El conde de Villamediana en «La Corte del Buen Retiro» (1837), de Patricio de la Escosura (y 4)

La segunda escena[1] interesante que quiero destacar es aquella en la que Villamediana se declara abiertamente a la Reina; tras haberla salvado del incendio, confiesa que su fe está rendida a sus plantas:

REINA.- ¡No más, no más, os lo ruego!

VILLAMEDIANA.- Pretendéis un imposible,
queréis oprimir un fuego
que ya no oculto ni niego,
básteos mirarle insensible.

REINA.- ¡Conde, Conde, soy casada!

VILLAMEDIANA.- ¿Qué importa? Contra el honor,
yo, Reina, no os pido nada;
de un alma desesperada
quiero exhalar el dolor;
quiero deciros que os amo
desde que os miré, señora;
que paguéis mi amor no clamo:
vuestra compasión reclamo,
mirad si aquesto os desdora.

REINA.- Ese amor es un delirio.
Olvidadme.

VILLAMEDIANA.- ¿Qué decís?
Olvidarme necesito
a mí mismo. Vos un grito
en el pecho no sentís
que noche y día os asombre,
que repita sin cesar,
hasta en sueños, solo un nombre.
¡Que olvide decís a un hombre
que vive solo de amar!
Vuestra imagen en mi pecho
es ya cosa natural;
no os engaña mi despecho:
aun a pedazos deshecho,
me la arrancaran muy mal.

REINA.- La Reina aquí no os oyó;
la mujer os compadece:
vuestro arrojo perdonó,
tal vez, no se queja, no

(Vuelve a sentarse, reclina la cabeza y llora.)

quien de los dos más padece.

VILLAMEDIANA.- (De rodillas a los pies de la Reina, tomándole una mano, que ella abandona.)

¿Lloráis, señora? ¡Perdón!
¡Malhaya yo que os enojo
con mi atrevida pasión!
¡Del cielo la maldición
castigue mi loco antojo! (pp. 22-23).

Cortejo

Y en esa atmósfera romántica, entre maldiciones y alusiones a la estrella, a la suerte contraria (p. 22), con calificativos como «mi insana / pasión» (p. 22), «mi atrevida pasión» (p. 23), se va desarrollando la obra[2]. Como se habrá podido comprobar por el resumen de la acción y los pasajes citados, la pieza de Escosura no alcanza una gran calidad literaria, y se limita a lo esencial con relación a la vida del conde, incidiendo únicamente en sus amores por la reina como causa de su muerte, que es el punto nuclear de todas las recreaciones dramáticas de su figura[3].


[1] Las citas son por Patricio de la Escosura, La Corte del Buen Retiro, Madrid, Imprenta de los hijos de doña Catalina Piñuela, 1837.

[2] Hay diversas alusiones a la Fortuna en boca de Villamediana (por ejemplo, en la p. 39), se dice que la Reina ha nacido en mal hora (p. 48)… Igualmente, también el pecho del bufón es un volcán que se enciende con una sola chispa (p. 24), etc.

[3] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

El conde de Villamediana en «La Corte del Buen Retiro» (1837), de Patricio de la Escosura (3)

Como he tratado de mostrar a través del apretado resumen de la acción de la entrada anterior, esta pieza se aleja bastante de los sucesos históricos[1]. Lo esencial aquí son los amores de Villamediana con la reina doña Isabel y su muerte decretada por el Rey, que se deja llevar por los celos, los mismos que siente el bufón Nicolasito, que pretende hacer suya a la Reina y que alcanza en el drama un protagonismo notable. No tienen relevancia, en cambio, los “celos” políticos de Olivares, personaje bastante desdibujado aquí. En fin, tampoco aparecen los amores del conde con la dama portuguesa doña Francisca de Tavora.

Villamediana

El carácter enamorado de Villamediana se destaca ya desde sus primeras réplicas en escena, en diálogo con su amigo el conde de Orgaz, cuando ronda la ventana de la Reina:

VILLAMEDIANA.- Ya sé que es un devaneo,
un delirio, una quimera,
pero dejadme que muera
a manos de mi deseo (p. 8).

Amor y muerte, Eros y Thanatos, se dan la mano en esta primera intervención del Conde en escena. Y sigue:

VILLAMEDIANA.- Águila mi pensamiento,
no en la tierra se fijó:
al sol claro se atrevió
y osó contemplarle atento (p. 8).

Atreverse al sol, osar, etc. son expresiones que remiten claramente a la poesía de don Juan de Tasis. Hay dos escenas especialmente interesantes para completar su retrato: la mencionada conversación del inicio con Orgaz y su posterior diálogo amoroso con la Reina. Veamos. Villamediana confiesa paladinamente a Orgaz que está loco (de amor) y que vive sin esperanza: «Yo vivo sin esperanza, / loco estoy» (p. 15). Adora a la Reina, que se ha hecho dueña de su pecho. Y sabe perfectamente que es locura enamorarse del sol (tópicos del «alto atrevimiento» presentes con frecuencia en la poesía amorosa del conde):

VILLAMEDIANA.- ¡Ah!, mi pena es extremada,
que no es amor, es locura
enamorarse del cielo,
ansiar, estando en el suelo,
subir del sol a la altura.
[…]
Yo sueño estando despierto,
vivo, Orgaz, desesperado.
Viéndola crece mi fuego;
ausente de ella, me abraso;
muero si me mira acaso,
si no me mira, reniego (p. 15).

Nótese que se siguen empleando esas imágenes tópicas del enamorarse del cielo o el subir a la altura del sol, pero no se echa mano del recurso (como sí sucederá en obras posteriores) a la intertextualidad con citas exactas de la poesía del noble-poeta, es decir, el aprovechamiento de aquellos textos poéticos del conde que aludirían —supuestamente— a la osadía de amar a la reina. Así las cosas, el conde de Orgaz le aconseja huir:

ORGAZ.- Si vos mismo de imposible
tacháis ese amor terrible
que tirano os avasalla,
huir, huir es cordura,
que el tiempo y tierra distante
bastan a cualquier amante
para templar su locura (p. 15).

A lo que responde Villamediana:

VILLAMEDIANA.- Huir dice la razón,
mas, Conde, no la escuchamos,
que habla más alto el amor (p. 16).

Y luego, en la réplica del amigo, se sigue apuntando a la muerte (y a la traición al rey) como fin de ese amor:

ORGAZ.- O habéis de morir amando
sin esperanza ninguna,
u os ayuda la fortuna
y vencéis; pero faltando,
como noble, a vuestro rey,
como hombre, a Dios soberano,
que la mujer del hermano
os prohíbe amar por ley (p. 16).

El conde defiende que se trata de un amor puro:

VILLAMEDIANA.- ¡Ofender al rey ni a Dios!
Mi amor es puro, celeste;
no es un fuego como aqueste,
lo juro al cielo y a vos,
el que en la Corte se encubre
de fino amor con el nombre,
brutal afecto del hombre
que engañoso velo cubre.
No, Conde, no, yo os lo fío:
a Dios mismo no se ama
con más viva, pura llama,
que la adora el pecho mío (p. 16).

Orgaz le advierte que camina al borde de un precipicio, y añade un nuevo presagio de muerte: «Partamos, partamos luego; / una chispa de ese fuego / la vida os puede costar» (p. 17)[2].


[1] Las citas son por Patricio de la Escosura, La Corte del Buen Retiro, Madrid, Imprenta de los hijos de doña Catalina Piñuela, 1837.

[2] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

El conde de Villamediana en «La Corte del Buen Retiro» (1837), de Patricio de la Escosura (2)

Como es habitual en los dramas románticos, la pieza de Escosura[1] se divide externamente en cinco actos, cada uno con título propio: «El incendio», «El Rey Poeta», «La Reina», «La verbena» y «Villamediana» (los actos I, III y V se dividen a su vez en dos cuadros). Ofreceré a continuación un breve esquema de la acción.

En el acto I, cuadro primero, el rey deja abandonada a su esposa doña Isabel para salir de galanteo, en tanto que Villamediana ronda la ventana de la reina en el palacio del Alcázar. Esta circunstancia es la que le permite salvarla cuando se desata un incendio en su aposento (no es, pues, el famoso incendio de las fiestas de Aranjuez en el estreno de La gloria de Niquea, aunque su función es la misma). El cuadro segundo nos presenta la declaración amorosa de Villamediana a la reina (que se complace con ese amor, aunque trate de desanimar a su fogoso enamorado). Esta escena será contemplada por el bufón Nicolasito, quien, celoso (él también ama a la reina), jura venganza.

El acto segundo consiste en un certamen poético en el palacio del Buen Retiro en el que participan Góngora, Quevedo, Calderón (Escosura nos lo presenta ya anciano: falla aquí la cronología…) y el propio Villamediana. Esta Academia gira en torno al amor: cada poeta lee una composición, que luego entrega por escrito a la Reina, quien habrá de declarar el vencedor. Villamediana, dejándose llevar por la pasión, lee un soneto («Amor imposible. Habla el amante») que es un acróstico en el que las letras iniciales de los 14 versos forman el nombre de ISABEL DE BORBÓN:

Ira del cielo, amor, fueron tus tiros
Sobre el que adora un imposible objeto:
Arde, y su fuego, que ocultó el respeto,
Bramando exhala en rápidos suspiros.

En vano ablandan bronces y porfiros
Lágrimas de dolor, ¡cruel Aleto!
¡Dura suerte! No muda un solo afeto,
En tanto el hombre cambia en raudos giros.

Bárbaro amor, concede una esperanza,
O que a olvidar me mueva su desprecio;
Rompe, si no, los lazos de la vida.

Baste ya lo sufrido a tu venganza.
¡Oh!, no escuches, amor, mi ruego necio,
No, ingrata sea: nunca aborrecida (p. 44).

El Rey cae en la cuenta de la alusión y, enfadado, rasga el papel, dejándolo abandonado en el suelo.

En el primer cuadro del tercer acto vemos a Velázquez pintando un cuadro, que representa a Diana siendo sorprendida en el baño por Acteón. Se trata de un encargo del Conde, y los modelos a la hora de pintarlo han sido precisamente Villamediana y la Reina. El rey Felipe recrimina a su esposa el amor del Conde, y la prueba de ello es el acróstico; pero cuando el Rey vuelve a examinar el soneto, las primeras letras de cada verso no forman ya el nombre de la reina, porque Villamediana ha procurado otra copia del poema con el texto convenientemente modificado. El cuadro segundo muestra las amenazas del bufón, quien, locamente enamorado de la Reina, la chantajea: será suya o morirá. Se muestra muy seguro de ello porque tiene en su poder la prueba de la infidelidad: en efecto, él recogió el soneto acróstico rasgado por el rey.

El acto IV muestra una verbena popular (es la noche de san Juan) a la que acude la Reina con algunas sirvientas, todas tapadas. El Rey, embozado, sigue a las tapadas. Villamediana, embozado también, se interpone y se enfrenta al monarca, quien no puede mostrar su identidad públicamente (en lugar de hacerlo delante de todos, se desemboza solo ante un alguacil).

En el primer cuadro del quinto acto, la Reina acude a la habitación del bufón para recuperar, mientras este duerme, la prueba incriminatoria, el papel original de Villamediana rasgado por el rey. Sin embargo, su venganza se ejecutará en el segundo cuadro: el bufón ha convencido al Rey, con otras pruebas distintas, de la infidelidad de su esposa, y el monarca dispone que un ballestero oculto en un pasadizo secreto mate a Villamediana con una daga.

Bufon_Daga

El Conde expira con un «¡Ay de mí!» y el Rey sentencia que «Cumplido está su destino» (p. 112). Destino es, por tanto, la última palabra pronunciada en escena en la obra de Escosura, que bien podría haberse titulado Don Juan o la fuerza del destino[2].


[1] Las citas son por Patricio de la Escosura, La Corte del Buen Retiro, Madrid, Imprenta de los hijos de doña Catalina Piñuela, 1837.

[2] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

El conde de Villamediana en «La Corte del Buen Retiro» (1837), de Patricio de la Escosura (1)

Bien sabido es que durante los años románticos y post-románticos, hasta la década de los 70 del siglo XIX, los escritores (novelistas y dramaturgos, fundamentalmente) vuelven sus ojos al Siglo de Oro español y convierten en personajes de ficción a los principales autores áureos: Cervantes, Quevedo, Calderón, en menor medida Lope o Góngora, proliferan en las páginas de muchos de sus escritos. Y también el conde de Villamediana, cuya aureola “romántica” no podía escapar a la inspiración de los autores de la época. Villamediana aparecerá, en efecto, en muchas obras del momento, a veces como personaje secundario, protagonista de algunos episodios concretos de la acción. Para mi análisis he seleccionado la pieza de Patricio de la Escosura, La Corte del Buen Retiro, porque es la primera de las recreaciones de la figura del conde en la que este adquiere carácter protagónico central[1].

CorteBuenRetiro

Obvio es decir que, a la altura de 1837 (en un momento de pleno triunfo del Romanticismo español, cuya gran década va de 1834 a 1844), el personaje que nos presenta Escosura sobre las tablas es un Villamediana romántico perseguido por una fatal estrella (abundan a lo largo de la obra las alusiones al destino, a la suerte…). Dejaré ahora de lado los muchos anacronismos y errores históricos en ella detectables, que no hace al caso pormenorizar con detalle; baste como ejemplo recordar que la acotación inicial sitúa la acción «en Madrid a mediados del siglo XVII» (1622, año de la muerte de Villamediana, no es exactamente «mediados» de siglo); también el hecho de mencionar a Olivares con el título de conde-duque cuando faltaban aún algunos años para que efectivamente lo fuera, o el dato de que Velázquez tenga ya pintado en ese momento el cuadro de «Las lanzas». Pasemos por alto todos esos errores, que por otra parte no afectan a lo esencial de la construcción ficcional de la pieza. El drama nos presenta a un conde de Villamediana loco y ciego de amor, fatalmente enamorado de la reina doña Isabel de Borbón, al que llevarán a la muerte los celos del rey Felipe IV convenientemente azuzados por el bufón Nicolasito, enamorado también perdidamente de la reina. Cabe decir que, en esta ficción, la figura de Olivares no adquiere demasiado protagonismo, y aunque en un par de ocasiones (pp. 32 y 82) se menciona el hecho de que Villamediana se está ganando el favor real y eso lo convierte en un rival en la lucha por la privanza, este componente político de la historia no alcanza mayor desarrollo. Como digo, es la pasión desbordada de Villamediana, y el contrariado amor del bufón por la reina (más imposible aun que el del propio conde), lo que conducirá al fatal desenlace[2].


[1] Las citas son por Patricio de la Escosura, La Corte del Buen Retiro, Madrid, Imprenta de los hijos de doña Catalina Piñuela, 1837. Analizan con detalle esta pieza María del Carmen Rincón Martínez, «Juan de Tasis y el teatro del siglo XIX», Cuadernos para Investigación de la Literatura Hispánica, 8, 1987, pp. 123-126 y Yasmina Reviriego, «La figura del conde de Villamediana convertida en personaje literario de la mano de escritores de los siglos XIX y XX», en su blog Viaje al desbordante Barroco, 29 de febrero de 2016. Ver también José Montero Reguera, «Calderón de la Barca sale a la escena romántica», en Estudios de literatura española de los siglos XIX y XX. Homenaje a Juan María Díez Taboada, Madrid, CSIC, 1998, p. 325. Para la vida y obra de Escosura en general remito a la monografía de María Luz Cano Malagón, Patricio de la Escosura: vida y obra literaria, Valladolid, Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial de la Universidad de Valladolid, 1988. Villamediana interviene también en Don Francisco de Quevedo (1848) de Eulogio Florentino Sanz (ver Rincón Martínez, «Juan de Tasis y el teatro del siglo XIX», pp. 126-128; Jesús Costa, «El teatro de Eulogio Florentino Sanz entre dos revoluciones (1848-1854)», en Estudios de literatura española de los siglos XIX y XX. Homenaje a Juan María Díez Taboada, Madrid, CSIC, 1998, pp. 188-193; Celsa Carmen García Valdés, «Con otra mirada: Quevedo personaje dramático», La Perinola. Revista de investigación quevediana, 8, 2004, pp. 171-185 y su edición moderna de esta comedia, Pamplona, Eunsa, 2014). Igualmente, es protagonista de Vida por honra (1858), de Juan Eugenio Hartzenbusch, pieza que dejo fuera de mi análisis (ver Rincón Martínez, «Juan de Tasis y el teatro del siglo XIX», pp. 128-129 y Reviriego, «La figura del conde de Villamediana …»).

[2] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

Expresividad romántica en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda

Romanticismo hay también, en estas piezas dramáticas de Gertrudis Gómez de Avellanedaen el nivel de la expresión; así, encontramos el empleo de dos muletillas muy características: una, el sorpresivo grito de «¡Es ella!» (en Saúl, p. 179b; Egilona, pp. 15a y 31b; Baltasar, pp. 199b, 227b y 241b; El Príncipe de Viana, p. 86b); otra, la frase «Ya es tarde» —u otra similar—, que lanza un personaje para borrar en otro el último rastro de esperanza que quedarle pudiera (Baltasar, IV, 1 y en p. 244a).

Lasciate ogni speranza

Dejando aparte el empleo de algunos arcaísmos, para reforzar la ilusión de antigüedad (magüersic, por maguer—, aquesto, infelice, priesa, do, agora, mesmo…), o la adjetivación, tan característica siempre en estas obras («hórrido secreto», «criminal unión», «ponzoñoso germen», «pérfidas promesas», «ceguedad funesta», «tropel insano», «delirio ciego»…, ejemplos de Egilona), cabe destacar el tono exclamativo y entrecortado que caracteriza determinados pasajes. Así, en esa misma obra, este parlamento de Rodrigo en presencia de Caleb, que viene a libertarlo:

Salvarla quiero: de mis brazos caigan
estos hierros infames: cual el rayo
rápido mi furor hiera, devore
al enemigo vil. ¿Cómo dilato
su castigo cruel?… Siento la sangre
mis venas abrasar… ¿Cómo no lavo
con la suya el baldón?… Corra a torrentes:
ya la demandan los iberos campos,
y el lecho y trono que manchó su crimen,
de esa sangre también están avaros.
Yo sólo, sólo yo verterla debo…
ardiendo está el puñal; mas apagarlo
quiero en su corazón… ¿quién me detiene?
¿quién me detiene? ¿quién?… ¿dónde me hallo?…
¡Estos hierros aún!

Como podemos apreciar, el tono y los recursos retóricos se aúnan para tratar de expresar el estado anímico del personaje: las interrogaciones retóricas, las reticencias, los continuos encabalgamientos y las pausas internas en muchos de los versos, logran crear un ritmo que transmite de forma expresiva y acertada la duda y la perplejidad, el desasosiego y la impaciencia de don Rodrigo[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda: otras características románticas

Aparte de en las estructuras que he ido mencionando en entradas anteriores, el carácter romántico de los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda queda patente en el gusto por los escenarios sombríos, como la «lóbrega cárcel» de don Rodrigo en el cuadro I del acto III de Egilona; no es solo la acotación, sino las propias réplicas de los personajes las que nos ofrecen datos de esa prisión. Por ejemplo, cuando Rodrigo se encara, en escena efectista, con las cadenas que lo sujetan: «¡Este fuego voraz en que me abraso / tus eslabones derretir no puede!» (p. 42a). Lo mismo sucede con la prisión del Príncipe de Viana (comienzo del segundo acto), o con la de Joaquín en Baltasar, acto I, escenas 1-5; la acotación indica que se trata de una «lúgubre estancia», y el diálogo de los personajes lo corrobora: «Cárcel tenebrosa», «Impura mazmorra», «esta mazmorra en que respiras / atmósfera letal», «prisión / tan horrible» viciada por «infecto vapor», etc.

Mazmorra

También romántico es el gusto por la noche, siempre adecuada para sombrías empresas o melancólicos pensamientos:

¡Silencio, soledad, muros espesos!…
¡todo es propicio!… Con su negro manto
cubre la noche las tinieblas frías
de esta horrible mansión que convidando
parece estar a los misterios tristes (Egilona, p. 39b).

Y más tarde:

                          …con su opaco
velo la noche tu camino cubre;
muda su voz, los fúnebres arcanos
nunca vendió de la esperanza impía,
y siempre fue del asesino amparo (p. 43a).

Otra característica muy repetida en las obras de los autores románticos es el hecho de hacer coincidir el estallido de una fuerte tempestad con los momentos climáticos de furia ciega, de pasión incontrolada, de crímenes violentos: en Saúl, la tormenta se desata en el momento en que el protagonista se rebela contra Dios al hacer los sacrificios prohibidos (acto I, escenas 5-9). En Baltasar, acto IV, el salón del banquete aparece alumbrado por la «siniestra luz de los relámpagos», y los truenos van creciendo en intensidad (así lo indica una acotación) hasta que la tempestad estalla con toda su fuerza al producirse el sacrilegio (escena 8). Lo mismo sucede un momento antes de producirse el asesinato de Fronilde en Munio Alfonso (fin del acto III).

En fin, respecto al empleo de disfraces, cabría mencionar únicamente en Baltasar, II, 4 el hecho de que Rubén asista disfrazado de esclavo babilonio a la fiesta del rey, para advertir a Elda que está en peligro su inocencia. Como empleo del fuego para suscitar situaciones dramáticas, solo el incendio del palacio de Baltasar, al que prende fuego Nitocris (acto IV, escenas 12 y 13) al producirse la invasión extranjera[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Prendas y objetos simbólicos en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda

El uso de prendas y objetos simbólicos adquiere cierta importancia en algunos de estos dramas de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Por ejemplo, en El Príncipe de Viana, acto II, escena octava, Carlos da a Isabel el anillo de su madre; más tarde, en III, 13, besa la mano de Isabel y dice: «En mi anillo os dejo un gaje / de esperanza y de amor» (p. 88a). Aquí el anillo no ejerce otra función dramática sino la de simbolizar el amor, malogrado, entre ambos jóvenes. Algo similar sucede en Baltasar, I, 5; Elda protesta: «¡Juro conservarme fiel / a Dios, mi patria y mi amor» (p. 202b); entonces Rubén le da su mano «ante mi padre y el cielo» y Joaquín, con sus manos sobre sus cabezas, bendice «su casta y eterna unión» (p. 202b). La sencilla ceremonia matrimonial es rubricada por la entrega, por parte de Rubén, del anillo que perteneció a su madre.

Anillo

Una nueva sortija en Recaredo: este da su anillo a Bada (p. 105b), y ella le pide que no olvide su promesa: «Queda para siempre aquí, / como tu imagen, impresa» (p. 105b). La mención de este anillo sí que tiene más adelante una función específica, ya que sirve para que Bada pueda entrar en palacio e impedir la traición de Agrimundo, cuando ya estaba todo preparado para el asesinato de Recaredo (II, 9). Y otro anillo, con función similar, aparece en Egilona; en I, 3 Abdalasis le entrega su sello real, símbolo de su poder:

Y porque nadie en tus piedades trabas
pueda oponer jamás, orne tu diestra
el áureo anillo que doquier se acata,
prenda de autoridad, de mando insignia:
de todo mi poder depositaria
te hago al cederte tan preciosa joya (p. 16a).

Egilona lo utilizará para ordenar la libertad de Rodrigo, presentándolo a Caleb, quien acatará su autoridad: «Ese sagrado símbolo respeto» (p. 33a)[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

La superstición en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda (y 3)

En Baltasar, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, aparte de los presentimientos manifestados en I, 4 por Elda (y, en un aparte, por Rubén), lo más interesante se concentra en la parte final, con la escena del sacrílego banquete. En IV, 6 entra Elda «desmelenada, el vestido en desorden, y pintado en todo su aspecto el extravío de la razón» (acotación en la p. 241b); en efecto, ha perdido el juicio y se siente acosada por cien espectros, por «sangrientos / fantasmas»; además cree ver multitud de tumbas a su alrededor, todo el palacio como un vasto cementerio; en la escena octava se desata la tempestad, se abren puertas y ventanas, se apagan las luces, caen las estatuas y aparece en una pared la famosa inscripción «Mane, Thecel, Phares».

La cena del rey Baltasar

Un mago la considera «¡hórrido arcano!», «enigma oscuro», pero nadie puede dar al rey una explicación fiable de su significado. Solo Daniel lo podrá aclarar: «Siempre su acento / órgano fue de la verdad divina», dice Nitocris (p. 247a); «Dios mismo le ilumina!», apostilla Joaquín. Daniel niega que sea mago, ni siquiera sabio; es profeta: «Cual eco humilde repito / voz de suprema verdad…» (p. 237a). Como tal profeta adelanta «presagios fatídicos», vaticinando la caída del rey y del trono asirio bajo el poder de Ciro.

También los vaticinios que se mencionan en Saúl están relacionados con lo religioso, ya desde la primera escena; me refiero a las palabras proféticas de Samuel, cuando pide misteriosamente al sacerdote Achimelech que ruegue por el rey Saúl; los relámpagos que estallan en el momento en que el rey ofrece los sacrificios son tenidos por «fúnebres presagios»; más tarde su hija Micol sentirá un «presentimiento horrible»; y en la escena primera del acto II el propio Saúl, delirante, siente la presencia de un «aterrador vestiglo». En IV, 7 el rey consulta a una Pitonisa que afirma ver «denso vapor de sangre» (p. 181a), un peligro que le amenaza a él y a su hijo. Siguen los delirios de Saúl: ve la sombra de Samuel, pierde el sentido, es acosado después por otra «sombra implacable», ve crecer «un piélago de sangre sin orillas / hondo, espumante, inmensurable!…» (p. 184b). Todos estos presagios negativos se cumplen: Saúl mata, por equivocación, a su hijo Jonathas (que ha cambiado su casco con David) y a continuación se hiere a sí mismo, arrojando la corona al joven pastor belemita; le dice que «en ella va la maldición escrita», pero Achimelech la coloca en la cabeza de David y proclama:

¡Ella, Israel, perpetuo patrimonio
será de sacrosanta dinastía;
que el reinado que aquí comenzar vemos
otro reinado eterno simboliza! (p. 187b)[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

La superstición en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda (2)

Sombras, presagios y premoniciones desempeñan un papel importante en Egilona, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, ya desde la segunda escena del primer acto. La viuda de Rodrigo siente que su pasión por Abdalasis es «un criminal amor», una «unión nefanda»; la víspera tuvo una visión en que se le apareció su esposo con aureola de santo (p. 13b) anunciándole que su sombra le seguiría siempre. En II, 1 insiste en los «fúnebres presagios que me asedian». En la escena siguiente, ella siente la «pérfida influencia» de los delirios y «presagios funestos» que perturban su razón: «Tristes ensueños, fúnebres visiones / me persiguen doquier» (p. 25a).

El rey don Rodrigo

La figura y la voz de don Rodrigo reaparecen en su imaginación (se repiten expresiones como «iracunda imagen», «fantasma», «espantosa visión» o «fatal delirio»). También Abdalasis cree que vería interponerse entre los dos, si mata a Rodrigo, una sombra sangrienta y airada. Por fin, cuando Egilona ve aparecer a Rodrigo, al que creía muerto, retrocede con espanto: «¡Fantasma despiadado! / ¿Siempre doquier habrás de perseguirme?… / ¿Tu perpetuo furor jamás aplaco?» (p. 44b), cuando esta vez no se trata ya de una sombra imaginaria, sino de la realidad. En esta obra, lo mismo que en Recaredo, son frecuentes las alusiones al hado, a la suerte, a la estrella de los personajes, especialmente en boca de los musulmanes (aunque también figuran en los demás dramas, referidas por otros personajes). En este sentido, resulta interesante un comentario de Rodrigo, quien, como cristiano, manifiesta que el hombre no queda sujeto a un ciego azar:

Del voluble destino los halagos
debes mirar cual miro yo su ceño:
que nada influye en grandes corazones
que se les muestre próspero o adverso (p. 54b)[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

La superstición en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda (1)

En estos dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda, los recursos de intriga relacionados con la superstición se reducen sobre todo a la mención de presagios y agüeros, así como a la aparición de sombras y espectros. Un caso de premonición se da, por ejemplo, en Munio Alfonso; Fronilde sabe que debe casarse con don Sancho, aunque ama a otra persona, y exclama: «Fuerza es doblar a la coyunda el cuello, / si con la muerte el cielo no me salva» (p. 30a). Estas palabras resultan proféticas, pues anticipan el fin funesto de la joven. Más tarde, en la escena tercera del acto III, Fronilde llora mientras fuera ruge la tempestad; ahora su mente adivina «fúnebres presagios» (p. 37b), que expresa con un tono exclamativo y entrecortado. Por último, será su padre, Munio Alfonso, quien, después de confesar que ha matado a su hija, se vea rodeado por una sombra de «fulgor siniestro» que le reclama venganza y más sangre (III, 3).

En El Príncipe de Viana el trágico fin del joven Carlos aparece vaticinado, a lo largo de toda la obra, en una serie de presagios: en el acto I, escena cuarta, su padre, don Juan II, fatigado y decrépito, parece adivinar un horizonte sangriento: «De sangre un velo / paréceme que cubre mis miradas» (p. 58a). En I, 5 el príncipe don Carlos exclama: «¡Justo cielo! Del padre la justicia busco en vano… / Solo de la madrastra hallo el veneno» (p. 60b). La palabra veneno es un claro presagio de su final, pues aunque él la utilice con el sentido figurado de ‘desamor, frialdad’, morirá, efectivamente, envenenado por doña Juana Enríquez[1].

Carlos, Príncipe de Viana

Pasemos ya al comienzo del acto II. El príncipe se encuentra encerrado en una lóbrega prisión; son las últimas horas de la noche y, aunque va amaneciendo, no deja de pensar en un lúgubre horizonte, cuya negrura compara con la de su suerte. Tampoco ve la estrella que solía otras noches, lo que interpreta como un mal vaticinio. En la escena octava, en su entrevista con Isabel, la joven vuelve a tener un mal presagio: «Males anuncia / mi triste corazón» (p. 76a). En III, 12 todos se sorprenden del cambio de doña Juana, de su talante ahora conciliador, e Isabel se pregunta si no será otro presagio, la calma que precede a una nueva tempestad (p. 85b). En definitiva, la muerte de don Carlos va siendo anunciada, por distintos signos, desde el principio hasta el final del drama[2].


[1] Así en la obra dramática; recuérdese lo apuntado en una entrada anterior sobre la verdad histórica de este hecho.

[2] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.