novelas nos deja la impresión de que, en la vida, es mejor no hacer nada, pues el hombre no puede conseguir nada; eso es lo parece querernos decir. Todo es miseria, vanidad, corrupción. «Por instinto y por experiencia creo que el hombre es un animal dañino, envidioso, cruel, pérfido, lleno de malas pasiones», escribe hacia el final de su vida (Memorias de un hombre de acción). En muchos de sus personajes hay un fondo de falta de bondad. El amor, cuando no es pura sexualidad, es un recuento de insatisfacciones (La sensualidad pervertida). No es un sentimiento que llene; al contrario, viene a ser una especie de narcótico que hace débiles a los hombres (Camino de perfección, César o nada…). En cierto modo, Baroja parece ser un hombre sin más ideario que la oposición, la negatividad; con ello estaría reflejando o encarnando el espíritu de una época: la de la generación de principios de siglo tenía esa actitud. Ahora bien, al quedarse simplemente en esa actitud negativa, no consigue penetrar en el espíritu de su época, aportar algún tipo de solución: para él, la historia de la humanidad es una serie de crisis sucesivas. Para algunos críticos, su narrativa está limitada por sus circunstancias, por su «cortedad», por su modo de enfrentarse con esa sociedad (limitándose a reflejarla y lamentarse por ella), y esta es una de las razones que dificulta que el donostiarra sea un novelista universal.

El XVIII, un siglo antinovelesco en España

En el siglo XVIII apenas sí se cultiva la novela en España[1]. Pensemos por un momento en los novelistas de esa centuria. ¿Qué nombres podemos recordar? En un primer momento, los de Torres Villarroel y el Padre Isla (y habría que discutir hasta qué punto son auténticas novelas tanto la Vida… como el Fray Gerundio); también se pueden añadir los de Montengón (la Eudoxia, el Rodrigo) y, ya hacia finales del siglo, los de Cadalso (deberíamos igualmente examinar el carácter de sus Noches lúgubres), Mor de Fuentes, García Malo, Rodríguez de Arellano, Martínez Colomer, Valladares de Sotomayor, Céspedes y Monroy, Tóxar o Trigueros.

Portada de Fray Gerundio de Campazas

Los últimos quince años del XVIII tienen ya capacidad para novelar, señala Juan Ignacio Ferreras[2]; sin embargo, para el desarrollo del género novelesco, ninguna obra importante nos ofrecen estos autores[3]:

¿Cómo es posible ­—se pregunta Brown— que durante siglo y medio olvidasen los españoles, casi en absoluto, vocación literaria tan arraigada? ¿Tanto habían variado las ideas estéticas y el gusto literario en país tan tradicionalista como España, desde los tiempos del Quijote y El Buscón?[4]

En efecto, la gran novela española de los siglos XVI y XVII no tiene una descendencia en nuestro país en esta centuria. Cervantes será asimilado en Inglaterra[5], pero no en España; entre nosotros, el Quijote sería entendido en el siglo XVIII, según el criterio de utilidad y didactismo, únicamente como el libro que acabó con la novela de caballería y, por extensión, con la novela en general. Escribe Ferreras:

Como sabemos, el XVIII español es siglo que se quiere filósofo e ilustrado; la novela no solamente no puede encontrar un puesto elevado en esta sociedad literaria, sino que es atacada a partir de la novela misma. No vamos a repetir aquí la función del Quijote en este siglo; para los avisados filósofos del XVIII, Cervantes era un genio porque había terminado con la novela; es más, Cervantes mostraba con su Quijote cómo se debía combatir este género literario y así surgen las llamadas «imitaciones» del Quijote del XVIII, sobre las que habría que decir inmediatamente que no son imitaciones, sino todo lo contrario. El XVIII español produce un antiquijotismo novelesco, por llamarlo así, que ha de coincidir con la decadencia y casi desaparición del género novelesco[6].

Para Ferreras, el XVIII es el siglo antinovelesco por antonomasia: «El XVIII español no es solamente el siglo que carece de novela, sino el siglo que la combate y niega»[7]. Sin embargo, no es totalmente exacto que el siglo XVIII carezca de novela; hay que matizar cuando se emplea una expresión del tipo «desierto novelesco del XVIII»; el propio Ferreras, en otro estudio[8], indica que el XVIII comienza «desnovelado», pero también que a lo largo del mismo se desarrollarán dos corrientes novelescas: una es la imitadora, prolongación del siglo XVII, representada por el Padre Isla y Torres Villarroel, que sigue ante todo el criterio de la utilidad; y la segunda corriente es la renovadora, sensible o prerromántica que, iniciándose hacia el año 1780 y continuando hasta 1830, supondrá el origen de la gran novela decimonónica.

En definitiva, como quiere aclarar en su estudio Brown, el XVIII no fue un siglo sin novela; se leía novela y los lectores pedían novela[9], de ahí que, ante la escasa producción original, se recurriese a las traducciones de autores extranjeros y a las reediciones, muy abundantes, de los clásicos del Siglo de Oro[10]. Eso sí, lo que se reedita se hace con un criterio selectivo: apenas se publican de nuevo las novelas picarescas excepto el Buscón (el Lazarillo, por ejemplo, solo conoció una reedición), ni la Celestina, ni la novela de caballería, ni la bizantina; sí el Quijote, la novela pastoril y, sobre todo, las novelas cortas de tipo moral del XVII (las de María de Zayas, Pérez de Montalbán, Lozano, Tirso, Castillo Solórzano, Sanz del Castillo, Céspedes y Meneses, y las Ejemplares de Cervantes).

Al calor de estas reediciones se desarrollará a lo largo de casi todo el siglo la corriente imitadora; pero sus creaciones serán muchas veces productos híbridos, mezcla de novela y de componentes didácticos o moralizadores, y no verdaderas novelas modernas. Escribe Ferreras:

La antinovelesca novela del XVIII, y a pesar de los esfuerzos de un Mor de Fuentes y sobre todo de un Montengón, no logró nunca convertirse en auténtica novela; o no logró esa línea cervantina o stendhaliana que ha caracterizado y consagrado el género entero[11].

Las causas de este antinovelismo son variadas[12] y suponen que prácticamente hasta finales de siglo —hasta los últimos quince o veinte años— no se vislumbren posibilidades renovadoras para la novela. Sin embargo, cuando esos intentos por crear una nueva novela española empiecen, se verán detenidos por otra serie de factores (censura, guerra de la Independencia, absolutismo fernandino, etc.). Terminaré citando de nuevo a Ferreras:

Los últimos años del XVIII son ya capaces de novelar […]; en principio, pero solo en principio, y después de la aceleración novelesca de la última década del XVIII, parece que en España va a surgir por fin un novela auténtica, nacional y estéticamente de valor. No sucede así, la producción nacional se debilita, se desparrama sin orientaciones precisas, y mientras tanto, se traduce y se traduce[13].


[1] «Pedir novela al siglo XVIII, sobre todo en su primera mitad, es un anacronismo casi tan grave como pedirle cine», opina Juan Luis Alborg en su Historia de la Literatura Española, III, El siglo XVIII, Madrid, Gredos, 1989, p. 256. Y Felicidad Buendía, en el estudio preliminar a su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 26: «El siglo XVIII, con sus aficiones francesas, su prosaísmo lírico y sus contrastes con relación al siglo que le precedió, se muestra en lo que a novelística se refiere, profundamente agotado, cansado, sin recursos».

[2] Juan Ignacio Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973, p. 305.

[3] Un estudio de conjunto bastante completo es el de Joaquín Álvarez Barrientos, La novela del siglo XVIII, Madrid, Júcar, 1991.

[4] Reginald F. Brown, La novela española 1700-1850, Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 9. La decadencia del género novelesco no empieza, en efecto, con el siglo XVIII, sino antes, hacia 1650, después de Gracián.

[5] «Su descendencia legítima durante la centuria siguiente —señala Menéndez Pelayo— hay que buscarla fuera de España: en Francia, con Lesage; en Inglaterra, con Fielding y Smollet. A ellos había transmigrado la novela picaresca. […] Pero durante el siglo XVIII, la musa de la novela española permaneció silenciosa, sin que se bastasen a romper tal silencio dos o tres conatos aislados: memorable el uno, como documento satírico y mina de gracejo, más abundante que culto; curiosos los otros, como primeros y tímidos ensayos, ya de la novela histórica, ya de la novela pedagógica, cuyo tipo era entonces el Emilio. La escasez de estas obras, y todavía más la falta de continuidad que se observa en sus propósitos y en sus formas, prueba lo solitario y, por tanto, lo infecundo de la empresa y lo desavezado que estaba el vulgo de nuestros lectores a recibir graves enseñanzas en los libros de entretenimiento, cuanto más a disfrutar de la belleza intrínseca de la novela misma» (Estudios sobre la prosa del siglo XIX, Madrid, CSIC, 1956, pp. 245-246).

[6] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, p. 21.

[7] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, p. 135.

[8] La novela en el siglo XVIII, Madrid, Taurus, 1987.

[9] «Estamos inundados de novelas. La moda se ha declarado por este género de composiciones. No hay duda de que tienen un mérito grande. Divierten e inspiran a veces sentimientos sublimes y grandes; enseñan, corrigen y nos instruyen en el conocimiento de la vida social; nos pintan más vivo que la historia misma, que solo se ocupa en los grandes y públicos sucesos». Olive, de quien son estas palabras (Las noches de invierno, 1796), capta el desarrollo del género en los años finales del siglo, si bien es de notar que no olvida el criterio de la utilidad educativa para la novela. Tomo la cita de Ferreras, La novela en el siglo XVIII, p. 64.

[10] «Podríamos decir que nos encontramos ante un siglo en el que la demanda excede la oferta, o de otra manera, en el que el consumo de novelas, y por lo tanto la necesidad de las mismas, excede la producción original. Si esto es así, como parece, también podemos afirmar que los hombres del XVIII buscaron la novela, y que al no encontrarla en su época, miraron hacia atrás y consumieron reedición tras reedición» (Ferreras, La novela en el siglo XVIII, p. 80).

[11] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, p. 135.

[12] El academicismo neoclásico, el criterio de utilidad y el afán moralizador son algunas de las señaladas por Ferreras (Los orígenes de la novela decimonónica, p. 22), para añadir a continuación, aclarando que no pretende ser «groseramente sociológico», otro motivo: «Por otra parte, pero en el mismo orden de ideas, yo buscaría la falta de novela en la falta de desarrollo de la conciencia burguesa, de la conciencia racionalista e individualista. Burguesía y novela viven juntas en el devenir histórico, aunque a veces, y sobre todo, se enfrenten y contradigan. Los grupos burgueses, porque de alguna manera hay que llamarlos, que hicieron la Constitución gaditana, detentaban una conciencia colectiva capaz de novelar; pero la derrota de la Constitución primero, y el aplastamiento del liberalismo después, retrasaron la explosión novelesca hasta 1868».

[13] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, p. 22.

Las «Novelas ejemplares» de Cervantes

En los veinte años que median entre la aparición de La Galatea en 1585 y la impresión de la Primera parte del Quijote en 1605, Cervantes no publica nuevos títulos pero compone, probablemente, algunas de las Novelas ejemplares[1], que aparecerán en forma de libro en 1613 (en Madrid, por Juan de la Cuesta).

Portada de las Novelas ejemplares

Esta colección de doce novelas cortas estaba en lo más alto de la estimativa literaria de Cervantes y, además, tuvo un éxito enorme: a lo largo del siglo XVII se alcanzaron las sesenta ediciones, incluidas las traducciones. En el prólogo con que las encabeza, además de ofrecernos su famoso autorretrato, su autor se jacta de ser el primero que ha novelado en español, y explica a qué se refiere exactamente:

Yo soy el primero que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas; mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa.

Recordemos que la palabra novela (del italiano novella, en contraposición a romanzo ‘novela extensa’) significaba ‘cuento, relato breve’ y que era éste un género tenido hasta entonces en poca estima. Cervantes tiene razones para sentirse orgulloso, pues es él quien introduce la palabra en español y crea de alguna manera el género. Antes, en la Edad Media y el Renacimiento, existían obras como El Conde Lucanor de don Juan Manuel o El patrañuelo de Joan de Timoneda que coleccionaban historias y, por supuesto, se habían escrito otras novelas cortas, pero todas eran traducciones e imitaciones del italiano. Cervantes también recibe el influjo de la novela corta italiana (Boccaccio[2] y sus imitadores del siglo XVI como Bandello o Erizzo), pero —como ha destacado la crítica— innova esta materia en varios puntos: así, enriquece las historias con diversos episodios y peripecias; busca la nacionalización de asuntos y personajes; concede gran importancia al diálogo, que da soltura a la narración; elimina muchos elementos maravillosos y sobrenaturales; por el contrario, introduce la vida real, humanizando los relatos, haciéndolos verosímiles.

¿Por qué Cervantes aplica a sus novelas el calificativo de ejemplares? Es un tema que ha hecho correr bastante tinta. Recordemos sus palabras exactas en el prólogo:

Heles dado el nombre de ejemplares, y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso; y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas como de cada una de por sí.

Algunos críticos consideran que, en efecto, Cervantes es sincero al declarar este propósito moralizador, mientras que para otros sus palabras son las de un hipócrita que sólo está buscando eludir sin problemas la acción de la censura[3], pues de hecho hay en algunas de las novelas pasajes bastante escabrosos y expresiones subidas de tono. Estas palabras de Jorge García López resultan bastante reveladoras:

Y es que para los días de Cervantes, la expresión «novelas ejemplares» apuntaba a un contrasentido obvio. La novella estaba constituida por la posteridad literaria del Decamerón. Narraciones llenas de sensualidad y procacidad, donde adulterio y concubinato parecen campar por sus respetos para solaz del lector; muy poco ejemplarizantes para la España postridentina de finales del siglo XVI, bajo el efecto de la condena que el Concilio había lanzado contra la literatura obscena y en concreto contra la obra de Boccaccio[4].

No olvidemos además que las dos novelas incluidas en el manuscrito Porras de la Cámara (Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño) fueron muy retocadas antes de pasar a la imprenta, quizá por la «autocensura» de un Cervantes que a la altura de 1613 había alcanzado cierto reconocimiento (es protegido del cardenal Sandoval y del Conde de Lemos) y prefiere mostrarse prudente para no poner en peligro su reputación y su éxito[5]. Ahora bien, tampoco es un autor que haga moralina en sus textos y, como bien ha indicado Arellano,

sus novelas no añaden de modo pegadizo una ejemplaridad de receta: ricas en ambigüedades, en situaciones complejas, en variados reflejos de la misma complicación que muestra la realidad de los hombres y de la sociedad humana, su ejemplaridad queda abierta a la interpretación del lector, a quien el arte cervantino (y ese es uno de sus rasgos definitorios) prohíbe simplificar[6].

Los títulos de las doce novelas ejemplares son: La gitanilla, El amante liberal, Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, El licenciado Vidriera, La fuerza de la sangre, El celoso extremeño, La ilustre fregona, Las dos doncellas, La señora Cornelia, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros (estas dos últimas unidas sin solución de continuidad). Tal es su orden de aparición en el volumen, pero no sabemos mucho de la génesis y las fechas de composición exactas de estos textos[7]. Sí tenemos el dato de que dos de ellas, Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño, figuran en el manuscrito Porras de la Cámara, que se puede datar hacia 1604. Cervantes pudo escribir quizá alguna más en ese período que va de 1585 (La Galatea) a 1605 (Primera parte del Quijote), mientras que las restantes estarían redactadas entre 1605 y 1613. En cuanto a su disposición en el volumen, González de Amezúa opinaba que Cervantes buscó mezclar asuntos y temas para conseguir la tan valorada variedad que suponía un ameno deleite, una entretenida lectura[8].

Por lo que toca a los intentos de clasificación, la crítica ha manejado tradicionalmente el binomio realismo / idealismo, polos entre los que fluctúa toda la obra cervantina. Así, las ejemplares podrían dividirse en dos grupos: las novelas realistas, en las que predomina la observación de la realidad (El celoso extremeño, Rinconete y Cortadillo, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros); y las idealistas, en las que se pone mayor énfasis en la imaginación (El amante liberal, La española inglesa, La ilustre fregona, La fuerza de la sangre, Las dos doncellas y La señora Cornelia). Pero hay otras que están a medio camino entre realidad e idealidad, de ahí que se las haya calificado como ideorrealistas (El licenciado Vidriera o La gitanilla).

En las novelas idealizantes encontramos héroes sin tacha que reúnen en sus personas belleza física y moral. Los enamorados muestran un absoluto respeto a la mujer, con un amor siempre intachable, que resulta a veces demasiado frío y convencional. Además, se ha señalado como principal defecto la falta de consistencia de los personajes y la escasa pintura de la realidad: son novelas faltas de vida y de color. En las realistas, no hay por lo general una trama amorosa, ni idealización romántica. Tampoco hay un hilo conductor o un argumento propiamente dicho: se trata más bien de una sucesión de cuadros, sin un desenlace claro (sólo El celoso extremeño tiene una trama completa), que permite la descripción de hombres y cosas. Suele comentarse que las novelas más perfectas son las menos «ejemplares» desde el punto de vista moral. En cualquier caso, las mejores de la colección son, sin duda alguna, La gitanilla, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño y el doblete formado por El casamiento engañoso y El coloquio de los perros[9].

Juan Bautista Avalle-Arce ha destacado las nuevas fronteras para la picaresca deslindadas por Cervantes en algunas de las ejemplares como La gitanilla, Rinconete y Cortadillo, La ilustre fregona o El coloquio de los perros. Tradicionalmente el pícaro es un personaje solitario e insolidario, en cuyos sentimientos no tienen cabida el amor ni la amistad. En cambio, la narrativa «picaresca» cervantina nunca es en primera persona (la autobiografía era un rasgo canónico del género), sino un contrapunto entre dos personas, y la amistad que se traba entre los personajes redime de la sordidez de la vida humana; además, en esta formulación el desarrollo del amor y la fortuna sustituye al puro determinismo que opera en el molde clásico de la picaresca. En Cervantes, el yo del pícaro no campea en libertad imponiendo sus puntos de vista, sino que la vida se vive para fuera, en relación de intercambio con otras personas. Ciertamente, el alcalaíno no escribió nunca una novela picaresca canónica, pero sí practicó diversas respuestas al modelo tradicional; no mostró un rechazo categórico del género, sino que realizó meditadas aproximaciones[10].


[1] La bibliografía sobre las Novelas ejemplares es muy extensa. Aspectos generales relativos a ellas pueden verse, entre otros muchos estudios, en Francisco A. de Icaza, Las «Novelas ejemplares» de Cervantes, sus críticos, sus modelos literarios, sus modelos vivos y su influencia en el arte, Madrid, Imp. Clásica Española, 1915; Agustín González de Amezúa y Mayo, Cervantes, creador de la novela corta española, Madrid, CSIC, 1956-1958, 2 vols.; Joaquín Casalduero, Sentido y forma de las «Novelas ejemplares», Madrid, Gredos, 1974; Ruth S. El Saffar, Novel to Romance. A Study of Cervantes’ «Novelas ejemplares», Baltimore / Londres, The John Hopkins University Press, 1974; Joseph V. Ricapito, Cervantes’s «Novelas ejemplares»: Between History and Creativity, Purdue, West Lafayette, Purdue University Press, 1996; Stanislav Zimic, Las «Novelas ejemplares» de Cervantes, Madrid, Siglo XXI de España, 1996; Alicia Parodi, Las Ejemplares, una sola novela: la construcción alegórica de las «Novelas ejemplares» de Miguel de Cervantes, Buenos Aires, Eudeba, 2002; Jesús G. Maestro, Las ascuas del Imperio. Crítica de las «Novelas ejemplares» de Cervantes desde el materialismo filosófico, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2007; y Katerina Vaiopoulos, De la novela a la comedia: las «Novelas ejemplares» de Cervantes en el teatro del Siglo de Oro, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2010.

[2] Ver Emilio Alarcos, «Cervantes y Boccaccio», en Homenaje a Cervantes, Valencia, Mediterráneo, 1950, vol. II, pp. 195-235.

[3] Ver Frances Luttikhuizen, «¿Fueron censuradas las Novelas ejemplares?», Cervantes, XVII, 1997, pp. 165-173.

[4] Jorge García López, prólogo a su edición de las Novelas ejemplares, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores / Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2005, p. XCIV.

[5] Ver Geoffrey Stagg, «The Refracted Image: Porras and Cervantes», Cervantes, IV, 2, 1984, pp. 139-153.

[6] Ignacio Arellano, Cervantes: breve introducción a su obra, Delhi, Confluence International, 2005, p. 60.

[7] Para la cronología de las Novelas ejemplares, ver la síntesis de Jorge García López, prólogo a su edición de las Novelas ejemplares, pp. LVI-LXV.

[8] Ver González de Amezúa y Mayo, Cervantes, creador de la novela corta española.

[9] Para el género y los intentos de clasificación de las Novelas ejemplares, ver Jorge García López, prólogo a su edición de las Novelas ejemplares, pp. LXV-LXXXIII.

[10] Para la relación de Cervantes con la picaresca, remito sobre todo a Américo Castro, «Lo picaresco y Cervantes», Revista de Occidente, XI, 1926, pp. 349-361; Carlos Blanco Aguinaga, «Cervantes y la picaresca. Notas sobre dos tipos de realismo», Nueva Revista de Filología Hispánica, XI, 1957, pp. 313-342; Peter N. Dunn, «Cervantes De/Re-Constructs the Picaresque», Cervantes, II, 2, 1982, pp. 109-132; Joaquín Casalduero, «Cervantes rechaza la pastoril y no acepta la picaresca», Bulletin of Hispanic Studies, LXI, 1984, pp. 283-285; Joseph V. Ricapito, «Cervantes y Mateo Alemán, de nuevo», Anales cervantinos,XXIII, 1985, pp. 1-7; Lilia E. Ferrario de Orduna, «En torno a la novela picaresca y a las Novelas ejemplares: acerca de Rinconete y Cortadillo y de la Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza», en Philologica hispaniensia: in honoren Manuel Alvar, vol. 3, Literatura, Madrid, Gredos, 1986, pp. 309-314; Helen H. Reed, «Theatricality in the Picaresque of Cervantes», Cervantes, VII, 1987, pp. 71-84; Juan Bautista Avalle-Arce, «Cervantes entre pícaros», Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXVIII, 2, 1990, pp. 591-603; Jorge García López, «Rinconete y Cortadillo y la novela picaresca», Cervantes, XIX, 1999b, pp. 113-122; Monique Joly, «Cervantes y la picaresca de Mateo Alemán: hacia una revisión del problema», en J. Canavaggio (ed.), La invención de la novela, Madrid, Casa de Velázquez, 1999, pp. 269-276; y Anthony A. Zahareas, «La función de la picaresca en Cervantes», en Cervantes en Italia. Actas del X Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas (Academia de España, Roma, 27-29 de septiembre de 2001), ed. Alicia Villar Lecumberri, Palma de Mallorca, Asociación de Cervantistas, 2001, pp. 459-472.

La producción narrativa de Manuel Iribarren

En una entrada anterior trazaba una semblanza general del escritor navarro Manuel Iribarren (Pamplona, 1902-1973), en la que recordaba los principales datos de su vida y los relativos a su obra no narrativa. Quedaría, para completar el panorama de su producción, ofrecer un breve comentario de sus novelas.

La primera que publicó Manuel Iribarren fue Retorno (Madrid, Espasa Calpe, 1932). Melchor Fernández Almagro vio en esta obra «la vuelta de la novela española hacia el realismo tradicional». La acción coincide con la peripecia vital del protagonista, Ignacio Quintana Azpiri, a quien las circunstancias (su relación con los poderosos Pumariño) obligaron a escapar de su pueblo. Tras una azarosa vida en América, parece alcanzar la dicha en su matrimonio con María, pero al tiempo, y ya de vuelta en España, destroza esa felicidad familiar al caer en una vida de degradación y vicio. La enfermedad y muerte de su hijo Santiago será el revulsivo que despierte su conciencia y le haga regresar al hogar y a la fe religiosa que había perdido (a esto alude el título). La crítica ha puesto de relieve el tono costumbrista de la novela, aspecto en el que cabe destacar la descripción de las fiestas de San Fermín en el Pamplona del año 1931. Retorno tuvo una segunda edición (Barcelona, Lauro, 1946) en la que el autor retocó algunos pasajes demasiado crudos del texto de 1932.

La segunda novela, La ciudad (Santander, 1939), fue calificada de «verdadera epopeya moderna» y conoció pronto los honores de la traducción. Narra la peripecia vital de Elena, mujer por la que se interesan tres hombres, Fernando, Germán y Pablo, que representan tres tipos distintos de amor. Fechada en los años 1935-1936, tiene como escenario el Madrid de la guerra civil. Más adelante el autor rehízo la novela en Encrucijadas (Madrid, Aguilar, 1952): se aprovechan aquí varios personajes y parte de la acción, si bien la peripecia sentimental de Elena se completa ahora a través de su relación con José María Lizarraga, un navarro al que la guerra le ha arrebatado a su novia Nieves. En fin, se ve que el personaje de Elena interesó grandemente a su autor, porque existe una continuación, El tributo de los días (Madrid, Editora Nacional, 1968), en la que Elena rehace su vida al casar con Agustín y trasladarse a vivir a un pueblo navarro a orillas del Ebro (de hecho, en un borrador que se conserva la novela figura bajo el epígrafe de La tierra, el amor y el río).

Cubierta de El tributo de los días

El mismo año de 1939 publicó Iribarren en la colección «La novela del sábado» Símbolo, un relato breve amplificado después en Pugna de almas (1944), novela que simboliza la partición de España durante la guerra civil en el enfrentamiento de dos hermanos, Miguel y Lorenzo, opuestos en sus ideas políticas y rivales además por el amor de María. La madre de los jóvenes (que significativamente se llama Dolores) es símbolo de una España dividida en dos mitades antagónicas que se enfrentan en cruel contienda, hermanos contra hermanos.

En mi opinión, la mejor novela de Manuel Iribarren es San Hombre (Madrid, Editora Nacional, 1943). Como reza su subtítulo, la obra analiza el Itinerario espiritual de Martín Vidaurre, un hombre corriente (un artesano de una pequeña ciudad, Pamplona) perseguido por la desgracia, una persona a la que la vida ha zarandeado duramente: de sus tres hijos, el varón ha muerto fusilado en la guerra civil, mientras que, de las dos hijas, una se ha alejado de la familia para vivir los difíciles tiempos de la guerra en Barcelona y la otra está afectada por una grave enfermedad. A pesar de todas estas desgracias y contrariedades, Martín se mantiene siempre fiel a sus creencias tradicionales, dando prueba de su entereza moral y su confianza en Dios. Antonio Marichalar la definió como «la novela de Pamplona», y también en ella encontramos algunas animadas escenas sanfermineras.

La novela que cierra el ciclo narrativo de Iribarren (dejando aparte sus cuentos, como alguno que publicó en Pregón) es Las paredes ven (Valencia, Prometeo, 1970). Se centra en el personaje de José Javier Almándoz, en torno al cual aparecen otras historias y otros personajes: su exnovia Ana Mari, el triángulo amoroso formado por Andresa, Lázaro y Susana, etc. La obra tiene cierto tono policiaco en tanto en cuanto se abre con la muerte de la citada Andresa, y parte de la intriga consistirá en aclarar si se trató de un suicidio o de un crimen pasional.

Cubierta de Las paredes ven

Además, Manuel Iribarren dejó inédita[1] otra novela, El miedo al mañana, que es una relaboración ampliada de un texto titulado El egoísta.

Características generales de las novelas de Manuel Iribarren son el empleo de una técnica que puede definirse en líneas generales como realista, cierta tendencia al costumbrismo (sus novelas están ambientadas preferentemente en Navarra, aunque algunas acciones suceden también en Madrid, donde el autor vivió varias temporadas) y el análisis introspectivo de personajes a los que se les plantean graves casos de conciencia. Esta última circunstancia hace que, en muchas ocasiones, la novela se convierta en instrumento para la transmisión de una enseñanza moral, acorde con las ideas conservadoras y tradicionales del autor, en especial con sus sentimientos cristianos. En suma, la obra de Manuel Iribarren es bastante extensa y rica y merece, indudablemente, un estudio monográfico de conjunto, que hasta la fecha no existe.


[1] Agradezco a la familia de Manuel Iribarren, en especial a su viuda doña M.ª Ángeles Santesteban Iribarren y a su hijo, Santiago Iribarren Santesteban, su generosa amabilidad al facilitarme el acceso a los numerosos y muy interesantes inéditos literarios que se conservan en el archivo del escritor.

Cuatro citas sobre libros de «El nombre de la rosa», de Umberto Eco

La entrada de hoy, sin que sirva de precedente, será breve. Son tan solo cuatro citas sobre libros extractadas de mi relectura de Umberto Eco, El nombre de la rosa, trad. de Ricardo Pochtar, Barcelona, Debols!llo, 2009:

«Hasta entonces había creído que todo libro hablaba de las cosas, humanas o divinas, que están fuera de los libros. De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí» (p. 410).

«Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir, como vieron muy bien los viejos comentadores de las escrituras» (p. 451).

Umberto Eco

«El bien de un libro consiste en ser leído. Un libro está hecho de signos que hablan de otros signos, que, a su vez, hablan de las cosas. Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y por tanto, es mudo» (p. 566).

«Así volví a descubrir lo que los escritores siempre han sabido (y que tantas veces nos han dicho): los libros siempre hablan de otros libros y cada historia cuenta una historia que ya se ha contado. Lo sabía Homero, lo sabía Ariosto, para no hablar de Rabelais o de Cervantes» (Apostillas a «El nombre de la rosa», pp. 745-746).

(Post scriptum: Podían haber sido algunas citas más pero, ay, una violenta ráfaga de viento se llevó los papelillos con mis efímeras notas mientras esperaba a la villavesa con mis hijos… Imposible salir corriendo tras ellas. Estas que copio forman parte de los escasos papeles salvados del naufragio. Sic transit gloria mundi…)

(Nota bene para foráneos: Villavesa=autobús urbano en la ciudad de Pamplona y su comarca.)

Semblanza literaria de Manuel Iribarren

De entre los escritores navarros de la primera posguerra, merece la pena destacar de forma especial la figura de Manuel Iribarren Paternáin (Pamplona, 1902-1973), cuya producción narrativa arranca en realidad de los años 30. La vocación literaria despertó muy pronto en él, manifestándose en el doble terreno del periodismo y la literatura. Su aprendizaje literario fue el de un autodidacta y él mismo escribió que se había formado «independientemente en los libros y en la vida». Como periodista colaboró en importantes diarios y revistas del panorama nacional, con artículos que «destacan por la plenitud de su estilo y la agudeza de su visión» y que le valieron, entre otros galardones, el premio «Domund» del año 1953. A la arena literaria saltó en el año 1932 con una primera novela, Retorno, que obtuvo un gran éxito de crítica: columnistas de reconocido prestigio como Enrique Díez-Canedo, Benjamín Jarnés, J. López Prudencio, Melchor Fernández Almagro, José María Salaverría o Roberto Castrovido reseñaron la obra dedicándole encendidos elogios y saludando la aparición de un auténtico novelista. Su carrera teatral la inauguró en 1936 con el estreno de La otra Eva, que obtuvo también una gran acogida por parte del público y de la crítica; esta habló del descubrimiento en Manuel Iribarren de un «indudable valor dramático». Formó parte del grupo de literatos que se reunió en Pamplona en torno a la revista Jerarquía (Pemán, Yzurdiaga, d’Ors, Pascual…) y más tarde fue colaborador asiduo de Pregón. Durante un tiempo ejerció el cargo de director de la revista Príncipe de Viana y después trabajó como empleado en la Diputación de Navarra.

Manuel Iribarren Paternáin

Manuel Iribarren fue ganador de numerosos premios, que jalonan su carrera literaria y nos hablan del reconocimiento que obtuvo en su momento: su Romance sobre la guerra civil fue premiado en un certamen convocado en Barcelona en 1943; los sonetos «A mi madre» alcanzaron el triunfo en los Juegos Florales de Cataluña en 1945; El capitán de sí mismo le valió el primer premio en el certamen nacional organizado con motivo del IV Centenario de la aprobación del libro de Ejercicios de San Ignacio de Loyola; fue Premio Nacional de Teatro en 1952 por La otra Eva y con el Misterio de San Guillén y Santa Felicia ganó el Premio Nacional de Literatura de 1965; en fin, quedó finalista del Premio Vicente Blasco Ibáñez con la novela Las paredes ven. Igualmente, su ensayo Escritores navarros de ayer y de hoy resultó ganador en los III Juegos Florales de Sangüesa.

La copiosa obra de Manuel Iribarren puede repartirse en cuatro apartados: novela, ensayo, teatro y poesía, si bien la producción narrativa constituye el bloque más interesante de su caudal literario. Dentro de la producción ensayística de Manuel Iribarren cabe recordar los siguientes títulos: Una perspectiva histórica de la guerra en España, 1936-1939 (Madrid, Editorial García Enciso, 1941); El Príncipe de Viana. Un destino frustrado (Madrid, Espasa Calpe, 1948); Los grandes hombres ante la muerte (Barcelona, Montaner y Simón, 1951, con una segunda edición en 1966); Navarra. Ensayo de biografía (Madrid, Editora Nacional, 1956, en la colección «Las tierras de España»); y Pequeños hombres ante la vida (Barcelona, Montaner y Simón, 1966, obra pensionada por la Fundación March). Además es autor de algunos de los folletos de la serie «Navarra. Temas de Cultura Popular» publicados en los años 60-70 por la Diputación Foral de Navarra: El paisaje (núm. 16); Príncipe de Viana (núm. 58); Mosén Pierres de Peralta (núm. 94) y En la órbita francesa (núm. 170). Una mención especial merece en este apartado su obra Escritores navarros de ayer y de hoy (Pamplona, Gómez, 1970), valioso repertorio de los literatos de nuestra región.

La obra poética de Manuel Iribarren incluye un Romance (1943) sobre la guerra civil, dividido en tres partes, «El alzamiento», «La lucha» y «La victoria»; unos sonetos «A mi madre» (1945), publicados en Pregón, y varias composiciones más (hasta un total de ochenta y ocho) que reunió para su publicación bajo el epígrafe de Antología imposible, libro que no alcanzó a ser editado y en cuyo prólogo se definió como «francotirador de la poesía». Entre sus obras inéditas quedó también otra, que llegó a anunciarse en preparación, titulada Invierno (Diario lírico en cuatro estaciones).

Sus piezas dramáticas son La otra Eva, comedia en un prólogo y tres actos (estrenada en el Teatro Español de Madrid el 19 de mayo de 1936 y publicada en Madrid, Ediciones Alfil, 1956); La advenediza, drama en tres actos estrenado en el Teatro Principal de Burgos el 9 de mayo de 1938; El capitán de sí mismo. Retablo escénico (Pamplona, Gómez, 1950), que evoca la vida de San Ignacio de Loyola y su conversión de capitán de milicias a soldado de Cristo al frente de la Compañía de Jesús. El Misterio de San Guillén y Santa Felicia (Pamplona, Morea, 1964, con una reedición moderna de 1994) fue el texto literario que fijó para ser representado anualmente en Obanos, como así se hizo entre 1965 y 1977, de forma ininterrumpida. Fue Manuel Iribarren hombre interesado por el mundo del teatro, como prueban las numerosas piezas inéditas, comedias y tragedias, conservadas por su familia, por ejemplo Sol de invierno, La gran mascarada, Santa diablesa, Entre mendigos, Hoy como ayer, A gusto de todos, Buscando una mujer, Cuando la comedia terminó…, El huésped, La ilusa admirable o Una aventura en la noche.

En fin, su producción narrativa está formada por Retorno (1932, con una 2.ª ed. revisada de 1946), La ciudad (1939), Encrucijadas (1952), El tributo de los días (1968), Símbolo (1939), San Hombre (1943), Pugna de almas (1944) y Las paredes ven (1970). Son novelas interesantes pero, para no prolongar excesivamente esta entrada, dejaremos pendientes su análisis para una próxima ocasión.

«La Galatea», novela pastoril de Cervantes

La producción narrativa de Miguel de Cervantes está formada por La Galatea (1585), el Quijote (1605 y 1615), las Novelas ejemplares (1613) y el Persiles (1617, obra póstuma), corpus que iremos repasando en sucesivas entradas del blog. Hoy ofrezco unas simples notas aproximativas a La Galatea, novela pastoril, primera en el haber narrativo del ingenio complutense.

La primera novela cervantina, impresa en 1585, es La Galatea (en realidad, se trata de su Primera parte; Cervantes anunció varias veces una continuación, que no llegó a salir nunca[1]). De los géneros en boga durante el siglo XVI (novela de caballerías como el Amadís, novela morisca como el Abencerraje, novela picaresca como el Lazarillo…), elige para su primer trabajo literario de fuste el modelo pastoril, cuyos representantes más conocidos eran las Dianas de Jorge de Montemayor y Gaspar Gil Polo, escritas a su vez sobre el molde italiano de la Arcadia de Sannazaro.

Arcadia, de Sannazaro

La Galatea, que apareció con el subtítulo de égloga, se divide externamente en seis libros. Su argumento puede resumirse brevemente así: Elicio, pastor del Tajo, está enamorado de la pastora Galatea, pero el padre de ella, Aurelio, quiere casarla con el rico pastor lusitano Erastro. Elicio envía a sus amigos en embajada al padre de Galatea para que no la mande a Portugal, desterrando «de aquellos prados la sin par hermosura suya». Esta historia sentimental constituye el núcleo central de la novela, al que se añaden multitud de acciones secundarias que forman una compleja maraña de amoríos, celos, equívocos, encuentros, etc. entre los distintos pastores. Todas esas historias secundarias sirven al autor para el análisis de diversos matices del sentimiento amoroso, de los variados estados anímicos de los amantes: esperanza, ingratitud, tristeza, desesperación, locura… La concepción del amor que se maneja está sumamente idealizada, de acuerdo con el modelo genérico pastoril: se trata de un amor espiritual que responde a las teorías neoplatónicas (se ha puesto de relieve la influencia de los Diálogos de amor, de León Hebreo), un amor condenado al dolor y el sufrimiento más que a la dicha. Los personajes de la novela, aunque se esconden bajo el disfraz pastoril, no son en realidad rústicos pastores, sino trasuntos de los enamorados cortesanos que se expresan en un lenguaje culto y estilizado, altamente poético, cargado de metáforas e imágenes petrarquistas y neoplatónicas. Se trata, en efecto, de una novela «en clave», que da entrada a diversos amigos literatos de Cervantes ocultos tras la máscara pastoril.

Además, como era habitual en el género pastoril, la prosa se mezcla con el verso: Cervantes incluye en La Galatea unas ochenta composiciones poéticas (sonetos, canciones, octavas…), entre ellas el extenso Canto de Calíope, que le sirve como vehículo para introducir sus juicios de valor sobre distintos poetas contemporáneos.

Este idealizado mundo pastoril será retomado por Cervantes en el Quijote, en el episodio de Marcela y Grisóstomo y en la historia de Leandra (Primera parte) o en los episodios de las bodas de Camacho y la fingida Arcadia, sin olvidar la posibilidad que se le ofrece a don Quijote de convertirse en el pastor Quijotiz (Segunda parte). La mayoría de las veces, esta reaparición de lo pastoril presentará un tono paródico, que debemos relacionar con las bromas de Berganza contra el género bucólico en El coloquio de los perros: el modelo pastoril está gastado y ya no le sirve, de ahí que jamás Cervantes escribiera su anunciada Segunda parte.

El estilo de La Galatea es artificioso y retórico, y en ocasiones nos brinda algunos pasajes con un lenguaje de subida belleza, tanto en la prosa como en el verso. Cabe destacar que, como sucede en otras ocasiones, Cervantes sabe ir más allá de los modelos imitados y añadir elementos novedosos: por ejemplo, aunque sus personajes no dejan de ser tipos convencionales, su caracterización psicológica se hace más compleja y variada al introducirse elementos trágicos en algunas de las historias. Así, es capaz de ofrecernos el asesinato de Carino por Lisandro (más tarde Lisandro narra su historia, salpicada de crímenes horrendos, con extremos de crueldad y sadismo), y este hecho, presentar un crimen en medio del idealizado ambiente pastoril, es una novedad absoluta que dinamita los cánones del género. En general, los protagonistas de esta novela son pastores vivos, de carne y hueso, con pulsiones humanas, cercanos a la experiencia del dolor y la muerte, no entelequias o abstracciones a la manera tradicional, y esto supone un primer paso en la humanización del personaje literario del pastor bucólico.

En cualquier caso, pese a esta original renovación del género, que no está reñida con el aprovechamiento brillante de los lugares comunes de la tradición, no parece que La Galatea tuviera mucho éxito, si nos atenemos a las escasas ediciones que alcanzó.


[1] Cervantes prometió varias veces la Segunda parte: en Quijote, I, 6; en la dedicatoria de las Ocho comedias, en el prólogo de la Segunda parte del Quijote y en la dedicatoria del Persiles (redactada cuatro días antes de su muerte). Pueden consultarse, entre otras ediciones, la de Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Espasa Calpe, 1968 (2.ª ed.), 2 vols; la de Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995; o la de Francisco López Estrada y María Teresa López García-Berdoy, Madrid, Cátedra, 1995. Ver también, entre otras aproximaciones, Francisco López Estrada, La «Galatea» de Cervantes: estudio crítico, La Laguna (Tenerife), Universidad de La Laguna, 1948; y Juan Bautista Avalle-Arce (ed.), «La Galatea» de Cervantes cuatrocientos años después (Cervantes y lo pastoril), Newark (Delaware), Juan de la Cuesta, 1985.