Tres son los relatos que se incluyen bajo este epígrafe: «El ideal del Pinzorro», «Chipelín» y «Andusté», que ocupan los lugares 4, 13 y 20 en el conjunto del libro.
«El ideal del Pinzorro» es un relato con un narrador testigo, muy frecuente en estos Cuentos del vivac: «Recuerdo yo la trágica figura de Pinzorro muy vagamente» (p. 31). El Pinzorro es un granuja que vende periódicos en la Puerta del Sol. Un día que estalla un motín y se levantan barricadas, se une por curiosidad a uno de esos grupos que gritan «¡Viva la libertad!», blandiendo un sable que le procura el tío Alicates. El joven pillete cae en la calle Ancha con una herida de bala en la cabeza. Trasladado al Hospital de sangre del tejar de los Espicles, muere sin saber muy bien qué es eso de «la libertad» por la que ha caído. El narrador es un soldado que lo visita en el Hospital; en sus palabras vibra un duro alegato contra la lucha en las calles (convertida para los soldados en una «caza del hombre», con asaltos a la bayoneta calada contra los insurrectos), mucho más cruel y despiadada que la guerra en campo abierto.
El título «Chipelín» responde al nombre del protagonista, «un mozo como de 16 años, de la propia hechura y casta de los hijos del buen pueblo de Madrid, curtido por el sol y apretado de carnes, listo como la pólvora y materia dispuesta para amoldarse a lo que de él hicieran la buena o la mala suerte» (pp. 106-107), que se gana la vida fabricando jaulas. Es hijo de una mala hembra que le manda siempre por una jarra de vino para emborracharse. Un día, al pasar por la Plaza de la Cebada, ve disparando en las barricadas que se han levantado al Pituso, el padre de su novia, una pitillera llamada la Pitusa. Los soldados detienen al anciano, pero Chipelín, que simplemente pasaba por allí, se declara autor de los disparos para que lo dejen en paz; pasa la noche detenido, y a la mañana siguiente, frente a lo que pensaba, es puesto en libertad. Al llegar a casa, la odiosa madre le reprocha acremente su tardanza y ella misma estrella la jarra de vino a sus pies. El joven Chipelín, que no había sentido miedo durante las horas en prisión, llora ahora desconsoladamente.
«Andusté», dedicado al dibujante Ángel Pons, cuenta con un narrador en primera persona, el viejo revolucionario Dalecio Retuerta, alias «Tío Remusgo» y también «Andusté» por ser esa su muletilla favorita: «Andusté, que ya llegará el día de la revendicación… andusté, que ya seremos algo los demócratas» (p. 183). Es un mondonguero de la Puerta de Moros, suscriptor de La Iberia, que, metido en política, ha llegado a dirigir el gomité del barrio; él mismo explica su lucha: «unos cuantos héroes del barrio defendimos como lobos hambrientos un ideal del que, a decir verdad, no nos dábamos muy exacta cuenta» (p. 182). Enemigo jurado de «los opresores», sus odios se personalizan en una marquesa que vive frente por frente de su negocio. Llega «el día» esperado por el Tío Remusgo (quizá la revolución de Septiembre del 68) y de nuevo se alzan las barricadas. Desafiando el peligro, la marquesa sale a la calle porque su hijo pequeño ha caído enfermo y desea un juguete que es «el carro la basura», una reproducción de los empleados por los barrenderos municipales. La marquesa pide al Tío Remusgo que la deje pasar, pero el revolucionario la manda a su casa y él mismo, olvidando sus rencores, acude a buscar el juguete en medio de los combates que se libran en la ciudad. Al final, consigue traer el carrito, el enfebrecido niño se alivia y el viejo comenta llorando al salir de casa de la marquesa: «¿Tú ves? Tanto cuanto decimos en el gomité, y aluego andusté, como si no hubiera pulítica en el mundo» (p. 190).
Igual que en los de la guerra de la Independencia que vimos en una entrada anterior, hay en estos tres relatos una buscada indeterminación cronológica: sabemos que se trata de episodios revolucionarios, pero no la fecha exacta en que se sitúan. Eso sí, los topónimos aquí mencionados, nombres de calles y plazas, sitúan sin duda la acción en Madrid. Cabe destacar en los dos primeros la viveza de las descripciones, que en unas pocas líneas nos ofrecen una viva estampa de las luchas callejeras en las barricadas. En cambio, del tercero merece especial mención la inmensa ternura que destila el personaje de «Andusté», viejo revolucionario de corazón de oro, héroe inocente y anónimo que, como el Pinzorro, ignora a ciencia cierta el contenido de los ideales por los que lucha. En cualquier caso, la diferencia de tono es sustancial, pues si en «El ideal del Pinzorro» asistimos a una escena trágica, con la muerte del muchacho, «Andusté» está contado desde la perspectiva del humor y la ternura. Rasgo destacado en estos tres relatos de ambiente madrileño es precisamente la recreación de un lenguaje de tono coloquial, plagado de vulgarismos: comendante, pues u te vas a casa u te armas; frábica, na, echao, amos, usté, güeno, ca ‘casa’, ande, dende; andusté, revendicación, gomité, aluego, pulítica…[1]
[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.