Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: relatos ambientados en las guerras carlistas (3)

Otros dos relatos que guardan cierta semejanza entre sí son «Los pelones» y «La cuña». Si hasta ahora hemos encontrado héroes individuales, aquí el protagonista es colectivo, pues se trata de sendos grupos de soldados. El primer relato, dedicado a Sinesio Delgado, insiste en el narrador testigo: «Si yo me acabara sin contaros la verdad de lo que pasó en Hormigosa el 12 de Junio, me llevaría conmigo una amargura insoportable. No llaméis vanidad a esto: hay cosas superiores a nosotros y que hablan solas, como las que os voy a decir sin asomo de amor propio» (p. 217). El viejo coronel Retaco manda un grupo de «pelones» ʻreclutasʼ que no entran jamás en combate: relegados junto a los carros de impedimenta y sanidad, tienen que sufrir las constantes burlas de los demás regimientos. Un día en que sus compañeros han tratado de tomar el repecho de la Culebra, en Hormigosa, siendo rechazados en varias ocasiones, los pelones se lanzan finalmente al ataque; Retaco los arenga y logran tomar el alto: han caído 600 hombres de los 800 que eran, pero esta conducta heroica es la mejor venganza de las burlas anteriores. Orgullosos, gritan: «¡Vivan los pelones!».

«La cuña» está protagonizada también por un «escuadrón olvidado», esta vez de caballería; sus hombres viven —comenta el narrador— «con nuestra miseria de soldados pobres» (p. 230). Hay un recuerdo elogioso de estos hombres: «…y recordé entonces la gran figura del soldado de la primera República, mal vestido, peor calzado, pero lleno todo él, como nosotros, del resplandor de la patria, que mira desde lejos, pronta a cantar las glorias o a llorar sobre los desastres» (p. 227). El ejército en derrota marcha de Lumbredales a Tenebreda (nótese lo elocuente de esos nombres). Al mando del coronel Alpera, el escuadrón de caballería rompe con su ataque en cuña las filas enemigas, única esperanza de salvación que les quedaba: «Yo no sé qué extraño espíritu nos empujaba, ni casi recuerdo bien lo que pasó», comenta el narrador-protagonista (p. 230). Tras su éxito, el coronel les felicita con unas sencillas palabras: «¡Bien, hijos míos!». Y apostilla el soldado que cuenta la historia: «No sé lo que sintieron los otros; pero a mí me pareció que desde lejos, fuera del límite rumoroso de la estepa, nos hablaba la patria agradeciéndonos aquel esfuerzo desesperado y aquella temeridad heroica» (pp. 230-231). Podemos suponer, por las palabras antes citadas, que los protagonistas son soldados liberales; pero no se dice explícitamente, es más, a la hora de designar a los contrarios solo se habla de «líneas enemigas». Tampoco hay alusiones temporales precisas, salvo la mención de la nieve en los campos que sitúa la acción en invierno, pero de un año indeterminado.

Regimiento de Caballería Húsares de la Princesa. Augusto Ferrer-Dalmau
Regimiento de Caballería Húsares de la Princesa. Augusto Ferrer-Dalmau.

Un nuevo narrador testigo es el de «El ascenso de Regojo»: «Podrán haberse olvidado del sargento Regojo los que estuvieron con él en el segundo de lanceros; pero seguramente ninguno se ha olvidado de su madre, la viejecita que tenía una cantina cerca de la estación de Resquemilla» (p. 233). Los enemigos atacan a los sitiados en Resquemilla desde la vía férrea con una máquina blindada y les han causado ya sesenta bajas. Para evitar esos ataques del ferrocarril es necesario volar un puente. Regojo, un buen soldado que desea llegar a alférez, se ofrece voluntario y logra hacer saltar el puente por los aires, pero muere en la explosión. El coronel Rabanal prohíbe que nadie cuente nada a su anciana madre: él le dice que su hijo ha sido ascendido a alférez y, «cosas de la pícara guerra», ha tenido que partir inmediatamente a Filipinas; desde entonces, cada dos meses la viejecita recibirá una carta redactada por el teniente Diámetro, que tiene una bella letra similar a la de Regojo, para seguir ocultándole la muerte de su hijo. También en este relato encontramos fórmulas vagas como «el enemigo», «los otros», para referirse a los contrarios, aunque, como en la mayoría de ocasiones, el relato está narrado desde el punto de vista de los soldados liberales[1].


[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Araucanos y españoles en «Los españoles en Chile» (1665), de Francisco González de Bustos (3)

En otro orden de cosas, si pasamos del ámbito de Venus al de Marte, encontramos que los araucanos aparecen caracterizados en Los españoles en Chile de forma tópica, con los rasgos que les son atribuidos tradicionalmente: guerreros fieros, valientes, osados y orgullosos de su independencia. Al comienzo de la comedia, Colocolo se refiere a la tenaz resistencia araucana frente a los españoles:

COLOCOLO.- Ya sabes, Caupolicán,
que los indianos imperios
de Méjico y del Pirú
a un Carlos están sujetos;
monarca español tan grande
que, siendo de un mundo dueño,
no cupo en él, y su orgullo,
imaginándose estrecho,
para dilatarse más
conquistó otro Mundo Nuevo.
Bien a costa de la sangre
nuestra, araucanos, lo vemos,
pues sus fuertes españoles
(no de estas glorias contentos)
hasta en Arauco, invencible,
sus estandartes pusieron;
que no se libra remoto
de su magnánimo aliento
ni el africano tostado,
ni el fiero adusto chileno.
Desde entonces, araucanos,
a su coyunda sujetos
hemos vivido, hasta tanto
que vosotros, conociendo
la violencia, sacudisteis
el yugo que os impusieron;
y con ánimo atrevido
(ya en la guerra más expertos),
blandiendo la dura lanza
y empuñando el corvo acero,
oposición tan altiva
a sus armas habéis hecho
que, sublimando el valor
aun más allá del esfuerzo,
sois émulos de sus glorias,
pues hoy os temen sangrientos
los que de vuestro valor
ayer hicieron desprecio (fol. 22v[1]).

El parlamento de Colocolo evoca a continuación la muerte de Valdivia (con el macabro detalle de la fabricación de una copa con su calavera) y se cierra con la exposición de la situación actual, con el marqués de Cañete cercado en Santa Fe:

COLOCOLO.- Dígalo el fuerte Valdivia,
su capitán, a quien muerto
lloran, que de vuestras manos
fue despojo y escarmiento;
de cuyo casco ha labrado
copa vuestro enojo fiero,
en que bebe la venganza
iras de mayor recreo.
Díganlo tantas victorias
que en repetidos encuentros
habéis ganado, triunfando
de los que, dioses un tiempo,
tuvieron entre vosotros
inmortales privilegios.
Desde Tucapel al valle
de Lincoya vuestro aliento
ha penetrado, ganando
muchos españoles pueblos,
hasta cercar en la fuerza
de Santa Fe, con denuedo,
los mejores capitanes
que empuñan español fresno;
y vuestra gloria mayor
es haber cercado dentro
al gran Marqués de Cañete,
su general, cuyos hechos
han ocupado a la fama
el más generoso vuelo,
de quien os promete glorias
la envidia, que lo está viendo (fol. 2r-v).

Captura de Valdivia en la batalla de Tucapel. Galería de la Historia de Concepción (Chile)
Captura de Valdivia en la batalla de Tucapel. Galería de la Historia de Concepción (Chile).

Más tarde, todavía en la Jornada primera, el diálogo entre el Marqués, don Diego y don Pedro nos ofrece la perspectiva contraria, la de los españoles; es interesante esta conversación porque en ella se pondera la destreza militar de los araucanos, que «con diciplina militar pelean». Con estas palabras se lo explica don Diego a don Pedro:

DON DIEGO.- Mirad, don Pedro, vos habéis llegado
poco habrá del Pirú; sois gran soldado,
bien lo dice el valor que en vos se halla,
pero no conocéis a esta canalla,
porque son tan valientes
y de esotros de allá tan diferentes,
que porque todos sus hazañas vean,
con diciplina militar pelean.
Y es mengua de soldados
ver que nos tengan hoy acorralados
sin opósito suyo, pues parece
que nuestra remisión su orgullo crece;
y así, para su estrago,
no hay sino darles hoy un Santïago (fol. 7r).

Los mismos personajes mantienen una conversación similar, en lo que se refiere a la pericia militar de los araucanos, en la Jornada segunda:

MARQUÉS.- Don Diego, lo que me admira
es ver que los araucanos,
según expertos están
ya en la guerra, viendo cuanto
importa aqueste socorro,
reconociendo su daño,
no hayan salido a impedir
a nuestras tropas el paso.

DON DIEGO.- Muy difícilmente entraran
si en el estrecho del lago
hicieran la oposición.

MARQUÉS.- Ha sido descuido raro.

DON DIEGO.- Toda la fuerza en el sitio
de esta plaza han ocupado.

MARQUÉS.- Sin embargo, admira mucho
ver que se hayan descuidado
sin mirar este peligro,
y más cuando tan soldados
están ya; porque, decidme,
¿no os causa notable espanto
ver que sepan hacer fuertes,
revellines y reparos,
abrigarse de trincheras,
prevenirse a los asaltos
y jugar armas de fuego?
¡No pudieran hacer tanto
si toda la vida en Flandes
se hubieran diciplinado!

DON DIEGO.- Tan diestros como nosotros
manejan ya los caballos.

DON PEDRO.- Más es verlos cómo visten
el duro peto acerado (fol. 12r).

El pasaje se remata con una breve alusión (indirecta) a la prueba del tronco para la elección del toqui, en boca de Mosquete:

MOSQUETE.- ¿Y habrá quien diga que en cueros
pelean como borrachos?
¡Pues la fuercecilla es boba!
¡Vive Dios, que hay araucano
que trae una viga al hombro
que no la llevara un carro! (fol. 12r).

En definitiva, los araucanos quizá no tienen la misma disciplina militar que los españoles, pero sí queda destacada por sus enemigos su notable destreza guerrera y su asimilación reciente de nuevas estrategias y técnicas de combate[2].


[1] Todas mis citas son por la edición príncipe de 1665 (Los españoles en Chile, en Parte veinte y dos de Comedias nuevas, escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Andrés García de la Iglesia, a costa de Juan Martín Merinero, 1665), pero modernizando las grafías y la puntuación.

[2] Ver Jorge Checa, «Los araucanos y el arte de la guerra», Prolija memoria. Estudios de cultura virreinal, tomo II, núms. 1-2, noviembre de 2006, pp. 25-51. Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

Dos leyendas históricas de Navarro Villoslada: «La muerte de César Borja» y «El castillo de Marcilla»

Por último, dos relatos de Navarro Villoslada podrían ser considerados como leyendas históricas, ambientadas ambas en los años de la pérdida de independencia del reino de Navarra: se trata de «Leyendas nacionales. La muerte de César Borja»[1] y de «Recuerdos históricos. El castillo de Marcilla»[2]. La primera leyenda (el narrador se refiere a su relato como «nuestra historia») cuenta, de forma dramática, la muerte del célebre capitán de los reyes de Navarra, don Juan III y doña Catalina, César Borgia —cuya ambición le llevó adoptar por lema «Aut Caesar aut nihil»—, acaecida el 12 de marzo de 1507 en la Barranca Salada, cerca de Viana: la historia comienza con la descripción del castillo de Viana, cercado por las tropas del capitán; en una tempestuosa noche, el conde de Lerín, al frente de sesenta jinetes, consigue introducir algunos pertrechos en el sitiado castillo, defendido por su hijo; al descubrir César Borgia el socorro, sale en persecución de los jinetes; finalmente, acometido por tres de ellos, y tras una denodada lucha, muere el ambicioso capitán.

Cesare Borgia
Cesare Borgia.

«Recuerdos históricos. El castillo de Marcilla» se sitúa en el momento en que, tras la incorporación de Navarra a la Corona de Castilla y la muerte del rey Católico en 1516, el cardenal Cisneros ordena el derribo de numerosas fortalezas navarras para evitar la posibilidad de un alzamiento; el Cardenal da este encargo a Hernando de Velasco, que lo ejecuta implacablemente; sin embargo, Ana de Velasco, marquesa de Falces, consigue salvar con su arrojo y determinación el castillo de Marcilla[3].


[1] Semanario Pintoresco Español, 1841, pp. 210-212.

[2] Semanario Pintoresco Español, 1841, pp. 125-126.

[3] El autor termina diciendo que el castillo se salvó, pero en cambio Cisneros y Villalva murieron al año siguiente: «Cuando las naciones no pueden vengarse de sus tiranos —concluye—, hay un Dios justo que no las deja sin venganza».

Las fuentes de «Los españoles en Chile» (1665), de Francisco González de Bustos

Por lo que toca a las fuentes histórico-literarias manejadas por el autor de Los españoles en Chile, no es mi propósito en este momento llevar a cabo un análisis en profundidad; simplemente, me limitaré a recordar lo que indica Lerzundi:

Existe una nebulosa comprensible con respecto a las influencias sobre Los españoles en Chile, la obra más tardía sobre las guerras de Arauco, por cuanto se hace prácticamente imposible determinar de dónde obtuvo González de Bustos el marco histórico para organizar la trama de su comedia. A la fecha en que se publicó la obra (1665) había pasado más de un siglo con relación a los acontecimientos históricos mencionados. […] Se deduce que el autor aprovechó crónicas, historias, obras dramáticas, todo lo que sobre el tema de Arauco le pudo servir de alguna manera. Diego de Almagro, el hombre histórico de carme y hueso, le sirve en el sentido de que efectivamente fue el primer conquistador de Chile; por otra parte, desde el punto de vista de protagonista literario, le da la pauta para usarlo como el símbolo del conquistador de mujeres y puede por lo mismo llegar a ser un «lindo don Diego»[1].

Lerzundi, en efecto, encuentra en la obra algunos ecos del Arauco domado de Lope, de Algunas hazañas… y de El gobernador prudente. También Antonucci ha estudiado esta cuestión de las fuentes y señala los escasos y casi irreconocibles puntos de contacto entre Los españoles en Chile y las obras anteriores sobre el mismo tema[2]. Podemos pensar con Sydney Jackson Ruffner que, en última instancia, el referente principal es La Araucana[3]. De hecho, el personaje histórico de Ercilla es evocado en el texto de la comedia en un par de ocasiones (fols. 12r y 21r[4]). Por otra parte, la mención de los indios con las manos cortadas y los ojos ensangrentados remite a la tortura de Galvarino. Ya sabemos que La Araucana fue leída como documento histórico, como una especie de crónica rimada de la guerra de Arauco, y su materia pasó a formar parte del imaginario colectivo hispánico. Algunos otros detalles que pueden proceder de La Araucana serían: el hecho de que Caupolicán, cegado por la pasión que siente por Fresia, desatienda sus deberes guerreros (así se lo echa en cara Colocolo en el arranque de la comedia, fol. 2v); el detalle de que con la calavera de Valdivia[5] los indios fabrican una copa (fol. 2v); y la alusión a la prueba del tronco para la elección del toqui[6] (fol. 12r).

La prueba del tronco para la elección del toqui o jefe militar entre los araucanos
La prueba del tronco para la elección del toqui o jefe militar entre los araucanos.

En cuanto al aspecto escénico, Los españoles en Chile es una obra de relativa sencillez escenográfica. Ya indiqué en una entrada anterior que no es una comedia bélica, por tanto, no es una pieza de «gran aparato» que requiera complicados efectos de tramoya, porque las escenas de batallas no se presentan directamente sobre las tablas. Cuando se entablan luchas, ocurren fuera del escenario, y la sensación de combate se transmite por medio de los ruidos que llegan a oídos del espectador. Antonucci destaca que el tipo de espectáculo que plantea esta obra es diferente del de otras comedias de tema araucano:

… sólo doce actores en el reparto […], más las necesarias comparsas; ausencia completa de efectos especiales que requieran maquinaria o peñas o cuevas o apariciones o música; tendencia a representar las batallas fuera del escenario, mediante ruidos y descripciones y a lo sumo duelos; una utilización desenfrenada del «aparte» (76 acotados) que marca el carácter de comedia de enredo y no de drama[7].

En definitiva, Los españoles en Chile ni es un drama histórico ni una comedia bélica; es una comedia con una trama de enredos de amor y celos[8], plena además de intrigas, lances, duelos y engaños, un buen ejemplo, en suma, de comedia escrita para ser representada en el corral y satisfacer el gusto del público mosqueteril[9].


[1] Patricio C. Lerzundi, Arauco en el teatro del Siglo de Oro, Valencia, Albatros Hispanófila Ediciones, 1996, p. 80.

[2] Ver Fausta Antonucci, «El indio americano y la conquista de América en las comedias impresas de tema araucano (1616-1665)», en Ysla Campbell (coord.), Relaciones literarias entre España y América en los siglos XVI y XVII, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1992, pp. 21-46

[3] La opinión de Ruffner la recoge Mónica Lucía Lee, De la crónica a la escena: Arauco en el teatro del Siglo de Oro, Ann Arbor, UMI, 1996, p. 206.

[4] Todas mis citas son por la edición príncipe de 1665 (Los españoles en Chile, en Parte veinte y dos de Comedias nuevas, escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Andrés García de la Iglesia, a costa de Juan Martín Merinero, 1665), pero modernizando las grafías y la puntuación.

[5] Ver Miguel Donoso, «Pedro de Valdivia tres veces muerto», Anales de Literatura Chilena, 7, 2006, pp. 17-31.

[6] Ver el documentado trabajo de Miguel Zugasti, «Notas para un repertorio de comedias indianas del Siglo de Oro», en Ignacio Arellano, M. Carmen Pinillos, Frédéric Serralta y Marc Vitse (eds.), Studia Aurea. Actas del III Congreso de la AISO (Toulouse, 1993), vol. II, Teatro, Pamplona / Toulouse, GRISO / LEMSO, 1996, pp. 429-442; para distintas evocaciones literarias del personaje de Caupolicán, remito a Miguel Ángel Auladell Pérez, «De Caupolicán a Rubén Darío», en América sin nombre. Boletín de la Unidad de Investigación de la Universidad de Alicante «Recuperaciones del mundo precolombino y colonial en el siglo XX hispanoamericano», coord. Carmen Alemany Bay y Eva María Valero Juan, núms. 5-6, diciembre de 2004, pp. 12-21; José Durand, «Caupolicán, clave historial y épica de La Araucana», Revue de Littérature Comparée, 205-208, 1978, pp. 367-389; A. Robert Lauer, «Caupolicán’s Bath in Pedro de Oña’s Arauco domado and its Dramatic Treatment in the Spanish Comedia of the Golden Age, with Special Reference to Ricardo de Turia’s La bellígera española, Lope de Vega’s El Arauco domado, and Francisco de González Bustos’s Los españoles en Chile», en Luis Cortest (ed.), Homenaje a José Durand, Madrid, Verbum, 1993, pp. 100-112 y «El baño de Caupolicán en el teatro áureo sobre la conquista de Chile», en Agustín de la Granja y Juan Antonio Martínez Berbel (coords.), Mira de Amescua en candelero. Actas del Congreso Internacional sobre Mira de Amescua y el teatro español del siglo XVII (Granada, 27-30 octubre de 1994), Granada, Universidad de Granada, 1996, vol. II, pp. 291-304; Melchora Romanos, «La construcción del personaje de Caupolicán en el teatro del Siglo de Oro», Filología (Buenos Aires), 1993, XXVI, núms. 1-2, pp. 183-204; o José María Ruano de la Haza, «Las dudas de Caupolicán: El Arauco domado de Lope de Vega», en Teatro colonial y América Latina, Theatralia. Revista de Poética del Teatro, 6, 2004, pp. 31-48a.

[7] Antonucci, «El indio americano y la conquista de América…», p. 40.

[8] Lerzundi, Arauco en el teatro del Siglo de Oro, p. 21 utiliza el marbete de comedia novelesco-histórica: «Los Españoles en Chile, publicada como “comedia”, es en efecto una comedia. Tiene un comienzo feliz (Fresia acepta los requiebros amorosos de su esposo Caupolicán) y termina también felizmente con una multiplicidad de matrimonios. El tema es de intriga amorosa, con un marco de referencia seudo histórico, de manera que designaremos la obra como comedia novelesco-histórica». Lee, De la crónica a la escena…, p. 207 señala que «es un ejemplo típico de comedia de intriga, puesto que lo que define esta pieza es una intrincada trama cuyas extremas complicaciones son producto de numerosos equívocos que determinan el desarrollo de los personajes».

[9] Lee, De la crónica a la escena…, p. 206. Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

«Los españoles en Chile» (1665), de Francisco González de Bustos: cuestiones genericas

Pese a su ambientación en un tiempo y un espacio claramente identificables, y pese a la presencia entre los protagonistas de personajes históricos (Diego de Almagro, el marqués de Cañete, Caupolicán…), Los españoles en Chile no es una comedia histórica. La intriga, bastante complicada, es de tipo amoroso, en torno al triángulo formado por la dama española doña Juana, el conquistador don Diego de Almagro y Fresia, la compañera del caudillo araucano Caupolicán. Por supuesto, el conflicto bélico entre españoles y araucanos aparece como telón de fondo, y se juega en algún pasaje con el binomio Marte / Venus, pero en el desarrollo de la comedia cobra mucha más importancia lo relacionado con el segundo elemento («truecas las iras de Marte / a las delicias de Venus», le reprocha Colocolo a Caupolicán, fol. 2v[1]).

Araucanos. Dibujo de Giulio Ferrario publicado en Milán en 1827.
Araucanos. Dibujo de Giulio Ferrario publicado en Milán en 1827.

No estamos, pues, ante un drama histórico en el que se destaque la dimensión pública de los hechos presentados, ni es tampoco la obra una comedia bélica, en la que ocupe un lugar central la descripción de las batallas y los hechos de armas. Al contrario, lo nuclear aquí son las diversas tramas amoroso-sentimentales. El dramaturgo no se centra en el conflicto colectivo de los dos pueblos enfrentados (conquistadores españoles vs. araucanos defensores de su tierra), sino en los conflictos de índole personal, que convierten a Los españoles en Chile en una comedia de enredo, en la que los personajes protagonizan numerosos equívocos y usan disfraces o urden otras trazas para ocultar su verdadera personalidad, sin que falte el tópico recurso de la dama vestida de varón (doña Juana viene desde Perú con traje de soldado, siguiendo al hombre que la ha deshonrado, Almagro). En definitiva, todo se resuelve en enfrentamientos privados, sin que entren en juego, como ha señalado Antonucci[2], las dimensiones política y religiosa del enfrentamiento entre españoles y araucanos; en este sentido, señala, los indios son «bárbaros con una perspectiva básicamente sentimental, sin ningún interés por las implicaciones político-ideológicas de la conquista»[3].

A este respecto, hay un detalle que conviene destacar: si recordamos su fecha de publicación (1665), vemos que Los españoles en Chile es una pieza muy alejada ya de los acontecimientos que le sirven de base y, de hecho, podemos apreciar que en ella la cronología histórica queda por completo desajustada: como hace notar Lerzundi, González de Bustos presenta juntos a Diego de Almagro y a García Hurtado de Mendoza, obviando el hecho de que Almagro había muerto en Perú en 1538, es decir, diecinueve años antes de la llegada a Chile del nuevo gobernador. Este simple detalle nos bastará para poner de relieve la libertad con que maneja el cañamazo histórico, las licencias que se va a permitir, algo legítimo por otra parte, pues él escribe como dramaturgo, no como historiador; y un dramaturgo, además, que en ningún momento se propuso escribir una pieza histórica sino, como ya indiqué, una comedia de enredo, llena de intrigas amorosas, ambientadas, eso sí, en un determinado momento histórico. Esta característica ya fue señalada por Lee[4], quien indica:

El mundo araucano y el contexto de la guerra se introduce mediante la descripción de episodios relevantes (como la suerte de Valdivia y la prueba del tronco, por ejemplo) a través de los cuales es posible comprobar que González de Bustos estaba familiarizado con la literatura de Arauco […]. Sin embargo, aunque algunos de los personajes y algunos de los hechos mencionados son históricamente comprobados, son utilizados por el autor con absoluta liberalidad[5].


[1] Todas mis citas son por la edición príncipe de 1665 (Los españoles en Chile, en Parte veinte y dos de Comedias nuevas, escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Andrés García de la Iglesia, a costa de Juan Martín Merinero, 1665), pero modernizando las grafías y la puntuación.

[2] Fausta Antonucci —en «El indio americano y la conquista de América en las comedias impresas de tema araucano (1616-1665)», en Ysla Campbell (coord.), Relaciones literarias entre España y América en los siglos XVI y XVII, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1992, p. 40— define la acción de la comedia como «un complicadísimo enredo de amor y celos»; luego, en la p. 43, habla de «una complicada red de desencuentros amorosos, en la que se sustenta la mayor parte de la acción». Alessandro Cassol —«Flores en jardines de papel. Notas en torno a la colección de las Escogidas», Criticón, 87-88-89, 2003— escribe que la comedia «trata de los conflictos entre los conquistadores y los Araucos encabezados por Caupolicán, aunque la intriga de mayor relieve la constituye el amor de doña Juana, enésimo ejemplo de mujer varonil, hacia don Diego de Almagro».

[3] Antonucci, «El indio americano y la conquista de América…», p. 43, nota 21. En otro orden de cosas, la crítica ha destacado que la obra de González de Bustos no tiene una vocación «ejemplar», en el sentido de que no es una obra panegírica como sí lo son Arauco domado, El gobernador prudente y Algunas hazañas

[4] Mónica Lucía Lee, De la crónica a la escena: Arauco en el teatro del Siglo de Oro, Ann Arbor, UMI, 1996, p. 206.

[5] Lee, De la crónica a la escena…, p. 206. Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

«Los españoles en Chile», de Francisco González de Bustos, una pieza exitosa

A juzgar, al menos, por el número de reediciones que alcanzó Los españoles en Chile, podemos deducir que esta comedia de Francisco González de Bustos fue una pieza de bastante éxito. Desconocemos la fecha exacta de su redacción, que ha de ser anterior, en cualquier caso, a 1665 (año de publicación de la que podemos considerar la editio princeps). Sobre esta cuestión escribe, con atinados argumentos, Fausta Antonucci:

Aunque no se pueda conjeturar nada cierto acerca de la fecha de composición, seguramente ésta es mucho más tardía que la de las comedias hasta ahora analizadas [las otras de tema araucano que examina en su tranajo]. En primer lugar, ya no queda rastro en la construcción de la intriga de las fuentes principales que habían inspirado a los dramaturgos precedentes. Ya no es central en la comedia el intento encomiástico y didáctico centrado en la figura de García Hurtado de Mendoza, sino que el eje de la intriga es un complicadísimo enredo de amor y celos, cuyo protagonista masculino es don Diego de Almagro, un personaje que nunca había aparecido en las comedias precedentes[1].

No dispongo de datos sobre representaciones en España, pero sin duda las debió de haber (así, al menos, lo sugiere el título de Comedia famosa… con que se presenta editada); José Toribio Medina alude a esta pieza teatral «que tan popular fue en Chile durante la Colonia, habiendo constancia de que se representó en Santiago en varias solemnes ocasiones»[2], aunque no ofrece los datos concretos de esas representaciones; en fin, está documentada una representación en la Villa Imperial de Potosí (Audiencia de Charcas) en 1735[3].

Francisco González de Bustos, Los españoles en Chile, edición de Benito Quintana (Newark, Juan de la Cuesta, 2012)

Por lo que respecta a la cuestión textual, sin entrar ahora en mayores detalles, la comedia se nos ha transmitido en los siguientes testimonios: la princeps de 1665 (encabeza la Parte veinte y dos de Comedias nuevas, escogidas de los mejores ingenios de España[4]); diversas sueltas del XVIII: Madrid, en la imprenta de Antonio Sanz, 1736; Valencia, en la Imprenta de la viuda de Josef de Orga, 1761; Sevilla, en la imprenta de Josef Padrino, s. a.; y una más, s. l., s. i., s. a.; conoció una nueva edición en la colección «Teatro español», La Habana, Imprenta de R. Oliva, 1841; después, José Toribio Medina la reimprimió en el tomo II de su Biblioteca Hispano-Chilena (Santiago de Chile, en casa del autor, 1897); la volvió a editar en formato multimedia James Thorp Abraham (tesis doctoral de la University of Arizona, 1996); más reciente es la edición de Benito Quintana (Newark, Juan de la Cuesta, 2012); el texto está disponible también como recurso electrónico (Barcelona, Linkgua, 2011); y existe, en fin, otra edición en versión electrónica, disponible en Internet, establecida por Vern G. Williamsen a partir de la edición de Abraham[5].


[1] Fausta Antonucci, «El indio americano y la conquista de América en las comedias impresas de tema araucano (1616-1665)», en Ysla Campbell (coord.), Relaciones literarias entre España y América en los siglos XVI y XVII, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1992, p. 40.

[2] José Toribio Medina, Biblioteca Hispano-Chilena (1523-1817), tomo II, Ámsterdam, N. Israel, 1965 [reproducción facsimilar de la edición de Santiago de Chile, en casa del autor, 1897, tomo II, p. 531.

[3] Joseph M. Barnadas y Ana Forenza indican que «en 1735, la visita a la Villa del Arzobispo platense, Alonso del Pozo y Silva, fue honrada con la representación de Los españoles en Chile, interpretada por representantes del clero local y en la vivienda del doctrinero de San Roque, el Dr. José de la Piedra. El tema se comprende sabiendo que el Prelado era chileno» («Noticias sobre el teatro en Charcas (siglos XVI-XIX)», Anuario del Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, 2000, p. 565).

[4] Medina asegura que hubo una edición primera de 1652, siguiendo a La Barrera, quien en su Catálogo habla de una Parte segunda de comedias, bastante dudosa. Todas mis citas serán por la edición de 1665, pero modernizando las grafías y la puntuación.

[5] Patricio C. Lerzundi anunciaba su intención de editar todas las piezas dramáticas de tema araucano, algunas de las cuales han ido saliendo en los últimos años, pero ignoro el estadio en que se encuentra ese proyecto en lo que respecta a Los españoles en Chile. Ver su monografía Arauco en el teatro del Siglo de Oro, Valencia, Albatros Hispanófila Ediciones, 1996. Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura

La figura señera de San Ignacio de Loyola puede ser abordada desde múltiples perspectivas: la fundación de la Compañía de Jesús, en el contexto histórico de la Reforma y la Contrarreforma en Europa y las luchas religiosas contra Lutero y el protestantismo, la espiritualidad de sus Ejercicios y demás escritos, las representaciones artísticas e iconográficas (muy ricas y abundantes), y también desde el terreno de la literatura. Aquí pretendo abordarla —en una serie de entradas, aprovechando que estamos celebrando el Año Ignaciano (Ignatius 500)— desde esta última perspectiva, es decir, trataré de ofrecer un muestrario de diversas obras literarias que se han acercado al personaje histórico y lo han reflejado con un enfoque ficcional. Tales obras se han producido en distintas épocas (y en distintos géneros), si bien voy a ceñirme primero al periodo clásico del Siglo de Oro[1].

San Ignacio de Loyola (1620-1622) por Pedro Pablo Rubens (Museo Norton Simon de Pasadena, Estados Unidos)
San Ignacio de Loyola (1620-1622) por Pedro Pablo Rubens (Museo Norton Simon de Pasadena, Estados Unidos)

Pero, antes que nada, debo recordar que, para quien se interese por estas cuestiones, existe un estudio fundamental del Padre Ignacio Elizalde Armendáriz, SI: San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983. Este libro sigue siendo, a día de hoy, el punto de arranque necesario para cualquier investigación posterior sobre esta materia. En las entradas que seguirán, ofreceré primero algunas consideraciones generales sobre el tratamiento literario de San Ignacio de Loyola, para centrarme enseguida en la literatura del Siglo de Oro (la poesía, la épica y el teatro jesuítico, sobre todo), dejando para más adelante la presencia de temas ignacianos en obras literarias de la época moderna y contemporánea[2].

Por último, antes de entrar ya en materia, quisiera recordar unas palabras de Monseñor Ángel Suquía Goicoechea (1916-2006), arzobispo emérito de Madrid, cuya tesis doctoral versó, precisamente, sobre La Santa Misa en la espiritualidad de San Ignacio de Loyola. En una conferencia calificaba al santo como «el vasco más universal de la Historia». Se refería primero a las características vascas apreciables en el carácter de Ignacio:

La inmutada adhesión a la fe católica, el cumplimiento de determinadas y tradicionales prácticas religiosas, el apego a costumbres de los antepasados, una cierta timidez, la ternura oculta bajo el pudor, la capacidad de concentración, el espíritu reflexivo y lento, la iniciativa y audacia posterior a la reflexión y una firmeza junto al sentido práctico para mantener las propias decisiones, son algunos de los caracteres más destacados del temperamento vasco. En Íñigo de Loyola aparecen todos, en la edad adulta, sublimados por la gracia sobrenatural y orientados hacia la suprema empresa: el mayor servicio y la mayor gloria de Dios[3].

Para referirse posteriormente a su carácter universal, pues

aquel vasco por nacimiento y por temperamento que fue siempre Íñigo de Loyola, «el más grande que ha tenido nuestra raza» al decir de Unamuno, alcanzó su plenitud humana y divina porque fue capaz de abrirse a la universalidad de todas las tierras, de todos los pueblos y de todos los hombres. […] Porque fue capaz de mirar y amar a todos los hombres sin distinción de razas ni exclusión de nadie, porque escribió un libro para todos los tiempos y para todos los hombres, porque fundó una Orden religiosa a la que impulsó a marchar por todos los caminos de la Tierra, es por lo que le hemos llamado […] «el vasco más universal de la Historia»[4].


[1] Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

[2] Vamos, pues, a trazar una aproximación a Ignacio, pero no desde la historia, sino desde la literatura. Sobre la biografía y semblanza del personaje histórico, la doctrina de sus Ejercicios espirituales, etc., existe abundante bibliografía. Remito, sin ánimo de exhaustividad, a los siguientes trabajos: Pedro de Ribadeneyra, Vida de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, Barcelona, Daniel Cortezo, 1888; Tercer Centenario de la canonización de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, 1622-1922, Madrid, Imprenta Clásica Española, 1922; Benjamín Marcos, San Ignacio de Loyola: biografía, bibliografía: su doctrina filosófica expuesta en los «Ejercicios espirituales»: influencia de ésta en el mundo, prólogo de Enrique Vázquez Camarasa, Madrid, Imprenta de Caro Raggio, 1923; Pedro de Leturia, El gentilhombre Íñigo López de Loyola, Barcelona, Labor, 1941; Jesús Juambelz, Bibliografía sobre la vida, obras y escritos de San Ignacio de Loyola: 1900-1950, Madrid, Razón y Fe, 1956; José Bernárdez, San Ignacio de Loyola, Madrid, Apostolado de la Prensa, 1959; Hugo Rahner, Ignacio de Loyola, pórtico y versión de Enrique Larracoechea, fotografías de Leonardo von Matt, 2.ª ed., Bilbao, Desclée de Brouwer, 1962; Alain Guillermou, San Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús, trad. de Isabel Llacer, Madrid, Aguilar, 1963; Ignacio Iparraguirre, Orientaciones bibliográficas sobre San Ignacio de Loyola, 2.ª ed. renovada y puesta al día, Roma, Institutum Historicum S. I., 1965; Rosendo Roig, Íñigo de Loyola, Bilbao, Mensajero, 1978; Ignasi Casanovas, San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, 3.ª ed., Barcelona, Balmes, 1980; Cándido de Dalmases, El padre maestro Ignacio, Madrid, BAC, 1982; Jean-Claude Dhôthel, ¿Quién eres tú, Ignacio de Loyola?, trad. de Felipe Pardo, Santander, Sal Terrae, 1984; Ricardo García-Villoslada, San Ignacio de Loyola. Nueva biografía, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1986; Ignacio Tellechea, Ignacio de Loyola, solo y a pie, Madrid, Cristiandad, 1986; Ángel Suquía Goicoechea, San Ignacio de Loyola, el vasco más universal de la historia, Gijón, Ateneo Jovellanos de Gijón, 1991; Juan Plazaola (ed.), Ignacio de Loyola y su tiempo: Congreso Internacional de Historia (9-13 septiembre 1991), Bilbao, Mensajero / Universidad de Deusto, 1992; Quintín Aldea (ed.), Ignacio de Loyola en la gran crisis del siglo XVI: Congreso Internacional de Historia, Madrid, 19-21 noviembre de 1991, Bilbao, Mensajero, 1993; Peter Paul Rubens, Vida de San Ignacio de Loyola en imágenes, estudio preliminar de Antonio M. Navas Gutiérrez, Granada, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Granada, 1993; Rogelio García Mateo, Ignacio de Loyola: su espiritualidad y su mundo cultural, Bilbao, Mensajero / Instituto Ignacio de Loyola de la Universidad de Deusto, 2000; Ignacio Cacho Nazábal, Íñigo de Loyola: ese enigma, Bilbao, Mensajero, 2003; José Ángel Ascunce Arrieta y Marién Nieva Rivelles, Mítica y cultura del exilio vasco. Ignacio de Loyola y Francisco Javier, San Sebastián, Instituto Ignacio de Loyola de la Universidad de Deusto, 2004. Para las obras del santo manejo las siguientes ediciones: Cartas de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, Madrid, Imprenta de la Viuda e hijos de don E. Aguado, 1874-1889; Diario espiritual de San Ignacio de Loyola, Santander, Universidad Pontificia de Comillas, 1956 (edición manual en el IV Centenario de su muerte, 1556-1956); El peregrino: autobiografía de San Ignacio de Loyola, introducción, notas y comentario por Josep Maria Rambla Blanch, 2.ª ed., Bilbao, Mensajero, 1991; La intimidad del peregrino: diario espiritual de San Ignacio de Loyola, versión y comentarios de Santiago Thio de Pol, Bilbao, Mensajero, 1992; Obras completas de San Ignacio de Loyola, transcripción, introducciones y notas de Ignacio Iparraguirre con la autobiografía de San Ignacio editada y anotada por Candido de Dalmases, 2.ª ed. notablemente corregida y aumentada, Madrid, Editorial Católica, 1963; Obras completas, Madrid, BAC, 1982.

[3] Suquía Goicoechea, San Ignacio de Loyola, el vasco más universal de la historia, p. 18.

[4] Suquía Goicoechea, San Ignacio de Loyola, el vasco más universal de la historia, pp. 30-31.

Clasificación de la novela histórica romántica española según la época en que se sitúe la acción (y 2)

En la entrada anterior examinamos los siguientes grupos: 1) Novelas de la antigüedad grecolatina; 2) Novelas ambientadas en la Edad Media; 3) Novelas del Renacimiento y del Siglo de Oro; y 4) Novelas sobre el siglo XVIII. Nos queda por considerar el último: 5) Novelas ambientadas en el siglo XIX.

Los relatos ambientados en el siglo XIX son bastante frecuentes; la consideración de estas novelas de ambiente contemporáneo nos lleva a estudiarlas como posibles antecedentes del episodio nacional galdosiano, lo que requiere una mención más extensa. Por tanto, trataré de señalar ahora la relación entre novela histórica y episodio nacional.

En efecto, existen varios títulos de tema histórico contemporáneo que pueden ser considerados antecedentes de las series de Galdós. Ahora bien, el único argumento para poder establecer una división en este período entre novela histórica y episodio nacional es la mayor o menor lejanía en el tiempo. Con Galdós, la cosa será distinta porque habrá además diferencias de técnica y de estilo. Sea como sea, podemos intentar distinguir esos dos grupos, aunque resulte un tanto arbitraria la separación, según sitúen o no su acción en una época anterior al siglo XIX. Esta división ha sido señalada por Ferreras, aunque utiliza un término que quizá se preste a confusión. Veamos:

Distingo en la novela histórica dos tendencias: una, la tradicional si se quiere y que llamaré novela histórica, y otra, que llamaré novela histórica nacional; esta última se caracteriza por escoger no solamente un tema patrio, sino también por una problemática que le permite enfrentarse con el universo exterior, nacional; la historicidad, en este caso, se convierte en contemporaneidad. Fácilmente se comprenderá esta división, que creo necesaria, si comparamos una novela histórica cualquiera con un Episodio Nacional de Pérez Galdós; en el primer caso, nos encontramos ante la corriente tradicional de la novela histórica; en el segundo, el universo de la novela es escogido en función de una problemática actual, vigente, determinante. Novelar un suceso de la Edad Media y novelar un suceso del XIX, o quizá del XVIII, como en la novela de García de Villalta, son dos actitudes muy diferentes y quizá opuestas[1].

Ferreras señala que la novela histórica ambientada en un pasado lejano es un caso de ruptura romántica y también una forma de evasión (dicho de otra forma, la ruptura proporciona al novelista la huida a un mundo que considera mejor que aquel en el que vive); en cambio, en el caso del episodio nacional, el novelista no puede evadirse ya que los sucesos narrados están actuando todavía en el momento de escribirse la novela, que de esta forma «no es una pura reconstrucción del pasado, sino un enjuiciamiento, una crítica, del presente»[2]. Por esta razón, la imaginación del novelista puede apartarse poco de la realidad, frente a lo que ocurre con el otro tipo de novelas históricas, pues el lector conoce o incluso ha vivido esos hechos tan cercanos:

Los acontecimientos coetáneos obligan a una mayor responsabilidad, reduciendo las posibilidades de la fantasía […]. Los acontecimientos remotos se conocen en cuanto historia externa y colectiva y queda, o se admite que queda, un margen amplio de ignorancia para que por él corra la imaginación. La misma ignorancia se supone en cuanto atañe a usos y costumbres, que se inventan sin riesgo, además de podérselos recargar con aditamentos exóticos. Sin embargo, ante los acontecimientos coetáneos, el margen de arbitrariedad y fantasía disminuye en cuanto a la fantasía convencional y fácil, pues se requiere una imaginación poderosa que produzca la fantasía dentro de lo usual y conocido[3].

Navas Ruiz denomina «novelas-documento» a este tipo de obras novelescas de tema histórico contemporáneo; también él señala para estos antecedentes del episodio nacional una mayor proximidad al realismo que en el caso de las novelas históricas de épocas lejanas:

Mezcladas con las históricas han venido estudiándose varias novelas que constituyen propiamente episodios nacionales o novelas-documento, pues se refieren a sucesos contemporáneos, ya rigurosamente tales, ya en cuanto influyen aún decisivamente en el presente. Ha de considerarse su iniciadora a Casilda Cañas de Cervantes, por La española misteriosa […]. La novela documento se aproxima ya al realismo, puesto que se enfrenta a problemas de la sociedad contemporánea y trata de captar el aspecto político de la misma. Será, pues, necesario en los futuros estudios sobre el realismo decimonónico retrotraer los orígenes hasta dichas obras, que si hoy parecen de escaso valor y han caído en un casi justo olvido, fueron conocidas y leídas en su tiempo. ¿Por qué empeñarse en considerar sólo el costumbrismo como antecedente de aquella corriente?[4]

Estas novelas son bastante numerosas; la mayoría de ellas tratan el tema de la guerra de la Independencia[5], especialmente en el territorio de Aragón y Cataluña (sitio de Zaragoza, penalidades de la ciudad de Barcelona…)[6]; también las hay, aunque en menor cantidad, sobre las guerras carlistas y sobre la revolución de 1868; y otras son de asunto contemporáneo pero extranjero.

Dos_de_mayo,_por_Joaquín_Sorolla

Dejando aparte las obras de estas características escritas por los emigrados españoles en Inglaterra, ofrezco a continuación una lista bastante amplia con sus títulos[7]:

1822 Rafael de Riego o La España libre, de Francisco Brotons.

1829 Los terremotos de Orihuela o Henrique y Florentina, de Estanislao de Cosca Vayo[8].

1830 Orosmán y Zora o La pérdida de Argel, de D. J. G.

1831 Las ruinas de Santa Engracia o El sitio de Zaragoza, anónima, quizá de Francisco Brotons.

1831-1832 Teodora, heroína de Aragón, de Antonio Guijarro y Ripoll.

1832 Jaime el Barbudo, de Ramón López Soler.

1833 La española misteriosa y el ilustre aventurero, o sea Orval y Nonui[9], de Casilda Cañas de Cervantes. La amnistía cristina o El solitario de los Pirineos, de Pascual Pérez y Rodríguez.

1835 La explanada. Escenas trágicas de 1828, de Abdón Terradas.

1840 Eduardo o La guerra civil en las provincias de Aragón y Valencia, anónima.

1844 El Gil Blas del siglo XIX, de Juan Francisco Siñériz.

1845-1846 El dos de Mayo, de Juan de Ariza. Espartero, de Ildefonso Antonio Bermejo.

1846 Martín Zurbano o Memorias de un guerrillero, de Ildefonso Antonio Bermejo.

C. 1846  Zurbano o Una mancha más en la historia de los partidos, de José Velázquez y Sánchez.

1846-1847 El patriarca del valle, de Patricio de la Escosura.

1847-1851 Misterios de las sectas secretas o el francmasón proscrito, de José Mariano Riera y Comas.

1849 Josefina de Comerford o El fanatismo, de Agustín de Letamendi.

1851 Las ruinas de mi convento, de Fernando Patxot.

1852 Marta, episodio histórico contemporáneo, de Isidoro Fernández Monje.

1855 Los guerrilleros, de Eugenio de Ochoa.

1856 Mi claustro, de Fernando Patxot.

1858 Las delicias del claustro, de Fernando Patxot.

1859 La ilustre heroína de Zaragoza o La célebre amazona en la guerra de la Independencia, de Carlota Cobo.

1861 Atrás el extranjero, de Manuel Angelón.

1863 Luisa o La provincia, de José Ferreiro y Peralta. El dos de Mayo o Los franceses en Madrid, de Manuel Vázquez de Taboada.

1864 El sitio de Zaragoza, de Manuel Vázquez de Taboada. Riego, de Mariano Ponz.

1865 Los mártires del pueblo, de Juan de la Cuesta.

Existen, además, unos Episodios de la Revolución Española, sin año, de Vicente Moreno de la Tejera, y una biblioteca desde 1877 con más de catorce títulos: Episodios de la guerra civil en forma de novelas históricas.

Después de que durante varios años predominasen, con mucho, los asuntos medievales, los temas contemporáneos empiezan a ser cultivados con mayor asiduidad —aunque existen varios títulos anteriores— desde mediados de siglo:

Hasta el 1848, aproximadamente, los temas de historia contemporánea ocupan un lugar secundario en la novela romántica española respecto a los medievales y renacentistas, pero a partir de la citada fecha los autores comienzan a convencerse de que no necesitan ir a la Edad Media para sacar escenas de crueldad de la leyenda de Pedro I de Castilla, ni al siglo XVI para inventar un príncipe Carlos martirizado por un siniestro Felipe II, porque la historia política contemporánea de su país abunda en escenas de «terror gótico» y en situaciones de misterio y sensacionalismo que no desmerecen de las más acreditadas del género en novelas como The Mysteries of Udolpho, The Monk y The Castle of Otranto[10].

Como es fácil de comprender, el grado de politización es más alto en este tipo de novela histórica, según señala Hinterhäuser:

La alternativa temática entre el pasado remoto y el reciente existe ya en los orígenes mismos de esta clase de novelas. Las que se acogían a la Edad Media eran las más abundantes (sobre todo en Italia y España; en Francia mucho menos); a la historia cercana, todavía caliente, se llegaba bien como final de un amplio ciclo, o debido a preferencias basadas en razones políticas (es decir, los autores “progresistas” y también, ocasionalmente y con intención polémica, los “reaccionarios”)[11].

De todas formas, no todas las novelas históricas de tema contemporáneo pueden ser consideradas antecedentes del episodio nacional galdosiano, pues en algunas el tema no pasa de ser un mero pretexto para elaborar la acción, sin que exista en ellas una intención reconstructora de ese presente todavía operante en la sociedad del autor y del lector.

Por otra parte, habría que pensar también si puede considerarse dentro de esos antecedentes otro tipo de novelas al estilo de las de Eugène Sue, a las que tradicionalmente se ha llamado «sociales» (las de Ayguals de Izco o Martínez Villergas, entre otros), pues al menos tienen en común con las novelas antes mencionadas la ambientación contemporánea[12].


[1] Juan Ignacio Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973, p. 300.

[2] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, pp. 300-301. Y añade a continuación: «Si esto es así no puede haber mucha diferencia entre una novela histórica nacional o episodio nacional y una novela realista; en ambos casos se materializa un universo actual, y la diferencia estriba solamente en el tema escogido; la novela vulgarmente llamada realista inventa personajes, la novela histórica nacional o episodio utiliza e interpreta personajes dados».

[3] Enrique Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», en Idealismo y pragmatismo en el siglo XIX español, Madrid, Tecnos, 1977, p. 61.

[4] Ricardo Navas Ruiz, El Romanticismo español, Salamanca, Anaya, 1970, p. 98.

[5] Algunas han sido estudiadas por María Isabel Montesinos, en su trabajo «Novelas históricas pre-galdosianas sobre la guerra de la Independencia», en Estudios sobre la novela española del siglo XIX, Madrid, CSIC, 1977, pp. 11-48. Ferreras, por su parte, anuncia en el plan general de sus «Estudios sobre la novela española del siglo XIX» un libro dedicado a La novela histórica nacional.

[6] Cfr. Reginald F. Brown, La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 31.

[7] He utilizado para confeccionarla los mismos estudios que para la de producción de novela histórica: Brown, La novela española (1700-1850); Felicidad Buendía, Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963; Juan Ignacio Ferreras, La novela por entregas (1840-1900). Concentración obrera y economía editorial, Madrid, Taurus, 1972, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973 y El triunfo del liberalismo y la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976; José F. Montesinos, Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX, Madrid, Castalia, 1982; Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954; y Guillermo Zellers, La novela histórica en España (1828-1850), Nueva York, Instituto de las Españas, 1938), más el de Jorge Campos, «La novela», en Guillermo Díaz Plaja (ed.), Historia general de las literaturas hispánicas, IV, segunda parte, Barcelona, Barna, 1957, pp. 217-239, y el de Navas Ruiz, El Romanticismo español.

[8] Es la que señala Brown como primera novela de historia contemporánea.

[9] Ferreras hace notar que los nombres de los protagonistas son anagramas de Valor y Unión.

[10] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, pp. 166-167.

[11] Hans Hinterhäuser, Los «Episodios nacionales» de Benito Pérez Galdós, Madrid, Gredos, 1963, p. 42.

[12] «[…] la única historia que satisface a los novelistas después de 1845 es la contemporánea y, dentro de esta, no la historia colorista y caballeresca sino […] la política, satírica y crítica. La novela histórica se disuelve en la exposición de agravios y resentimientos sociales», escribe Brown, La novela española (1700-1850), p. 36.

Clasificación de la novela histórica romántica española según la época en que se sitúe la acción (1)

Este criterio y el de los temas son los de carácter más puramente externo que podemos aplicar para intentar la clasificación de tan extensa producción. Ambos criterios podrían combinarse, ya que hay novelas centradas en la misma época, por ejemplo la Edad Media, pero que tratan temas muy distintos: la Reconquista, los templarios, el reinado de Pedro el Cruel…; sin embargo, los separo en dos apartados distintos para mayor claridad. Veamos, pues, la clasificación por épocas históricas:

1) Novelas de la antigüedad grecolatina

Son muy escasas. Ferreras, que duda de que existiera este tipo de novela, al que califica de «arqueológica», antes de 1870, lo excluye de su trabajo[1]. Solo he podido recoger, citada por Peers, la obra de Ribot y Fontseré Los descendientes de Laomedonte y La ruina de Tarquino, de 1834.

2) Novelas ambientadas en la Edad Media

Constituyen la inmensa mayoría y no merece la pena citar títulos, pues habría que incluir todas las de Cortada y Sala, varias de las de López Soler, la de Larra, la de Espronceda, la de Gil y Carrasco, y las de una enorme cantidad de autores. Bastará con recordar la devoción por el medievalismo del movimiento romántico; valgan como muestra la opinión de dos autores contemporáneos:

La Edad Media, fuente abundantísima de brillantes y caballerosos hechos, de horrendos crímenes y de pasiones violentas; la Edad Media, romántica por su espíritu guerrero, no podía menos de excitar el entusiasmo de nuestros literatos que, levantando una bandera nueva, pero brillante, rompieron las trabas que hasta el día han sujetado en parte el vuelo de la imaginación[2].

Los tiempos de la caballería parecen, en efecto, tiempos soñados, tiempos creados en los felices delirios de una imaginación acalorada por el entusiasmo que inspiran sentimientos generosos… Basta ver carcomida de orín una manopla, ver un pedazo de hacha de armas, leer una estrofa de una balada o el grito de un heraldo consignados en una crónica de pergamino, para que nuestra fantasía se pierda inmediatamente por entre los pilares de una abadía, los fosos de un castillo y las tiendas de un torneo. La poesía se exhala naturalmente de los recuerdos como de la rosa su fragancia… ¿Qué edad más poética que la edad media?[3]

Caballeros

Así pues, los novelistas encontraron un rico filón de temas para su inspiración en los largos siglos del medievo nacional[4], especialmente en los revueltos años del reinado de Pedro el Cruel. Como señala Buendía, el único secreto que encerraban sus obras era el de

exaltar de una manera poética todo lo que de novelable tenía la lejana Edad Media y aprovechar de una manera novelesca todo el caudal de enorme poesía que encerraban los turbulentos siglos medievales, cuyo espíritu informó el movimiento romántico y enriqueció los temas de todas las manifestaciones literarias y de la vida misma[5].

En definitiva, el retorno a la Edad Media constituye uno de los grandes ideales del Romanticismo, sobre todo de la corriente que Peers denominó «renacimiento romántico»: «Lo caballeresco y la raíz cristiana en lo religioso representan, a través de Walter Scott y Chateaubriand, el romanticismo de tipo tradicional, cristiano y conservador»[6]. En cualquier caso, se trata siempre de una Edad Media idealizada de acuerdo con unos tópicos fijos, lo que no quita tampoco para que los románticos, desde la lejanía de su siglo XIX, reflejen en sus obras algunos aspectos rudos y oscuros de aquella época. Esta circunstancia ofrecía además algunas ventajas a la hora de lograr un mayor exotismo y, en consecuencia, un mayor interés en el lector. Esta es la razón por la que Bergquist indica de los novelistas históricos que

aunque escogen a la Edad Media como fondo de su obra, continúan considerándola como una era semibárbara, inculta y revuelta, plagada de discordias, corrupción y guerras. El que esta visión de la Edad Media fuese o no justa no tiene importancia. El hecho es que, a juzgar por la evidencia de nuestra novela histórica, se hallaba muy difundida entre los románticos españoles, y que con toda probabilidad contribuyó a que éstos con tanta frecuencia acogieran al Medioevo como feudo de sus obras, ya que la supuesta anarquía de aquella época sería atractiva al aspecto rebelde y anárquico del temperamento romántico. En un plano más práctico, esta misma anarquía y falta de leyes les permitía incluir en sus novelas sucesos emocionantes como raptos, duelos, asedios y justas, que no podrían tener lugar en tiempos más modernos. La ignorancia y superstición con las que nuestros autores caracterizaban también a la Edad Media, permiten asimismo la inclusión de sabrosos, y no menos emocionantes, episodios sobrenaturales, tan amados por los románticos, e imposibles de escenificaren la prosaica edad actual[7].

3) Novelas del Renacimiento y del Siglo de Oro

Siguen en número a las de ambiente medieval. Las más importantes son sin duda Ni rey ni Roque, de Escosura, y Gómez Arias, de Trueba y Cossío, aunque hay otras: Kar-Osmán, de López Soler, Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa, El auto de fe, de Eugenio de Ochoa, El huérfano de Almoguer, de José Augusto de Ochoa, Cristianos y moriscos, de Estébanez Calderón o Doña Blanca de Navarra, de Navarro Villoslada. De este período, se elegirá el reinado de Felipe II en varias novelas.

4) Novelas sobre el siglo XVIII

Son muy escasas; solo he podido recoger dos títulos, El golpe en vago, de García de Villalta, y Arturo, el hijo del ajusticiado, de Francisco de Paula Llivi.


[1] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y de la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976, p. 72. Creo que sería más acertado reservar el adjetivo arqueológica para aquella novela que reconstruya con peculiar detenimiento una época histórica, al estilo de Salammbó de Flaubert o Doña Isabel de Solís de Martínez de la Rosa, independientemente de que esa época sea muy lejana en el tiempo o no.

[2] Son palabras de un artículo anónimo, «Costumbres de la Edad Media», aparecido en Guardia Nacional el 28 de agosto de 1836. Tomo la cita de Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954, vol. I, pp. 315-316.

[3] Antonio Ribot y Fontseré, «Prólogo» a las Poesías de Juan Arolas, Barcelona, Imprenta del Constitucional, 1842, p. IX. Cito por Peers, op. cit., II, pp. 429-430.

[4] No entiendo muy bien la segunda parte de esta afirmación de Reginald F. Brown: «Escoge la novela sus temas de todas las épocas. Demuestra cierto interés por el reinado de Felipe II y cierta aversión por la Edad Media, época que habrá de ser más tarde campo cultivado con fines dudosamente históricos por los novelistas posteriores a 1850» (La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 28).

[5] Felicidad Buendía, «Estudio preliminar» en su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 39.

[6] Buendía, «Estudio preliminar», p. 16.

[7] Inés Liliana Bergquist, El narrador en la novela histórica española de la época romántica, Berkeley, University of California, 1978, pp. 30-31.

Clasificación de la novela histórica romántica española según los temas

Propongo la siguiente clasificación en cinco apartados[1]: 1) temas de la historia nacional; 2) temas de la leyenda nacional; 3) temas de historia extranjera; 4) temas americanos; 5) temas regionales y costumbristas. Examinémolos por separado.

1) Temas de la historia nacional[2]

Podríamos señalar dos grandes apartados, los temas de historia pasada y los episodios históricos de ambiente contemporáneo. Dejando de lado los antecedentes del episodio nacional galdosiano, consideremos ahora los temas de la historia pasada.

Son muy variados: Rodrigo y la pérdida de España (Los árabes en España, de García Bahamonde, Amaya, de Navarro Villoslada); la Reconquista, con posibles subtemas como el Cid (La conquista de Valencia por el Cid, de Vayo, El Cid Campeador, de Ortega y Frías), la conquista de Sevilla (Ramiro, conde de Lucena, de Húmara y Salamanca), la reina doña Urraca (El conde de Candespina, de Escosura, Doña Urraca de Castilla, de Navarro Villoslada), la conquista de Granada (Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa); las cruzadas (Tancredo en Asia, de Cortada y Sala); la caída de los templarios (El templario y la villana, de Cortada y Sala, El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco); la rebelión de los moriscos (Gómez Arias, de Trueba, Los monfíes de las Alpujarras, de Fernández y González), etc.

Templarios

Dentro de los temas medievales, existe también cierta preferencia por el reinado de Pedro el Cruel, empezando por El castellano, de Trueba y Cossío, y, en general, por las épocas de violencia, conflictos de sucesión y luchas civiles (se podrían citar varios ejemplos; pensemos solo en el título de la que se puede considerar la primera novela histórica española: Los bandos de Castilla; o en los subtítulos significativos de otras dos novelas: El solitario o Los desgraciados efectos de una guerra civil, de García Bahamonde, y Los amigos enemigos o Guerras civiles, de Húmara y Salamanca). En algunos casos, no necesariamente en todos, la descripción de dichas contiendas intestinas puede ser un reflejo de la situación vivida en España en varias ocasiones a lo largo del siglo XIX, y particularmente en los años 30, con la primera de las guerras carlistas.

De hecho, son varios los autores que piensan que la novela histórica actualiza los sucesos del pasado para acomodarlos a las circunstancias de sus días. Llorens considera el fenómeno como parte integrante de la evasión romántica de los emigrados: «Se huye hacia el pasado, pero proyectando hacia él el agitado mundo contemporáneo»[3]. Similares son las palabras de Navas Ruiz: «Se reconstruye el pasado, no por huir del presente, sino para interpretarlo como enseñanza de hoy: en el pasado interesa lo que se parece a lo actual»[4]. Regalado García opina que «un mismo autor, según los temas que cultiva, puede aparecer, y aparece, como romántico, vuelto hacia el pasado, o como crítico realista de los problemas de su tiempo»[5]. Ferreras, en fin, se muestra tajante al respecto: «[…] toda la producción de novelas históricas responde a la misma problemática: su pasado histórico no es más que una actualización del presente problemático»[6].

Tierno Galván, en cambio, no cree que sea así, al menos en las novelas históricas de carácter más folletinesco:

Una clase de conflicto que aparece con mucha frecuencia, cuya acción suele referirse a la lucha por el poder político, es la guerra civil. Es notable, sin embargo, que en muy pocas ocasiones se utiliza la guerra civil histórica como modelo para condenar la guerra civil presente […]. Hay casos en que la novela histórico-folletinesca es coetánea con las guerras carlistas, o con algún pronunciamiento o intentona militar que produce unos días o unos meses de guerra civil. Sin embargo, no aparece la condena moral o política de este hecho de modo explícito[7].

Efectivamente, son raras las comparaciones explícitas entre las guerras civiles pasadas y las presentes, pero puede considerarse que el solo hecho de llevar a sus novelas las contiendas históricas entre pueblos hermanos es un síntoma de que estos autores tienen conciencia de la relación o parecido existentes entre unas y otras.

De la misma forma, la persecución y caída de los templarios puede ser una reminiscencia de las persecuciones y matanzas de frailes que ensangrentaron nuestro suelo por esas mismas fechas; entonces, la confiscación de sus castillos y posesiones sería trasunto de la apropiación de los terrenos y bienes muebles de la Iglesia española después de las medidas desamortizadoras de Mendizábal. Esta es una de las lecturas, en lo que se refiere a los temas, que puede hacerse, por ejemplo, de la novela de Gil y Carrasco.

Por otra parte, será frecuente la ambientación en el reinado de Felipe II, visto por los escritores liberales como un tirano (también aquí parece fácil establecer un paralelismo con el momento contemporáneo de la producción de dichas novelas, es decir, con el absolutismo de Fernando VII); el tratar los avatares de dicho monarca permitirá, además, incluir todos los tópicos sobre la Inquisición y la leyenda negra de España[8]:

Y es que el Siglo de Oro no resultaba muy simpático a la interpretación liberal: los Austrias aparecían como tiranos, no como creadores de la grandeza de España. Carlos V era el enemigo de los Comuneros, de las libertades castellanas, no el Emperador de Europa. Felipe II se identificaba con la Inquisición y los peores abusos del despotismo[9].

Vemos pues que la novela histórica puede politizarse, tanto en sentido conservador como liberal, al hacer los escritores uso de los temas del pasado para aludir más o menos veladamente a circunstancias de su propio presente. De hecho, en estas novelas son frecuentes los excursos del narrador en los que aparecen claras las ideas del autor sobre distintos aspectos de la sociedad de su época. Por supuesto, existen grados dentro de esa “politización”: en algunas será tan fuerte que la novela dejará de serlo para convertirse en mero libelo difamador del contrario o en simple panfleto proselitista; en las mejores novelas del género no irá más allá de una toma de postura por parte de sus autores.

2) Temas de la leyenda nacional

Bernardo del Carpio (la novela así titulada de Fernández y González); la campana de Huesca (la obra de Cánovas del Castillo); el pastelero de Madrigal (la novela de igual título del mismo Fernández y González, Ni rey ni Roque, de Escosura); los amantes de Teruel (Marcilla y Segura, de Isidoro Villarroya, Los amantes de Teruel, de Esteban Gabarda e Igual). Están muy relacionados con los del apartado anterior y puede resultar arbitraria la distinción; por ejemplo, Bernardo del Carpio se podría incluir dentro de los temas de la Reconquista; o Ni rey ni Roque, con las novelas que tratan del reinado de Felipe II.

3) Temas de historia extranjera

Son muy poco frecuentes, aunque se podría mencionar algunas novelas anteriores a la que indica Navas Ruiz como primera. En efecto, repasando los catálogos de Ferreras encontraremos que antes de Los hermanos Plantagenet (1847), de Fernández y González, aparecieron otros títulos como Orosmán y Zora o La pérdida de Argel (1830), El siglo XVI en Francia o Ulina de Montpensier (1831), Los blancos y los negros o Guerras civiles de Güelfos y Gibelinos (1838), Ana Bolena (1839), Una revolución en Venecia (1846) y quizás alguno más.

4) Temas americanos[10]

Algunos de ellos se podrían incluir también dentro de los de historia nacional. Se cultivan desde muy temprano, puesto que una de las primeras novelas históricas españolas es Jicotencal, príncipe americano (Filadelfia, 1826; Valencia, 1831). La producción no es muy extensa, pero sí que incluye obras importantes: El nigromántico mejicano. Novela histórica de aquel imperio en el siglo XVI (1838) y El sacerdote blanco[11] (1839), de Pusalgas y Guerris, Pizarro y el siglo XVI (1845) y La conquista del Perú (1853), de Pablo Alonso de la Avecilla, Guatimozín (1846), de Gómez de Avellaneda, y La conjuración de Méjico o Los hijos de Hernán Cortés (1850), de Escosura.

Así como la novela histórica de tema nacional suele presentar problemas de convivencia cultural entre varias razas o religiones (cristianos, moros, judíos), en las de asunto americano se recogen los conflictos derivados de la conquista y colonización, salvados normalmente por el amor entre un español y una bella indígena. Tierno Galván[12] señala que estos autores, llevados de su patriotismo, muestran siempre la superioridad de los españoles sobre los indios americanos, al tiempo que defienden principios moralizadores católicos; así sucede en el caso de Pusalgas y de Avecilla, indica Ferreras[13], pero por el contrario, los otros autores (García Bahamonde, la Avellaneda y Escosura) muestran la crueldad, a veces gratuita, de los conquistadores. De la misma forma, hace notar Navas Ruiz que en estas novelas

la obra colonizadora en América venía envuelta en los ecos de religiosidad y avaricia de la leyenda negra. Por eso, o se prefirió preterir la época o, cuando se trató, se reprimió toda exaltación patriótica cuyo significado resultaba más que dudoso a la luz del credo liberal. Se buscó más bien el recuerdo literario o el gesto humano, caballeresco, de algún hidalgo[14].

5) Temas regionales y costumbristas

Algunas novelas pueden tratar un tema de la historia nacional pero con unos matices especiales que permiten la creación de este quinto apartado. Me estoy refiriendo a novelas como La heredera de Sangumí (y en general todas las de Cortada y Sala), por acercarse a los temas y paisajes catalanes; El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco, por su perfecta captación del paisaje leonés berciano[15]; La conquista de Valencia por el Cid, de Vayo, con sus descripciones de la comarca levantina; o Doña Blanca de Navarra, de Navarro Villoslada, que describe las luchas internas en el escenario del viejo Reyno. Aparte debe quedar la obra de Estébanez Calderón Cristianos y moriscos, a la que no considero verdadera novela histórica[16]; se trata más bien de un cuadro de costumbres históricas, es decir, de una pintura de las costumbres españolas, como otras obras del andaluz, solo que referida a una época alejada en el tiempo.

Así pues, los novelistas históricos muestran su amor a una naturaleza regional; como señala Peers,

los románticos españoles aportaron al ideal regional algo que era más importante que los datos exactos o la descripción detallada y objetiva. En cuanto al regionalismo, tal como lo interpretaban, el paralelo más acertado que puede establecerse es el del cosmopolitismo de los románticos de otros países. Libres, a tenor de la carta romántica, de poner rumbo a donde les apeteciera, estos últimos vagaban por toda la faz de la tierra, especialmente por el Oriente, y regresaban con trofeos de sus viajes. Pero los románticos españoles interpretaban la libertad como licencia para describir los lugares de su propia tierra que más amaban, acaso el lugar que les dio fama o el escenario de sus primeros años de vida y formación .


[1] Ricardo Navas Ruiz (El Romanticismo español, Salamanca, Anaya, 1970, p. 97) señala los siguientes temas: la Reconquista, las luchas fratricidas, los templarios, los Austrias (especialmente Felipe II), asuntos americanos (sobre todo, la conquista de México y Perú), asuntos regionales y asuntos de historia extranjera, y ofrece la que considera primera novela en tratarlos: Ramiro (1823), The Castilian (1829), El templario y la villana (1840), Ni rey ni Roque (1835), El nigromántico mexicano (1838), La heredera de Sangumí (1835) y Los hermanos Plantagenet (1847), respectivamente.

[2] Constituían un verdadero filón que podían explotar los novelistas españoles; recordemos que uno de los objetivos de López Soler con Los bandos era «manifestar que la historia de España ofrece pasajes tan bellos y propios para despertar la atención de los lectores como las de Escocia y de Inglaterra». Los temas, pues, estaban ahí y, como señala Edgar A. Peers, «lo que faltaba era genio y originalidad propia para interpretar estos temas y darles forma literaria duradera» (Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954, vol. I, p. 215).

[3] Vicente Llorens, El romanticismo español, Madrid, Castalia, 1989, p. 177.

[4] Navas Ruiz, El Romanticismo español, p. 96.

[5] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, p. 177.

[6] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976, p. 180.

[7] Enrique Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», en Idealismo y pragmatismo en el siglo XIX español, Madrid, Tecnos, 1977, pp. 51-52.

[8] «Es por la necesidad de aprehender las bases de la comunidad posible o, al contrario, de la comunidad en ruina, que la novela histórica de cada nación tiende a temas de cierta época, especialmente la época de la caída de la comunidad natural. La novela histórica del romanticismo francés se orientaba a la época de la creación de la monarquía centralizada de Luis XIV y la supresión de las libertades hugonotes. La mayoría de las novelas de Walter Scott se refiere a la caída de la comunidad escocesa por intervención del Estado centralizado inglés…» (Vladimir Svatoñ, «Lo épico en la novela y el problema de la novela histórica», Revista de Literatura, LI, 101, 1989, p. 18).

[9] Navas Ruiz, El Romanticismo español, p. 27.

[10] Puede consultarse el trabajo de Juan Ignacio Ferreras «El tema americano en la novela del siglo XIX: orígenes y desarrollo», incluido en su libro Introducción a una sociología de la novela española del siglo XIX, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973, pp. 241-287.

[11] Esta novela se subtitula La familia de uno de los últimos caciques de la isla de Cuba. Novela histórica americana del siglo decimoquinto.

[12] Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», pp. 49-51.

[13] Ferreras, El triunfo del liberalismo y la novela histórica, p. 129.

[14] Navas Ruiz, El Romanticismo español, p. 27. Indica también que «el patriotismo, cuando existe, reviste más bien el carácter de ideal regionalista: amor a la tierra y su tradición local».

[15] Reginald F. Brown, en La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 37, señala que «sin pensarlo, salió regionalista la novela histórica de Enrique Gil».

[16] Su autor la subtitula Novela lastimosa; sin embargo, pese a la tenue historia de amor, el relato se caracteriza por su estatismo, y lo que prevalece en su corto número de páginas es la descripción de tipos, vestidos, fiestas y bailes.

[17] Peers, op. cit., Historia del movimiento romántico español, vol. II, p. 418.