Copio para hoy, Lunes de Pascua, esta emotiva composición deAlfonso Albalá (Coria, Cáceres, 1924-Madrid, 1973), «Tacto de Dios», tacto divino que se reitera a lo largo del soneto (vv. 1, 3, 4, 11, 12, 13…) como luz, una luz que —señala el hablante lírico— «me aloca y toca tibiamente» (v. 4).
Tu abandonada luz, continuamente, sobre mis hombros cae como un ala: ebrio, Señor, de luz en mi antesala tu luz me aloca y toca tibiamente.
Tacto de Dios apenas, blandamente cala mi mocedad, como una gala de domingo con lluvia, y me regala este gustarme Dios calladamente.
Hacia tu ciega boca mi mejilla, y Dios, calladamente, hacia mi espera, y esta luz en mis hombros, mi gavilla
de abandonada luz, ancha frontera, ausencia apenas, luminosa quilla continuamente hiriendo tu ribera[1].
[1] Cito por Poesía española contemporánea. Antología (1939-1964). Poesía religiosa, selección, prólogo y notas de Leopoldo de Luis, Madrid / Barcelona, Ediciones Alfaguara, 1969, pp. 312-313.
De José Luis Martín Descalzo (Madridejos, Toledo, 1930-Madrid, 1991) ya había traído al blog su bello y emotivo soneto «Nadie ni nada». Añadiré hoy este otro que aúna el Jueves Santo (institución de la Eucaristía: «Dios hecho pan», v. 12) con el Viernes Santo (muerte redentora de Cristo en la Cruz: «la osadía / de amar hasta la muerte», vv. 3-4), presentando los dos días santos «amarrados, / como las dos muñecas de un demente, / como una tierra y cielo desposados» (vv. 9-11).
Dice así:
Detrás del Jueves vino el Viernes: era necesario. ¿O acaso alguien sabría llegar impunemente a la osadía de amar hasta la muerte y no muriera?
Antes del Viernes vino el Jueves: era del todo necesario. ¿Quién podría descender a esa muerte, si no había tal locura de Dios que sostuviera?
Jueves y Viernes, juntos, amarrados, como las dos muñecas de un demente, como una tierra y cielo desposados.
Dios hecho pan y muerte juntamente. Dios y la pobre gente, eternamente esposados, unidos, amasados[1].
[1] Se incluye en José Luis Martín Descalzo, Testamento del Pájaro Solitario, Estella, Verbo Divino, 1991, p. 82. Lo cito por José Pedro Manglano Castellary, Orar con poetas, 2.ª ed., Bilbao, Desclée de Brouwer, 2000, pp. 128-129.
Copiaré hoy, Jueves Santo, este emotivo soneto de Julio Mariscal Montes (Arcos de la Frontera, Cádiz, 1922-1977), que evoca el momento de la institución de la Eucaristía por Jesús, durante la Última Cena con sus discípulos.
La mano del Señor se reposaba sobre el desnudo candeal dorado[1], y rompía la noche su cercado y el alba, clara y niña, la inundaba.
Alzó Jesús la mano: le temblaba de Amor el Candeal Glorificado, y el aire, alto jinete[2], arrodillado como un humilde can, se le entregaba.
Y habló el Señor: Este es mi Cuerpo. Y era su mano un leve pétalo de rosa para ofrecerse, entero, en su ternura.
Jerusalén dormía en la ladera. La mano de Jesús, ya mariposa, se quemaba las alas de amargura[3].
[1]candeal dorado: pan candeal (sobado o bregado), hecho con harina de trigo candeal (que da harina blanca de calidad superior) y cuya corteza es de color dorado.
[3] Cito por Poesía española contemporánea. Antología (1939-1964). Poesía religiosa, selección, prólogo y notas de Leopoldo de Luis, Madrid / Barcelona, Ediciones Alfaguara, 1969, pp. 361-362.
Vaya para hoy, Miércoles Santo, el soneto «Pecado», de Rafael Morales (Talavera de la Reina, Toledo, 1919-Madrid, 2005). El texto expresa la condición pecadora del hablante lírico («He pecado, Señor», v. 5), que se dirige en apóstrofe a Dios, consciente de su condición de «polvo vano» (v. 12), «tan humano» (v. 14).
Oh, Dios mío, Dios mío. Tu ira azota en mi carne de hombre. Por mis venas tus látigos restallan, y me suenas como un trueno en mi sangre más remota.
He pecado, Señor, y en cada gota de la sangre que llevo muerdes, truenas, hundes fieros cuchillos y me llenas de un huracán que de tus llagas brota,
que ruge por mi pecho, que restalla, abriéndose en la estrella de mi mano como una enorme ola de metralla.
Sopla, Señor, sobre mi polvo vano, avéntame cual polvo de batalla. Mas no… ¡Perdón!… Al fin, soy tan humano…[1]
[1] Cito por Poesía española contemporánea. Antología (1939-1964). Poesía religiosa, selección, prólogo y notas de Leopoldo de Luis, Madrid / Barcelona, Ediciones Alfaguara, 1969, p. 215.
«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.» (Juan, 11, 25)
Vaya para hoy, quinto domingo de Cuaresma, sin necesidad de mayor comentario, el poema número 946 del Cancionero de Unamuno, fechado el 25 de marzo de 1929. Lo ilustro con La resurrección de Lázaro (1855), de Juan de Barroeta y Anguisolea, que pertenece a los fondos del Museo Nacional del Prado (Madrid).
Lázaro va a remorir y recuerda que tiembla al recordar temblando de que se le pierda el recuerdo de soñar. Lázaro va a remorir; le remuerde el sueño que revivió; es primavera, y el verde reverdeció. Lázaro va a remorir y se olvida del olvido que soñó, la primera, única vida, que vivió. Lázaro tiembla y resiste, ¿volverá a vivir? ¿volverá a temblar? Va a remorir, y va triste, ¿volverá a soñar? ¿volverá a morir? Lázaro va a revivir…[1]
[1] Ver Miguel de Unamuno, Poesía completa, 3. Cancionero, Diario poético (1928-1936), ed. de Ana Suárez Miramón, Madrid, Alianza, 1988, p. 460. Tomo el texto de Egan. Suplemento de literatura del Boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, 3, 1951, p. 12.
«El hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos y me dijo: “Ve a Siloé y lávate”. Entonces fui, me lavé y comencé a ver» (Juan, 9, 11)
Vaya para este cuarto domingo de Cuaresma (domingo de Laetare) el poema titulado «Las manos ciegas», de Leopoldo Panero (Astorga, León, 1909-Castrillo de las Piedras, León, 1962). Lo ilustro con «La curación del ciego de nacimiento» (c. 1577) del Greco, cuadro conservado en el Museo Metropolitano de Arte / The Met Fifth Avenue (Nueva York, Estados Unidos[1]).
… y miedos de las noches veladores. (San Juan de la Cruz)
Mi sangre cotidiana como una cruz cansada; mi pureza más dulce resonando te sostiene. Mis manos que trabajan en tu gloria; mi pecho que en tu gloria, Cristo mío, se encierra; mi alma; todo en verdad te conoce pues que vive. ¡Qué soledad más honda das a mi voz y a mi inocencia cuando en medio de la noche tiemblo, libre, escuchando mi vida en la instable tristeza del instante como un ciego que extiende al caminar las manos en la sombra! La vida que me das y me rocías dentro del corazón y me sostienes allí donde no llega más sed que la de amarte la vida que hoy, mañana, me darás, yo la siento sustancia de tu ser, delicia viva como nieve en la mano que se toma. ¡Qué vasto señorío para mi soledad y mi tristeza la noche moja con el pie y el suelo como un ala cansada se recoge! ¡Qué miedo en las estrellas esta dolencia y este sitio del corazón entre la sombra! En verdad pues que vive el hombre se libera de sí mismo para ver tu hermosura y contemplarte allí donde de todo eres dueño y soy libre; donde el amor me hace primera criatura y llega hasta mis labios como el viento la belleza interior de la esperanza. Todo yo, Cristo mío, todo mi corazón sin mengua, entero, virginal y encendido, se reclina en la futura vida como el árbol en la savia se apoya que le nutre y le enflora y verdea. Todo mi corazón, ascua de hombre, inútil sin tu amor, sin ti vacío, en la noche te busca, lo siento que te busca como un ciego que extiende al caminar las manos llenas de anchura y de alegría[2].
[1] Existe otra versión en la Gemäldegalerie Alte Meister de Dresde (Alemania).
[2] Tomo el texto de Escorial. Revista de cultura y letras, 25, 1942, pp. 343-344. Forma parte de una «Corona poética de San Juan de la Cruz», que incluye también poemas de Manuel Machado, Gerardo Diego, Adriano del Valle, Luis Felipe Vivanco, Alfonso Moreno y Luis Rosales.
Este soneto es el segundo texto del díptico titulado «Faut-il sʼabêtir?» de la sección «Variaciones hipotéticas», de Concierto en mí y en vosotros (San Juan de Puerto Rico, Universidad de Puerto Rico, 1965). La formulación del primer verso —que, en primera instancia, pudiera resultar sorprendente— va cobrando su verdadero sentido conforme se va desarrollando el soneto. Como comenta Lucía Cotarelo Esteban, en este poema de Gaos —como en los de otros poetas de posguerra— «aflora la necesidad de una esperanza sólida, el deseo fervoroso de una voz paternal, de un abrazo tranquilizador que aplaque en la noche el temor»[1]. Obvio es decir que el hipotexto sobre el que se construye es el famoso soneto anónimo del siglo XVI«No me mueve, mi Dios, para quererte…», una de las grandes cimas de la poesía religiosa española, cuyo primer verso antepone Gaos como lema.
Salvador Salí, Le Christ (El Cristo). Cristo de San Juan de la Cruz (1951). Kelvingrove Art Gallery and Museum (Glasgow, Reino Unido).
No me mueve, mi Dios, para quererte… Anónimo
No me mueve, mi Dios, para odiarte, el cielo que me tienes escondido ni me mueve el infierno, no temido —¿qué más infierno ya?— para rogarte
que me muevas, Señor. Pon de tu parte lo que puedas, si puedes. Descreído, aunque en la luz te vea, ¿qué sentido pueden tener el sol, la vida, el arte…?
Muéveme, pues, y llámame, aunque quiera mi pensamiento, mi razón ignara no oírte. Dime, oh Dios, que no es quimera
la esperanza, la fe, y aunque así fuera, engáñame —¿no puedes tal vez?— para poder dormir, soñar hasta que muera[2].
[1] Lucía Cotarelo Esteban, «Vivencia nietzscheana de la divinidad en la poesía de posguerra», en Sergio Antoranz López y Sergio Santiago Romero (coords.), La recepción de Nietzsche en España. Literatura y pensamiento, Bern, Peter Lang, 2018, p. 174.
[2] Vicente Gaos, Poesías completas, II (1958-1973), León, Institución «Fray Bernardino de Sahagún», 1974, pp. 138-139.
Vaya para este Miércoles de Ceniza el poema de Vicente Gaos (Valencia, 1919-Valencia, 1980) titulado «Olvidaos», que pertenece a su libro Mitos para tiempo de incrédulos (Madrid, Ágora, 1964), el cual resultó ganador del Premio Ágora de ese año[1]. El texto no precisa de mayor comento. Señalaré, únicamente, que la formulación del primer verso («Olvida, hombre») vuelve del revés la frase «Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris» (las dos primeras palabras no están en Génesis, 19, 3).
Quia pulvis es et in pulverem reverteris
Olvida, hombre…
Olvida que eres ceniza y has de convertirte en ceniza.
Olvídate de ese miércoles y del in pulverem reverteris.
Pues aunque seas ceniza y polvo, hay vida, amor, belleza en torno.
Es verdad: belleza, amor, vida, fugitivas flores de un día.
Pero flores, sí. Mientras dure la magia cierta de su perfume,
olvídate del polvo y la muerte. Más vale que no recuerdes
lo que con memoria o sin ella llamará algún día a tu puerta.
Ahora ciérrala. Abre el balcón, que te penetre y embriague el sol.
Míralo bien: cierra los párpados, y que el sol te salve del caos.
Al final verás que es lo mismo vivir y morir, el domingo
que el miércoles. Cuando llegue cenicienta y fría la muerte,
acógela conforme, tranquilo, seguro de haber vivido.
Con la memoria de una vida que desoyó la profecía
funeral, que no se perdió en el miedo y duda de Dios.
Cuando sientas el gusto amargo de la ceniza en la boca, trágalo,
apúralo. Al llegar la muerte, abre la puerta y tiéndete, duérmete.
… No recuerdes.
[1] Se publicó también en Cuadernos de Ágora, núms. 83-84, septiembre-octubre de 1963, pp. 25-26. Y está recogido asimismo en Vicente Gaos, Poesías completas, II (1958-1973), León, Institución «Fray Bernardino de Sahagún», 1974, pp. 90-92, donde se integra en la sección II, «Tema y variaciones de la nada», de Concierto en mí y en vosotros. Aquí, tanto en el lema como en el v. 5 se lee equivocadamente «in pulvis reverterem».
Juan Bernier (La Carlota, Córdoba, 1911-Córdoba, 1989) fue uno de los fundadores de la revista de poesía Cántico, en el año 1947, junto con Pablo García Baena y Ricardo Molina. Su producción lírica está formada por los poemarios Aquí en la tierra (1948), Una voz cualquiera (1959), Poesía en seis tiempos (1977) y En el pozo del yo (1982). Existe una edición de su Poesía completa (2011), prólogo y edición de Daniel García Florindo, que incluye además sus poemas recogidos en revistas. García Florindo nos ofrece esta caracterización de la poesía de Bernier:
Bernier es un poeta sensorial y ético, profundamente reflexivo y comprometido que cultivó la poesía como medio de expresión de una verdad íntima muy ajena a cualquier postura o impostura. Una poesía coherente con el individuo que fue, una poesía que lo define en un aspecto fundamental: el valor de la vida en sí misma. De ahí la moral de la compasión por aquellos que no pueden disfrutarla y por él mismo, que como todo ser humano tiene que enfrentarse a la muerte. De ahí que sean grandes temas universales los que acompañan a Bernier en toda su obra: la vida, el amor, el hombre, la muerte o Dios. En fin, interrogantes trascendentales, conflictos humanos a los que se enfrentan desde la razón, desde una postura limpia y heterodoxa, indagadora no ya en el pensamiento de un filósofo, sino en el sentir de un hombre que escribe poesía. Podríamos decir, por último, que la poesía de Bernier va adelgazando en la forma y aumentando en aire metafísico como una hermosa cuerda que va deshilachándose conforme gira en el tiempo de la vida hasta convertirse en una hebra luminosa y esencial[1].
Su poema «Lo bello es darse al mito» constituye, si no una poética, sí al menos una bella explicación de la razón para escribir, de su «fe en la poesía» (v. 1), hermosamente condensada luego en los versos 9-10. Dice así:
¿Por qué escribir, por qué esta fe en la poesía, por qué la catarsis de hundirse, ensimismarse en algo que se cree un ídolo de luz, un celestial fetiche de algo trascendente? Lo bello es darse al mito, a lo que arrastra el alma, a lo que hace nacer allá en la altura el fantasma y la imagen del tiempo, parir escalofríos de eternidad, engendros de la mente para nosotros súmmum del pensamiento puro.
Conversar con lo alto, ser alguien en el mundo…[2]
[1] Daniel García Florindo, «Juan Bernier o la compasión pagana», en Juan Bernier, Poesía completa, prólogo y edición de Daniel García Florindo, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2011, p. 29.
[2] Cito por Juan Bernier, Poesía completa, p. 183.
En el relato también se describen las villas, hotelitos y bungalows de los trabajadores europeos (pp. 124-125). La noche en que Dey se declara y salen juntos, ven este paisaje:
Enfrente, y hacia mi izquierda, brillaban las luces de Brazzaville, pequeñas y lejanas, pareciendo querer competir con las estrellas que lucían en el cielo.
Delante de nosotros se extendía el río como una larga pradera negra, moviente, repleta de peligros. De cuando en cuando unos serpenteos de luz amarilla clara ponían luminosidad en las ondulaciones pastosas de la corriente, luego desaparecían (p. 172).
Aura desea quedarse en el Congo para no perder ese amor; allí están ellos dos solos, lejos de todo. África es lo exótico, lo permitido, tierra de pasión; se deja seducir por la pasión y por el encanto del país. La tierra africana ejerce un irresistible embrujo sobre ella. Un diálogo entre Aura y Dey (pp. 205-220) sirve para introducir varios datos acerca del trazado de la línea Congo-Océano, del puerto de Punta Negra, sobre exploradores y gobernadores del territorio: Albert Veistroffer, Martial Merlin, Victor Augagneur, y sobre todo Pierre Savorgnan de Brazza, explorador al servicio de Francia, rival de Stanley, inglés que trabaja para Bélgica. Se habla del rey Renoké, el primer rey negro con el que trató Brazza, del rey Makoko, del río Ogooué, el principal río del Gabón…
Aura sigue con sus recuerdos, toma la pluma para continuar con sus introspecciones. Desea vivir en calma y soledad, dedicada al recuerdo de Dey. Ahora la pasión la vive con más bella puridad que en el Congo. El galán ejerció sobre ella la misma atracción y magia que el paisaje. Se evoca luego un paseo en barca con Dey, cuando ambos contemplan un amanecer sobre el río:
La claridad se intensificaba rápidamente y allí, tras la muralla de arbolado que ponía su veto a la margen del río, aparecía un disco color de cobre que subía sobre el fondo perla de un cielo sin nubes.
Pensé en una hostia de fuego que invisibles manos levantaban en el espacio. Pensé en una luna desconocida e incandescente que, hecha ascuas, loca y abrasadora, trastornaba las leyes del cosmos y corría por nuestra galaxia buscando dónde posarse.
Pero la luna loca, o el disco de cobre, se afirmaba con seguridad sobre los árboles y sobre el río y, perdiendo su ardiente color de brasa, empalideció hasta volverse de oro, rompió su funda metálica, lanzó mil rayos y flechas, pareció coronarse de lanzas y, majestuoso y soberbio como un dios, me obligó a bajar la cabeza (pp. 254-255).
Es un día de calor, de un sol de fuego que desprende «torrentes de luz dorada» (p. 260). Los amantes llegan a una playa y en la arena el sol saca reflejos embrujadores de oro. Aura ve indígenas embadurnados de ceniza, el palacio del rey, porque Dey ha querido ofrecerle «un día africano». Al anochecer, ve la puesta de sol sobre el río Congo (p. 268): «me alegró el pensamiento de navegar sobre el Congo en los momentos en que el sol, huyendo de las nubes de un azul intenso que lo perseguían, lanzaría flechazos sin llegar a ellas, consiguiendo solamente poner estrías luminosas sobre las aguas del río antes de fundirse en una orgía de colores rabiosos» (p. 268). Y llega el crepúsculo:
Entre besos, risas y bromas había descuidado el crepúsculo. Recorrí con la mirada la bóveda celeste. El sol, escondido en el horizonte, había huido deprisa bajo los azotes que le daba la noche, y sólo tenía fuerzas para enviar con sus últimos resplandores, tenues rayos de belleza moribunda (p. 273).
Pero la protagonista debe marchar para seguir a Dey a Portugal y dejar «los encantos de aquellas tierras, de aquellos cielos…» (p. 279). Se despide con estas palabras: «»Adiós, Congo. ¿Volveré a verte algún día?», repetía con el alma mientras tu coche me llevaba hacia Luanda» (p. 279). La novela, que acaba de forma abierta, con la posibilidad de un reencuentro, ha recreado a lo largo de sus páginas el calor, la humedad, el paisaje, el ambiente (criados negros, comidas exóticas, enfermedades tropicales…), en suma, el «perfume de tierra caliente» (p. 253) de aquella región africana que incluye topónimos con tan sugerente poder de evocación como Matadí, Santo Antonio de Zaire, Luanda, El Cabo, Angola, Mozambique…
Hemos visto en entradas anteriores, a través de la voz lírica de María del Villar, cómo en la alta noche africana la luna lloraba versos de amor desesperados, y cómo en otras noches africanas nacía y se desarrollaba la pasión amorosa de Aura y Dey. La autora navarra probó el «veneno africano» y, cautivada por su encanto, ya nunca lo pudo olvidar: tal fue la intensidad de sus vivencias, que años después las ofrecería a sus lectores en sus versos y en su novela, es decir, vertidas en el cauce de la literatura, que es, no lo olvidemos, otro veneno[1].
[1] Cito por María del Villar, Saudades… Toujours, Madrid, Editorial Tanagra, 1973. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.