La «niña de nuef años»: del «Cantar de mío Cid» a Manuel Machado y María Teresa León

En medio del dolor de la partida de Rodrigo Díaz de Vivar y su mesnada al destierro, la ternura se hace presente, en forma de compasión mutua, en el célebre episodio de la «niña de nuef años»:

El Campeador     adeliñó a su posada
así commo llegó a la puorta,     fallóla bien çerrada,
por miedo del rey Alfons,     que assí lo pararan:
que si no la quebrantás,     que non gela abriessen por nada.
Los de mio Cid     a altas vozes llaman,
los de dentro     non les querién tornar palabra.
Aguijó mio Çid,     a la puerta se llegaua,
sacó el pie del estribera,     una ferídal’ dava;
non se abre la puerta,     ca bien era çerrada.
Una niña de nuef años     a ojo se parava:
«¡Ya Campeador,     en buena çinxiestes espada!
El rey lo ha vedado,     anoch dél entró su carta,
con grant recabdo     e fuertemientre seellada.
Non vos osariemos     abrir nin coger por nada;
si non, perderiemos     los averes e las casas,
e aun demás     los ojos de las caras.
Çid, en el nuestro mal     vos non ganades nada;
mas el Criador vos vala     con todas sus vertudes santas.»
Esto la niña dixo     e tornós’ pora su casa.
Ya lo vede el Çid     que del rey non avié graçia.
Partios’ dela puerta,     por Burgos aguijaba,
llegó a Santa María,     luego descavalga;
fincó los inojos,     de coraçón rogava (vv. 31-53)[1].

El Cid con la niña de nueve años

La versión prosificada de Alfonso Reyes dice así:

El Campeador se dirigió a su posada; llegó a la puerta, pero se encontró con que la habían cerrado en acatamiento al rey Alfonso, y habían dispuesto primero dejarla romper que abrirla. La gente del Cid comenzó a llamar a voces; y los de adentro, que no querían responder. El Cid aguijó su caballo y, sacando el pie del estribo, golpeó la puerta; pero la puerta, bien remachada, no cedía.

A esto se acerca una niña de unos nueve años:

—¡Oh, Campeador, que en buena hora ceñiste espada! Sábete que el rey lo ha vedado, y que anoche llegó su orden con prevenciones muy severas y autorizadas por sello real. Por nada en el mundo osaremos abriros nuestras puertas ni daros acogida, porque perderíamos nuestros bienes y casa, amén de los ojos de la cara. ¡Oh, Cid: nada ganarías en nuestro mal! Sigue, pues, tu camino, y válgate el Creador con todos sus santos.

Así dijo la niña, y se entró en su casa. Comprende el Cid que no puede esperar gracia del rey y, alejándose de la puerta, cabalga por Burgos hasta la iglesia de Santa María, donde se apea del caballo y, de hinojos, comienza a orar.

Es este un pasaje en que el primitivo autor supo condensar a la perfección el dolor de la partida en los desterrados y el dolor también de los burgaleses, que no pueden ayudarles, so pena de recibir graves castigos. El contraste magnífico entre el aspecto aguerrido de los recios hombres de armas castellanos y el carácter delicado y desvalido de la niña, lo supo evocar magistralmente Manuel Machado en su poema «Castilla», de Alma (1900). Los versos son de sobra conocidos, pero merece la pena copiarlos aquí de nuevo:

El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.

El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga.

Cerrado está el mesón a piedra y lodo…
Nadie responde. Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder… ¡Quema el sol, el aire abrasa!

A los terribles golpes,
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal, responde… Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules y en los ojos lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.

—Buen Cid, pasad… El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja…
Idos. El cielo os colme de venturas…
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!

Calla la niña y llora sin gemido…
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: «¡En marcha!»

El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga[2].

Menos conocida es, quizá, la recreación que del mismo episodio hace María Teresa León en una breve biografía novelada de Rodrigo Díaz de Vivar:

La ciudad de Burgos los recibe con todas las ventanas ciegas. No hay un alma por las calles de hielo. Parecen las casas más chicas, más pobres con sus puertas vencidas de miseria y sus techos de paja. A todas ellas ha llamado el miedo para que no se abra ninguna. Y ninguna se abre porque el pregón del rey ha sido leído cada cuatro esquinas y parece que aún tiembla en el aire:

«Prohibimos…»

El Cid y sus caballeros cruzan la ciudad. Pero se han detenido ante una puerta. Rodrigo golpea con la empuñadura de su espada. Ante el asombro de todos, se abre dando paso a una niña. Es de tan poca estatura que al acercarse al estribo del Campeador ninguno puede calcular qué edad tiene. Su cara menuda levanta hacia el Cid unos ojos oscuros, y su voz, algo temblona, comienza.

—Buen Cid, pasad de largo. No nos atrevemos a daros asilo. El rey ha pregonado que perderemos vidas y haciendas si tal hiciésemos. Marchad, buen Cid; en nuestro mal no ganáis nada.

Se le queda el Cid mirándola tan frágil, tan pequeña, tan valiente. Lleva sobre su cuerpecillo una saya desteñida; por la espalda le cae el pelo suelto; a la cintura, una escarcelilla con un trozo de pan. Sus caballeros y soldados tienen hambre. El viento sopla; viento norte helado. El Cid mira a la niña, a las casas de Burgos y, levantando su mano oculta en el guantelete de hierro, ordena:

—¡En marcha!

La niña los mira pasar desde su infancia valiente y a su vez levanta la mano para despedirlos.

El tropel de guerreros y caballos se dirige al arenal de Arlanzón[3].

Tal es la recreación que se hace en el capítulo VIII, pero lo que resulta más interesante, en mi opinión, es que, en el capítulo final, el XXI, titulado «Muere el Cid Campeador», el moribundo Rodrigo, en diálogo con su esposa Jimena, se acuerda emotivamente de aquella «niña de nuef años» de Burgos:

—¿Ves, Jimena, cuántas riquezas conquistó mi brazo? Pues me gusta recrearme en el recuerdo de los tiempos aquellos cuando te dejé pobre en Cardeña. Hoy todos tienen miedo ante mí. Éramos entonces infanzones sin fortuna. Yo me iba desterrado. Estaban cerradas las puertas y ventanas de Burgos. Sólo una niña se atrevió a rogarme que no les hiciese mal… ¿Qué pensará ahora de mí aquella niña? No sólo no hice mal sino que por mi tuvieron bien todos los reinos cristianos[4].


[1] Cito por Cantar de mio Cid, texto antiguo de Ramón Menéndez Pidal, prosificación moderna de Alfonso Reyes, prólogo de Martín de Riquer, edición y guía de lectura de Juan Carlos Conde, Madrid, Espasa Calpe, 2006.

[2] Cito por Manuel Machado, Alma. Apolo, estudio y edición de Alfredo Carballo Picazo, Madrid, Ediciones Alcalá, 1967, pp. 150-151. Con ligeros cambios en la puntuación en Manuel Machado, Poesías completas, ed. de Antonio Fernández Ferrer, Sevilla, Renacimiento, 1993, p. 27-28.

[3] Cito por El Cid Campeador, aclaración y vocabulario de María Teresa León, 5.ª ed., Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1978, pp. 43-44.

[4] El Cid Campeador, aclaración y vocabulario de María Teresa León, pp. 119-120.