Descripción de Chile y el valle de Arauco por Cristóbal Suárez de Figueroa

Hoy, 18 de septiembre, se celebran las Fiestas Patrias en Chile. La fecha, curiosamente, no corresponde al día de la proclamación de la Independencia de España (declarada oficialmente por Bernardo OʼHiggins el 12 de febrero de 1818), sino al de la creación de la Primera Junta Nacional de Gobierno, que juró gobernar el territorio en nombre de Fernando VII y conservarlo para él tras quedar el monarca español prisionero de Napoleón Bonaparte. Este cuerpo colegiado o cabildo abierto se reunió en el edificio del Real Tribunal del Consulado de Santiago el martes 18 de septiembre de 1810. Su propósito era administrar la Capitanía General de Chile y tomar medidas para su propia defensa, a semejanza de lo que hicieron en la Península las provincias de España, que formaron la Junta Suprema Central. Se trataba, por tanto, de una adhesión de lealtad a la monarquía, si bien en la práctica el funcionamiento de esta institución (que funcionó hasta el 4 de julio de 1811, cuando se inauguró el Primer Congreso Nacional) supuso la primera forma autónoma de gobierno surgida en Chile desde los tiempos de la conquista.

Carte du Paraguay, du Chili, du Detroit de Magellan, etc. (1750), de Guillaume Delisle
Carte du Paraguay, du Chili, du Detroit de Magellan, etc. (1750), de Guillaume Delisle.

Copiaré aquí la descripción del territorio de Chile y el valle de Arauco que ofrece Cristóbal Suárez de Figueroa en el Libro primero de sus Hechos de don García Hurtado de Mendoza, cuarto marqués de Cañete (en Madrid, en la Imprenta Real, año 1613):

Concluyen ser tierra abundante, parte llana, parte montuosa; fértil de oro, de yerbas, de varios ganados, llena de lagos, ríos y bosques, por cuya causa y por las continuas lluvias viene a ser a trechos pantanosa. Cíñela el mar casi en torno, aunque su disposición ofrece a los bajeles pocas y estrechas ensenadas y abrigos. Costéase en desembocando el estrecho de Magallanes. Díjose Chile de un valle principal suyo, llamado así. Comienza Sur Norte en la altura de cincuenta y dos grados y medio, y corre hasta el grado veinte y siete. Mas de Levante a Poniente no es más ancho de treinta y tres leguas, porque de un lado tiene el mar y del otro la gran cordillera. Esta parte, por ser fuera de la tórrida, así en los frutos como en la diferencia de estaciones, participa del mismo temple que España; salvo que cuando para nosotros es estío, para ellos viene a ser invierno; y siendo antípodas nuestros, cuando acá es de día, es allá de noche, estando ambos reinos en igual distancia de la equinocial. Descubriole el adelantado Diego de Almagro, padeciendo grandes trabajos de hambre y frío. Son así hombres como mujeres de buenas caras, y más blancos que otros indios. Tienen allí los españoles diversas colonias: entre otras Santiago, riberas del Paraíso, río caudaloso en el valle de Mapocho (fundola Pedro de Valdivia el año 1541); La Concepción en el pequeño valle de Penco, con puerto; Valdivia junto a otro puerto; La Imperial, rica y bien poblada antes de las guerras; en la provincia de Coquimbo, La Serena, con puerto distante dos leguas.

Hállase también en treinta y seis grados el famoso valle de Arauco, que con memorable valentía se ha defendido tantos años de tan poderosos enemigos. La gente que produce es sumamente valerosa, robusta, y tan ligera, que (como está escrito) alcanza por pies los venados, y de tanto aliento, que dura en la carrera casi un día. Excede a los demás occidentales y antárticos, así en trabazón como en discurso. Es fuerte, feroz, arrogante, colmada de generosos bríos, y así enemiga de sujeción a quien, por evitar, menosprecia la vida. Ha sesenta años que no les concede reposo su belicosa inclinación, dirigida a la libertad de la patria. El largo ejercicio de las armas los ha hecho bien expertos en la milicia. Son (como los demás indios) grandes agoreros, teniendo sus magos embaidores en notable veneración. Estos hechiceros habitan cuevas, adornadas de torpes sabandijas, con que se hacen horribles[1].


[1] Cito por el texto preparado por Enrique Suárez Figaredo, disponible en línea en The Works of Cervantes. Other Texts, pp. 42-42, si bien modernizo grafías y puntuación.

Araucanos y españoles en «Los españoles en Chile» (1665), de Francisco González de Bustos (4)

Desde el punto de vista escénico, la caracterización de los personajes indios de Los españoles en Chile se produce fundamentalmente a través de su vestimenta: la acotación inicial indica que Caupolicán sale «vestido de indio, con arco y flechas al hombro, con bastón de general» mientras que Fresia va «vestida de india muy bizarra, con flechas al hombro en carcajes, y el arco en la mano»; Colocolo aparece como «mago, vestido de pieles, con barba larga y muy cana» (acot. en fol. 2r[1]) y Tucapel «de indio, con carcaj, flechas y arco» (acot. en fol. 3v).

Ahora bien, ¿qué tratamiento reciben los principales protagonistas araucanos? ¿Qué semblanza ofrece de ellos el dramaturgo? Caupolicán, impulsivo y vengativo, se caracteriza por el profundo amor que siente por Fresia y también por su orgullosa soberbia, que le lleva a mostrarse sordo a los reproches y advertencias de Colocolo. Como ha señalado la crítica, la figura del cacique araucano resulta un tanto incongruente en esta pieza, pues se diluye y desdibuja, hasta el punto de desaparecer por completo en la Jornada segunda. En el desenlace, la muerte del cacique, que se menciona, pero no se representa, es el hecho que propicia la sujeción y conversión de los araucanos. No son más de cinco versos los que se dedican a referirla:

DON DIEGO.- Ya en Caupolicán se hizo
la justicia que tú mandas:
puesto en un palo murió,
y con la mayor constancia
que humanos ojos han visto (fol. 23r).

Jefe araucano

Tucapel y Rengo quedan retratados como indios arrogantes y bravucones; por ejemplo, no dudan en desenvainar sus espadas delante de Caupolicán, lo que pone de manifiesto su falta de respeto a la jerarquía. Es más, los dos rivalizan por ostentar la jefatura entre los araucanos, disputándosela a Caupolicán. Tucapel, que también ama a Fresia, se presenta a sí mismo como defensor de su honor y por eso, y llevado por los celos, reta a don Diego, que también pretende a la bella araucana. Su carácter orgulloso queda reflejado en esa escena del desafío a Almagro, ante quien se da a conocer con estas altaneras palabras:

TUCAPEL.- Yo soy Tucapel, en quien
consiste todo el Arauco[2],
y el mundo, que todo el mundo
es corta empresa a mi brazo (fol. 12v).

En fin, Colocolo, más que un sabio consejero cuya autoridad es respetada por todos, es presentado como un mago, una especie de augur, que en dos ocasiones vaticina la derrota de los araucanos si no atienden sus avisos; pero los jefes guerreros no le hacen ningún caso y le faltan al respeto, hasta el punto de que Caupolicán y Rengo lo llaman «caduco», «caduco viejo»[3].


[1] Todas mis citas son por la edición príncipe de 1665 (Los españoles en Chile, en Parte veinte y dos de Comedias nuevas, escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Andrés García de la Iglesia, a costa de Juan Martín Merinero, 1665), pero modernizando las grafías y la puntuación.

[2] La princeps lee «el Araucano», que hace el verso largo; enmiendo.

[3] Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

Araucanos y españoles en «Los españoles en Chile» (1665), de Francisco González de Bustos (2)

En principio, funciona en la comedia de Los españoles en Chile la axiología indios=bárbaros / españoles =civilizados. Pero hay que hacer notar con Lee que existe una transposición de los valores europeos al entorno indígena: no es solo que los indios juren por Marte, Apolo o Júpiter; ocurre además que los valores de cortesía, gentileza, fineza, elegancia, valentía, hermosura, bizarría, propios de los personajes españoles, son portados también por los indios. Dicho de otra forma, las mujeres araucanas quedan equiparadas en su comportamiento y forma de expresión a las damas españolas, e igualmente los varones indios a los galanes europeos.

Guacolda y Lautaro
Guacolda y Lautaro

Esto se aprecia sobre todo en sus comportamientos amorosos y en los diálogos que mantienen los enamorados, quienes utilizan el lenguaje galante, abundante en imágenes petrarquistas y neoplatónicas (dama=sol, ojos=luceros, etc.). Podemos copiar a modo de ejemplo el primer diálogo amoroso que se establece entre Caupolicán y Fresia:

CAUPOLICÁN.- Fresia querida,
si a dar a este horizonte nueva vida
tu soberana luz ha madrugado…

FRESIA.- Si a verte de laureles coronado
la aclamación te llama…

CAUPOLICÁN.- … si por deidad la adoración te aclama,
segura está de Arauco en ti la gloria.

FRESIA.- … en ti asegura Chile su vitoria.

CAUPOLICÁN.- Prodigio valeroso
en quien se unió lo fiero con lo hermoso,
pues, para asombro bélico de España,
armada Aurora luces la campaña[1].
Tú sola has de vivir; mintió el acento
que pobló con mi nombre el vago viento
cuando mi aplauso arguyo
de que me aclame el orbe esclavo tuyo,
pues claro se percibe
vivir Caupolicán, si Fresia vive.
Deja, pues, dueño mío
(cuando a tus pies se postra mi albedrío)
el arco soberano,
que ocioso pende de tu blanca mano;
depón a aqueste indicio tus enojos,
pues hieren más las flechas de tus ojos.

FRESIA.- A tu noble fineza agradecida
estoy, Caupolicán, tuya es mi vida,
cuando a quien menos que tu aliento fuera
mi altiva presunción no se rindiera (fol. 1v[2]).

Es notable el carácter galante y caballeresco de su relación: Fresia da valor al brazo de Caupolicán, que se quema en las luces de sus divinos ojos, etc. También Tucapel, enamorado igualmente de Fresia, utiliza para dirigirse a ella el mismo registro amoroso (el enamorado galán se asimila a la salamandra que, según la tradición animalística, no se quemaba en el fuego, que es aquí metafórico fuego de amor):

TUCAPEL.- Escúchame, Fresia hermosa,
divina araucana bella,
en cuyas luces anima
el sol sus flamantes rayos
para que amanezca el día:
no me espanto que al amor[3]
tu altivez hermosa rindas,
que en tu mismo cielo tienes
los astros con que te inclinas.
Solo siento, cuando hay tantos
en Arauco que te sirvan
y que te adoren, pues yo
al combate de tus iras
ha mil siglos que en tus ojos
ardo salamandra viva,
que a un español, que a un cristiano,
ciegamente inadvertida,
entregues tu amor, sin ver
que te ofendes a ti misma (fol. 10v).

De la misma forma, también Rengo, enamorado de Gualeva, emplea expresiones similares (aquí se trata del «rigor tirano» de la «bella ingrata», de la «amada enemiga», insensible al «amante cuidado» de su pretendiente):

RENGO.- Pues, Gualeva, ¿desta suerte
pagas mi amante cuidado?
[…]
Hable tu rigor tirano,
si aquí puede haber disculpa,
o me pagará tu culpa
este alevoso cristiano (fols. 16v-17r)[4].


[1] La princeps lee este verso «armada Aurora luzes la acompaña», que enmiendo.

[2] Todas mis citas son por la edición príncipe de 1665 (Los españoles en Chile, en Parte veinte y dos de Comedias nuevas, escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Andrés García de la Iglesia, a costa de Juan Martín Merinero, 1665), pero modernizando las grafías y la puntuación.

[3] La princeps trae «el amor», que enmiendo.

[4] Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

«Los españoles en Chile» (1665), de Francisco González de Bustos: cuestiones genericas

Pese a su ambientación en un tiempo y un espacio claramente identificables, y pese a la presencia entre los protagonistas de personajes históricos (Diego de Almagro, el marqués de Cañete, Caupolicán…), Los españoles en Chile no es una comedia histórica. La intriga, bastante complicada, es de tipo amoroso, en torno al triángulo formado por la dama española doña Juana, el conquistador don Diego de Almagro y Fresia, la compañera del caudillo araucano Caupolicán. Por supuesto, el conflicto bélico entre españoles y araucanos aparece como telón de fondo, y se juega en algún pasaje con el binomio Marte / Venus, pero en el desarrollo de la comedia cobra mucha más importancia lo relacionado con el segundo elemento («truecas las iras de Marte / a las delicias de Venus», le reprocha Colocolo a Caupolicán, fol. 2v[1]).

Araucanos. Dibujo de Giulio Ferrario publicado en Milán en 1827.
Araucanos. Dibujo de Giulio Ferrario publicado en Milán en 1827.

No estamos, pues, ante un drama histórico en el que se destaque la dimensión pública de los hechos presentados, ni es tampoco la obra una comedia bélica, en la que ocupe un lugar central la descripción de las batallas y los hechos de armas. Al contrario, lo nuclear aquí son las diversas tramas amoroso-sentimentales. El dramaturgo no se centra en el conflicto colectivo de los dos pueblos enfrentados (conquistadores españoles vs. araucanos defensores de su tierra), sino en los conflictos de índole personal, que convierten a Los españoles en Chile en una comedia de enredo, en la que los personajes protagonizan numerosos equívocos y usan disfraces o urden otras trazas para ocultar su verdadera personalidad, sin que falte el tópico recurso de la dama vestida de varón (doña Juana viene desde Perú con traje de soldado, siguiendo al hombre que la ha deshonrado, Almagro). En definitiva, todo se resuelve en enfrentamientos privados, sin que entren en juego, como ha señalado Antonucci[2], las dimensiones política y religiosa del enfrentamiento entre españoles y araucanos; en este sentido, señala, los indios son «bárbaros con una perspectiva básicamente sentimental, sin ningún interés por las implicaciones político-ideológicas de la conquista»[3].

A este respecto, hay un detalle que conviene destacar: si recordamos su fecha de publicación (1665), vemos que Los españoles en Chile es una pieza muy alejada ya de los acontecimientos que le sirven de base y, de hecho, podemos apreciar que en ella la cronología histórica queda por completo desajustada: como hace notar Lerzundi, González de Bustos presenta juntos a Diego de Almagro y a García Hurtado de Mendoza, obviando el hecho de que Almagro había muerto en Perú en 1538, es decir, diecinueve años antes de la llegada a Chile del nuevo gobernador. Este simple detalle nos bastará para poner de relieve la libertad con que maneja el cañamazo histórico, las licencias que se va a permitir, algo legítimo por otra parte, pues él escribe como dramaturgo, no como historiador; y un dramaturgo, además, que en ningún momento se propuso escribir una pieza histórica sino, como ya indiqué, una comedia de enredo, llena de intrigas amorosas, ambientadas, eso sí, en un determinado momento histórico. Esta característica ya fue señalada por Lee[4], quien indica:

El mundo araucano y el contexto de la guerra se introduce mediante la descripción de episodios relevantes (como la suerte de Valdivia y la prueba del tronco, por ejemplo) a través de los cuales es posible comprobar que González de Bustos estaba familiarizado con la literatura de Arauco […]. Sin embargo, aunque algunos de los personajes y algunos de los hechos mencionados son históricamente comprobados, son utilizados por el autor con absoluta liberalidad[5].


[1] Todas mis citas son por la edición príncipe de 1665 (Los españoles en Chile, en Parte veinte y dos de Comedias nuevas, escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Andrés García de la Iglesia, a costa de Juan Martín Merinero, 1665), pero modernizando las grafías y la puntuación.

[2] Fausta Antonucci —en «El indio americano y la conquista de América en las comedias impresas de tema araucano (1616-1665)», en Ysla Campbell (coord.), Relaciones literarias entre España y América en los siglos XVI y XVII, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1992, p. 40— define la acción de la comedia como «un complicadísimo enredo de amor y celos»; luego, en la p. 43, habla de «una complicada red de desencuentros amorosos, en la que se sustenta la mayor parte de la acción». Alessandro Cassol —«Flores en jardines de papel. Notas en torno a la colección de las Escogidas», Criticón, 87-88-89, 2003— escribe que la comedia «trata de los conflictos entre los conquistadores y los Araucos encabezados por Caupolicán, aunque la intriga de mayor relieve la constituye el amor de doña Juana, enésimo ejemplo de mujer varonil, hacia don Diego de Almagro».

[3] Antonucci, «El indio americano y la conquista de América…», p. 43, nota 21. En otro orden de cosas, la crítica ha destacado que la obra de González de Bustos no tiene una vocación «ejemplar», en el sentido de que no es una obra panegírica como sí lo son Arauco domado, El gobernador prudente y Algunas hazañas

[4] Mónica Lucía Lee, De la crónica a la escena: Arauco en el teatro del Siglo de Oro, Ann Arbor, UMI, 1996, p. 206.

[5] Lee, De la crónica a la escena…, p. 206. Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

Fortuna literaria de las guerras de Arauco

La presencia del tema de América en la literatura española del Siglo de Oro es relativamente amplia, y es un aspecto que ha sido estudiado, especialmente en lo que concierne a algunos autores mayores como Lope o Tirso de Molina[1]. Si nos ceñimos más concretamente al tema de las guerras de Arauco, apreciaremos el tratamiento literario de esa materia en géneros muy diversos, que van desde las crónicas hasta el teatro, pasando por la poesía épica. De los cronistas, historiadores y autores de relaciones, hay que recordar los nombres de Jerónimo de Vivar, Juan de Cárdenas, Alonso de Góngora Marmolejo, Pedro de Valdivia, Pedro Mariño de Lobera, Alonso de Ovalle, Diego de Rosales, Alonso González de Nájera o Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, entre otros; en el territorio de la épica, las dos obras fundamentales son La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga y el Arauco domado de Pedro de Oña, sin que convenga olvidar otros títulos como Purén indómito de Diego Arias de Saavedra (atribuido tradicionalmente a Hernando Álvarez de Toledo) o Las guerras de Chile de Juan de Mendoza y Monteagudo.

Fundación de Santiago de Nueva Extremadura
Fundación de Santiago de Nueva Extremadura

En el teatro, la materia araucana la encontramos plasmada en piezas como La belígera española (1616), de Ricardo de Turia (seudónimo de Pedro Juan Rejaule y Toledo); Algunas hazañas de las muchas de don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete (1622), obra colectiva de nueve ingenios; Arauco domado (1625), de Lope de Vega; La Araucana, auto sacramental de principios del siglo XVII, atribuido a Lope; El gobernador prudente (1663), de Gaspar de Ávila, y Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos, títulos a los que podemos añadir El nuevo rey Gallinato, de Andrés de Claramonte (comedia conservada en manuscrito y editada modernamente, en 1983, por M. del Carmen Hernández Valcárcel).

Sobre la materia de Arauco en el teatro existe abundante bibliografía[2], y a ella remito para más detalles. Ahora quiero recordar dos ideas tópicas que suelen mencionarse al tratar de estas cuestiones: por un lado, la escasa presencia del tema americano, en general, en el teatro español del Siglo de Oro; por otra parte, dentro de ese corpus reducido, la abundante presencia de temas y personajes relacionados con las guerras de Arauco[3]. ¿Por qué se escribieron tantas comedias ambientadas en ese contexto chileno? Creo que podemos dar por buenas las razones que aporta Glen F. Dille:

El número desproporcionado de comedias sobre Chile se debe a, por lo menos, tres factores: primero, precisamente porque no era un país rico, no se podía culpar a los españoles de estar allí por motivos indignos. Segundo, es la admiración por la heroica resistencia de sus pocos habitantes. A diferencia de México y del Perú, Arauco era muy pequeño, pero presentaba la máxima dificultad a los esfuerzos españoles para incorporarlo dentro del imperio. […] Tercero, las expediciones a esta lejana parte del imperio tuvieron la suerte de ser inmortalizadas por Alonso de Ercilla y por Pedro de Oña en obras del género de máximo prestigio —la epopeya. Así los escritores del siglo XVII podían inspirarse directamente en dos famosas obras literarias. Además, parece que la influencia de Ercilla era también indirecta porque aparentemente Algunas hazañas y El Arauco domado se escribieron para halagar al hijo del marqués de Cañete, que quedó resentido porque Ercilla no hizo mucho caso de su padre en la famosa Araucana[4].


[1] Pueden verse, entre otros, los trabajos de Ángel Franco, El tema de América en los autores españoles del Siglo de Oro, Madrid, Nueva Imprenta Radio, 1954; Valentín de Pedro, América en las letras españolas del Siglo de Oro, Buenos Aires, Sudamericana, 1954; Glen F. Dille, Glen F., «El descubrimiento y la conquista de América en la comedia del Siglo de Oro», Hispania. A Journal Devoted to the Teaching of Spanish and Portuguese (Los Angeles, California), vol. 71, núm. 3, September 1988, pp. 492-502; Ignacio Arellano (ed.), Las Indias (América) en la literatura del Siglo de Oro, Kassel, Reichenberger, 1992; Ysla Campbell (coord.), Relaciones literarias entre España y América en los siglos XVI y XVII, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1992; Francisco Ruiz Ramón, América en el teatro clásico español. Estudio y textos, Pamplona, Eunsa, 1993; Teresa J. Kirschner, Teresa J., «La evocación de las Indias en el teatro de Lope de Vega: una estrategia de inclusión», en Agustín de la Granja y Juan Antonio Martínez Berbel (coords.), Mira de Amescua en candelero. Actas del Congreso Internacional sobre Mira de Amescua y el teatro español del siglo XVII (Granada, 27-30 octubre de 1994), Granada, Universidad de Granada, 1996, vol. II, pp. 279-290; o Miguel Zugasti, «Notas para un repertorio de comedias indianas del Siglo de Oro», en Ignacio Arellano, M. Carmen Pinillos, Frédéric Serralta y Marc Vitse (eds.), Studia Aurea. Actas del III Congreso de la AISO (Toulouse, 1993), vol. II, Teatro, Pamplona / Toulouse, GRISO / LEMSO, 1996, pp. 429-442 y La alegoría de América en el Barroco hispánico: del arte efímero al teatro, Valencia, Pre-Textos, 2005; Julián González Barrera, Un viaje de ida y vuelta: América en las comedias del primer Lope (1562-1598), Alicante, Universidad de Alicante, 2008; o Guillem Usandizaga, La representación de la historia contemporánea en el teatro de Lope de Vega, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2014. En estos trabajos el lector interesado encontrará una bibliografía mucho más detallada.

[2] Para un acercamiento monográfico, ver especialmente Mónica Lucía Lee, De la crónica a la escena: Arauco en el teatro del Siglo de Oro, Ann Arbor, UMI, 1996 [publicado posteriormente como Mónica Escudero, De la crónica a la escena: Arauco en el teatro del Siglo de Oro, New York, Peter Lang, 1999], y Patricio C. Lerzundi, Arauco en el teatro del Siglo de Oro, Valencia, Albatros Hispanófila Ediciones, 1996; también Fausta Antonucci, «El indio americano y la conquista de América en las comedias impresas de tema araucano (1616-1665)», en Ysla Campbell (coord.), Relaciones literarias entre España y América en los siglos XVI y XVII, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1992, pp. 21-46 y Dieter Janik, «La “materia de Arauco” y su productividad literaria», en Karl Kohut y Sonia V. Rose (eds.), La formación de la cultura virreinal, II, El siglo XVII, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2004, pp. 121-134.

[3] Ver por ejemplo Antonucci, «El indio americano y la conquista de América en las comedias impresas de tema araucano (1616-1665)», pp. 21 y 44-45.

[4] Dille, «El descubrimiento y la conquista de América en la comedia del Siglo de Oro», p. 493. Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

«Un novelista descubre América», de Miguel Delibes: valoración final

El periodista viajero Delibes, que conoció el Chile del segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958), supo captar en su estancia la idiosincrasia del país y la forma de ser de sus gentes, y así nos lo transmitió en una serie de notas redactadas en un estilo ágil y ameno. En mi opinión, buena parte de lo que escribió hace algo más de cincuenta años sobre el paisaje y el paisanaje, sigue siendo válido a día de hoy. Su objetivo declarado era, precisamente, quintaesenciar lo que veía: «En mis crónicas he intentado rehuir todo aquello que sea transitorio, mudable o impersonal. Descubrir un país es sacar a flote sus cualidades permanentes» (p. 162)[1]. Un novelista descubre América no es una guía de viaje de Chile; tampoco Delibes se detiene a resumirnos la historia del país ni es detallista en muchos aspectos, llenando sus crónicas de datos farragosos, pero sí nos ofrece unas notas, frescas y espontáneas, con sus impresiones de viaje.

Bandera de Chile

Pero, además de posar esa mirada atenta y certera sobre los aspectos más llamativos o esenciales del país, llevó a cabo un fino análisis de lo que vio; en mi opinión, uno de los aspectos más valiosos de este libro —muy poco conocido en Chile, dicho sea de paso— es que Delibes supo proyectarse hacia el futuro, intuyendo las posibilidades de crecimiento y desarrollo del país, algo que, en aquel momento, quizá no era fácil de adivinar. En efecto, nos habla de «un país joven y en formación» (p. 96); un país todavía subdesarrollado, consumido en aquel momento por la deuda externa y la inflación, pero con un prometedor futuro: «Chile brinda a los ojos del forastero un conjunto de conquistas todavía no organizadas ni jerarquizadas; es como una maleta hecha con prisas; parece que está llena, pero aún caben muchas cosas» (p. 97); y poco después añadía: «Chile será un país completo el día que rellene los huecos de la maleta. Hoy por hoy, el alma le queda un poco chica a su cuerpo joven y vigoroso» (p. 99). Y sobre esto abundaba en el último epígrafe, «Cuestión de rascar», del capítulo XVI, que son las palabras finales, a modo de conclusión, de su libro:

Al viajero que abandona Chile le asalta el presentimiento de que deja atrás un país llamado a ser rico. A uno le invade la convicción de que Chile no da más porque de momento no lo necesita. Hace años a Chile le bastaba con los nitratos, pero el mundo empezó a fabricarlos artificiales y entonces Chile hubo de rascar un poco su caparazón y extraer cobre. El cobre era mucho, aunque no todo, y el chileno rascó un poquito más y alumbró petróleo, carbón, hierro, y hasta oro.

Observando la topografía chilena, especialmente la andina, el viajero tiene la impresión de que el país sacará de allí lo que necesite; es decir, que Chile, en apariencia, constituye una fuente inagotable de recursos. Ocurre, sin embargo, que un desarrollo técnico precisa una técnica previa, y esta técnica previa, a su vez, otra técnica aún más rudimentaria. De aquí que Chile, de momento, haya de poner en manos ajenas la explotación de sus riquezas, con mayor razón si consideramos que no sólo el elemento industrial escasea, sino que también escasea el elemento humano. El día que Chile, repito, se capacite técnicamente y su población se adense, el país será rico; tal vez inusitadamente rico. La conciencia de pobre que hoy tiene el chileno carece de fundamento. Nadie puede decir que su país sea pobre mientras ignore lo que oculta cada metro de la tierra que pisa. Con mayor razón un país como Chile donde cada sondeo verificado ha rendido su fruto.

El porvenir de Chile está, pues, en rascar. Cuanto más hondo, mejor (p. 168).

A día de hoy, Chile ha alcanzado una notable estabilidad política en democracia y goza de una economía saneada que atrae abundante inversión extranjera; es decir, ha logrado labrarse ese próspero porvenir intuido por Delibes en 1955. Sus palabras de entonces, lejos de ser meramente descriptivas, resultaron casi proféticas[2].


[1] Cito por Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno), Madrid, Editora Nacional, 1956, corrigiendo sin indicarlo algunas erratas evidentes. Más tarde, el texto quedaría refundido en Por esos mundos. Sudamérica con escala en las Canarias (Barcelona, Destino, 1961). Ahora puede verse en el volumen VII de las Obras Completas de Delibes, Recuerdos y viajes (Barcelona, Destino, 2010).

[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Delibes describe Chile: a propósito de Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno) (1956)», en María Pilar Celma Valero y José Ramón González García (eds.), Cruzando fronteras: Miguel Delibes entre lo local y lo universal, Valladolid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 2010, pp. 285-294; y la versión revisada y ampliada de ese trabajo, «Miguel Delibes y la huella periodística de su viaje a Chile en 1955: Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno)», Nueva Revista del Pacífico, núms. 56-57, 2011-2012, pp. 79-98.

«Un novelista descubre América», de Miguel Delibes: el habla de Chile

Habla chilenaA lo largo de estas crónicas que terminaría recopilando como libro en Un novelista descubre América, Delibes va recogiendo las palabras, modismos y formas de hablar peculiares que han llamado su atención. Dado que me resulta imposible consignarlas aquí todas, me limitaré a recordar que todas esas expresiones son las que irán tiñendo progresivamente el discurso de su personaje Lorenzo en la novela posterior Diario de un emigrante. Además de remitir a lo escrito por Hernando Cuadrado, Medina-Bocos y Portal[1], destacaré un par de detalles. Por un lado, sus indicaciones sobre el empleo del diminutivo: «La corrección chilena tiene su exteriorización en el uso y abuso del diminutivo. El diminutivo constituye el lubricante de la ejemplar convivencia chilena» (p. 84)[2]. Y luego añade:

El diminutivo imprime suavidad a la expresión que no es tanto indicio de cortesía como de afecto espontáneo. Para el chileno todo el mundo es prójimo, de acuerdo con el Evangelio. Esto no debe interpretarse en el sentido de que la inclinación al diminutivo sea una manifestación envidiable. El chileno llama a su esposa «mi hijita linda», «mi viejita», «mi perrita choca» —rabona. El chileno dice «ahorita» y «hasta lueguito». El chileno le dice al taxista que se detiene prematuramente: «Más allasito, pues». A mí me aconteció en una sala de té:

—¿Tesito?

—Sí.

—¿Solito o con lechesita, «cabayero»?

Incontestablemente, esto es demasiado (p. 85).

En segundo lugar, por lo que tiene de pequeño glosario, merecería la pena copiar íntegro (pero no puedo hacerlo) el epígrafe titulado «Un diccionario de goma», del capítulo final. Veamos un extracto:

El lenguaje chileno abunda en expresiones muy gráficas y características. Por ejemplo, el chileno rara vez dice «sí». El chileno dirá cualquier cosa antes de decir «sí» a secas, tal vez porque él es demasiado expresivo para contentarse con monosílabos. El chileno dirá «cómo no», «ya está», «al tiro» o «claro», pero nunca dirá que «sí». Después que cumpla o que no cumpla ya es harina de otro costal. Desde luego, incumplir una promesa no le cuesta demasiado. De ordinario, el criollo aborrece las ataduras y los compromisos. Pero volvamos a nuestro cuento. Otra expresión no obligada en Chile es la de «gracias» o «muchas gracias». El chileno prefiere decir «muy amable» o «muy gentil», con lo que no sólo agradece, sino que paga la fineza. El chileno inevitablemente da de más.

En otro orden de cosas me han llamado la atención expresiones populares como la de que «el tren anda como las huifas», para resaltar su impuntualidad; una fiesta de «pata y quincha», que equivale a nuestro «tirar la casa por la ventana»; «recién viene llegando» por «acaba de llegar»; «encontrar la Virgen en un trapito», para expresar un golpe de fortuna; «harto encachado» por «buen mozo», y «nos sacamos la cresta» por nuestro «nos rompimos la crisma». Junto a esto, me sorprendió el «dejémoslo no más», mágico talismán chileno para rehuir el trabajo, la discusión, la conversación, etc. El «dejémoslo no más» podemos considerarlo representativo del carácter inhibitorio, indolente, del criollo.

Al lado de estos giros típicos, existen vocablos chilenos sonoros y graciosos, como «guata» (barriga), «pololear» (flirtear), «pichanguita» (cosa insignificante) y «niña de mano» (sirvienta). Entre todos los más usados y, sin duda ninguna, los más gráficos son «tincar», «siútico» y «fome». Decir en Chile «me tinca» equivale a decir en España «me da en la nariz». Al chileno «le tinca» que mañana va a llover o que pasado le tocará la lotería. «Siútico» es más que «cursi». La palabra es muy ambiciosa y por demás expresiva. A mí me resulta una palabra eufónica y que no podía significar otra cosa que lo que significa. Acontece lo mismo que con «fome» (desgarbado, sin gracia, desangelado), que ya en sí porta una falta notable de vida, de sal, de vibración verdaderamente delatora. En suma, el chileno, como es de ley, habla el castellano y, como es de ley, no se resigna a vivir entre los estrechos límites señalados por el Diccionario de la lengua (pp. 164-166)[3].


[1] Ver Luis Alberto Hernando Cuadrado, «El español de América a través de Valle-Inclán, Cela y Delibes», Anales de Literatura Hispanoamericana, 15, 1986, pp. 11-21; Amparo Medina-Bocos, Estudio preliminar a Miguel Delibes, Diario de un emigrante, Barcelona, Destino, 1997, pp. I-LXV; Marta, «Diario de un emigrante, una lectura sobre falsilla», en Estudios sobre Miguel Delibes, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 1983, pp. 203-213.

[2] Cito por Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno), Madrid, Editora Nacional, 1956, corrigiendo sin indicarlo algunas erratas evidentes. Más tarde, el texto quedaría refundido en Por esos mundos. Sudamérica con escala en las Canarias (Barcelona, Destino, 1961). Ahora puede verse en el volumen VII de las Obras Completas de Delibes, Recuerdos y viajes (Barcelona, Destino, 2010).

[3] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Delibes describe Chile: a propósito de Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno) (1956)», en María Pilar Celma Valero y José Ramón González García (eds.), Cruzando fronteras: Miguel Delibes entre lo local y lo universal, Valladolid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 2010, pp. 285-294; y la versión revisada y ampliada de ese trabajo, «Miguel Delibes y la huella periodística de su viaje a Chile en 1955: Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno)», Nueva Revista del Pacífico, núms. 56-57, 2011-2012, pp. 79-98.

La sociedad chilena en «Un novelista descubre América», de Miguel Delibes: tipos y costumbres (y 2)

Muchos y variados son los aspectos de la sociedad chilena que, con mayor o menor extensión, son abordados por el periodista viajero: cuestiones económicas, como la inflación (pp. 80 y 162-163)[1], la producción de cobre (p. 78), la constatación de la existencia de una clase media (pp. 72-73, 79…) o el alto nivel de vida de Santiago (pp. 162 y ss.); la generosidad y el sentimiento de solidaridad, ejemplificado en la organización de los bomberos voluntarios (pp. 93-94); aspectos negativos del país como las elevadas tasas de analfabetismo y de mortalidad infantil (p. 97) o la indisciplina, que no se aprecia, sin embargo, en el ejército, la política y la enseñanza (pp. 95-96); las prácticas y creencias supersticiosas (como el culto a las animitas y las capillitas), que se dan sobre todo en las clases bajas; o las predicaciones y cantos de los canutos, que vio en Talagante (pp. 97-99). Su conclusión, en este terreno, es que la espiritualidad chilena pasa por un momento crítico: el catolicismo está adormecido y como falto de vibración, la moral relajada y la institución familiar en situación poco estable, de forma que el protestantismo y el agnosticismo han hecho allí su presa (pp. 98-99). Tampoco faltan algunos comentarios sobre la prensa chilena (p. 99).

En el capítulo X esboza la descripción de algunos tipos populares de Chile, en particular el roto[2] (rufián, persona ordinaria de baja extracción social) y el huaso[3] (el campesino). Del roto escribe:

El ‘roto’, con tener para un trago, para apostar unos pesos en las carreras y para un pedazo de pan, se da por satisfecho. Ni es ambicioso, ni la civilización se traduce para él en un aumento del número de necesidades. La sumisión le irrita; en general rechaza todo aquello que huela a disciplina (p. 94).

Monumento al Roto chileno

Y así caracteriza al huaso:

El «huaso» es el campesino chileno; una especie de «gaucho» de otras latitudes. Tipo apuesto, altanero, de indumenta pintoresca y ademanes de gran señor. Lo más convincente del «huaso» es que no se trata de un hombre disfrazado para asombro y satisfacción de turistas. […] El «huaso» es un tipo fresco, flamante, recién estrenado. Uno se asoma al campo y ve aproximarse un jinete arrogante que se descubrirá ante el forastero con un amplio ademán, muy versallesco, y le dará cortésmente el «buen día» o las buenas tardes. Este hombre, tiene, sin duda, un cierto aire de caballero andaluz. No obstante, su vestimenta es más abigarrada: sombrero alón negro o gris, camisa de colores llameantes, chaquetilla abotonada a un lado, faja ancha, polícroma; pantalón ceñido y zapato de alto tacón («taco lechero» para el criollo), rematado por una espuela del diámetro de una naranja. El «huaso» suele llevar, además, sobre los hombros un poncho o chamanto de tonos ardientes. En suma, el «huaso» es el más apropiado aditamento de la campiña chilena (pp. 110-111).

Huaso chileno

A Delibes le llamó la atención la pureza racial de Chile, cuyos habitantes mantienen características físicas incontaminadas. Al indio aborigen, el araucano, está dedicado el capítulo XIV, y la impresión es muy negativa, como ya anuncia el título: «El ocaso del indio araucano». El periodista visitó Maquehua, la reducción india de Temuco, donde pudo constatar que «el indio chileno no conserva ya otra ambición que la de dejarse morir» (p. 138), para concluir que su extinción es cuestión de años: «la raza languidece, oprimida por el collar asfixiante de la civilización» (p. 139).

Hay muchos otros detalles relacionados con la sociedad, las gentes y sus costumbres que no puedo sino mencionar. Así, en el capítulo XI aborda lo relacionado con la gastronomía, «tan compleja como contradictoria», como los platos típicos (los locos, las humitas, el caldillo de congrio, los erizos, el curanto, las cholgas…), la costumbre de las onces (meriendas) o la afición por las agüitas (infusiones); del capítulo XII, dedicado, también de forma monográfica, a la caza y la pesca, solo me interesa destacar ahora el recuerdo del personaje Lorenzo: «Si de algo me arrepiento es de haberme despedido de mi amigo Lorenzo, protagonista de mi último libro Diario de un cazador, sin haberle traído a darse una vueltecita por estas tierras» (p. 121). Pero la mirada de Delibes desciende en estas crónicas a detalles menores; habla de la abundancia de perros errabundos («en general, en Chile los perros no tienen dueño», p. 166, y ver también la p. 97); en el epígrafe «Los grandes estímulos del criollo» (pp. 85-89) se refiere al vino, el café y los juegos de azar; menciona el tono ceremonioso en los tratamientos entre padres e hijos (p. 166); alude a la situación de la mujer, que tiene abundante presencia en la administración (p. 167), etc.[4]


[1] Cito por Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno), Madrid, Editora Nacional, 1956, corrigiendo sin indicarlo algunas erratas evidentes. Más tarde, el texto quedaría refundido en Por esos mundos. Sudamérica con escala en las Canarias (Barcelona, Destino, 1961). Ahora puede verse en el volumen VII de las Obras Completas de Delibes, Recuerdos y viajes (Barcelona, Destino, 2010).

[2] Quizá Delibes pudo conocer la novela mundonovista El roto (1920), de Joaquín Edwards Bello.

[3] Al hablar del huaso, añade una mención a la cueca, el baile nacional chileno. Otro personaje mencionado es el cogotero (asaltante, ladrón que emplea la violencia).

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Delibes describe Chile: a propósito de Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno) (1956)», en María Pilar Celma Valero y José Ramón González García (eds.), Cruzando fronteras: Miguel Delibes entre lo local y lo universal, Valladolid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 2010, pp. 285-294; y la versión revisada y ampliada de ese trabajo, «Miguel Delibes y la huella periodística de su viaje a Chile en 1955: Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno)», Nueva Revista del Pacífico, núms. 56-57, 2011-2012, pp. 79-98.

La sociedad chilena en «Un novelista descubre América», de Miguel Delibes: tipos y costumbres (1)

Pero pasemos ya, en nuestra breve glosa de Un novelista descubre América de Miguel Delibes, del paisaje al paisanaje. Una de las primeras notas que capta el viajero recién llegado es la descompensación en la distribución de la población chilena: habla, en efecto, Delibes de la «macrocefalia» de Chile (dos millones de habitantes concentrados en la capital, sobre un total de seis), y apunta que es un país que está pidiendo un premio a la natalidad, es decir, que precisa con urgencia un aumento demográfico:

Chile es un país que necesita importar hombres o fabricarles a marchas forzadas. La salud de Chile se robustecerá cuando su organismo acumule grasas. Seis millones de seres en un territorio de su extensión constituye un indicio incontestable de anemia (p. 160)[1].

Santiago de Chile

En otro lugar, en el capítulo XIII, señala algunas diferencias entre el norte y el sur del país, o entre el santiaguino y el provinciano, que no puedo detenerme a comentar ahora[2]. Copiaré tan sólo el arranque de ese capítulo:

Frente al santiaguino que, ganado por esa infantil vanagloria característica de los moradores de las grandes ciudades, considera que fuera de Santiago de Chile, Chile no merece dar un paso, el viajero tiene razones para afirmar lo contrario; es decir, que Chile, con su personalidad y su pujanza, su fisonomía y su esencia, se encuentra, precisamente, fuera de la capital. Santiago no cierra Chile. Al santiaguino le cuesta arrancar de Santiago como al madrileño le cuesta arrancar de Madrid. Está imantado por el viejo prejuicio antiprovinciano, tan infundado como vacuo; prejuicio más extendido en el nuevo que en el viejo mundo, tal vez porque las pequeñas poblaciones americanas, en lo que a confortabilidad se refiere, se hallan todavía a un nivel muy por bajo del de sus correspondientes capitales. Mas Santiago —como Buenos Aires o como Río— no puede darnos la síntesis del país cuya capitalidad ostenta; resulta insuficiente para definírnosle. Todas las grandes ciudades, tanto del mundo antiguo como del nuevo, exhalan un vaho cosmopolita que en fuerza de general deja de ser característico. Son urbes heterogéneas que alían factores de signo no sólo distinto sino dispar, fenómeno que se acentúa en estas ciudades sin tradiciones, crisoles donde se han fundido razas llegadas de todos los rincones del mundo (pp. 127-128).

Y aunque las referencias las encontramos diseminadas a lo largo de estas páginas, hay dos capítulos, el VIII y el IX, dedicados en su conjunto a retratar el carácter de los chilenos. La primera impresión, e impresión muy positiva, es «esa cordialidad efervescente, notoria en todos los sectores y rincones del país» (p. 17); el periodista afirma taxativamente que «Uno entra en Chile como en su propia casa» (p. 17); añade que «la cordialidad chilena constituye una virtud contagiosa» (p. 161); y, en suma, dictamina que el español no se siente extranjero en Chile, país en el que el sentimiento hispánico es muy vivo. Otra de las notas características del carácter chileno es la absoluta despreocupación, que apunta también aquí y allá. Por ejemplo:

El chileno, normalmente reacio a cualquier forma de previsión, gasta alegremente el dinero de hoy y el que espera conseguir mañana. Hay países que viven de su pasado y países que viven para el futuro apretándose el cinturón. Chile no aspira sino a vivir el presente; lo que pasó ayer no le interesa; lo que está por venir no le preocupa (p. 73).

Y, especialmente, en el epígrafe dedicado a «La maravillosa imprevisión chilena»:

En general podemos decir que el chileno se muestra refractario a cualquier forma de previsión. El chileno nace con la mano abierta. En la vida he visto un país donde el crédito cuente con tantos y tan apasionados partidarios. El dinero aquí no corre, vuela. El chileno gasta lo que tiene hoy y lo que espera conseguir mañana; su actitud, para un europeo consciente y forzosamente administrado, resulta de una prodigalidad irresponsable. Mas lo cierto es que el chileno rara vez se coge los dedos. El país responde; quien trabaja, gana dinero; se trata, en suma, de una naturaleza agradecida. Uno puede llegar hasta donde precisa y luego dejarlo. En todo caso, bien se puede asegurar que un billete chileno recorre mayor número de bolsillos en veinticuatro horas que cualquier billete europeo en una semana (pp. 79-80)[3].


[1] Cito por Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno), Madrid, Editora Nacional, 1956, corrigiendo sin indicarlo algunas erratas evidentes. Más tarde, el texto quedaría refundido en Por esos mundos. Sudamérica con escala en las Canarias (Barcelona, Destino, 1961). Ahora puede verse en el volumen VII de las Obras Completas de Delibes, Recuerdos y viajes (Barcelona, Destino, 2010).

[2] Los apartados de este capítulo, que va dedicado «A mi amigo Julio Beiner, que me guió por el sur de Chile», se titulan: «La zona del nitrato y el cobre», «Siempre hay más sur» y «Prusianos con poncho chileno».

[3] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Delibes describe Chile: a propósito de Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno) (1956)», en María Pilar Celma Valero y José Ramón González García (eds.), Cruzando fronteras: Miguel Delibes entre lo local y lo universal, Valladolid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 2010, pp. 285-294; y la versión revisada y ampliada de ese trabajo, «Miguel Delibes y la huella periodística de su viaje a Chile en 1955: Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno)», Nueva Revista del Pacífico, núms. 56-57, 2011-2012, pp. 79-98.

«Un novelista descubre América», de Miguel Delibes: el escenario físico (Santiago y otras ciudades)

Una de las primeras reflexiones del viajero Delibes es que Sudamérica constituye un continente aún por descubrir para el europeo (pp. 11-12)[1]. Lo era, sin duda, para él en el momento de emprender su viaje. Los cuatro primeros capítulos no me interesan ahora, en tanto en cuanto no se centran en Chile, sino que se refieren a las diversas escalas (el apeadero de la isla de la Sal, Natal, Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires y Mendoza), y se cierran con la descripción del impresionante paso de los Andes. Ya en Chile, Delibes comienza por constatar la importancia de la cordillera, que no es solo una mera referencia geográfica, sino algo que marca al país y tiene su reflejo en el carácter de sus gentes: «Los Andes articulan la geografía chilena; recorren el país de norte a sur imprimiéndole una peculiar fisonomía», escribe (p. 56); y luego: «los Andes imprimen carácter al país. […] La cordillera es una constante geográfica; la espina dorsal del país» (p. 58). Nada tiene de extraño que una de las primeras descripciones sea la de una excursión al pueblo de Farellones (pp. 58-60), en la región metropolitana, a más de 3.000 metros de altitud, precisamente para familiarizarse con la cordillera, bellamente presentada como «la sorpresa vertical de los Andes» (p. 51).

Farellones, Chile

En ese primer encuentro con la geografía chilena, tampoco podían faltar algunos comentarios sobre la alargada extensión del territorio. En el capítulo VI escribe, jugando con la frase hecha:

Chile es un país que, como corresponde a su ascendencia araucana, ha colocado sus provincias en fila india. Podría decirse de Chile que es un país tan estrecho, tan estrecho, que no tiene más que norte y sur. Nordistas y sureños convergen en Santiago y son dos temperamentos tallados por dos opuestas formas de vida: el desierto, la mina, arriba; la agricultura y la ganadería, al sur. Entre norte y sur existen, como es de ley, sus diferencias; entre este y oeste no caben diferencias; se caerían al mar (p. 61).

En otro lugar anota: «Chile es tan largo, que por mucho que uno baje siempre queda más sur» (p. 131); e insiste más adelante: «Chile es el país del mundo que tiene más sur; digamos, más o menos, dos mil kilómetros de sur» (138). Sur del país donde, por cierto, y así lo constata el periodista, abundó la colonización por parte de alemanes (pp. 133-135). Desde el primer momento queda patente el interés que despierta en él el territorio que recién está empezando a descubrir:

Para uno, modesto escritor y como tal de una ignorancia enciclopédica, Chile, en la perspectiva, era poco más que los nitratos, el bombardeo de Valparaíso y La Araucana, al alcance de los niños. Basta asomarse aquí para que uno advierta la injusticia de tan somero concepto. Chile es un país que humana y geográficamente encierra un enorme interés. De todo cuanto nos atraiga o sorprenda iremos hablando poco a poco. De momento, importa conocer que «Chilli», en idioma aymará, significa «donde acaba la Tierra», y no deja de ser emocionante esto de sentarse uno a la máquina en el extremo del mundo (pp. 62-63).

El epígrafe «Una inquieta geografía», que parece un guiño a la obra clásica de Benjamín Subercaseux Chile o una loca geografía, introduce el tema de los terremotos (deja constancia de que ha temblado la tierra tres veces en dos semanas), comentando con gracejo que la de Chile es una geografía única en el mundo… pero no inmutable. Ese tono humorístico continúa en el pasaje en el que Delibes afirma que en Chile los maestros lo tienen muy fácil a la hora de enseñar geografía a sus alumnos e inculcarles los conceptos de volcán, cordillera, lago, desierto…: les basta con asomarse a la ventana e ir señalando (pp. 63-64). Y es que Chile tiene de todo «para dar y tomar», y por supuesto también terremotos o sismos. Tras explicar las características de tres tipos diferentes, concluye en ese mismo tono desenfadado: «En suma, Chile puede jactarse, entre otras cosas, de poder despachar seísmos a gusto del consumidor» (p. 66). El capítulo VII está dedicado a la capital, Santiago:

A Santiago le ocurre un poco lo que a esas comedias mediocres bien presentadas; a la obra se la come el decorado. En la capital de Chile la decoración es tan importante que sería preciso haber edificado una ciudad excepcionalmente vistosa para evitar ser eclipsada. Y Santiago no es una ciudad vistosa, siquiera sea una ciudad alegre y grata de vivir (p. 69).

El escenario es, claro está, la cordillera de los Andes, «una escenografía deslumbrante» que resulta visible desde casi todos los puntos de la ciudad, y que se completa con los cerros de San Cristóbal y Santa Lucía. Delibes añade que «la ciudad, como complejo arquitectónico, no es hermosa y ofrece unos contrastes extremosos» (p. 70). Menciona las principales calles del centro, con edificaciones de dos pisos o uno solo (no se pueden construir más altas por los terremotos), lo que hace que sea una ciudad muy extensa, con perspectivas desahogadas y grandes arterias, en las que llama la atención la abundancia de transportes de superficie (trolebuses, colectivos, tranvías, expresos, micros, liebres, etc.), que imprimen a la capital un ritmo vertiginoso. Constata las diferencias entre los barrios residenciales, ubicados en la parte alta de la ciudad, y las poblaciones callampas llenas de guaguas y rotos. Santiago le parece una ciudad destartalada y sucia, en la que predomina el tono gris ahumado de los edificios y francamente mejorable con muy poca inversión (nota, por ejemplo, que las tareas municipales están desatendidas). Señala, de nuevo con humor: «Las obras son tantas, tan lentas y tan aparatosas, que uno duda si se estará construyendo la ciudad o se estará demoliendo» (p. 74). Es, por otra parte, una ciudad llena de vendedores ambulantes y rotos, en la que sorprende que el centro no esté ocupado por bancos, sino por fuentes de soda, salas de té, cines, agencias de viaje, notarios y pastelerías. En cualquier caso, la valoración de conjunto para el viajero es que Santiago resulta una ciudad de ambiente cordial y hospitalario, donde el español no se siente extranjero.

El capítulo XV se centra en la descripción de Valparaíso y Concepción, que son para Delibes los pilares provincianos de Chile (recordemos que fueron las otras dos ciudades, además de Santiago, donde Delibes dictó conferencias). Valparaíso —afirma— es una ciudad que en modo alguno defrauda al viajero: «Aquí reside el atractivo de Valparaíso: no en estar montada sobre una cadena de cerros, sino en estar montada en el aire, garbosamente, con una suerte de alacritud, de equilibrio de ‘mírame y no me toques’, realmente encantador» (p. 149). Para el periodista viajero todo el carácter de la ciudad deriva «de su pobreza ondulada, de sus cerros superpoblados, en un abigarramiento de chafarrinón» (p. 149), de la multitud de casas modestas pintadas de todos los colores, «en promiscuidad anárquica, unas encima de otras» (p. 150). En suma: «La estética de Valparaíso reside en su absoluta falta de estética; en su carencia de orden y concierto» (p. 150). A diferencia de Santiago, «la perla del Pacífico» no es una ciudad que se extiende, sino una ciudad que se eleva y que refleja su armonía en el mar. Delibes no escapa a «la gracia un tanto etérea de Valparaíso», y nos transmite su especial belleza a la caída del sol: «Valparaíso, en la noche, es una sucesión escalonada de minúsculas luces, una barahúnda de candelitas inmóviles, un altar de Jueves Santo, pero sin geografía; un prodigio, en suma, de fuegos fatuos verticales» (p. 151). Aunque alude brevemente a los alrededores (Viña del Mar, «San Sebastián chileno»), Delibes pretende sobre todo transmitir el espíritu de una ciudad, famosa por sus ascensores y ya no tanto por su puerto (que mantiene una actividad moderada), pero en cualquier caso volcada hacia el mar. Como sentencia acertadamente, «El océano constituye la razón y el destino de Valparaíso» (p. 153). Más breve es la descripción de Concepción que, ubicada en la desembocadura del Bío-Bío, es «una ciudad recoleta, introvertida, cultural y botánica» (p. 155). Reconstruida tras el terremoto de 1939, Delibes nos la muestra como cuna de la cultura chilena, especialmente por el impulso de su Universidad. Por supuesto, el periodista es consciente de que su conocimiento de un país tan extenso va a resultar muy limitado, y señala que hay muchas otras ciudades interesantes que no ha podido conocer en su viaje[2].


[1] Cito por Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno), Madrid, Editora Nacional, 1956, corrigiendo sin indicarlo algunas erratas evidentes. Más tarde, el texto quedaría refundido en Por esos mundos. Sudamérica con escala en las Canarias (Barcelona, Destino, 1961). Ahora puede verse en el volumen VII de las Obras Completas de Delibes, Recuerdos y viajes (Barcelona, Destino, 2010).

[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Delibes describe Chile: a propósito de Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno) (1956)», en María Pilar Celma Valero y José Ramón González García (eds.), Cruzando fronteras: Miguel Delibes entre lo local y lo universal, Valladolid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 2010, pp. 285-294; y la versión revisada y ampliada de ese trabajo, «Miguel Delibes y la huella periodística de su viaje a Chile en 1955: Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno)», Nueva Revista del Pacífico, núms. 56-57, 2011-2012, pp. 79-98.