El Cid, de personaje histórico a personaje literario

Al acercarnos a la figura del Cid, debemos considerar la triple dimensión que tiene el personaje: hay un Cid histórico, el personaje real Rodrigo Díaz de Vivar, un señor de la guerra que vivió en el siglo XI y llegó a conquistar Valencia; hay un Cid legendario (ese Cid que, peregrinando a Santiago, atiende caritativamente a un leproso, que resulta ser san Lázaro, quien le vaticina sus futuros triunfos); y hay, por último, un Cid literario, que es el aspecto del personaje que más me interesa en este momento.

Cid Campeador

En efecto, ese personaje histórico de Rodrigo Díaz de Vivar, protagonista de hechos legendarios y convertido en mito, ha dado lugar a diversas recreaciones literarias, a lo largo de los siglos y en los distintos géneros: lo encontramos en la épica (Cantar de mio Cid, Mocedades de Rodrigo), el Romancero y el teatro del Siglo de Oro (la obra más famosa es, seguramente, Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, en dos partes, pero hay muchas más piezas dramáticas en las que el Cid interviene ya como protagonista, ya sea en un plano secundario).

También aparece con frecuencia en la literatura de los siglos XVIII y XIX (Nicolás Fernández de Moratín, Zorrilla, Trueba, Hartzenbusch, Fernández y González, etc.), tanto en narrativa como en lírica y en teatro. En fin, ya en el siglo XX, podemos recordar nuevas obras dramáticas como las de Marquina (Las hijas del Cid), Madariaga (Mío Cid), Luis Escobar (El amor es un potro desbocado) o Antonio Gala (Anillos para una dama), mientras que en poesía el tema del Cid fue muy frecuentado por los poetas del 27; y, por último, en la narrativa histórica, el personaje reaparece en algunas novelas históricas de los últimos años como El Cid de José Luis Corral o Doña Jimena de Magdalena Lasala, entre otras obras. Tendremos ocasión de irlo comprobando en futuras entradas.

Antecedentes de la novela histórica en la literatura española: la épica

La novela histórica moderna nace en el siglo XIX —según hemos visto en entradas anteriores— con Walter Scott y, en el caso de España, con sus imitadores. Sin embargo, cabe rastrear en la literatura española algunos posibles antecedentes de ese peculiar modo de narrar en el que se mezcla historia y ficción. En efecto, son muchas las obras en las que, de una forma u otra, encontramos una amalgama de ambos elementos, aunque esto no quiera decir, ni mucho menos, que la novela histórica del XIX descienda directamente de las producciones que a continuación voy a mencionar[1]. Guillermo Zellers ya dejó indicado que los orígenes de la novela histórica pueden buscarse desde los comienzos mismos de la literatura, y que

los elementos de ficción e historia en conjunto se encuentran en las epopeyas, en las crónicas, en traducciones de leyendas árabes y otras orientales, en cuentos de caballerías de fondo histórico y en unas pocas obras a las cuales se puede aplicar correctamente el nombre de «novelas históricas»[2].

Así pues, haré una referencia a esos posibles antecedentes de la novela histórica decimonónica, destacando características generales, y sin pretender que esta enumeración sea exhaustiva. Habría que comenzar hablando de la épica, de las crónicas medievales y de las obras del mester de clerecía.

La epopeya es propiamente la primera forma literaria inspirada por la historia. Y se pueden encontrar algunos puntos de contacto entre épica y novela histórica: la descripción de armas, batallas, combates singulares, embajadas y ceremonias de investidura de caballeros; la escasa presencia del pueblo (aunque en la novela histórica aparece un mundo algo más diferenciado socialmente); o la comunicación entre narrador y receptor (oyente en el caso de la épica, lector en el de la novela). Otros elementos menores de la épica como la lucha fronteriza o el enfrentamiento familiar entre miembros de un mismo clan reaparecen también en la novela histórica. Sin embargo, en la obra épica el héroe está mitificado, es un personaje nacional que ocupa el puesto central de la historia, en tanto que en la novela histórica casi nunca pasa de ser un «héroe medio» que concilia los dos extremos en lucha; aquí lo histórico queda en un segundo plano, y las relaciones entre lo público y lo privado, lo social y lo individual, son bien distintas.

Por otra parte, es conocida la teoría de Georg Lukács según la cual la novela cumple en la moderna sociedad burguesa el mismo papel que la épica en la antigua; en este sentido, la novela histórica vendría a ser la «épica moderna»: «La novela histórica clásica hizo patentes en forma ejemplar las leyes generales de la gran poesía épica»[3]. También para Vladimir Svatoñ la novela es un género problemático que constantemente está «volviendo la vista a la epopeya»[4], aspecto este que ha sido negado por María de las Nieves Muñiz: «Si el hombre moderno existe en el horizonte de la historia, ello […] no acerca más la novela a la epopeya»[5].

En cuanto a la mezcla de historia y ficción en la épica, convendría recordar que la epopeya castellana es muy verista o «realista», a diferencia de la de allende los Pirineos, más dada a incluir elementos fantásticos y maravillosos. Menéndez Pidal destacó la historicidad del Cantar de mio Cid, que se ciñe con bastante fidelidad a los sucesos acaecidos: acción, personajes, pensamientos y sentimientos corresponden en lo esencial a la realidad histórica (frente al desfigurado Cid, altanero e insolente, que hallaremos en los romances y en otras obras del ciclo de las mocedades). En fin, el Cantar de mio Cid es poético como documento histórico y es histórico como poema literario[6].

Primer folio del Cantar de mio Cid


[1] Como señala Juan Ignacio Ferreras, «la novela histórica que comienza en el primer tercio del siglo XIX no debe nada a los sin duda honrosos y honrados antecedentes nacionales de la misma; creer que existe un novelar histórico que viene de Las guerras civiles de Granada para acabar, pongamos por caso, en El doncel, de Larra, es un disparate crítico, o lo que es lo mismo, una curiosidad erudita» (El triunfo del liberalismo y la novela histórica, Madrid, Taurus, 1976, p. 70).

[2] Guillermo Zellers, La novela histórica en España (1828-1850), Nueva York, Instituto de las Españas, 1938, pp. 9-10.

[3] Georg Lukács, La novela histórica, trad. de Jasmin Reuter, México, Era, 1977, p. 441.

[4] Vladimir Svatoñ, «Lo épico en la novela y el problema de la novela histórica», Revista de Literatura, LI, 101, 1989, pp. 5-20: «Por su concentración en el destino de la comunidad popular la llamada novela histórica está más cerca de la novela epopeya que de la historiografía racionalista» (p. 20).

[5] María de las Nieves Muñiz, La novela histórica italiana. Evolución de una estructura narrativa, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1980, 30. Cf. el capítulo I, «De la épica a la novela histórica» (pp. 21-52).

[6] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Retrospectiva sobre la evolución de la novela histórica», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 13-63; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 11-50.

Mester de juglaría en Navarra: el Roncesvalles navarro

El siglo XIII supone una transformación de los principios de la sociedad feudal y trae el desarrollo de la poesía en las distintas lenguas vernáculas. En el caso de Navarra, no debemos olvidar la importancia del Camino Francés o de Santiago como vía de introducción de nuevas ideas y corrientes artísticas y literarias. Por este camino —al que se ha llamado también «la calle Mayor de Europa»— iban y venían los juglares, personajes que recitaban las poesías compuestas por los trovadores, aunque a veces en la misma persona se unían el trovador y el juglar, esto es, compositor y recitante. José María Romera ha señalado que existe constancia documental de que la juglaría estaba bastante extendida en Navarra, aunque los testimonios literarios de esta actividad son más bien escasos:

Habría sido interesante conocer en qué medida la épica popular difundida en Navarra participaba de las características de la castellana o recibía influencia francesa, teniendo en cuenta la terminante diferenciación establecida entre ambas por los investigadores, o incluso saber si, además de los ciclos temáticos conocidos, Navarra aportaba otros nuevos que su agitada historia y su condición de tierra fronteriza estaban en condiciones de ofrecer[1].

Al decir de José María Corella, «los juglares influyeron decisivamente en el campo de la lírica, y Navarra los acogió con los brazos abiertos»[2]. Sin embargo, es poco lo que se sabe a ciencia cierta, aunque podemos recordar algunos nombres: Juan de Navarra, juglar de problemática existencia, Sancho (o Ancho) de Echalecu, Arnant Guillén de Ursúa, García de Churri… Eso sí, la juglaría no es solo cosa de hombres, y está documentada la existencia de juglaresas, por ejemplo una tal Graziosa, que recitaba en la Corte de Carlos III el Noble[3].

Dejando aparte estos juglares, de los que apenas nos queda más documentación que sus nombres, hay que consignar una importantísima aportación de Navarra al mester de juglaría. Me refiero al Cantar de Roncesvalles (también llamado el Roncesvalles navarro, para distinguirlo del Roncesvalles latino). Conservado en una copia con posible datación en 1310, constituye al decir de Romera «el primer texto literario navarro propiamente dicho»[4] y es uno de los pocos restos conservados de la épica juglaresca peninsular. En efecto, la épica castellana nos ha legado el monumento, a la vez histórico y literario, del Poema de mio Cid y algunos restos de ciclos sobre los siete infantes de Lara y otros personajes. El hallazgo de este fragmento del Cantar de Roncesvalles vino a confirmar la teoría de la existencia de otros cantares de gesta compuestos en suelo hispánico y en lengua vernácula.

El Cantar de Roncesvalles solo se conserva fragmentariamente: dos hojas escritas por las dos caras, con un total de cien versos, que parecen pertenecer a una copia de un texto de mediados del siglo XIII. Apareció en el Archivo Provincial de Pamplona (hoy Archivo General de Navarra), dentro de un registro de vecinos de Navarra titulado en su encuadernación moderna Libro de Fuegos de todo el Reyno. Año de 1366. Lo publicó Ramón Menéndez Pidal, el gran estudioso de la épica castellana, en un trabajo titulado «Cantar de Roncesvalles: un nuevo cantar de gesta español del siglo XIII». Su contenido entronca con el tema carolingio de la batalla de Roncesvalles y la derrota de Roldán y los demás Pares de Francia en los desfiladeros pirenaicos. El texto que ha llegado hasta nosotros describe la lamentación del Emperador Carlo Magno ante los cadáveres de sus paladines, episodio recogido también en la célebre Chanson de Roland; pero importa destacar que el texto navarro se aparta en determinados detalles de la materia rolandiana francesa (por ejemplo, la muerte de Oliveros). Los siguientes versos corresponden a ese pasaje en que el Emperador encuentra los cadáveres de los Pares:

Aquí clamó a sus escuderos Carlos el enperante:
«Sacat al arçobispo d’esta mortaldade.
Levémosle a su terra, a Flánderes la ciudade.»
El enperador andava catando por la mortaldade,
vido en la plaça Oliveros o jaze,
el escudo crebantado por medio del braçale.

El Cantar de Roncesvalles navarro ha recibido cierta atención por parte de la crítica, así que remito para más detalles a los trabajos existentes de Jules Horrent (Roncesvalles. Étude sur le fragment de cantar de gesta conservé à l’Archivo de Navarra (Pampelune), París, Les Belles Lettres, 1951), Ramón Menéndez Pidal («Roncesvalles. Un nuevo cantar de gesta español del siglo XIII», Revista de Filología Española, tomo IV, cuaderno 2.º, abril-junio de 1917, pp. 105-204; reeditado en Textos hispánicos medievales, Madrid, 1976, pp. 9-102) y Martín de Riquer (Chanson de Roland. Cantar de Roldán y el Roncesvalles navarro, texto original, traducción, introducción y notas por…, Barcelona, Sirmio, 1983).


[1] José María Romera Gutiérrez, «Literatura», en AA. VV., Navarra, Madrid, Editorial Mediterráneo, 1993, pp. 169-200, p. 172a.

[2] José María Corella Iráizoz, Historia de la literatura navarra. Ensayo para una obra literaria del viejo Reino, Pamplona, Ediciones Pregón, 1973, p. 56.

[3] Ver M. D. Cabanes, «Juglares navarros del siglo XIV», Saitabi, 1963, 13, pp. 61-66; Juan Antonio Frago Gracia, «Literatura navarro-aragonesa», en José María Díez Borque (coord.), Historia de las literaturas hispánicas no castellanas, Madrid, Taurus, 1980, pp. 219-276, pp. 242-246; María Rosa Pan Sánchez, «Navarra y la literatura inglesa: trovadores, juglares y ministriles ingleses en la Corte navarra», Notas y Estudios Filológicos, 11, 1996, pp. 157-177, y María Narbona Cárceles, «La consideración del juglar en la corte de Carlos II y Carlos III de Navarra, a través del estudio de su atuendo», en Mito y realidad en la historia de Navarra. Actas del IV Congreso de Historia de Navarra, Pamplona, Septiembre de 1998, Pamplona, Sociedad de Estudios Históricos de Navarra, 1998, vol. I, pp. 429-442.

[4] José María Romera Gutiérrez, «Literatura», p. 172a.