Clasificación de la novela histórica romántica española según la época en que se sitúe la acción (y 2)

En la entrada anterior examinamos los siguientes grupos: 1) Novelas de la antigüedad grecolatina; 2) Novelas ambientadas en la Edad Media; 3) Novelas del Renacimiento y del Siglo de Oro; y 4) Novelas sobre el siglo XVIII. Nos queda por considerar el último: 5) Novelas ambientadas en el siglo XIX.

Los relatos ambientados en el siglo XIX son bastante frecuentes; la consideración de estas novelas de ambiente contemporáneo nos lleva a estudiarlas como posibles antecedentes del episodio nacional galdosiano, lo que requiere una mención más extensa. Por tanto, trataré de señalar ahora la relación entre novela histórica y episodio nacional.

En efecto, existen varios títulos de tema histórico contemporáneo que pueden ser considerados antecedentes de las series de Galdós. Ahora bien, el único argumento para poder establecer una división en este período entre novela histórica y episodio nacional es la mayor o menor lejanía en el tiempo. Con Galdós, la cosa será distinta porque habrá además diferencias de técnica y de estilo. Sea como sea, podemos intentar distinguir esos dos grupos, aunque resulte un tanto arbitraria la separación, según sitúen o no su acción en una época anterior al siglo XIX. Esta división ha sido señalada por Ferreras, aunque utiliza un término que quizá se preste a confusión. Veamos:

Distingo en la novela histórica dos tendencias: una, la tradicional si se quiere y que llamaré novela histórica, y otra, que llamaré novela histórica nacional; esta última se caracteriza por escoger no solamente un tema patrio, sino también por una problemática que le permite enfrentarse con el universo exterior, nacional; la historicidad, en este caso, se convierte en contemporaneidad. Fácilmente se comprenderá esta división, que creo necesaria, si comparamos una novela histórica cualquiera con un Episodio Nacional de Pérez Galdós; en el primer caso, nos encontramos ante la corriente tradicional de la novela histórica; en el segundo, el universo de la novela es escogido en función de una problemática actual, vigente, determinante. Novelar un suceso de la Edad Media y novelar un suceso del XIX, o quizá del XVIII, como en la novela de García de Villalta, son dos actitudes muy diferentes y quizá opuestas[1].

Ferreras señala que la novela histórica ambientada en un pasado lejano es un caso de ruptura romántica y también una forma de evasión (dicho de otra forma, la ruptura proporciona al novelista la huida a un mundo que considera mejor que aquel en el que vive); en cambio, en el caso del episodio nacional, el novelista no puede evadirse ya que los sucesos narrados están actuando todavía en el momento de escribirse la novela, que de esta forma «no es una pura reconstrucción del pasado, sino un enjuiciamiento, una crítica, del presente»[2]. Por esta razón, la imaginación del novelista puede apartarse poco de la realidad, frente a lo que ocurre con el otro tipo de novelas históricas, pues el lector conoce o incluso ha vivido esos hechos tan cercanos:

Los acontecimientos coetáneos obligan a una mayor responsabilidad, reduciendo las posibilidades de la fantasía […]. Los acontecimientos remotos se conocen en cuanto historia externa y colectiva y queda, o se admite que queda, un margen amplio de ignorancia para que por él corra la imaginación. La misma ignorancia se supone en cuanto atañe a usos y costumbres, que se inventan sin riesgo, además de podérselos recargar con aditamentos exóticos. Sin embargo, ante los acontecimientos coetáneos, el margen de arbitrariedad y fantasía disminuye en cuanto a la fantasía convencional y fácil, pues se requiere una imaginación poderosa que produzca la fantasía dentro de lo usual y conocido[3].

Navas Ruiz denomina «novelas-documento» a este tipo de obras novelescas de tema histórico contemporáneo; también él señala para estos antecedentes del episodio nacional una mayor proximidad al realismo que en el caso de las novelas históricas de épocas lejanas:

Mezcladas con las históricas han venido estudiándose varias novelas que constituyen propiamente episodios nacionales o novelas-documento, pues se refieren a sucesos contemporáneos, ya rigurosamente tales, ya en cuanto influyen aún decisivamente en el presente. Ha de considerarse su iniciadora a Casilda Cañas de Cervantes, por La española misteriosa […]. La novela documento se aproxima ya al realismo, puesto que se enfrenta a problemas de la sociedad contemporánea y trata de captar el aspecto político de la misma. Será, pues, necesario en los futuros estudios sobre el realismo decimonónico retrotraer los orígenes hasta dichas obras, que si hoy parecen de escaso valor y han caído en un casi justo olvido, fueron conocidas y leídas en su tiempo. ¿Por qué empeñarse en considerar sólo el costumbrismo como antecedente de aquella corriente?[4]

Estas novelas son bastante numerosas; la mayoría de ellas tratan el tema de la guerra de la Independencia[5], especialmente en el territorio de Aragón y Cataluña (sitio de Zaragoza, penalidades de la ciudad de Barcelona…)[6]; también las hay, aunque en menor cantidad, sobre las guerras carlistas y sobre la revolución de 1868; y otras son de asunto contemporáneo pero extranjero.

Dos_de_mayo,_por_Joaquín_Sorolla

Dejando aparte las obras de estas características escritas por los emigrados españoles en Inglaterra, ofrezco a continuación una lista bastante amplia con sus títulos[7]:

1822 Rafael de Riego o La España libre, de Francisco Brotons.

1829 Los terremotos de Orihuela o Henrique y Florentina, de Estanislao de Cosca Vayo[8].

1830 Orosmán y Zora o La pérdida de Argel, de D. J. G.

1831 Las ruinas de Santa Engracia o El sitio de Zaragoza, anónima, quizá de Francisco Brotons.

1831-1832 Teodora, heroína de Aragón, de Antonio Guijarro y Ripoll.

1832 Jaime el Barbudo, de Ramón López Soler.

1833 La española misteriosa y el ilustre aventurero, o sea Orval y Nonui[9], de Casilda Cañas de Cervantes. La amnistía cristina o El solitario de los Pirineos, de Pascual Pérez y Rodríguez.

1835 La explanada. Escenas trágicas de 1828, de Abdón Terradas.

1840 Eduardo o La guerra civil en las provincias de Aragón y Valencia, anónima.

1844 El Gil Blas del siglo XIX, de Juan Francisco Siñériz.

1845-1846 El dos de Mayo, de Juan de Ariza. Espartero, de Ildefonso Antonio Bermejo.

1846 Martín Zurbano o Memorias de un guerrillero, de Ildefonso Antonio Bermejo.

C. 1846  Zurbano o Una mancha más en la historia de los partidos, de José Velázquez y Sánchez.

1846-1847 El patriarca del valle, de Patricio de la Escosura.

1847-1851 Misterios de las sectas secretas o el francmasón proscrito, de José Mariano Riera y Comas.

1849 Josefina de Comerford o El fanatismo, de Agustín de Letamendi.

1851 Las ruinas de mi convento, de Fernando Patxot.

1852 Marta, episodio histórico contemporáneo, de Isidoro Fernández Monje.

1855 Los guerrilleros, de Eugenio de Ochoa.

1856 Mi claustro, de Fernando Patxot.

1858 Las delicias del claustro, de Fernando Patxot.

1859 La ilustre heroína de Zaragoza o La célebre amazona en la guerra de la Independencia, de Carlota Cobo.

1861 Atrás el extranjero, de Manuel Angelón.

1863 Luisa o La provincia, de José Ferreiro y Peralta. El dos de Mayo o Los franceses en Madrid, de Manuel Vázquez de Taboada.

1864 El sitio de Zaragoza, de Manuel Vázquez de Taboada. Riego, de Mariano Ponz.

1865 Los mártires del pueblo, de Juan de la Cuesta.

Existen, además, unos Episodios de la Revolución Española, sin año, de Vicente Moreno de la Tejera, y una biblioteca desde 1877 con más de catorce títulos: Episodios de la guerra civil en forma de novelas históricas.

Después de que durante varios años predominasen, con mucho, los asuntos medievales, los temas contemporáneos empiezan a ser cultivados con mayor asiduidad —aunque existen varios títulos anteriores— desde mediados de siglo:

Hasta el 1848, aproximadamente, los temas de historia contemporánea ocupan un lugar secundario en la novela romántica española respecto a los medievales y renacentistas, pero a partir de la citada fecha los autores comienzan a convencerse de que no necesitan ir a la Edad Media para sacar escenas de crueldad de la leyenda de Pedro I de Castilla, ni al siglo XVI para inventar un príncipe Carlos martirizado por un siniestro Felipe II, porque la historia política contemporánea de su país abunda en escenas de «terror gótico» y en situaciones de misterio y sensacionalismo que no desmerecen de las más acreditadas del género en novelas como The Mysteries of Udolpho, The Monk y The Castle of Otranto[10].

Como es fácil de comprender, el grado de politización es más alto en este tipo de novela histórica, según señala Hinterhäuser:

La alternativa temática entre el pasado remoto y el reciente existe ya en los orígenes mismos de esta clase de novelas. Las que se acogían a la Edad Media eran las más abundantes (sobre todo en Italia y España; en Francia mucho menos); a la historia cercana, todavía caliente, se llegaba bien como final de un amplio ciclo, o debido a preferencias basadas en razones políticas (es decir, los autores “progresistas” y también, ocasionalmente y con intención polémica, los “reaccionarios”)[11].

De todas formas, no todas las novelas históricas de tema contemporáneo pueden ser consideradas antecedentes del episodio nacional galdosiano, pues en algunas el tema no pasa de ser un mero pretexto para elaborar la acción, sin que exista en ellas una intención reconstructora de ese presente todavía operante en la sociedad del autor y del lector.

Por otra parte, habría que pensar también si puede considerarse dentro de esos antecedentes otro tipo de novelas al estilo de las de Eugène Sue, a las que tradicionalmente se ha llamado «sociales» (las de Ayguals de Izco o Martínez Villergas, entre otros), pues al menos tienen en común con las novelas antes mencionadas la ambientación contemporánea[12].


[1] Juan Ignacio Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973, p. 300.

[2] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, pp. 300-301. Y añade a continuación: «Si esto es así no puede haber mucha diferencia entre una novela histórica nacional o episodio nacional y una novela realista; en ambos casos se materializa un universo actual, y la diferencia estriba solamente en el tema escogido; la novela vulgarmente llamada realista inventa personajes, la novela histórica nacional o episodio utiliza e interpreta personajes dados».

[3] Enrique Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», en Idealismo y pragmatismo en el siglo XIX español, Madrid, Tecnos, 1977, p. 61.

[4] Ricardo Navas Ruiz, El Romanticismo español, Salamanca, Anaya, 1970, p. 98.

[5] Algunas han sido estudiadas por María Isabel Montesinos, en su trabajo «Novelas históricas pre-galdosianas sobre la guerra de la Independencia», en Estudios sobre la novela española del siglo XIX, Madrid, CSIC, 1977, pp. 11-48. Ferreras, por su parte, anuncia en el plan general de sus «Estudios sobre la novela española del siglo XIX» un libro dedicado a La novela histórica nacional.

[6] Cfr. Reginald F. Brown, La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 31.

[7] He utilizado para confeccionarla los mismos estudios que para la de producción de novela histórica: Brown, La novela española (1700-1850); Felicidad Buendía, Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963; Juan Ignacio Ferreras, La novela por entregas (1840-1900). Concentración obrera y economía editorial, Madrid, Taurus, 1972, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973 y El triunfo del liberalismo y la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976; José F. Montesinos, Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX, Madrid, Castalia, 1982; Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954; y Guillermo Zellers, La novela histórica en España (1828-1850), Nueva York, Instituto de las Españas, 1938), más el de Jorge Campos, «La novela», en Guillermo Díaz Plaja (ed.), Historia general de las literaturas hispánicas, IV, segunda parte, Barcelona, Barna, 1957, pp. 217-239, y el de Navas Ruiz, El Romanticismo español.

[8] Es la que señala Brown como primera novela de historia contemporánea.

[9] Ferreras hace notar que los nombres de los protagonistas son anagramas de Valor y Unión.

[10] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, pp. 166-167.

[11] Hans Hinterhäuser, Los «Episodios nacionales» de Benito Pérez Galdós, Madrid, Gredos, 1963, p. 42.

[12] «[…] la única historia que satisface a los novelistas después de 1845 es la contemporánea y, dentro de esta, no la historia colorista y caballeresca sino […] la política, satírica y crítica. La novela histórica se disuelve en la exposición de agravios y resentimientos sociales», escribe Brown, La novela española (1700-1850), p. 36.

Clasificación de la novela histórica romántica española según la época en que se sitúe la acción (1)

Este criterio y el de los temas son los de carácter más puramente externo que podemos aplicar para intentar la clasificación de tan extensa producción. Ambos criterios podrían combinarse, ya que hay novelas centradas en la misma época, por ejemplo la Edad Media, pero que tratan temas muy distintos: la Reconquista, los templarios, el reinado de Pedro el Cruel…; sin embargo, los separo en dos apartados distintos para mayor claridad. Veamos, pues, la clasificación por épocas históricas:

1) Novelas de la antigüedad grecolatina

Son muy escasas. Ferreras, que duda de que existiera este tipo de novela, al que califica de «arqueológica», antes de 1870, lo excluye de su trabajo[1]. Solo he podido recoger, citada por Peers, la obra de Ribot y Fontseré Los descendientes de Laomedonte y La ruina de Tarquino, de 1834.

2) Novelas ambientadas en la Edad Media

Constituyen la inmensa mayoría y no merece la pena citar títulos, pues habría que incluir todas las de Cortada y Sala, varias de las de López Soler, la de Larra, la de Espronceda, la de Gil y Carrasco, y las de una enorme cantidad de autores. Bastará con recordar la devoción por el medievalismo del movimiento romántico; valgan como muestra la opinión de dos autores contemporáneos:

La Edad Media, fuente abundantísima de brillantes y caballerosos hechos, de horrendos crímenes y de pasiones violentas; la Edad Media, romántica por su espíritu guerrero, no podía menos de excitar el entusiasmo de nuestros literatos que, levantando una bandera nueva, pero brillante, rompieron las trabas que hasta el día han sujetado en parte el vuelo de la imaginación[2].

Los tiempos de la caballería parecen, en efecto, tiempos soñados, tiempos creados en los felices delirios de una imaginación acalorada por el entusiasmo que inspiran sentimientos generosos… Basta ver carcomida de orín una manopla, ver un pedazo de hacha de armas, leer una estrofa de una balada o el grito de un heraldo consignados en una crónica de pergamino, para que nuestra fantasía se pierda inmediatamente por entre los pilares de una abadía, los fosos de un castillo y las tiendas de un torneo. La poesía se exhala naturalmente de los recuerdos como de la rosa su fragancia… ¿Qué edad más poética que la edad media?[3]

Caballeros

Así pues, los novelistas encontraron un rico filón de temas para su inspiración en los largos siglos del medievo nacional[4], especialmente en los revueltos años del reinado de Pedro el Cruel. Como señala Buendía, el único secreto que encerraban sus obras era el de

exaltar de una manera poética todo lo que de novelable tenía la lejana Edad Media y aprovechar de una manera novelesca todo el caudal de enorme poesía que encerraban los turbulentos siglos medievales, cuyo espíritu informó el movimiento romántico y enriqueció los temas de todas las manifestaciones literarias y de la vida misma[5].

En definitiva, el retorno a la Edad Media constituye uno de los grandes ideales del Romanticismo, sobre todo de la corriente que Peers denominó «renacimiento romántico»: «Lo caballeresco y la raíz cristiana en lo religioso representan, a través de Walter Scott y Chateaubriand, el romanticismo de tipo tradicional, cristiano y conservador»[6]. En cualquier caso, se trata siempre de una Edad Media idealizada de acuerdo con unos tópicos fijos, lo que no quita tampoco para que los románticos, desde la lejanía de su siglo XIX, reflejen en sus obras algunos aspectos rudos y oscuros de aquella época. Esta circunstancia ofrecía además algunas ventajas a la hora de lograr un mayor exotismo y, en consecuencia, un mayor interés en el lector. Esta es la razón por la que Bergquist indica de los novelistas históricos que

aunque escogen a la Edad Media como fondo de su obra, continúan considerándola como una era semibárbara, inculta y revuelta, plagada de discordias, corrupción y guerras. El que esta visión de la Edad Media fuese o no justa no tiene importancia. El hecho es que, a juzgar por la evidencia de nuestra novela histórica, se hallaba muy difundida entre los románticos españoles, y que con toda probabilidad contribuyó a que éstos con tanta frecuencia acogieran al Medioevo como feudo de sus obras, ya que la supuesta anarquía de aquella época sería atractiva al aspecto rebelde y anárquico del temperamento romántico. En un plano más práctico, esta misma anarquía y falta de leyes les permitía incluir en sus novelas sucesos emocionantes como raptos, duelos, asedios y justas, que no podrían tener lugar en tiempos más modernos. La ignorancia y superstición con las que nuestros autores caracterizaban también a la Edad Media, permiten asimismo la inclusión de sabrosos, y no menos emocionantes, episodios sobrenaturales, tan amados por los románticos, e imposibles de escenificaren la prosaica edad actual[7].

3) Novelas del Renacimiento y del Siglo de Oro

Siguen en número a las de ambiente medieval. Las más importantes son sin duda Ni rey ni Roque, de Escosura, y Gómez Arias, de Trueba y Cossío, aunque hay otras: Kar-Osmán, de López Soler, Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa, El auto de fe, de Eugenio de Ochoa, El huérfano de Almoguer, de José Augusto de Ochoa, Cristianos y moriscos, de Estébanez Calderón o Doña Blanca de Navarra, de Navarro Villoslada. De este período, se elegirá el reinado de Felipe II en varias novelas.

4) Novelas sobre el siglo XVIII

Son muy escasas; solo he podido recoger dos títulos, El golpe en vago, de García de Villalta, y Arturo, el hijo del ajusticiado, de Francisco de Paula Llivi.


[1] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y de la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976, p. 72. Creo que sería más acertado reservar el adjetivo arqueológica para aquella novela que reconstruya con peculiar detenimiento una época histórica, al estilo de Salammbó de Flaubert o Doña Isabel de Solís de Martínez de la Rosa, independientemente de que esa época sea muy lejana en el tiempo o no.

[2] Son palabras de un artículo anónimo, «Costumbres de la Edad Media», aparecido en Guardia Nacional el 28 de agosto de 1836. Tomo la cita de Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954, vol. I, pp. 315-316.

[3] Antonio Ribot y Fontseré, «Prólogo» a las Poesías de Juan Arolas, Barcelona, Imprenta del Constitucional, 1842, p. IX. Cito por Peers, op. cit., II, pp. 429-430.

[4] No entiendo muy bien la segunda parte de esta afirmación de Reginald F. Brown: «Escoge la novela sus temas de todas las épocas. Demuestra cierto interés por el reinado de Felipe II y cierta aversión por la Edad Media, época que habrá de ser más tarde campo cultivado con fines dudosamente históricos por los novelistas posteriores a 1850» (La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 28).

[5] Felicidad Buendía, «Estudio preliminar» en su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 39.

[6] Buendía, «Estudio preliminar», p. 16.

[7] Inés Liliana Bergquist, El narrador en la novela histórica española de la época romántica, Berkeley, University of California, 1978, pp. 30-31.

Clasificación de la novela histórica romántica española según el personaje y el universo novelescos

Existen distintos criterios para agrupar todas las novelas que forman el amplio corpus de la novela histórica romántica española: según la época en que sitúen la acción, según los temas que traten, según la procedencia regional de sus autores, según la forma de publicación y según sean el personaje y el universo novelescos[1]. Abordaré hoy este último criterio.

Ferreras[2] clasifica la producción de novela histórica española de los años 1830-1870 en tres tendencias, según sean el personaje y el universo novelesco: la novela histórica de origen romántico, la novela histórica de aventuras y la novela de aventuras históricas[3]. Esta clasificación responde también a un criterio de “espesor” histórico, pues la segunda viene a ser una degeneración respecto de la primera en lo referente a la documentación histórica y a la verosimilitud, y la tercera, a su vez, supone un nuevo empobrecimiento en este sentido. La tradicional clasificación establecida por la crítica en dos generaciones (una hasta los años 40, con López Soler, Larra, Espronceda, Vayo, Gil y Carrasco…, y otra posterior, que incluiría a Fernández y González, Escalante, Cánovas, Navarro Villoslada, etc.) no es del todo inexacta pero, como señala el propio Ferreras, siempre es arriesgado hablar de generaciones literarias, además de que existen autores que pueden producir novelas en las tres tendencias citadas. En este sentido, su clasificación me parece bastante acertada. Detengámonos, pues, un momento en la consideración de cada uno de sus tipos:

1) Novela histórica de origen romántico[4]

Esta tendencia «se caracteriza por la materialización de la ruptura insalvable de un protagonista héroe romántico y el universo»[5], que pueden ser trasunto del autor y de la sociedad del autor, respectivamente. Este héroe solitario, enfrentado con el mundo en el que vive, rara vez haya solución a sus problemas personales, viendo frustrados sus deseos y expectativas, de tal forma que suele verse abocado a un destino fatal de desesperación que le conduce a la huida del mundo o acaso a una muerte violenta (los mejores ejemplos son Álvaro en El señor de Bembibre, y Macías en El doncel de don Enrique el Doliente). Los protagonistas suelen ser personajes inventados, en tanto que las figuras históricas importantes no ocupan un lugar relevante. Por lo que toca a la ambientación histórica, existe una preocupación seria por la documentación y aunque no es la reconstrucción de la época en que sitúan su novela lo que más interesa a estos autores (con la notable excepción de Martínez de la Rosa en su Doña Isabel de Solís), sí que ofrecen minuciosas descripciones de armas, vestidos, usos y costumbres.

Empieza a aparecer este tipo de novela entre 1823 y 1830, si bien no se desarrolla plenamente hasta la década siguiente (su triunfo coincide de forma aproximada con el del Romanticismo en España), para continuar cultivándose también entre 1840 y 1850. Ya señalé en otra ocasión, al establecer las etapas de la novela histórica, el abandono momentáneo del género entre 1838 y 1844, dejando aparte el año 40, que sí produce varios títulos; viene después la fecha importante de 1844, con la aparición de la obra de Gil y Carrasco, que constituye otro hito en el desarrollo del género (el primero, el cenit de esta novela, fue en 1834-1835), pero que marca también el principio del fin de la novela histórica de origen romántico; la decadencia comienza, pues, aproximadamente en 1845, viniendo a coincidir con la aparición en ese año de La mancha de sangre, primera novela de Fernández y González[6], y con la decadencia del movimiento romántico español.

Los_poetas_contemporáneos

En definitiva, esta tendencia es la primera, no solo en el tiempo, sino también por la importancia de sus autores: López Soler, Trueba y Cossío, Vayo, Escosura, Cortada y Sala, Larra, Espronceda, García de Villalta, Martínez de la Rosa, Eugenio de Ochoa, Gil y Carrasco o Navarro Villoslada[7], que escriben en estos años las mejores novelas de todo el género (tras un primer momento de imitaciones, muy pronto llegan las obras originales españolas, desde La conquista de Valencia por el Cid, de 1831, de Vayo). También sería importante aunque únicamente fuera por el número de títulos, unos 110 entre 1830 y 1844, copiosa producción para quince años, que ayuda a consolidar el género novelesco en España.

2) Novela histórica de aventuras[8]

Esta tendencia es intermedia entre las otras dos, pues si bien degenera respecto de la novela histórica de origen romántico al suprimir el héroe problemático, es superior a la novela de aventuras históricas por conservar, al menos, el universo novelesco histórico, en el que el protagonista podrá encontrar su sitio y solucionar sus problemas, sin estar condenado por un destino hostil e inexorable[9].

De todas formas, las fronteras entre las tendencias no son precisas, sobre todo porque se van superponiendo una a otra en el tiempo, pero con años en los que conviven novelas de dos tendencias distintas: primero, la novela histórica de aventuras convive con esa «segunda generación» de novelistas históricos (Gómez de Avellaneda, Vicetto Pérez, Navarro Villoslada); después, al mismo tiempo que se sigue cultivando, van apareciendo ya novelas de aventuras históricas. En cualquier caso, esta segunda tendencia produce entre 1845 y 1855 unos 117 títulos. Los autores más conocidos son Fernández y González, Pablo Alonso de la Avecilla, Ayguals de Izco, Ariza y África Bolangero[10].

En este tipo de novela, la documentación histórica y, por tanto, la reconstrucción del pasado presentan ya una importancia muy secundaria, adelgazada en beneficio de la pura aventura. Predominan con mucho los temas de la historia nacional, medievales y del Siglo de Oro, con sus tópicos habituales; decae el tema musulmán hispano, aunque se siguen escribiendo novelas sobre la Reconquista; el americano, apenas encontrará eco hasta la tendencia siguiente, cuando sea explotado por los entreguistas (también algunas de las novelas de esta tendencia se empiezan a cultivar por entregas, aunque el fenómeno no se generalizará sino con la tendencia siguiente). En definitiva, la novela histórica de aventuras supone la decadencia, que es al mismo tiempo divulgación, de la novela histórica de origen romántico, aunque no sea todavía su liquidación.

3) Novela de aventuras históricas[11]

Si la novela de aventuras históricas suprimía el héroe romántico de la primera tendencia, esta tercera supone la desaparición además del universo novelesco, siguiendo con la progresiva decadencia del género histórico y la degeneración en lo literario: «La novela de aventuras históricas remata, en paraliteratura, lo que empezó como un proceso romántico literario»[12].

Efectivamente, esta tendencia, que va unida al procedimiento editorial de la entrega, convierte a los personajes en tipos: el héroe, la heroína, el traidor, sin el más mínimo asomo de profundidad psicológica; repite hasta la saciedad temas, recursos y situaciones melodramáticas; y, simplemente, complica y complica la peripecia o trama aventurera, que suple todo lo demás. La reconstrucción histórica, obvio es decirlo, se reduce a un mínimo imprescindible[13]: la época en que transcurre la acción, pintada con dos pinceladas y los tópicos convencionales (el carácter de tal rey, una descripción en dos líneas de un castillo…), sirve como telón de fondo para que los personajes se puedan mover de un sitio para otro siguiendo las indicaciones del autor, que crea los espacios, sin describirlos, por medio de breves indicaciones. La aventura y los diálogos llenan la novela. Veamos cómo lo explica Ferreras:

En la novela histórica de aventuras el autor comienza por aligerar todo el “espesor” […]; suele contentarse con evocar la época, sin reproducirla: no se documenta o se informa mal y a trompicones. A partir de aquí, la aventura se hincha, la acción tiende a rellenar el vacío dejado por un paisaje, clímax, tiempo, época, que el autor no sabe reconstruir o no quiere reconstruir. Las descripciones tienden a desaparecer y en su lugar aparecen interminables diálogos, típicamente dramáticos en el peor sentido de la palabra. Los personajes hablan y hablan, y cuando no hablan actúan, corren, suben, bajan…, nunca parecen reflexionar, porque la reflexión de un personaje histórico obligaría al autor a resucitar la época que ignora[14].

La novela de aventuras históricas aparece desde finales de los 40, a la vez que la tendencia anterior, y desde 1860 aproximadamente domina todo el panorama de la novela histórica española. Entre 1856 y 1870 se pueden catalogar más de 200 títulos, “fabricados”, se puede casi decir, por numerosísimos especialistas en la entrega[15]. En cualquier caso, hay diferencias de escritor a escritor y así, aun dentro de su mediocridad, Fernández y González destaca con mucho, colocadas sus obras frente a las de un Parreño o un Ortega y Frías. Ferreras llama a estos autores «los sepultureros paraculturales»[16] de la novela histórica; en efecto, por una parte, continúan la divulgación de los temas históricos pero, al aumentar el empobrecimiento de ese novelar histórico, apuntillan la novela histórica romántica española[17]. Por supuesto, la novela histórica se seguirá cultivando durante el resto del siglo, pero la aparición de La Fontana de Oro, de Galdós, en 1870[18] y de sus Episodios Nacionales después, supone ya otra forma de entender la novelización de asuntos históricos.


[1] Paso por alto la distinción de tres tipos (novela histórica de argumento, novela histórica ambiental y novela de problema histórico) establecida por Ramón Solís Llorente, Génesis de una novela histórica, Ceuta, Instituto Nacional de Enseñanza Media, 1964, pp. 41-43, por resultar poco interesante.

[2] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y de la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976, pp. 99 y ss.

[3] Indica que ha excluido de su clasificación algunas obras: leyendas, cuentos y novelas cortas de tema histórico, aparecidas en periódicos y revistas, que están todavía por recoger; novelas de origen romántico pero no históricas (sentimentales, sociales); las novelas de ambiente contemporáneo que ha denominado «históricas nacionales» (esto es, los antecedentes del episodio nacional galdosiano); y la novela histórica arqueológica (Ferreras, El triunfo del liberalismo…, pp. 71-72).

[4] Esta tendencia la estudia Ferreras, al que sigo en lo fundamental, en El triunfo del liberalismo…, pp. 105-143.

[5] Y añade: «La historicidad de esta novela obedece a que solamente en un idealizado pasado histórico es posible construir un universo voluntario; a que solamente creando un universo novelesco, el héroe romántico puede, aún puede, expresar toda su desesperación y falta de destino en la sociedad» (Ferreras, El triunfo del liberalismo…, p. 100).

[6] De hecho, en estos últimos cinco años de la década las únicas novelas importantes son las dos de Navarro Villoslada, Doña Blanca de Navarra en 1846 y Doña Urraca de Castilla en 1849 (dejando aparte alguna de tema americano o de ambiente contemporáneo).

[7] Ferreras incluye también en esta tendencia a Estébanez Calderón, Pusalgas y Guerris, Gómez de Avellaneda, Aguiló, Vicetto Pérez y Quadrado, así como al problemático García Bahamonde.

[8] Cfr. Ferreras, El triunfo del liberalismo…, pp. 145-177.

[9] «En esta tendencia —explica Ferreras— lo primero que llama la atención es la desaparición del héroe romántico, en el sentido de que el nuevo protagonista, aunque en ruptura con el mundo, encontrará al final de la obra su destino personal […]. En la novela histórica de aventuras, la ruptura del héroe romántico ha sido sustituida por la peripecia aventurera y arriesgada, por las correrías del nuevo héroe en un mundo histórico. Las mediaciones de este mundo no son rupturales, y la novela histórica de aventuras no tiene por qué acabar mal, ya que la muerte no es obligatoria en un mundo en el que la ruptura romántica ha desaparecido» (El triunfo del liberalismo…, p. 101).

[10] Estudia también Ferreras en esta tendencia las novelas de García Tejero, Muñoz Maldonado, Miguel Agustín Príncipe, Velázquez y Sánchez, Ribot y Fontseré, García Varela, Juan de Dios Mora, Goizueta, Antonio Trueba y Quintana, Vicente Barrantes y Moreno, Boix, Cánovas del Castillo, Orellana y Carolina Coronado.

[11] Ver Ferreras, El triunfo del liberalismo…, pp. 179-209 para esta tendencia en los años 1845-1870. Además, puede consultarse su libro La novela por entregas (1840-1900). Concentración obrera y economía editorial, Madrid, Taurus, 1972.

[12] Ferreras, El triunfo del liberalismo…, p. 101.

[13] «Claro está que el universo de esta novela aparece como histórico, pero no lo es, si consideramos que carece de efectividad, que es incapaz de engendrar relaciones, mediaciones, de operar sobre el protagonista, de mediarlo, exactamente» (Ferreras, El triunfo del liberalismo…, p. 101).

[14] Ferreras, La novela por entregas…, p. 262. Poco después resume la fórmula de este tipo de novela: «Acción y diálogos, he aquí la verdadera estructura de una novela histórica de aventuras y después, pero mucho después, viene lo que podemos llamar “aspecto histórico”» (p. 265).

[15] Además de los tres citados, Ferreras ofrece los nombres de Rafael del Castillo, Pérez Escrich, Sales Mayo, Moreno de la Tejera, Luis de Val, Angelón y Broquetas… y muchos otros que no merece la pena mencionar.

[16] Ferreras, El triunfo del liberalismo…, p. 181.

[17] «La novela de aventuras históricas viene pues muy a tiempo para salvar, siempre hasta cierto punto, una moda literaria, y para liquidar una problemática que ya no tiene porvenir» (Ferreras, El triunfo del liberalismo…, pp. 183-184).

[18] Además, la España de 1870 está bastante lejos de la España de 1850 y no digamos de la de 1830; en lo social, el triunfo de la burguesía ha culminado en 1868 con la revolución de Septiembre; en lo literario, el Romanticismo queda ya muy lejos, y los escritores que publican ahora son ya los grandes nombres del Realismo español; en este sentido, las novelas históricas con características románticas estaban ya fuera de lugar, pese a la aparición de obras importantes en fecha tan tardía como 1877.

Análisis de «Ivanhoe» de Walter Scott: el tiempo y el espacio

El tiempo y el espacio tienen más importancia en lo que se refiere al ambiente de época, como momento histórico en que transcurre la acción (la Inglaterra de 1194, con el rey Ricardo prisionero a la vuelta de la cruzada, el trono usurpado por su hermano Juan y la división entre normandos vencedores y sajones vencidos) que como elementos propiamente estructuradores del relato. El narrador, lo hemos visto en una entrada anterior, se sitúa lejos del momento de la acción, contraponiendo «nuestra época» a la de «aquellos tiempos de ignorancia y superstición». Ofrece al comenzar la novela[1] un panorama de la situación histórica; a partir de ahí, la acción transcurre linealmente, sin apenas desorden temporal (salvo alguna pequeña vuelta atrás para atar algún cabo suelto, para explicar algún suceso anterior o para intercalar una breve historia). Por ejemplo, el capítulo XXVIII comienza así: «Debemos ahora retroceder a fin de enterar al lector de ciertos acontecimientos que necesita conocer para seguir el hilo de esta narración» (p. 299; cfr. también las pp. 195, 310, 312-313 y 338).

La simultaneidad se expresa en una ocasión de la siguiente forma, al comienzo del capítulo XXIV: «Mientras acaecían en el interior de la torre del homenaje las escenas que acabamos de describir, la judía Rebeca aguardaba su suerte en una torrecilla apartada y solitaria» (p. 248). Pero más interesante es el caso de la bocina que suena fuera del castillo y que interrumpe cuatro escenas simultáneas protagonizadas por cuatro parejas: Cedric y Athelstane, Isaac y Frente de Buey, Lady Rowena y Bracy, Rebeca y Bois-Guilbert, que se cuentan en cuatro capítulos sucesivos (pp. 228-260). Algo similar ocurre con el sonido de otra bocina, que se refiere dos veces, una desde la perspectiva de los que la hacen sonar fuera del castillo de Cedric y otra vez cuando los de dentro la escuchan (pp. 30 y 37). Es también interesante la escena retardatoria que suspende por unas páginas la resolución del cerco al castillo de Torquilstone (p. 310).

Ivanhoe4

Por lo que se refiere al espacio, cuatro son los escenarios principales en los que se desarrolla la acción, que coinciden con los momentos de enfrentamiento entre Ivanhoe y Bois-Guilbert, cuya enemiga adquiere así una función estructurante en la novela: ambos se enfrentan primero verbalmente en el castillo de Cedric, al tiempo que se nos refiere la lucha que sostuvieron en Tierra Santa, en el torneo de San Juan de Acre (suceso que pertenece a la prehistoria de la novela, a un tiempo recuperado por medio del diálogo). Viene después el segundo gran momento, con la descripción del torneo de Ashby, en el que Ivanhoe derrota de nuevo al templario. El siguiente momento narrativo es el del asalto al castillo de Torquilstone, en el que ambos enemigos no pueden hallarse frente a frente por estar todavía Ivanhoe convaleciente de sus heridas. Por último, Templestowe será el escenario del juicio de Dios en el que Ivanhoe, paladín de la inocencia de Rebeca, vencerá otra vez a Bois-Guilbert, quien hallará la muerte en este último combate.

Y poco más puede decirse del espacio, a no ser la tópica mención romántica de unas ruinas (p. 158).


[1] Las citas serán por la traducción de Hipólito García, Barcelona, Planeta, 1991 (Clásicos Universales Planeta, 203).

Valoración de Walter Scott

Muchos son los testimonios que se podrían aducir aquí para mostrar la importancia del arte con que el genial escritor escocés supo escribir sus novelas[1]. Víctor Hugo calificó a Scott en 1823 de «hábil mago»[2]. Menéndez Pelayo habla de «este mago de la historia, Homero de una nueva poesía heroica»[3]. Y mago le llama también Amós de Escalante:

Reinaba por entonces en los dominios de la imaginación, teniendo a su merced el universo leyente, uno de los más hábiles y poderosos magos, a quienes enseñó naturaleza el arte de evocar y hacer vivir generaciones muertas, levantar ruinas, poblar soledades, dar voz a lo mudo, voluntad a lo inerte, interrogar a los despojos de remotos siglos y hacer que a su curiosidad respondieran[4].

Por lo que respecta al número de seguidores que tuvo por aquellos años, bien significativa resulta esta cita de Milá y Fontanals:

Si se ofreciese reunir un número considerable de jóvenes ligados con el vínculo común de una idea sólida y vivificadora, más tal vez que invocando un lema político se lograría con inscribir en la bandera «Admiradores de Walter Scott»[5].

Otro contemporáneo, Alberto Lista, señala que Scott es «el padre verdadero de la novela histórica tal como debe ser», esto es, una mezcla equilibrada de exactitud histórica y ficción[6] que consiga además deleitar aprovechado. No se puede negar una escrupulosa exactitud a sus descripciones de usos, caracteres y costumbres; y aunque no es muy feliz —según Lista— en los desenlaces, sus escenas y diálogos son magníficos, de forma que «después de Cervantes, es el primero de los escritores novelescos»[7].

WalterScott-Monumento

Fue muy admirado por los escritores españoles posteriores: «Prefiero la peor novela de Walter Scott a toda la Comedia Humana», dijo en 1853 Valera[8]; y Baroja indicó que prefería a Scott «con mucho» antes que a Flaubert. Gómez de Avellaneda, por su parte, lo estimaba como «el primer prosista de Europa»[9]. Y en Europa, Goethe elogió sus obras, unas obras que pese a su naturaleza novelesca influyeron en el historiador francés Thierry. Stendhal opinaba que se podría enseñar la historia de Inglaterra con los dramas de Shakespeare y las novelas de Scott.

Para Lukács, Scott es el gran poeta de la historia; sus novelas poseen la «gran objetividad del auténtico poeta épico»[10]:

La grandeza de Scott está en la vivificación humana de tipos histórico-sociales. Los rasgos típicamente humanos en que se manifiestan abiertamente las grandes corrientes históricas jamás habían sido creados con tanta magnificencia, nitidez y precisión antes de Scott. Y, ante todo, nunca esta tendencia de la creación había ocupado conscientemente el centro de la representación de la realidad[11].

Sus novelas, según Regalado García, nos ofrecen una visión dinámica, dialéctica, de la vida en los siglos pretéritos:

Walter Scott nos da en sus mejores páginas la sensación de que la vida cambia, de que existe una evolución histórica del hombre y de que esta evolución trae como consecuencia el dramático contraste entre dos mundos, que representan dos diferentes maneras de ser[12].

Walter Scott ejerció una influencia importante en la novela histórica romántica[13] e incluso en la posterior novela de tema histórico (en Galdós, sobre todo). Y es que, además de ayudar a entender mejor la historia como material capaz de ser novelado, creó todo un género narrativo. Porque Scott, antes que nada, es eso: un gran narrador de historias. Para terminar, hago mías estas palabras de Carlos Lagarriga:

Scott nació para contar historias, y entre las fábulas de sus aguerridos montañeses, sus piratas y sus caballeros medievales, se asoma a la historia como quien busca dónde reconocerse en la memoria de las cosas pasadas, desvelando aquello que más le importa: más que las luchas, los torneos y las batallas, las derrotas y las victorias del corazón[14].


[1] Por supuesto, también es posible hallar opiniones negativas: «Usted sigue el ejemplo de Walter Scott y su escuela; por consiguiente, sus novelas no valen nada» (duque de Frías, Leyendas y novelas jerezanas, Madrid, Ronda, 1838, pp. VIII-IX; citado por Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954, vol. II, p. 103). O esta otra del censor de una versión española de El Mesías, de Klopstock: «Diré, por último, que ninguna edificación puede encontrar un cristiano en su lectura, y que acaso perderá en ella cualquiera su tiempo, tanto como le perdería en la de una de las novelas de Walter Scott» (citado por Vicente Llorens, El Romanticismo español, Madrid, Castalia, 1989, p. 200).

[2] «Pocos historiadores —añadía Hugo— son tan fieles como este novelista […]. Walter Scott alía a la minuciosa exactitud de las crónicas la majestuosa grandeza de la historia y el interés acuciante de la novela; genio poderoso y curioso que adivina el pasado; pincel veraz que traza un retrato fiel ateniéndose a una sombra confusa y nos fuerza a reconocer lo que ni siquiera hemos visto» («Sur Walter Scott», en Littérature et philosophie mélées, París, s. a., Colección Nelson, pp. 230-231). Tomo la cita de Amado Alonso, Ensayo sobre la novela histórica, Buenos Aires, Instituto de Filología, 1942, pp. 59-60.

[3] Marcelino Menéndez Pelayo, Estudios sobre la prosa del siglo XIX, Madrid, CSIC, 1956, p. 164.

[4] Amós de Escalante en un artículo de La Época, en 1876. Citado por Menéndez Pelayo, Estudios sobre la prosa del siglo XIX, p. 158.

[5] Manuel Milá y Fontanals, Obras completas, IV, p. 6. Recojo la cita de Guillermo Díaz Plaja, Introducción al romanticismo español, Madrid, Espasa-Calpe, 1942, p. 237. Este mismo autor ofrece un dato curioso para apreciar la popularidad de las novelas de Scott: en 1826, el embajador inglés en Viena organizó un baile al que los invitados debían asistir disfrazados de personajes de Ivanhoe; por esos mismos años, se dio otro baile en Mónaco en el que los disfraces representaron a los personajes de Quintin Durward.

[6] «[…] el autor escocés tiene un mérito que sobrevivirá a sus novelas, y es la descripción de costumbres históricas. El género que ha descubierto es muy difícil; porque exige de los que hayan de cultivarlo, además de las dotes de imaginación, un estudio muy profundo de las antigüedades de su patria, y del espíritu y de las costumbres de la edad media» (Lista, op. cit., I, p. 156).

[7] Ensayos literarios y críticos, Sevilla, Calvo Rubio, 1844, I, pp. 156-158.

[8] Citado por Benito Varela Jácome, Estructuras novelísticas del siglo XIX, Barcelona, Hijos de José Bosch S.A., 1974, p. 149.

[9]« Quiero que conozcas al primer prosista de Europa, al novelista más distinguido de la época; tengo en lista El pirata, Los privados reales, el Waverley y El anticuario, obras del célebre Walter Scott» (carta de la Avellaneda a Cepeda, citada por Llorens, El Romanticismo español, p. 575).

[10] Georg Lukács, La novela histórica, trad. de Jasmin Reuter, México, Era, 1977, p. 34.

[11] Lukács, La novela histórica, pp. 34-35.

[12] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, pp. 139-140.

[13] Andrés González Blanco, al hablar de los imitadores españoles de Scott señala que «ninguno se libertó de la opresora esclavitud de tal maestro»; «Walter Scott y sólo Walter Scott era el reinante entonces en España» (Historia de la novela en España desde el Romanticismo a nuestros días, Madrid, Sáenz de Jubera, 1909, pp. 82 y 138). Pero téngase en cuenta la matización que señalaba en otra entrada: es cierto que Scott reinaba entonces sobre la novela española y europea, pero es más justo hablar de una poderosa influencia antes que de una «opresora esclavitud».

[14] Carlos Lagarriga, «Introducción» a Walter Scott, Ivanhoe, Barcelona, Planeta, 1991, p. XIV.

Walter Scott en España

En el caso de España, Walter Scott no va a ser solo el modelo de un subgénero dentro de la novela, sino el vindicador de la novela como género apreciable y digno de ser cultivado. En Inglaterra, la tradición novelesca cervantina fue continuada sin rupturas por varios autores, cosa que no sucede en España. Hizo falta que llegara la moda de las novelas de Scott para que muchos autores españoles, al decidirse a imitar al escocés, consideraran digna de mérito literario a la novela, impulsando de este modo el desarrollo del género novelesco en nuestro país.

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Scott pudo empezar a ser leído en español desde 1823, fecha en la que Blanco White tradujo algunos fragmentos de Ivanhoe en un periódico londinense. Debemos recordar que Londres fue un centro de traducciones, por la presencia de varios emigrados, aunque lo normal fue que se vertiese al español a través del francés. En efecto, como ocurriera con otros autores, Francia fue la gran descubridora de Scott; allí el scottismo fue un fenómeno «delirante», según refiere Montesinos; desde el país vecino, Scott llegaría a España: «… fueron las prensas francesas las que se apoderaron de un Walter Scott adobado a la española de modo más o menos dudoso»[1].

El gran momento de influencia de Scott, en España y en toda Europa, es la década de 1830 a 1840; en efecto, en nuestro país sería leído desde los años treinta para alcanzar, a lo largo del siglo XIX, 231 ediciones en España; solo en los años 1825-1834 hubo cuarenta traducciones al español de sus obras (16 en Madrid, 9 en Barcelona, 6 en Burdeos, 4 en Perpiñán, 3 en Londres y 2 en Valencia). Hacia 1840 empieza a menguar su influencia; de hecho, en los años 40-60, serán los autores franceses los que más se traduzcan (Sue, Hugo, Dumas, Soulié, Féval…).

Scott influyó especialmente en el Romanticismo creyente y tradicional[2] (el renacimiento romántico, según la terminología de Peers), con centro en Cataluña[3]. Fue admirado en El Europeo y El Vapor; sus obras entraron en la famosa colección de Cabrerizo, de Valencia, e inspiró a Carbó, Piferrer, Milá y Fontanals y, sobre todo, a López Soler.

Mucho se ha discutido la influencia de Walter Scott en la novela histórica romántica española. Hay estudios muy completos al respecto[4], y no voy a detenerme a explicar lo que debe cada novelista español al autor de las Waverley Novels. Señalaré simplemente que la influencia de Scott debe ser matizada. Es cierto que crea el patrón del género y todos los que le siguen utilizan unos mismos recursos narrativos, que se encuentran en las novelas del escocés, a modo de clichés. Ahora bien, esto no significa necesariamente que todas las novelas españolas sean meras imitaciones, pálidas copias del modelo original, como se suele afirmar cuando se valora por lo ligero la novela histórica romántica. Además, es posible pensar que algunas de las coincidencias pueden ser casuales: si dos novelistas describen un templario, o un torneo, o el asalto a un castillo, es fácil que existan elementos semejantes en sus descripciones, aunque uno no se haya inspirado en el otro[5].

La mayor influencia de Scott no radica, en mi opinión, en el conjunto de esas coincidencias de detalle, sino en el hecho de haber creado una moda que, bien por ser garantía segura de éxito (como señala Zellers), bien por otras razones, impulsó definitivamente, por medio de traducciones primero, de imitaciones después y de creaciones originales por último, el renacimiento de la novela española hacia los años treinta del siglo XIX. Así pues, no se trataría tanto de una influencia en la novela española de aquel momento, sino de una influencia para la novela española en general.

Ofrezco a continuación algunas fechas importantes para comprender mejor la influencia de Scott en España[6]:

1814 Publica Waverley.

1815 Guy Mannering.

1816 The Antiquary.

1817 Rob Roy.

1818 The Heart of Midlothian. Empieza a ser citado en revistas españolas (por ejemplo, por Mora en la Crónica Científica y Literaria).

1819 The Bride of Lamermoor.

1820 Ivanhoe.

1821 Kenilworth.

1822 The Pirate.

1823 Quintin Durward. Blanco White publica en el periódico Variedades, de Londres, algunos fragmentos de Ivanhoe en español. Es elogiado por Aribau en El Europeo.

1824 El Europeo lo proclama «el primer romántico de este siglo».

1825 Se publica la primera traducción completa de Ivanhoe en español (Londres, Ackerman). The Talisman. Traducción de El talismán.

1826 Scott empieza a ser editado con frecuencia en Perpiñán, Madrid y Barcelona. Primera traducción impresa en España de El talismán.

1828 La censura prohíbe a Aribau y Sanponts la creación de una sociedad para traducir las obras de Scott.

1829 Inicia Jordán la edición de obras de Scott.

1831 Primera traducción impresa en España de Ivanhoe.

1832 La censura prohíbe la publicación de otras versiones de Ivanhoe.

Esta prohibición está motivada por el comportamiento poco edificante de algunos personajes de la novela que visten hábito religioso (el templario Bois-Guilbert, el prior Aymer)[7]. Sin embargo, a partir de esa fecha, y hasta los años cuarenta, las ediciones de las novelas de Scott son ya constantes en España, sin que su influencia se viera empañada por la de ningún otro escritor.


[1] José F. Montesinos, Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX, Madrid, Castalia, 1983, p. 60.

[2] Pese a ello, tuvo problemas con la censura, por presentar a algunos personajes (pensemos, por ejemplo, en el prior y el templario que aparecen en Ivanhoe) con ciertas características morales que no cuadraban bien con su condición de religiosos. Puede consultarse el trabajo de Ángel González Palencia, «Walter Scott y la censura gubernativa», Revista de Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, IV, 1927, pp. 147-166.

[3] Hugo y Byron, por su parte, serían los adalides del Romanticismo revolucionario (la rebelión romántica), con mayor acogida en Madrid.

[4] Philip Churchman y Edgar A. Peers, «A Survey of the Influence of Sir Walter Scott in Spain», Revue Hispanique, LV, 1922, pp. 227-310; W. Forbes Gray, «Scott’s Influence in Spain», The Sir Walter Scott Quarterly (Glasgow-Edimburgo), 1927, pp. 152-160; Manuel Núñez de Arenas, «Simples notas acerca de Walter Scott en España», Revue Hispanique, LXV, 1925, pp. 153-159; Edgar A. Peers, «Studies in the Influence of Sir Walter Scott in Spain», Revue Hispanique, LXVIII, 1926, pp. 1-160; Sterling A. Stoudemire, «A Note on Scott in Spain», Romantic Studies presented to William Morton Day, Chapell Hill, University of North Carolina Press, 1950, pp. 165-168; Guillermo Zellers, «Influencia de Walter Scott en España», Revista de Filología Española, XVIII, 1931, pp. 149-162. Ver también la tesis doctoral de José Enrique García González, Traducción y recepción de Walter Scott en España. Estudio descriptivo de las traducciones de «Waverley» al español, dirigida por Isidro Pliego Sánchez, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005.

[5] Coincido plenamente en esto con la opinión de Felicidad Buendía en su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963p. 759: «Las influencias walterscottianas sabemos ya que son muchas y repetidas en esta fase de nuestra novela histórica, pero no hemos de considerar hasta la saciedad estas ni exagerarlas buscando precedentes a toda costa donde no los hay. Es natural que tratando de seguir una escuela los autores coincidan en puntos en que es necesario encontrarse: las figuras de una época histórica se pueden parecer, lo mismo que en sus atuendos, en sus pensamientos y reacciones, pero esto no demuestra que tal personaje de una obra tenga su antecedente en otro parecido de otro autor […]. En cuanto a otros rasgos de ruinas, paisajes, etc., bien sabemos que muchas veces son tópicos».

[6] Una bibliografía completa de las traducciones de novelas de Scott al español puede verse en el trabajo de Churchman y Peers «A Survey of the Influence of Sir Walter Scott in Spain».

[7] Ver González Palencia, «Walter Scott y la censura gubernativa».

Aspectos de oralidad en «Amaya» de Navarro Villoslada: la conciencia idiomática del narrador

El narrador de esta novela de Navarro Villoslada[1] es consciente de que sus personajes pertenecen a tres pueblos bien distintos, el vasco, el godo y el judío, con las correspondientes consecuencias lingüísticas que ello acarrea, dado que no todos hablan el mismo idioma. Pues bien, el narrador tiene mucho cuidado en ir señalando cuál es el idioma en que se expresa un personaje o en que se desarrolla un diálogo: vasco, latín vulgar, latín sin corromper o hebreo. El hecho es importante, porque a veces se derivan consecuencias de que un oyente conozca o no el idioma que emplean sus interlocutores.

Puede considerarse un indicador de oralidad, si bien muy indirecto, el hecho de que algunos personajes empleen el vasco, dado que este idioma no conoce manifestaciones escritas hasta varios siglos después de aquel en que se sitúa la acción de esta novela[2]. Aparte de las indicaciones del narrador señalando qué personajes o cuándo lo utilizan, algunas palabras y aun expresiones vascas tiñen sus réplicas e incluso el discurso del narrador. Son palabras como ezpata, irrintzina, sagardua, lauburu, batzarre, Jaungoicoa, echecojaun, etc.

Euskara

Sea como sea, el vasco es el vehículo oral transmisor de toda la tradición y cultura de los vascones, como dice Amagoya a Asier: «Esa sabiduría que tú dices no es mía; es de nuestros antepasados, y yo no he hecho más que conservar el depósito con la debida pureza. Los conocimientos de nuestros padres eran sencillos, pero claros, y en el idioma éuscaro brillan aún como rastros de luz» (p. 435). Como señala la misma Amagoya en otro lugar, gracias a su idioma y sus cantares heredados puede hablar «la antigüedad por boca de la tradición» (p. 228). Lo vemos también en este diálogo entre Amaya y Amagoya:

—Estoy admirada de vuestra sabiduría.

—No tiene por qué extrañarte; en la casa de Aitor se conserva, como archivada, la ciencia y doctrina de nuestros mayores.

—¿Por ventura se conserva en algún escrito?

—Nada; todo se fía a la tradición y a las canciones (p. 693).


[1] Las citas serán por esta edición: Francisco Navarro Villoslada, Amaya o los vascos en el siglo VIII, Madrid, Giner, 1979 (col. «La Novela Histórica Española», 23). Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Aspectos de oralidad y literalidad en Amaya de Navarro Villoslada», TK. Boletín de la Asociación Navarra de Bibliotecarios, 16, diciembre de 2004, pp. 171-181. Sobre el autor y el conjunto de su obra, ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución «Príncipe de Viana»), 1995.

[2] El primer libro impreso en lengua vasca, Linguae vasconum primitiae, de Bernart Echapare, es del año 1545.

Aspectos de oralidad en «Amaya» de Navarro Villoslada: alusiones al lector

Este tipo de marcas son relativamente frecuentes en la novela de Navarro Villoslada[1]. He podido contabilizar unas 25 en las que se menciona la palabra lector o aparecen expresiones similares (por ejemplo, el que esto leyere). Existen otras relativas al receptor, en general, pero a nuestros efectos no nos interesan. Estas referencias son habituales en la novela decimonónica[2] y y nos vienen a indicar que la recepción de la obra es por medio de la lectura individual (si bien en el siglo XIX se sigue conservando, en algunos sectores, la lectura en voz alta ante un auditorio numeroso).

En Amaya, las alusiones son del tipo siguiente: «como el lector se habrá figurado», «recordará el lector», «como supondrá el lector», etc. En una ocasión no figura en el texto, sino en el título de un capítulo: «En que el autor hace dormir a sus personajes y quizá también a sus lectores», con el habitual buen humor que caracteriza al escritor de Viana.

Amaya_Lauburu


[1] Manejo esta edición: Francisco Navarro Villoslada, Amaya o los vascos en el siglo VIII, Madrid, Giner, 1979 (col. «La Novela Histórica Española», 23). Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Aspectos de oralidad y literalidad en Amaya de Navarro Villoslada», TK. Boletín de la Asociación Navarra de Bibliotecarios, 16, diciembre de 2004, pp. 171-181. Sobre el autor y el conjunto de su obra, ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución «Príncipe de Viana»), 1995.

[2] Ver Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995b, pp. 145-198 (en la 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151).

Bicentenario del nacimiento de Francisco Navarro Villoslada (1818-2018), literato, periodista y político de Viana (Navarra)

Este año 2018, concretamente hoy, 9 de octubre, se cumplen los doscientos años del nacimiento de Francisco Navarro Villoslada (Viana, Navarra, 1818-1895), un autor que resulta conocido sobre todo por sus novelas históricas: Doña Blanca de Navarra (1847), Doña Urraca de Castilla (1849) y Amaya o los vascos en el siglo viii (1879). Y, en efecto, en el contexto de la novela romántica española, fue uno de los mejores cultivadores del subgénero histórico en su versión seria y documentada, hasta el punto de haber merecido el sobrenombre de «el Walter Scott español». Sea como sea, en este ámbito de la literatura, también cultivó otros géneros, todos los habituales en su época: novela de costumbres, novela folletinesca, cuentos, leyendas históricas, artículos costumbristas, dramas, comedias, etc.

Pero, además de esta faceta como literato, tuvo una destacada actividad en el periodismo y en la política de su tiempo. Como periodista, fue fundador, redactor y director de algunos de los periódicos más prestigiosos de su época (cabe destacar, sobre todo, su labor al frente de El Pensamiento Español durante más de una década, entre 1860 y 1872); se convirtió en un insigne adalid de la causa católica, lo que le hizo ganar el título de «el Louis Veuillot de España». En fin, mantuvo una notable actuación política, primero con los denominados neocatólicos, después en las filas del carlismo, siendo tres veces diputado a Cortes, una más senador del Reino y, durante algún tiempo, secretario personal de don Carlos de Borbón y Austria-Este (Carlos VII).

Cada una de estas tres facetas (literato, periodista y político) por separado hace a Navarro Villoslada merecedor de un amplio estudio monográfico; todas ellas juntas lo convierten en una figura de primer orden en la historia del siglo XIX español.

SEPTIEMBRE 2015 134

Doscientos años no se cumplen todos los días, y por esta razón —a lo largo de todo el año, pero sobre todo en estas semanas— la figura y la obra de Navarro Villoslada se están asomando a este blog con especial intensidad[1].


[1] Para una aproximación general al autor remito a mi libro de 1995: Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución Príncipe de Viana), 1995. Y para el contexto de la novela histórica romántica, puede verse mi artículo «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

Aspectos de oralidad en «Amaya» de Navarro Villoslada: la recitación

A lo largo de esta novela de Navarro Villoslada[1] son varios los versos, coplas o canciones que se intercalan en la narración. Aquí voy a referirme a las indicaciones que va haciendo el narrador acerca de cómo se recitan o entonan tales cantos. En primer lugar, Amaya recita delante de su padre y de su tío el canto de Aníbal. El narrador es consciente de que no puede reflejar en el papel toda la belleza y el tono especial con que canta la heroína:

Después de algunos compases de música lánguida, comenzó la canción, de cuya inimitable sencillez y energía no pueden ser trasunto los siguientes versos:

Pájaro de dulce canto,
¿quién te retiene cautivo? (p. 40).

Pajaro saliendo de la jaula

una nota en la página 240, el autor siente necesidad de justificarse por no poder reflejar de un modo más acertado la belleza del canto vascongado de Amagoya:

Esta canción es intraducible e inimitable tanto en verso como en prosa; los idiomas modernos quedan vencidos por la sencillez, concisión y energía del original. En la necesidad de recurrir a las perífrasis, he dado preferencia al verso, pues que de poemas se trata.

Petronila, la loca, es un personaje que rara vez se expresa sino por medio de canciones:

—¿Y no se mueven sus labios más que para recitar canciones?

—Con las canciones lo expresa todo, como ruiseñor con trinos y gorjeos, y las acomoda fácilmente a sus afectos o caprichos (p. 134).

Así, sabemos cómo canta en la página 150, gracias a la indicación del narrador:

Echóse atrás con ambas manos el cabello que le caía por la frente, y viendo acercarse al enemigo, tornó a su postura y balanceo de siempre; pero cantando, como si quisiera ser oída, con toda la fuerza de su poderoso acento.

O en la página 185, cuando se especifica: «… soltó la voz y se puso a cantar como loca».

Amagoya, como ya se dijo en una entrada anterior, es la anciana depositaria de toda la tradición vascongada, tradición que se ha conservado por transmisión oral. Ahora se dispone a cantar con su «acento sonoro y privilegiado» (p. 228). Muy interesante resulta la siguiente indicación del narrador:

Lo que vamos a escuchar no era canción, propiamente hablando, sino recitado en prosa semipoética, interrumpido de cuando en cuando por los acordes del arpa […]. Semejantes noches estaban consagradas a la tradición, que la hija de Aitor quería conservar en toda su pureza. Pero en vano: las manos del hombre manchan cuanto tocan […]. La noble anciana, haciendo resonar el instrumento con notas graves y llanas, comenzó su relato, dando a su voz cierta modulación que hacía verosímil las fábulas de Orfeo y Anfión, ponderados músicos de Grecia (p. 232).

Notemos que el narrador ha dicho: «Lo que vamos a escuchar…». Bien. Sigue a continuación el relato o texto recitado, que termina con esta nueva indicación del narrador:

La voz de la cantora se fue oscureciendo por grados y, al concluir el relato, quedó ahogada entre sollozos (p. 234).

Poco después, Amagoya entona otro canto, y de nuevo encontramos indicaciones del narrador al respecto:

Cantaba transportada, con un entusiasmo y, por consiguiente, con una fuerza, con una inspiración cual nunca igual había sentido (p. 239).

… la voz robusta, vibrante y arrebatadora de la Adivina… (p. 240).

Vuelve a cantar Amagoya en la página 350. Ha escuchado «uno de esos cantos éuscaros de tiempo inmemorial» entonado por unas «voces unánimes, acordes, espontáneas», y como ella siente pasión o debilidad por el canto, se olvida de todo:

Más aún: oía cantar y cantó. Cantó con el mismo abandono y gallardía que en la cima de las rocas de Aitormendi; cantó mejor, porque ni la soledad la espantaba con su mudez, ni la indiferencia de los oyentes la arrecía; cantó en coro con ecos que respondían entusiastas a su acento […]. La mayor parte del auditorio no había oído jamás aquella voz privilegiada, patrimonio exclusivo y signo característico de la familia de Aitor.

Ahora bien, no todo van a ser cantos armónicos y dulces voces. También nos encontramos con un pelotón de montañeses que desafinan completamente, pues «venían alegres como unas pascuas, cantando en horrible discordancia, que si desgarraba los oídos, resonaba sin embargo plácida en el corazón» (p. 257). A las veces lo que resuena —permítaseme la expresión— en las páginas de la novela es el grito de los vascos, ya de batalla, ya de victoria sobre el eterno enemigo. Se trata de «un grito alegre, gutural, vibrante y prolongado, que parecía superior al aparato eufónico del hombre» (p. 42).

Por último, me referiré a un aspecto que es fiel reflejo de oralidad; se trata del diálogo en verso improvisado por Amagoya y otros personajes. Dejaré la palabra al propio narrador, pues sus explicaciones son claras y explícitas:

Amagoya, como hemos visto, se había dirigido allá cantando, loca de entusiasmo, la derrota de los godos, el triunfo de la escualerría, las glorias de Asier. Cantando también le contestaba el pueblo; y entre la hija de Aitor y la gente del valle se entabló un diálogo de cantares, a que tanto se prestan el genio del idioma y la natural predisposición musical de los montañeses, que con admirable facilidad hablan, discuten y hasta disputan en verso, sin regla, sin arte y sin conciencia siquiera de su habilidad.

Esta costumbre de improvisar públicamente letra y música se conserva en nuestros días[2] cual precioso resto de las antiguas contiendas de bardos, en que los actores, situados en opuestos bandos, se preguntan y se responden, sostienen tesis o causas distintas, alardeando de ingenio, compitiendo en voz y primores de talento ante un pueblo inteligente, apreciador de las travesuras y galas de la musa éuscara.

En esta forma singular de narraciones heroicas, que recuerda los primitivos tiempos de la tragedia griega y los improvisadores itálicos, Amagoya enteró a su auditorio de la nueva faz que habían tomado las cosas públicas; y el pueblo, como los coros del teatro antiguo, hacía reflexiones, expresaba su júbilo, dudaba y preguntaba: todo en cantos, en exaltaciones del estro, en torrentes de armonía (p. 457).


[1] Las citas serán por esta edición: Francisco Navarro Villoslada, Amaya o los vascos en el siglo VIII, Madrid, Giner, 1979 (col. «La Novela Histórica Española», 23). Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Aspectos de oralidad y literalidad en Amaya de Navarro Villoslada», TK. Boletín de la Asociación Navarra de Bibliotecarios, 16, diciembre de 2004, pp. 171-181. Sobre el autor y el conjunto de su obra, ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución «Príncipe de Viana»), 1995.

[2] Se refiere a los modernos bertsolaris.