La ciudad de Toledo, con su rica historia a lo largo de los siglos, con sus paisajes y sus gentes, ha generado una infinidad de recreaciones, muy variadas, en las artes y las letras. También en la novela: en su trabajo Toledo en la novela, valiosa aproximación preliminar a este tema[1], Rafael Cansinos Assens escribe unas palabras valorativas sobre el conjunto de esta «literatura novelesca inspirada por la imperial ciudad en los últimos tiempos». Dice así:
Lo primero que se nos ocurre al encararnos mentalmente con esta formidable mole de evocaciones legendarias e históricas que representa la secular ciudad, fundada según una hipótesis que parece abonar su nombre mismo —Toledoth, generaciones— por colonias judías anteriores a la dispersión definitiva de Israel, sede de cortes y concilios visigóticos, teatro de dramáticas luchas civiles en tiempos de los árabes, y más tarde de sangrientas contiendas entre cristianos viejos y cristianos nuevos, nidal de las bicéfalas águilas imperiales en tiempos de Carlos V, solar en que se alzan monumentos arquitectónicos, dechado de belleza y expresión al par de lo más íntimo del alma de diversos pueblos, aljamas, catedrales, alcázares y sinagogas, y a cuyo alrededor forman cenefa esos famosos y traviesos cigarrales, todo ello ceñido y reflejado por las aguas de ese Tajo eglógico y fatídico que acariciaron el bello cuerpo de la Caba e imprimen un temple heroico a los aceros, y cubierto por un cielo reverberante, en el que parecen brillar como astros ciertos nombres inmortales y fúlgidos —Yehuda Halevy, Garcilaso, Samuel Levy, el Greco—, lo primero que se ocurre, repetimos, es preguntarse si nuestra literatura contemporánea ha sabido exprimir en obras dignas tan rico racimo de sugestiones estéticas. Desde luego, podemos responder que no. Falta, no sólo en nuestra literatura contemporánea, sino, en general, en nuestra literatura, una novela histórica magistral que recoja el intenso dramatismo de alguno de los momentos apuntados: los nombres luceros de esos cielos musulmanes, cristianos y judíos no han conducido a nuestros escritores a ningún Natal artístico[2].
En las entradas que seguirán pretendo ofrecer algunos comentarios acerca de la imagen de Toledo reflejada en la narrativa española de comienzos del siglo XX. Para ello, centraré mi análisis en dos novelas concretas, Camino de perfección (1902), de Pío Baroja, y Toledo: Piedad (1920), de Félix Urabayen[3].
[1] Ver Rafael Cansinos Assens, «Toledo en la novela», en Obra crítica, tomo II, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1998, pp. 315-384, que estudia un corpus de varias novelas y finaliza a modo de conclusión con unas «Características de la novelesca toledana» (pp. 377-384).
[2] Rafael Cansinos Assens, «Toledo en la novela», en Obra crítica, tomo II, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1998, pp. 317-318.
[3] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla», Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.
Sin duda que la ciudad de Toledo ha sido inspiradora de literatura y otras artes. Hace poco leí en el Quijote que el manuscrito del autor arábigo, Cide Hamete Benengeli, apareció precisamente en el alcaná de Toledo. Podía haber elegido Cervantes otro lugar y sin embargo eligió Toledo, ciudad de cristianos, judíos y musulmanes.
Me ha gustado mucho el artículo. Mis disculpas por el inciso anterior.
Salud.