Ligado a la idea de libertad[1], merece la pena destacar igualmente en Cervantes su delicado espíritu de tolerancia con los que piensan de forma diferente, tolerancia que se ha puesto en relación con un cristianismo de tintes erasmistas[2] entendido como amor y caridad, un concepto de religiosidad en el que lo esencial —más que los dogmas doctrinales y la oración meramente verbal— radica en la práctica sincera de una fe sencilla e íntima. Esa tolerancia también se ha explicado en otras ocasiones como resultado de su contacto directo y prolongado con personas de otra raza y religión, circunstancia que habría ensanchado las perspectivas de su mente[3].
Recordemos, además, que en su entremés El retablo de las maravillas Cervantes ridiculiza de forma magistral las creencias y prejuicios relacionados con la limpieza de sangre de los cristianos viejos[4]. Y no olvidemos tampoco su posición ante el tema de la honra y el honor, con su actitud comprensiva frente al adulterio, que lleva en sus obras a soluciones radicalmente alejadas de las sangrientas de los dramas de honor calderonianos. Tanto la defensa de la libertad humana como este espíritu de amor caritativo, de tolerancia y respeto frente a los demás, de comprensión ante sus diferencias, sus errores y sus defectos, son aspectos que nos hablan de la modernidad, la universalidad y la plena vigencia que, a día de hoy, siguen teniendo las enseñanzas cervantinas.
Otro aspecto fundamental al trazar la semblanza de Cervantes, y que nos habla asimismo de su profundísima humanidad, es su concepción de la nobleza entendida como virtud, como práctica del bien y la justicia, es decir, una nobleza de alma que está por encima de la nobleza adquirida por el mero nacimiento, heredada por la sangre. Por ejemplo, en Quijote, I, 4 el recién armado caballero le recuerda a Andrés, el criado de Juan Haldudo el rico, que «cada uno es hijo de sus obras» (p. 65). Y este mismo tema se hace presente también de forma muy clara en los consejos que da a Sancho Panza antes de que parta al gobierno de la ínsula Barataria, al manifestar que «la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale» (II, 47, pp. 970-971). Cervantes, el hijo del cirujano, sabe y defiende a ultranza que nadie es más que nadie si no hace más que nadie[5].
[1] Reproduzco aquí, con ligeros retoques, el texto de Mariela Insúa Cereceda y Carlos Mata Induráin, El Quijote. Miguel de Cervantes [guía de lectura del Quijote], Pamplona, Cénlit Ediciones, 2006. Las citas del Quijote corresponden a la edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Crítica, 1998 (con revisiones posteriores).
[2] Cabe destacar, entre la bibliografía existente, el trabajo de Antonio Vilanova, Erasmo y Cervantes, Barcelona, CSIC, 1949; también los de Marcel Bataillon, Erasmo y España, México, Fondo de Cultura Económica, 1966 y Erasmo y el erasmismo, Barcelona, Crítica, 1978; un breve estado de la cuestión en José Luis Abellán, El erasmismo español, 3.ª ed., Madrid, Espasa Calpe, 2005, especialmente las pp. 254-269 (epílogo titulado «La herencia del erasmismo en la cultura española: El Quijote»). Otros estudiosos, en cambio, matizan o niegan esa influencia erasmista.
[3] En distintos sentidos se han interpretado las palabras de Ricote, vecino morisco de Sancho que tiene que marchar de España tras los decretos de expulsión, en Quijote, II, 54: por un lado, muestra su profundo dolor al tener que abandonar la amada patria pero, al mismo tiempo, comprende y justifica los decretos de expulsión.
[4] Recuérdese que algunos autores han apuntado los posibles antecedentes judaicos de Cervantes.
[5] Al final de la aventura del barco encantado, afirma don Quijote: «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro» (Quijote, I, 18, p. 196).