Toledo en «Toledo: Piedad» (1920), de Félix Urabayen (y 5)

Nos acercamos al final del relato de Félix Urabayen[1]. Fermín y Piedad viven felices: «Hartura en la tierra, serenidad en el paisaje. Dentro de nosotros, sosiego y paz» (p. 346). El paisaje vasco acaricia, no desgaja, como el castellano. En Vasconia el gris está en las nubes; el azul en la tierra. «Vasconia entera tiene la piel azul…» (p. 347); en Castilla ocurre al revés: el azul está en el cielo mientras que la tierra es gris: «Su alegría es instable, fugitiva; su tristeza, eterna. Toda la piel de Castilla es gris… […] El azul es la esperanza, y en Castilla el cielo se aleja siempre…» (p. 347). Piedad, trasplantada al valle baztanés, ya no tiene aquel aire trágico que le acompañaba en Toledo. «Sopla una brisa propicia para la sementera…» (p. 346). A propósito de la dicotomía de Iturris y Mendías comenta Fermín:

Yo también necesito afianzar mis pies en el Pirineo. Cuanto más afinco mis raíces espirituales en este solar, pronto pierden mis pensamientos su vaguedad inicial, más pronto me limpio de ensueños enfermizos, de visiones delirantes y de fermentaciones pesimistas. El Pirineo es mi sanatorio; repara mis fuerzas y me reconcilia con el genio práctico de los Iturris; fuera de él, la herencia de los Mendías se agiganta, triunfa y manda sobre mí (pp. 346-347).

Valle de Baztán (Navarra)
Valle de Baztán (Navarra)

Y de nuevo la misma idea que recorre toda la novela:

Apoyándose en la matriz castellana, el martillo vasco irá forjando miles de cabecitas rubias, de sonrisas niñas, de cándidos y juveniles corazones. Porque sólo penetrando en la matriz, una raza de cíclopes puede ser eterna; porque sólo arañando aún más la tierra, los vascos podrán destronar a Júpiter (p. 348).

El capitulillo final, «El otoño baztanés: alegoría», insiste en el idilio del versolari vasco-navarro y la princesa castellana, Fermín y Piedad. Esta ya no lleva ropilla negra sino vestidos blancos que al marido se le figuran «blancos pañales, espuma de encaje, agua de Bautismo». Ambos han resucitado a una nueva vida. Las palabras finales de la novela son: «¡La vieja luz de agonizante, con su llama incierta de hachón funerario, ha despertado en nosotros este temblor creador, que a su vez engendra las carnes rosadas de todos los Nacimientos!» (p. 349). Antes los enamorados, mientras escuchaban el arrullo de unas palomas, habían enlazado sus manos, imagen visual que representa la fusión de las dos tierras complementarias, el vital solar vasco actuando sobre la matriz histórica castellana; la unión de los esposos simboliza, en suma, ese idilio de Vasconia y Castilla propugnado por Félix Urabayen en esta novela.

Y es que Vasconia, su tierra natal, y Castilla, la región donde estuvo destinado largo tiempo, constituyen los dos ejes geográficos y temáticos de la mayor parte de la producción narrativa de Félix Urabayen, tanto de sus novelas como de sus estampas de viaje (nuestro escritor se definió en alguna ocasión como «estampista peripatético»). La inter-penetración mutuamente enriquecedora de ambos territorios, la fusión de ambas realidades geográficas en una síntesis superadora para lograr un futuro pleno de progreso y prosperidad, es idea por la que aboga Urabayen en varias de sus obras, como he tratado de mostrar a propósito de Toledo: Piedad, novela en la que la propuesta de maridaje entre Vasconia y Castilla queda simbolizada en la unión del «versolari» Fermín y la «princesa mora» Piedad.

Podría añadirse, para acabar, que se aprecia una gradación en las tres novelas toledanas de Urabayen, que va del mayor optimismo de 1920 al pesimismo bastante marcado de 1936 (ya en vísperas de la Guerra Civil). Esta evolución podría considerarse como la constatación del fracaso de las ideas regeneracionistas del autor: los proyectos, las ideas, los sueños, las posibilidades de mejora, no se han podido hacer realidad. Al final, las «fuerzas vivas» (más bien muertas) de la moribunda ciudad lo impiden. En suma, a tenor de lo que leemos en las novelas de Baroja y Urabayen, para la Generación del 98 y la del 14 Toledo ha dejado de ser la imperial ciudad, mística y guerrera, que fuera en otros tiempos, para convertirse en una ciudad levítica que quintaesencia de manera simbólica la situación de toda Castilla y de España entera[2].


[1] La primera edición de Toledo: Piedad fue la de Madrid, Fernando Fe, 1920, pero citaré por la segunda, Madrid, Espasa-Calpe, 1925.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

Toledo en «Toledo: Piedad» (1920), de Félix Urabayen (4)

Fermín y Piedad se convierten en novios en la novela de Félix Urabayen[1] y pasean juntos por los bellos rincones que Toledo brinda a los enamorados. En el claustro de San Juan de los Reyes ven unas gárgolas, siendo la favorita de ella un águila encadenada. Se comenta que los ojos de la joven se identifican con el cielo castellano y con el águila de piedra, que se convertirá en un símbolo del lastre que atenaza sus alas, impidiendo su vuelo personal, y también las alas castellanas. Fermín explica: «Los nervios de Piedad están enfermos, tan enfermos como mi imaginación» (p. 294). Luego, en la plaza de Padilla, Piedad evoca al héroe castellano (pp. 308 y ss.): identifica a Castilla con la viuda de Padilla y se afirma otra vez que su ídolo, el salvador de la región, tiene que venir del Pirineo (p. 312). Castilla es —nueva identificación— una Dulcinea anémica que necesita un marido fuerte. Dicho de otra forma, se precisa gente nueva («químicos, ingenieros, colonos…», p. 312) que traiga el progreso, la modernidad.

Plaza de Padilla (Toledo)
Plaza de Padilla (Toledo).

Fermín y Piedad siguen disfrutando juntos del «pan del noviazgo». En este punto conocemos al padre de Piedad, don Andrés Uxda, de profesión forjador. Sus diálogos con Fermín introducen nuevas reflexiones sobre el paisaje, que se identifica con la vida castellana: duro, enérgico, guerrero, «un oasis alegre, muchos rodaderos, un cielo puro y unas simas que dan angustia» (p. 317). El individualismo del padre se opone a la idea de remover el capital y mejorar la producción de su trabajo introduciendo medios mecánicos. En este sentido, su apellido Uxda (un topónimo de Marruecos) adquiere valor simbólico. Dice don Andrés: «Aquí lo muerto es lo único que vive; aquí las almas son lo único muerto»; y reprocha a Fermín: «Deje usted en paz a la ciudad y dedíquese al amor» (p. 322). La catedral y el alcázar duermen; los hombres duermen un sueño milenario en Toledo; la ciudad toda duerme, y sigue una elegía lírica del narrador a Toledo muerta (p. 329).

En el capitulillo «La última cena» asistimos a la cena de despedida de soltero de Fermín con sus amigos. En la conversación, vehículo para la exposición de las ideas, se insiste en que el Pirineo debe revitalizar a Castilla y en que hay que roturar los yermos, y Fermín el vasco brinda: «Por mi Piedad y por mi Pirineo…» (p. 333). Al final se casan y vuelven al norte, donde el narrador-protagonista se reencuentra con el paisaje, al que apostrofa con estas palabras: «¡Bendito Pirineo! ¡Tú guardarás mi último sueño!» (p. 337). El vasco, se explica, es pájaro emigrante, pero añora su tierra: «Volamos para volver…» (p. 337); y añade: «Yo vuelvo desde una tierra dura y seca que ha dejado de reír, aunque conserva sus colinas sagradas llenas de olivos. Traigo una paloma castellana de alas enfermas, de blanco plumaje como la Fe, y un poco triste, porque su amor es así…» (p. 338). Sigue un nuevo apóstrofe al paisaje: «¡Paisaje dulce, de frescas hondonadas, de lomas cubiertas de castaños, de hierba jugosa y brillante! Cura nuestros nervios, para que podamos volver a volar…» (p. 338). El protagonista se siente como un nuevo Abraham: «Millones de Mendías han de brotar del árbol trasplantado de Castilla» (p. 340). En el capitulillo «Otra vez el traje de versolari» se insiste nuevamente en la idea de que los Pirineos deben bajar hasta Toledo y fertilizar sus valles y latifundios para que dejen de ser un «ataúd», aprovechando las aguas de los ríos que se pierden ahora inútilmente. El Pirineo debe fecundar a Castilla, porque el barbecho castellano, aunque parezca yermo, es fecundo (cfr. p. 344). Su plan consiste en «canalizar científicamente la emigración para obtener la hegemonía» (p. 345) y aprovechar todos los avances de la técnica: denunciar los saltos de agua, generar electricidad, sembrar el país de tranvías y carreteras para los automóviles, todo ello movilizando el capital del norte; se trata, en suma, de emprender una nueva Reconquista, y se sentencia: «El Pirineo necesita salvar a España…» (p. 345)[2].


[1] La primera edición de Toledo: Piedad fue la de Madrid, Fernando Fe, 1920, pero citaré por la segunda, Madrid, Espasa-Calpe, 1925.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

Toledo en «Toledo: Piedad» (1920), de Félix Urabayen (3)

La parte tercera de esta novela de Félix Urabayen[1], «Carne semita.– El Greco», es una extensa digresión sobre la vida y la obra del pintor-poeta que tan magníficamente captó la luz y el alma semita de Toledo. Se insiste en la idea antes apuntada: «No está muerta la ciudad», sino que espera a que baje de nuevo el Pirineo cristiano, como ya lo hiciera otra vez (cfr. p. 162). Tras describir la luz de oro del crepúsculo toledano (pp. 190-191), apunta el narrador que «Castilla no necesita el mar; su mar está encima, en este cielo» (p. 191). Sigue una reflexión sobre la Castilla contemplativa (pp. 199-200) y sobre don Quijote, con el comentario de que la enfermedad de Castilla también está en la cabeza y la afirmación de que «cayó, siendo noble, de lo más noble» (p. 200). Más adelante se describe el Miradero y sus vistas (pp. 206-207). Este paisaje también calma los nervios de Fermín, igual que antes el paisaje vasco. Al ver el oasis de agua fecunda de las huertas comenta que «así debían ser todas las de Castilla» (p. 207). Sus ideas coinciden con las de su amigo Enríquez, un gallego enamorado de la regeneración española: «Esta raza [la castellana] fue la más noble, la más fina que parió Europa en sus andanzas con Júpiter» (p. 231), pero ahora es una raza cansada, agotada, que agoniza.

Vista de Toledo desde el Paseo del Miradero
Vista de Toledo desde el Paseo del Miradero

Mientras tanto Fermín sigue buscando una mujer ideal, quimérica. La visión de una enlutada despierta en él ensueños románticos que chocan con la realidad. «Pero el corazón no se cansa. Siempre joven, espera y sueña; siempre despierto, oye los pasos de una nueva desconocida…» (p. 283). Hasta que al fin da con «la Deseada», una joven de ojos negros que marcha por la acera, cuya imagen se le queda grabada. Por fin ha encontrado su princesa mora y la bautiza con el evocador nombre de Galiana; la recuerda constantemente y poco a poco esa mujer, que se llama Piedad, se va identificando con la ciudad de Toledo (o, en general, con Castilla). Si se insiste en que la ciudad yace moribunda, si no muerta («Al atardecer veo siempre la ciudad como un ataúd de arte y un pudridero de almas», p. 285), también se evoca la mirada triste y enfermiza de Galiana-Piedad. Otro día que la encuentra leyendo en un museo se habla de nuevo de sus ojos tristes, en los que Fermín adivina una historia de dolor; no quiere saber quién es en realidad y comenta: «Prefiero creer que es la imagen lírica de Toledo» (p. 287). Desde este momento la identificación de Piedad con la ciudad será total[2].


[1] La primera edición de Toledo: Piedad fue la de Madrid, Fernando Fe, 1920, pero citaré por la segunda, Madrid, Espasa-Calpe, 1925.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

Toledo en «Toledo: Piedad» (1920), de Félix Urabayen (2)

La segunda parte de esta novela de Félix Urabayen[1], «La corteza de Toledo.– Las taifas», se inicia con el comentario de que Fermín lleva en Toledo tres semanas. Desde ahora se van a suceder las descripciones de la imperial ciudad (tanto en el aspecto físico como en el retrato moral de sus habitantes), que dan pie a reflexiones más profundas. La primera impresión, muy reiterada en esta y en otras novelas, es que Toledo es una ciudad, si no muerta, cuando menos dormida:

En Toledo la piedra se ha dormido hace siglos. Todo exhala aroma de cementerio; todo es frío, noble, lejano. La raza sufre un invierno tan largo y tan duro que acaso el fruto venidero vuelva a ser glorioso (p. 89).

No obstante, se deja un resquicio abierto a la esperanza al comentar que «su concepción, estéril hoy, mañana acaso [será] fecunda» (p. 87). Don Agustín Montesclaros de Navalcán, un amigo toledano, enseña a Fermín un patio morisco; allí, entre aquellos restos moros de la ciudad, invadido por la tristeza y la melancolía, sueña idealmente con los ojos de una mujer con rostro de sultana. Los paseos y visitas se suceden durante varios días, y dan lugar a bellas descripciones y a variadas digresiones sobre el carácter de los toledanos. Para Urabayen, la vieja ciudad es síntesis perfecta de las tres razas y culturas que la hicieron: «Toledo es una ciudad de pasiones moras, de vestido judío y de alma cristiana» (p. 115).

Federico Brunet y Fita, Un patio en el barrio judío (Toledo) (1899)
Federico Brunet y Fita, Un patio en el barrio judío (Toledo) (1899).

Pero no solo Toledo duerme; toda Castilla está dormida (cfr. p. 118). El capítulo III de esta segunda parte, «Tolvaneras», constituye un análisis de las causas de la decadencia española, a propósito de una discusión en el Casino. Se apuntan algunas soluciones: «En estos paisajes tan espirituales, tan ascéticos, hace falta más verdura, más riego y más árboles» (p. 149), y hay que sanear, se dice, la médula y el estómago a la vez. El capitulillo «Chubascos» refiere otra visita de Fermín al Casino, un día en que se habla y discute de Literatura; resultan muy interesantes los juicios contrapuestos que se vierten sobre los autores del 98: para el periodista Roger fueron «plañideras» que se limitaron a llorar, mientras que para el escultor Calatrava constituyeron la primera generación que trajo el amor al paisaje y a Castilla y despertaron la conciencia nacional[2].


[1] La primera edición de Toledo: Piedad fue la de Madrid, Fernando Fe, 1920, pero citaré por la segunda, Madrid, Espasa-Calpe, 1925.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

Toledo en «Toledo: Piedad» (1920), de Félix Urabayen (1)

Las tres novelas toledanas de Félix Urabayen[1] presentan estas características y coinciden además en el tratamiento de unos mismos temas con técnicas y estructuras narrativas similares. En efecto, muchas de las ideas expuestas en Toledo: Piedad (1920)[2] reaparecerán más tarde en Toledo la despojada (1924) y hallarán su culminación expresiva en Don Amor volvió a Toledo (1936); así, por ejemplo, una cuestión que es básica en el pensamiento de Urabayen, la idea de que Vasconia debía fecundar a Castilla o, en general, el Pirineo a España (ver en la primera las pp. 76, 82, 312, 343 y ss.). En las tres se emplea una misma técnica simbólica consistente en la identificación de la ciudad con una mujer joven y hermosa: en Toledo la despojada, el planteamiento viene dado por la identificación de la ciudad con el personaje de la Diamantista, mujer amada por varios personajes (las «larvas») que, lejos de fecundarla y hacerla fructificar, colaboran a su ruina y destrucción; en Don Amor volvió a Toledo Urabayen retomará esta técnica simbólica de la identificación entre la ciudad y una mujer, en este caso Leocadia, de la que se narran sus sucesivos amoríos, que culminan con un fracaso completo de sus posibilidades de salvación personal. En la primera novela, la que ahora nos interesa especialmente, la relación entre la «ciudad de piedra» y la «ciudad de carne» (por usar palabras del propio escritor) queda apuntada ya desde el propio título que yuxtapone, con función identificativa, ambos nombres: Toledo: Piedad. Aquí las ideas regeneradoras de Urabayen encuentran como cauce de exposición la autobiografía del navarro Fermín Munguía, personaje en cuyo interior luchan las herencias contrapuestas de la familia paterna y la materna, el carácter contrario de los Iturris (de mentalidad comercial) y los Mendías (dominados por la veta artística). Esta doble herencia está simbolizada, respectivamente, en el caldero y la sirena del escudo de armas familiar.

Cubierta de la novela de Félix Urabayen, Toledo: Piedad, Madrid, Fernando Fe, 1920
Félix Urabayen, Toledo: Piedad, Madrid, Fernando Fe, 1920

Toledo: Piedad es una novela narrada en primera persona por su protagonista, Fermín, que es el hilo conductor de la acción y el vehículo portador de las ideas del autor. En la primera de las cuatro partes de que consta, la titulada «El versolari», el protagonista marcha Castilla después de ocurrir la muerte de su madre y de su nodriza. Tras los vacilantes años de formación de su carácter, que él mismo resume, parece que se impone la herencia soñadora de los Mendía. Ya en estos primeros capítulos, dedicados a trazar sus antecedentes familiares, se comenta que la raza vasca orienta su dinero hacia Madrid; también a Fermín las lecturas le empujan a Castilla, concretamente a Toledo, «ese corazón que aparece como una ruina de arte y llena mi alma de fantasmas desconocidos y atrayentes» (p. 68). El personaje, como vasco buen viajero, va a descubrir inmediatamente la viudedad y desolación de Castilla, intuidas ya en el cambio del paisaje y de luz: frente al verde y risueño paisaje vasco, el seco páramo castellano. Nos anuncia su deseo de encontrar una compañera ideal y ya se nos avisa de la posibilidad de que la relación dé lugar a un «injerto» entre ambas regiones. Pero su peripecia personal tiene un claro valor simbólico y pronto enlaza con una interpretación más amplia, que se resume en el lema ideal de «Unir el Cantábrico con la meseta» (p. 69). Si Castilla representa lo viejo («Yo necesito ahora lo viejo, lo que va a caer o lo muerto ya», p. 70), los vascos pueden aportar el exceso de vida, porque es la suya una raza que rezuma optimismo, que siente, igual que las nubes, la «eterna inquietud del más allá…» (p. 70). Y se insiste en la idea de que el Pirineo debe fecundar la meseta: «Desde Cataluña a Galicia tendrá que bajar el Pirineo, no como tratante ni como segador, sino como sembrador. El Pirineo es varón y la llanura espera abajo…» (p. 76).

El narrador-protagonista comenta que ese amor entre dos almas complementarias puede ser fecundo y enriquecedor porque: «Al vasco le falta el magro empaque, la finura corpórea, supremo encanto de la raza castellana» (p. 82). Más adelante insiste: «Castilla necesita un marido fuerte y vigoroso, con los ojos puestos en la tierra; muy práctico para desfondar el suelo y no escarbar estérilmente en el infinito, y de una constancia férrea para encarrilar la volubilidad mental de su señora: de esta Castilla tan dada a olvidar, de esta Castilla de clámide mística y sombrero de pícaro» (p. 82). Y todavía se añade a continuación: «¿Qué región sino Vasconia puede aportar un noviazgo espiritual tan necesario para Castilla?». Así los hijos fruto de esa relación quizá nazcan fuertes y limpios de los vicios de sus padres. En fin, tras recordar que Rut la moabita figuró entre los ascendientes de Jesús, apostrofa:

Hormiguitas vascas; nobles hormigas intelectuales incubadas en el granero de la alta banca o de la solana bilbaína de los escritorios. Si tanto amáis la raza, ¿por qué no os aproximáis a la Rut castellana? ¿Es que no queréis tener descendencia divina?… (p. 83)[3].


[1] Sobre la vida y la obra de Urabayen existe un trabajo de conjunto, el de Juan José Fernández Delgado, Félix Urabayen. La narrativa de un escritor navarro-toledano, Toledo, Caja de Ahorro de Toledo, 1988. Los principales datos bio-bibliográficos los resume Miguel Urabayen Cascante, «Urabayen Guindo, Félix», en Gran Enciclopedia Navarra, vol. XI, Pamplona, Caja de Ahorros de Navarra, 1990, pp. 194-195. Ver también Leonard Shaewitz, Félix Urabayen, Centauro vasco sobre Castilla, Madrid, Gráficas Yagües, 1963; Hilario Barrero, Vida y obra de un claro vascón de Toledo. El legado literario de Félix Urabayen, tesis doctoral, New York, City University of New York, 2000 (hay edición digital: Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003). Para la relación de su narrativa con Toledo, ver María Pilar Martínez Latre, «El espacio narrativo en tres novelas de Urabayen: Toledo: Piedad, Toledo la despojada y Don Amor volvió a Toledo», Cuadernos de investigación filológica, 7, 1981, pp. 45-59; Rafael Cansinos Assens, «Toledo en la novela», en Obra crítica, tomo II, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1998, pp. 315-384, pp. 357-369; e Hilario Barrero, «Félix Urabayen: un vasco en Toledo», CiberLetras. Revista de crítica literaria y de cultura, vol. 20, diciembre 2008, s. p.

[2] La primera edición de Toledo: Piedad fue la de Madrid, Fernando Fe, 1920, pero citaré por la segunda, Madrid, Espasa-Calpe, 1925.

[3] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

Toledo en la narrativa del 98 y el regeneracionismo

La ciudad de Toledo, con su rica historia a lo largo de los siglos, con sus paisajes y sus gentes, ha generado una infinidad de recreaciones, muy variadas, en las artes y las letras. También en la novela: en su trabajo Toledo en la novela, valiosa aproximación preliminar a este tema[1], Rafael Cansinos Assens escribe unas palabras valorativas sobre el conjunto de esta «literatura novelesca inspirada por la imperial ciudad en los últimos tiempos». Dice así:

Lo primero que se nos ocurre al encararnos mentalmente con esta formidable mole de evocaciones legendarias e históricas que representa la secular ciudad, fundada según una hipótesis que parece abonar su nombre mismo —Toledoth, generaciones— por colonias judías anteriores a la dispersión definitiva de Israel, sede de cortes y concilios visigóticos, teatro de dramáticas luchas civiles en tiempos de los árabes, y más tarde de sangrientas contiendas entre cristianos viejos y cristianos nuevos, nidal de las bicéfalas águilas imperiales en tiempos de Carlos V, solar en que se alzan monumentos arquitectónicos, dechado de belleza y expresión al par de lo más íntimo del alma de diversos pueblos, aljamas, catedrales, alcázares y sinagogas, y a cuyo alrededor forman cenefa esos famosos y traviesos cigarrales, todo ello ceñido y reflejado por las aguas de ese Tajo eglógico y fatídico que acariciaron el bello cuerpo de la Caba e imprimen un temple heroico a los aceros, y cubierto por un cielo reverberante, en el que parecen brillar como astros ciertos nombres inmortales y fúlgidos —Yehuda Halevy, Garcilaso, Samuel Levy, el Greco—, lo primero que se ocurre, repetimos, es preguntarse si nuestra literatura contemporánea ha sabido exprimir en obras dignas tan rico racimo de sugestiones estéticas. Desde luego, podemos responder que no. Falta, no sólo en nuestra literatura contemporánea, sino, en general, en nuestra literatura, una novela histórica magistral que recoja el intenso dramatismo de alguno de los momentos apuntados: los nombres luceros de esos cielos musulmanes, cristianos y judíos no han conducido a nuestros escritores a ningún Natal artístico[2].

Vista de Toledo

En las entradas que seguirán pretendo ofrecer algunos comentarios acerca de la imagen de Toledo reflejada en la narrativa española de comienzos del siglo XX. Para ello, centraré mi análisis en dos novelas concretas, Camino de perfección (1902), de Pío Baroja, y Toledo: Piedad (1920), de Félix Urabayen[3].


[1] Ver Rafael Cansinos Assens, «Toledo en la novela», en Obra crítica, tomo II, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1998, pp. 315-384, que estudia un corpus de varias novelas y finaliza a modo de conclusión con unas «Características de la novelesca toledana» (pp. 377-384).

[2] Rafael Cansinos Assens, «Toledo en la novela», en Obra crítica, tomo II, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1998, pp. 317-318.

[3] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

La trilogía toledana de Félix Urabayen

Para centrarme ya en las tres novelas de Félix Urabayen ambientadas en Toledo (Toledo: Piedad, Toledo la despojada y Don Amor volvió a Toledo), citaré unas palabras de Juan José Fernández Delgado que resumen su importancia y sus características principales:

… podemos afirmar que en la trilogía toledana Urabayen se revela como excelente novelista que logra fusionar absolutamente el elemento simbólico con lo simbolizado: el tañido de las campanas, la tristeza del paisaje y el aspecto mutable e inaprensible, se plasman en su integridad y de forma exquisita en la mujer que les simboliza; además se nos presenta con enormes dotes para la crítica, y poseedor de acrecentadas cualidades para la observación del entorno social, y con un amplio poder evocador de ambientes pretéritos y un lenguaje clasicista acorde con esos ambientes novelescos. Desde su presente interpreta la historia de Toledo como justificante de su momento actual y, a través de ella, la historia de Castilla. […] A su vez, la ciudad, erigida en protagonista, es tratada en su forma real y social y también simbólica, e intuida como capaz de generar el hombre salvador de España. Su figura, su color y sus sonidos; el abrazo eterno y estéril con el Tajo, los cigarrales y alrededores, fundido todo con evocaciones de tiempos y personajes pretéritos que dejaron huella en la ciudad, están tratados con tal maestría que hacen de Urabayen intérprete sin par del paisaje, de la vida y del alma de Toledo[1].

Vista de Toledo

De las tres novelas dedicadas a Toledo, voy a dedicar mi análisis a la tercera, que viene a ser un compendio temático y estilístico de toda la trilogía, como ya destacó Fernández Delgado. En efecto, muchas de las ideas expuestas en Toledo: Piedad (1920, con una 2.ª edición en 1925) y en Toledo la despojada (1924) reaparecen y hallan su culminación expresiva en Don Amor volvió a Toledo (1936). En la primera ya se apuntaba una cuestión básica en el pensamiento de Urabayen, la idea de que Vasconia debía fecundar a Castilla o, en general, el Pirineo a España (cfr. las pp. 76, 82, 312, 343 y ss.). También se plasmaba ahí la imagen de una Toledo, si no muerta, por lo menos aletargada, sumida en profundo sueño (véase, especialmente, la p. 329). Si en ella las ideas regeneradoras de Urabayen encuentran como cauce de exposición la autobiografía del navarro Fermín Munguía, en Toledo la despojada el planteamiento fundamental vendrá dado por la identificación de la ciudad con el personaje de la Diamantista, mujer amada por varios personajes (las «larvas») que, lejos de fecundarla y hacerla fructificar, colaboran a su ruina y destrucción. En Don Amor volvió a Toledo Urabayen retomará esta técnica simbólica de la identificación entre la ciudad y una mujer, en este caso Leocadia, de la que se narran sus sucesivos amoríos, que culminarán con un fracaso completo de sus posibilidades de salvación[2].


[1] Juan José Fernández Delgado, titulado Félix Urabayen. La narrativa de un escritor navarro-toledano, Toledo, Caja de Ahorro de Toledo, 1988, p. 114.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.