Modelos de prosa áurea en Navarra: fray Diego de Estella (1)

Tratado de la vanidad del mundo, de fray Diego de EstellaEn el panorama de la historia literaria de Navarra, la prosa ascético-mística de los Siglos de Oro está representada, por fray Diego de Estella, fray Pedro Malón de Echaide y Leonor de Ayanz, tres autores en castellano de la época renacentista a los que se les sumará, ya en el siglo XVII, Pedro de Axular, cuyo idioma de expresión es el vascuence[1]. Respecto a los dos primeros —y no sin cierta exageración— escribía José Zalba que, «Junto a los nombres de los Luises de Granada y de León, de Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Fr. Juan de los Ángeles, que tanto sublimaron la mística y la ascética, tenemos en Navarra dos que no desmerecen de aquéllos: son el franciscano Fr. Diego de Estella y el agustino Fr. Pedro Malón de Echaide»[2]. Vamos a repasar brevemente, en esta ocasión, la figura del franciscano fray Diego de Estella (Estella, Navarra, 1524-Salamanca, 1578), ofreciendo unos someros apuntes sobre su vida y sus obras[3].

La situación que conoció Estella en el siglo XVI, tras las guerras civiles y los episodios bélicos de la centuria anterior, era de bonanza. Existía en la ciudad del Ega un estudio de Gramática y funcionaba una imprenta instalada a instancias de Miguel de Eguía. Tal fue el lugar de nacimiento del futuro fray Diego, en el seno de una familia enraizada en la nobleza del reino, como prueba su nombre en el siglo, que era Diego de San Cristóbal-Ballesteros y Cruzat de Ortiz Eguía y Jaso. Estudió primero en la Universidad de Toulouse, cuyas aulas frecuentaban muchos estudiantes navarros, y más tarde Teología en Salamanca, donde coincidió con fray Luis de León y Francisco de Vitoria. Allí, a la edad de diecisiete años, decide ingresar en la orden franciscana, en la que terminaría tomando el hábito.

En 1552 marcha a Portugal en el séquito de la infanta doña Juana, hija del emperador Carlos V, en el que ejercía el cargo de predicador y confesor. Allí publicaría su primera obra, el Tratado de la vida, loores y excelencias del glorioso Apóstol y bienaventurado Evangelista San Juan (Lisboa, 1554), que va dedicada a la reina de Portugal doña Catalina. A la narración de la vida de San Juan en doce capítulos se añaden diversas enseñanzas morales. Cabe destacar que en esta obra primeriza el estilo de fray Diego es bastante más recargado que el de las posteriores.

En 1562, y en Toledo, aparece la primera edición de la que será su obra más famosa, el Libro de la vanidad del mundo. De 1565 data su enfrentamiento con fray Bernardo de Fresneda, obispo de Cuenca, al que acusó de vivir con excesivo lujo y boato en la Corte, lejos de las almas cuyo cuidado tenía encomendadas. Por este asunto fray Diego sufrirá un largo proceso, que no acabaría hasta 1569, viéndose obligado además a retractarse de sus acusaciones y a pedir disculpas. Al año siguiente, en 1570, es nombrado predicador de Salamanca, y en 1574 da a las prensas la segunda edición, muy aumentada, de La vanidad del mundo.

En este tratado, que fray Diego dedica a doña Juana, infanta de las Españas y princesa de Portugal, reflexiona el franciscano sobre las frivolidades mundanas, que no son más que «vanidad de vanidades». La obra consta, en esta versión definitiva, de tres partes, de cien capítulos cada una (en la primera edición de 1562 eran también tres partes, pero de cuarenta capítulos cada una). Como bien resume Iñaki Pérez Ibáñez, el Libro de la vanidad del mundo es

una obra ascética renacentista, que trata el tópico de origen medieval del desengaño frente al mundo (tópico que se hará más extremo aún durante el barroco): nada podemos esperar del mundo donde todo son falsas apariencias. Frente a estas “ilusiones” mundanas sólo en Dios podremos encontrar la verdad. El escrito pretende que el lector se decida a llevar a cabo un proceso de purificación de todo lo sensorial. A tan grave asunto corresponde un tratamiento serio. El estilo de la obra es sentencioso: abundan las frases breves, concisas y las citas de textos sagrados o religiosos[4].

Fray Diego hace, ciertamente, un uso abundante de las citas bíblicas, y entre las fuentes por él manejadas se encuentran también los Padres de la Iglesia, Tomás de Kempis o Séneca, entre otras muchas autoridades. Esta es la obra que le dio más fama (fue muy usada por los predicadores de los siglos XVI y XVII, que buscaron en ella temas de inspiración) y la que ha alcanzado una mayor proyección internacional (cuenta con ediciones en italiano, francés, inglés, latín, alemán, checo, flamenco y polaco).


[1] Esta entrada forma parte del proyecto de investigación Modelos de vida y cultura en la Navarra de la modernidad temprana, dirigido por Ignacio Arellano, que cuenta con una ayuda de la Fundación Caja Navarra, «Convocatoria de ayudas para la promoción de la Investigación y el Desarrollo 2015», Área de Ciencias Humanas y Sociales.

[2] José Zalba, «Páginas de la historia literaria de Navarra», Euskalerriaren Alde, XIV, 1924, p. 350.

[3] El mejor conocedor de fray Diego es el P. Pío Sagüés Azcona, O.F.M., autor de Fray Diego de Estella (1524-1578): apuntes para una biografía crítica, Madrid, s. n. (Diputación Foral de Navarra), 1950 y editor de varias de sus obras. También puede consultarse la publicación conmemorativa Fray Diego de Estella y su IV Centenario, Barcelona, Imp. Elzeviriana, 1924, y las indicaciones de Antonio Pérez Goyena, Contribución de Navarra y de sus hijos a la Historia de la Sagrada Escritura, Pamplona, Imprenta de Jesús García, 1944, pp. 179-182. En fin, una semblanza divulgativa es la de Tomás Moral, Fray Diego de Estella, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1971 (col. «Navarra: temas de cultura popular», núm. 113). La bibliografía debe completarse con las referencias a fray Diego por parte de los estudiosos de la espiritualidad española y la literatura mística franciscana (Andrés Martín, Bataillon, Cilveti, Gomis, Hatzfeld, Sainz Rodríguez…).

[4] Iñaki Pérez Ibáñez, «Fray Diego de Estella, un franciscano predicador, místico y asceta», prólogo a fray Diego de Estella, Florilegio de los libros «Meditaciones del Amor de Dios» y «La vanidad del mundo», Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2002, p. 13.

El soneto «A la rosa» de Antonio de Solís

Este texto, que se presenta con el subtítulo de «Moralidad burlesca», nos ofrece una versión paródica del tópico de la brevedad de la rosa. En efecto, cuando un tema literario se ha gastado, por su excesiva reiteración, una de las formas de renovarlo, de lograr cierta originalidad, consiste precisamente en buscar su revés burlesco, que es lo que hace aquí Solís: dejando de lado el juego de palabras del primer cuarteto basado en la dilogía de botones (los ʽcapullos de las rosasʼ, las ʽflores todavía cerradasʼ y ʽlas piezas pequeñas para abrochar los vestidosʼ), que se actualiza a su vez por la derivación hojas / ojales, las connotaciones humorísticas se concentran en los dos tercetos, en los que se expresan los distintos (y siempre negativos) posibles destinos de la rosa; culminado todo ello, a modo de epifonema jocoso, con el decimocuarto verso: «Si esto es ser rosa, ¡el diablo que sea rosa!».

Monos oliendo una rosa

Viene abril y ¿qué hace? En dos razones
viste a un rosal de hojas, que ha tejido,
y luego toma y dice: «Este vestido
tiene ojales; pues démosle botones».

Dáselos, y los rompen a empujones
las hormillas, que el tiempo ha colorido,
ascuas hoy que la púrpura ha encendido
de los que eran ayer verdes carbones.

Nace la rosa, pues, y apenas deja
el botón, cuando un lodo la salpica,
un viento la sacude, otro la acosa,

ájala un lindo, huélela una vieja,
y al fin viene a parar en la botica.
Si esto es ser rosa, ¡el diablo que sea rosa![1].


[1] Cito por Varias poesías sagradas y profanas que dejó escritas (aunque no juntas ni retocadas) don Antonio de Solís y Ribadeneyra…, recogidas y dadas a luz por don Juan de Goyeneche…, en Madrid, por Manuel Fernández, 1732, p. 61.

El soneto «Rosa divina, que en gentil cultura» de Sor Juana Inés de la Cruz

El soneto de Sor Juana Inés de la Cruz, editado bajo el epígrafe «En que da moral censura a una rosa, y en ella a sus semejantes», muestra el traslado del tópico de la brevedad de la rosa (como tantos otros propios de la literatura aurisecular) a tierras americanas. En el texto encontramos motivos ya muy conocidos («la cuna alegre y triste sepultura», v. 8; «Cuán altiva en tu pompa presumida / soberbia el riesgo de morir desdeñas», vv. 9.-10; «caduco ser», v. 12), que se van imbricando en un soneto de estructura perfecta y gran elaboración retórica, rematado con los dos últimos versos que encierran, de forma grave y sentenciosa, la lección moral del desengaño barroco: «Conque con docta muerte y necia vida / viviendo engañas y muriendo enseñas».

Rosas marchitas

Rosa divina, que en gentil cultura
eres con tu fragante sutileza
magisterio purpúreo de belleza,
enseñanza nevada de hermosura,

amago de la humana arquitectura,
ejemplo de la vana gentileza,
en cuyo ser unió naturaleza
la cuna alegre y triste sepultura.

¡Cuán altiva en tu pompa presumida
soberbia el riesgo de morir desdeñas,
y luego desmayada y encogida

de tu caduco ser das mustias señas!
Conque con docta muerte y necia vida
viviendo engañas y muriendo enseñas[1].


[1] El texto está recogido en Sor Juana Inés de la Cruz, Obras completas, I, Lírica personal, ed. de Alfonso Méndez Plancarte, México, Fondo de Cultura Económica, 1951, núm. 147, p. 278. En este enlace puede escucharse una versión musicada por Russell M. Cluff.

El poema «A la rosa» de Francisco de Rioja

Otro texto que vuelve sobre los mismos tópicos del desengaño barroco (cercanía del nacimiento y la muerte, carácter efímero de toda belleza, etc.) es el conocido poema «A la rosa» del sevillano Francisco de Rioja (1583-1659). Poco es lo que se puede añadir a lo ya comentado a propósito de otros poemas, salvo la equiparación aquí de la rosa con la llama y con el dios Amor; o la indicación que aporta Blecua en nota a los vv. 19-20: «Alude a la conversión de las rosas blancas en rojas por la sangre de Venus».

Rosa de fuego

Pura, encendida rosa,
émula de la llama
que sale con el día,
¿cómo naces tan llena de alegría
si sabes que la edad que te da el cielo
es apenas un breve y veloz vuelo,
y ni valdrán las puntas de tu rama
ni tu púrpura hermosa
a detener un punto
la ejecución del hado presurosa?
El mismo cerco alado,
que estoy viendo rïente,
ya temo amortiguado,
presto despojo de la llama ardiente.
Para las hojas de tu crespo seno
te dio Amor de sus alas blandas plumas,
y oro de su cabello dio a tu frente.
¡Oh fiel imagen suya peregrina!
Bañote en su color sangre divina
de la deidad que dieron las espumas;
y esto, purpúrea flor, esto ¿no pudo
hacer menos violento el rayo agudo?
Róbate en una hora,
róbate silencioso su ardimiento
el color y el aliento.
Tiendes aún no las alas abrasadas
y ya vuelan al suelo desmayadas.
Tan cerca, tan unida
está al morir tu vida,
que dudo si en sus lágrimas la Aurora
mustia tu nacimiento o muerte llora[1].


[1] Cito por José Manuel Blecua, Poesía de la Edad de Oro, II, Barroco, Madrid, Castalia, 2003, pp. 250-251, con alguna leve modificación en la puntuación.

El soneto de Quevedo «Esta, por ser, ¡oh Lisi!, la primera»

Este soneto de Francisco de Quevedo pertenece a su cancionero amoroso Canta sola a Lisi y la amorosa pasión de su amante y se presenta bajo el epígrafe «Ofrece a Lisi la primera flor que se abrió en el año». El texto me interesa especialmente porque supone un planteamiento innovador, en el contexto de la serie que estamos analizando: aparece el tema de la brevedad de la belleza (ver especialmente el primer terceto, con léxico y motivos usuales), pero se renueva al afirmar el yo lírico que la flor podrá superar su destino efímero, podrá eternizarse («adquiera en larga vida eterna aurora», v. 14) prendida en el cabello de la amada. Escriben Lía Schwartz e Ignacio Arellano en nota a su edición:

El ofrecimiento de la primera flor que se abre en la estación se presenta como homenaje a la amada, cuya descripción, con metáforas que comparan sus facciones a rosas, lirios o claveles, es tópica. La imagen de la flor, además, connota la brevedad de la vida y el carácter efímero de la belleza; el soneto, pues, está relacionado, semánticamente, con las recreaciones del carpe diem o del collige, virgo, rosas, sin constituir estrictamente una imitación de estos motivos.

Por lo demás, el soneto destaca por su notable elaboración retórica (hipérbaton en el verso inicial, anáfora del deíctico esta en los vv. 1-5, paronomasia calores / colores en los vv. 2-3, juego de derivación Lógrese / mal logre en los vv. 12-13, etc.).

Niña con flores en el pelo

Esta, por ser, ¡oh Lisi!, la primera
flor que ha osado fiar de los calores
recién nacidas hojas y colores,
aventurando el precio a la ribera;

esta, que estudio fue a la primavera,
y en quien se anticiparon esplendores
de el sol, será primicia de las flores,
y culto con que la alma te venera.

A corta vida nace destinada,
sus edades son horas; en un día
su parto y muerte el cielo ríe y llora.

Lógrese en tu cabello, respetada
de el año; no mal logre lo que cría;
adquiera en larga vida eterna aurora[1].


[1] Es el núm. 108 de Francisco de Quevedo, Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas, ed. de Lía Schwartz e Ignacio Arellano, Barcelona, Crítica, 1998, p. 175.

La letrilla de Quevedo «A un rosal»

La letrilla lírica de Francisco de Quevedo «A un rosal» (se construye como un apóstrofe al mismo) reitera los mismos tópicos que venimos examinando en poemas anteriores de distintos autores: la poca duración de la belleza y frescura de sus flores, que no pasa de un día («si aun no acabas de nacer / cuando empiezas a morir», vv. 7-8; «si es tus mantillas la aurora, / es la noche tu mortaja», vv. 21-22). Y, como consecuencia, la enseñanza del desengaño encerrada en el estribillo: de nada sirve vanagloriarse de tan efímera belleza, pues las rosas, perdida su lozanía, pronto quedarán reducidas a espinas.

Rosal

Rosal, menos presunción
donde están las clavellinas,
pues serán mañana espinas
las que agora rosas son.

¿De qué sirve presumir,
rosal, de buen parecer,
si aun no acabas de nacer
cuando empiezas a morir?
Hace llorar y reír
vivo y muerto tu arrebol
en un día o en un sol;
desde el Oriente al ocaso,
va tu hermosura en un paso,
y en menos tu perfección.

Rosal, menos presunción
donde están las clavellinas,
pues serán mañana espinas
las que agora rosas son.

No es muy grande la ventaja
que tu calidad mejora:
si es tus mantillas la aurora,
es la noche tu mortaja.
No hay florecilla tan baja
que no te alcance de días;
y de tus caballerías,
por descendiente de la alba,
se está rïendo la malva,
cabellera de un terrón.

Rosal, menos presunción
donde están las clavellinas,
pues serán mañana espinas
las que agora rosas son[1].

Espinas


[1] Es el núm. 207 de Francisco de Quevedo, Poesía original completa, ed. de José Manuel Blecua, Barcelona, Planeta, 1990, p. 233, donde figura bajo el epígrafe de «Letrilla lírica».

El soneto de Calderón «Estas que fueron pompa y alegría»

Este soneto de Calderón, editado a veces bajo el marbete «A las flores», lo recita don Fernando en El príncipe constante, delante de Fénix, al tiempo que le muestra un ramillete de flores. Haciendo ahora abstracción de la situación dramática en que tal texto se inserta, y de la función que cumple en esa comedia calderoniana, podemos leerlo como texto lírico independiente, uno más de la serie que conforma el tema de la brevedad de la rosa que venimos examinando en las últimas entradas. Encontramos repetidos motivos y expresiones que ya nos aparecían en textos anteriores, como por ejemplo la bella formulación del verso 11, «cuna y sepulcro en un botón hallaron». Al final, toda esa belleza de las flores «será escarmiento de la vida humana» (v. 7). En esta ocasión, los dos cuartetos y el primer terceto desarrollan los motivos relacionados con las flores, en tanto que el segundo terceto explicita la enseñanza moral.

Rosas marchitas

Estas, que fueron pompa y alegría
despertando al albor de la mañana,
a la tarde serán lástima vana,
durmiendo en brazos de la noche fría.

Este matiz, que al cielo desafía,
iris listado de oro, nieve y grana,
será escarmiento de la vida humana:
¡tanto se emprende en término de un día!

A florecer las rosas madrugaron,
y para envejecerse florecieron:
cuna y sepulcro en un botón hallaron.

Tales los hombres sus fortunas vieron:
en un día nacieron y expiraron,
que, pasados los siglos, horas fueron[1].


[1] Puede verse un comentario de este texto en Rafael Osuna, Los sonetos de Calderón en sus obras dramáticas. Estudio y edición, Chapel Hill, University of North Carolina-Publications of the Department of Romance Languages, 1974, p. 51. En algunas versiones, en el v. 8, en vez de «emprende» se lee «aprende».

La letrilla de Góngora «Aprended, flores, en mí»

Este segundo texto de Góngora es una letrilla que se presenta bajo el epígrafe «En persona del Marqués de Flores de Ávila, estando enfermo». La voz lírica corresponde a la maravilla, que se refiere a algunas características de otras flores (clavel, jazmín, alhelí, girasol) con las que se compara. Como señala Suárez Miramón en nota al v. 1, el flores del estribillo es «juego con el nombre del marqués (Flores) y el símbolo barroco más utilizado para expresar la fragilidad natural». En el estribillo se juega también con el propio nombre de la flor, que si antes ha sido maravilla (de hermosura, de frescura…) ahora apenas es sombra de sí misma, y por eso su ejemplo constituye una enseñanza para las demás flores («pues de vosotras ninguna / deja de acabar así», vv. 9-10). Por lo demás, como en otros poemas de esta serie que estamos examinando, el texto insiste en la escasa duración de la belleza de la flor: la medida de un solo día, el tiempo que va de la aurora a la noche, es lo que separa la cuna del ataúd (vv. 5-6), el nacimiento de la muerte.

 

Flores marchitas

Aprended, flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui
y hoy sombra mía aun no soy.

La aurora ayer me dio cuna,
la noche ataúd me dio;
sin luz muriera si no
me la prestara la luna:
pues de vosotras ninguna
deja de acabar así,
aprended, flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui,
y hoy sombra mía aun no soy.

Consuelo dulce el clavel
es a la breve edad mía,
pues quien me concedió un día
dos apenas le dio a él;
efímeras del vergel,
yo cárdena, él carmesí.
Aprended, flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui
y hoy sombra mía aún no soy.

Flor es el jazmín, si bella,
no de las más vividoras,
pues dura pocas más horas
que rayos tiene de estrella;
si el ámbar florece, es ella
la flor que él retiene en sí.
Aprended, flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui,
y hoy sombra mía aun no soy.

El alhelí, aunque grosero
en fragancia y en color,
más días ve que otra flor,
pues ve los de un mayo entero:
morir maravilla quiero
y no vivir alhelí.
Aprended, flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui,
y hoy sombra mía aun no soy.

A ninguna flor mayores
términos concede el sol
que al sublime girasol,
Matusalén de las flores:
ojos son aduladores
cuantas en él hojas vi.
Aprended, flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui
y hoy sombra mía aún no soy
[1].


[1] Cito por Luis de Góngora, Poesía, ed. de Ana Suárez Miramón, Barcelona, Ollero & Ramos / DeBols!llo, 2002, pp. 173-175. Modifico ligeramente la puntuación. Para la popularidad y descendencia de este poema, ver José Manuel Pedrosa, «“Aprended, flores, de mí”: reescrituras líricas y políticas de una letrilla de Góngora», Criticón, 74, 1998, pp. 81-92.

El soneto de Góngora «Ayer naciste, y morirás mañana»

En este soneto dedicado «A la rosa» es don Luis de Góngora quien vuelve sobre el mismo tema que estamos examinando de la brevedad de la belleza y la vanidad de todo lo mundano. Poco es lo que se puede añadir a lo ya apuntado a propósito de los sonetos de Lope que veíamos en entradas anteriores. El mismo motivo temático se aborda aquí con empleo de un léxico y unas imágenes semejantes. En apóstrofe a la rosa, se reitera, condensada ya desde el primer verso, la idea de la poca distancia que separa el nacimiento de la muerte, apenas un solo día. Toda la hermosura de la rosa (lucida, lozana) es «hermosura vana» (v. 5) que muy pronto se desvanecerá. Y por ello el consejo final a la rosa de dilatar su nacer para retrasar con ello también su lastimoso final (ser cortada, ser olida…), su muerte a manos de «algún tirano» (v. 12).

 Rosa seca

Ayer naciste, y morirás mañana.
Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?
¿Para vivir tan poco estás lucida,
y para no ser nada estás lozana?

Si te engañó tu hermosura vana,
bien presto la verás desvanecida,
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.

Cuando te corte la robusta mano,
ley de la agricultura permitida,
grosero aliento acabará tu suerte.

No salgas, que te aguarda algún tirano;
dilata tu nacer para tu vida,
que anticipas tu ser para tu muerte[1].


[1] Cito por Luis de Góngora, Poesía, ed. de Ana Suárez Miramón, Barcelona, Ollero & Ramos / DeBols!llo, 2002, p. 113. Puede leerse también en Sonetos completos, ed. de Biruté Ciplijauskaité, 2.ª ed., Madrid, Castalia, 1975. En el v. 5 alternan las lecturas «su» y «tu». Prefiero esta última, ya que el soneto se estructura todo él como un apóstrofe a la rosa, y no hay referencia a otro posible interlocutor distinto.

El soneto de Lope de Vega «Humilla al sol la coronada frente»

Copiaré un último texto de la serie de los doce sonetos que Lope dedica a la rosa en los Triunfos divinos con otras rimas sacras, una nueva variación sobre el mismo tema de la fugacidad de la belleza y brevedad de la vida («breves horas de tu vida», v. 5; «breve infancia», v. 9; «breve sueño del postrero día», v. 14). Encontramos, de nuevo, la misma enseñanza moral de la vanidad de todo lo mundano (ocaso, sombra, vejez, vana presunción…) que ya veíamos en los sonetos de entradas anteriores.

Rosa marchita

Humilla al sol la coronada frente,
rosa, del prado honor, que el toro abrasa;
dobla las hojas en la verde basa,
pues ya no puede ser que la sustente.

Rigor de estrella, cuanto hermosa ardiente,
las breves horas de tu vida tasa,
si hay solo un sol que de por medio pasa
desde tu ocaso a tu florido oriente.

Pues si la sombra de tu breve infancia
es la misma vejez, ¿en qué se fía
la vana presunción de tu ignorancia?

¿Y en qué también la humana fantasía,
si de la vida la mayor distancia
fue breve sueño del postrero día?[1]


[1] Tomo el texto de la Colección de obras sueltas, así en prosa como en verso, de D. Frey Lope Félix de Vega Carpio, del hábito de San Juan, tomo XIII, Madrid, en la imprenta de don Antonio de Sancha, 1777, p. 95.