Araucanos y españoles en «Los españoles en Chile» (1665), de Francisco González de Bustos (y 6)

Si en Los españoles en Chile doña Juana es una dama industriosa, como hemos podido ver en la entrada anterior, no menos lo es la india Fresia, enamorada de don Diego[1] y correspondida por él, y amada además por Caupolicán y Tucapel. En efecto, cuando este, que la anda siguiendo celoso, escucha escondido que la araucana envía un recado a don Diego, ella se ve obligada a disimular, diciendo que, en efecto, ha hecho llamar a don Diego, pero para tenderle una emboscada y quitarle la vida. Y rematando esa escena, pronuncia unas palabras que igualmente se acomodarían a la situación de doña Juana:

FRESIA.- Siguiendo iré a Tucapel,
que en dos acciones distintas,
si aventuro mi recato,
el amor es quien me obliga (fol. 11r-v[2]).

Amor y honor son, por tanto, los sentimientos que las combaten a ambas. En efecto, tanto Fresia como doña Juana actúan guiadas por la pasión, y no escatiman recursos para lograr sus objetivos.

En fin, los episodios protagonizados por la india Gualeva vienen a complicar el enredo de la comedia: ella se enamora de don Juan (es decir, de doña Juana disfrazada de hombre), al tiempo que es amada por Rengo. Y también tiene sus trazas de dama industriosa. Así, al comienzo del tercer acto, Rengo la sigue (este esquema reproduce lo que había sucedido antes con Fresia, espiada por Tucapel). Es decir, la situación dramática se reitera en un triángulo amoroso de tercer nivel: don Juan-Gualeva-Rengo. Rengo, escondido, sorprende la conversación amorosa de Gualeva y esta se ve obligada a disimular, para lo cual finge que don Juan es una mujer (y, en realidad, don Juan es doña Juana), engaño que será apoyado por la propia doña Juana y por Fresia. Es más, el disfraz de india que en un determinado momento viste doña Juana va a permitir que «este engaño sea / el norte que me asegure» (fol. 17v)[3].

Guerrero indígena chileno a caballo, óleo de Marco Caamaño
Guerrero indígena chileno a caballo, óleo de Marco Caamaño

A estos enredos protagonizados por las mujeres, todavía podríamos añadir algunos enredos «masculinos»: así, Caupolicán acude a ver a los españoles disfrazado de indio mensajero; Tucapel, que ha desafiado a don Diego, se encuentra en el campo con dos rivales que dicen llamarse don Diego (uno es el propio Almagro, que sale de la fortaleza sitiada desobedeciendo el mandato del Marqués de no abandonar la fortaleza; el otro es don García, que ha salido para suplantar al desafiado y no dejarlo en mal lugar). El paralelismo es muy claro con lo que sucede en el acto primero de El gallardo español de Cervantes, donde se produce una situación similar protagonizada por Alimucel, don Fernando de Saavedra y el general de Orán, don Alonso de Córdoba.


[1] Escribe Mónica Lucía Lee, De la crónica a la escena: Arauco en el teatro del Siglo de Oro, Ann Arbor, UMI, 1996, p. 211, nota 203: «El tema del amor interracial en esta obra merece especial interés por ser la única instancia entre las obras estudiadas en que un español corresponde al interés amoroso de una araucana. En los dramas anteriores [se refiere a los de tema araucano] (a excepción de El gobernador prudente) son siempre las nativas las que se enamoran de la gallardía de los españoles sin ser correspondidas».

[2] Todas mis citas son por la edición príncipe de 1665 (Los españoles en Chile, en Parte veinte y dos de Comedias nuevas, escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Andrés García de la Iglesia, a costa de Juan Martín Merinero, 1665), pero modernizando las grafías y la puntuación.

[3] Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

Araucanos y españoles en «Los españoles en Chile» (1665), de Francisco González de Bustos (5)

Consideremos ahora brevemente la caracterización de los personajes masculinos españoles de Los españoles en Chile. Don Diego de Almagro responde al tipo de galán enamorado: hermoso, amable, cortés, etc. Por su parte, don García Hurtado de Mendoza, que tiene un papel bastante deslucido (no es esta una comedia de encargo, panegírica de sus virtudes y hechos), representa con su carácter comedido la nobleza y la justicia españolas. Don Pedro de Rojas, el hermano de doña Juana, desempeña la función de velar por la defensa del honor familiar, y de hecho, la primera solución que plantea al reconocer a su hermana es matarla: «con tu sangre, hermana aleve, / he de lavar hoy la mancha / de mi honor» (fol. 23r[1]).

De entre los personajes femeninos, interesa detenerse en la caracterización de doña Juana de Rojas, buen ejemplo de «dama industriosa». Doña Juana ha venido desde el Perú hasta Chile, vestida de soldado y haciéndose llamar don Juan, siguiendo los pasos de don Diego de Almagro, el burlador de su honor. Muy pronto urde su primer engaño: la india Gualeva se enamora del falso don Juan, y doña Juana finge corresponder a ese sentimiento para poder quedarse entre los indios, cerca de donde está don Diego: sus comentarios («Disimular me conviene», «pero aquí importa un engaño», fol. 6r; «solo por quedarme / he fingido esta cautela», fol. 6v) subrayan la traza por ella inventada. Al final de la Jornada primera manifiesta su propósito de hacer que don Diego, enamorado de Fresia, repare su honor:

DOÑA JUANA.- Fementido y alevoso,
yo haré que pagues mi amor,
que aunque te abrasan los ojos
de Fresia, estorbar sabré
tus intentos cautelosos (fol. 9v).

Mujer vestida de varón con armas

Al comienzo de la Jornada segunda, en un apóstrofe al Amor y a la Fortuna que sirve además como recapitulación de lo sucedido, habla de «tanto tropel de quimeras» (fol. 9v); y alude de nuevo a su industria y a su engaño:

DOÑA JUANA.- Pero pues ya me quedé
en Arauco, y en rigor
Gualeva me tiene amor,
con esta industria podré
de los dos saber mi daño,
centinela de mi honor,
pues lo que hiciere su amor
sabrá deshacer mi engaño (fol. 9v).

Los celos de doña Juana aumentan porque Fresia quiere utilizar a don Juan (o sea, a ella) para que lleve un recado amoroso a don Diego. Y esta situación va a dar lugar a diversos comentarios de la dama española que entrarían en la categoría de lo que Lope llamó en su Arte nuevo el «engañar con la verdad». Me refiero a diversas intervenciones de doña Juana en las que asegura a Fresia que va a hacerse cargo del recado como si fuera cosa suya, como si el cuidado amoroso de la araucana fuera el suyo propio…, y es que así es en realidad. Más adelante, todavía en el acto segundo, en una escena de noche, doña Juana armada con una carabina saldrá del real de los indios hacia el fuerte de los españoles para estorbar con un nuevo engaño que don Diego salga a ver a Fresia. Y dice estos versos (otra vez se trata de un apóstrofe, en soliloquio, a la Fortuna):

DOÑA JUANA.- ¡Buena me has puesto, Fortuna,
con tus estraños rodeos!
No soy mujer, soy soldado,
pues entiendo ya el manejo
de las armas; mas ¿qué mucho,
si en la guerra de mi pecho
mi amor es el general,
capitanes mis deseos,
artilleros mis cuidados
y aun centinelas mis celos? (fol. 13r).

Doña Juana queda caracterizada por su apariencia (porque lleva vestido de soldado, completado ahora con una carabina) y de forma verbal como mujer varonil defensora de su honor. Poco después, va a toparse con su hermano don Pedro, que ha salido a recorrer los puestos de centinelas y, para no ser descubierta, ha de urdir otro engaño más. En esta ocasión finge que es uno de los centinelas apostados de guardia y disimula la voz, dando el alto a don Pedro:

DOÑA JUANA.- ¡Ay de mí!,
que si no me engaña el eco,
esta es la voz de mi hermano.

DON PEDRO.- ¿No responde?

DOÑA JUANA.- Santos cielos,
él me ha de reconocer
si no busco algún remedio;
pero, fingiendo la voz,
centinela hacerme quiero,
pues aquesta carabina
me ayuda para el intento.
¡Téngase allá! (fol. 14r).

Salvado el peligro, ya a solas, insiste en su confusión y en la necesidad de estos engaños:

DOÑA JUANA.- ¿Quién, cielos,
se vio en tan gran confusión,
pues me amenazan a un tiempo
un amante[2] a quien adoro
y un hermano a quien respeto? (fol. 14r).

Al final de esta Jornada segunda, doña Juana es hecha prisionera junto con don Diego, pero él no la reconoce porque lleva una banda en el rostro. Y al comienzo de la Jornada tercera, doña Juana, todavía vestida de hombre, en un nuevo apóstrofe a la Fortuna, recapitula todo lo sucedido: don Diego está preso, Fresia lo ama, ella está celosa. A petición de Rengo, se vestirá ahora de mujer (Gualeva le proporciona un traje de india), y Fresia la mandará de nuevo con un recado a don Diego, que está prisionero. Sigue, pues, el «engañar con la verdad», cuando le responde que va a desempeñar la misión «de la misma manera / como si a mí me importara» (fol. 18r). Más tarde don Diego creerá reconocer a doña Juana, pero ella fingirá ser una criada de Fresia.

En el tramo final de la comedia, doña Juana, de nuevo vestida de hombre y con una espada en la mano, libera a don Diego. Luego es reconocida por su hermano, que la persigue con su daga desnuda. Pero todo se arregla satisfactoriamente, y como es sabido que la comedia «en bodas ha de parar», se acuerdan los matrimonios de don Diego con doña Juana, de Tucapel con Fresia y de Rengo con Gualeva[3].


[1] Todas mis citas son por la edición príncipe de 1665 (Los españoles en Chile, en Parte veinte y dos de Comedias nuevas, escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Andrés García de la Iglesia, a costa de Juan Martín Merinero, 1665), pero modernizando las grafías y la puntuación.

[2] La princeps trae «a un amante»; enmiendo.

[3] Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, «Rebeldes y aventureros en Los españoles en Chile (1665), de Francisco González de Bustos», en Hugo R. Cortés, Eduardo Godoy y Mariela Insúa (eds.), Rebeldes y aventureros: del Viejo al Nuevo Mundo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2008, pp. 161-186.

Análisis de «Ivanhoe» de Walter Scott: los personajes

En la entrada de hoy examinaremos las técnicas relativas a la construcción de los personajes en Ivanhoe[1]. Como en muchas de las novelas históricas, los personajes no presentan una caracterización psicológica muy profunda; su carácter lo conocemos por las acciones que realizan, más que por los análisis introspectivos que realice el narrador. Aparecen divididos en dos bandos, los “buenos” y los “malos”, grosso modo sajones y normandos.

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Lo más frecuente en la caracterización es una breve descripción física que viene a poner de manifiesto los rasgos psicológicos del personaje. Por ejemplo, esta es la primera descripción que se nos ofrece del templario Bois-Guilbert:

El compañero del prelado era un hombre de cuarenta años cumplidos, enjuto de carnes, muy alto y musculoso; personaje atlético al cual una prolongada fatiga y un ejercicio constante parecían haber chupado todas las partes carnosas del cuerpo, pues en él sólo se veían huesos, músculos y tendones, que habían ya afrontado mil fatigas y se hallaban dispuestos a afrontar aún mil más […]. Su rostro se hallaba, pues, completamente descubierto, y la expresión del mismo podía con razón infundir respeto, si no temor, a los extraños; unas facciones salientes, naturalmente vigorosas y poderosamente acentuadas, bajo el bochorno de un sol tropical, se habían ennegrecido como el ébano, y en su estado ordinario, parecían dormitar bajo la huella de las pasiones. Mas la prominencia de las venas frontales, la rapidez con que se agitaban, a la menor emoción, su boca y sus espesos bigotes, anunciaban sin duda alguna que la tempestad no estaba sino adormecida y que despertaría fácilmente. Sus ojos negros, vivos y penetrantes, referían, a cada mirada, toda una historia de dificultades vencidas, de peligros arrostrados, y parecían lanzar un reto a toda contrariedad […]. Una profunda cicatriz, surcando su frente, comunicaba nueva ferocidad a su aspecto y una expresión siniestra a uno de sus ojos… (p. 17)

También es significativa de su carácter la fisonomía de Frente de Buey:

Frente de Buey era un hombre de elevada y atlética estatura, que había pasado la vida guerreando o combatiendo con sus vecinos, y que jamás reparara en medios para acrecentar su poderío feudal. Sus facciones, en armonía con su carácter, llevaban impresa la profunda huella de las pasiones más violentas y perversas. Las cicatrices que las surcaban hubieran, tratándose de cualquier otra fisonomía, atraído la simpatía y el respeto debidos a las pruebas de un valor honroso; en él sólo servían para acentuar la ferocidad de su semblante y el terror que inspiraba su presencia (pp. 230-231)[2].

Encontramos entre los personajes de Ivanhoe algunos típicos de la novela histórica: el peregrino (Ivanhoe), el judío avariento (Isaac de York), la curandera (Rebeca), el templario (Bois-Guilbert), el bandido honrado (Robín Hood).

Las mujeres principales son dos, lady Rowena, muy poco activa a lo largo de la novela, y la judía Rebeca; la belleza de ambas heroínas, como es habitual en este tipo de obras, aparece idealizada (cfr. las pp. 45-46, 63, 87, 242, 244). Los héroes masculinos, cuyo carácter está igualmente ennoblecido, son también dos, Ivanhoe (pp. 310, 323-324) y el rey Ricardo (pp. 387, 477, 479, 527).

Por último, hay que mencionar una técnica caracterizadora de personajes que es el empleo de muletillas; por ejemplo, para el montero Huberto, que en cualquier circunstancia echa mano de su frase favorita, recordando la participación de su abuelo en la batalla de Hastings; por otra parte, pronto se encarga alguno de los personajes de refrenar su natural locuacidad, impidiéndole que prosiga con sus historias, como sucederá con otros sufridos escuderos en las novelas españolas, a los que sus amos condenarán también a guardar silencio. Igualmente, se utiliza el latín con fines humorísticos (en el caso del falso ermitaño llamado hermano Tuck).


[1] Las citas serán por la traducción de Hipólito García, Barcelona, Planeta, 1991 (Clásicos Universales Planeta, 203).

[2] La cursiva es mía. Otras descripciones en las que lo físico corre parejo con lo moral son las de Wamba y Gurth (p. 10), Cedric (pp. 32-33), el príncipe Juan (p. 86) o Lucas de Beaumanoir (pp. 397-398).

«Rinconete y Cortadillo» de Cervantes: estructura, personajes y estilo

Como hemos podido comprobar al resumir el argumento de Rinconete y Cortadillo, una de las doce Novelas ejemplares de Cervantes, la novela tiene una estructura bastante bien organizada[1]. Podemos dividirla en tres partes: 1) el encuentro de los pícaros, el viaje hasta Sevilla; 2) todo lo que sucede en esa casa, segmento en que la descripción prima sobre la narración de acciones (Rinconete y Cortadillo se convierten en testigos y espectadores de una sucesión de cuadros de la vida hampesca); y 3) una parte final muy breve, a modo de epílogo, en la que se refiere su decisión final de abandonar a Monipodio, en cualquier caso, después de pasar algún tiempo a su servicio.

Casa-de-Monipodio-1

También en otra entrada anterior consideramos la relación de Cervantes con la picaresca, en particular en lo que respecta a esta novela de Rinconete y Cortadillo. Los dos personajes protagonistas, aprendices de pícaros y ladrones, son más bien dos muchachos que han escapado de sus modestas familias huyendo de una vida estrecha de miras; han salido a los caminos, en suma, en busca de aventuras y libertad. La relación que les une es de cierta hipocresía al principio, pero luego traban una amistad sincera y, aunque ambos se contagian de la fácil alegría del vivir de los hampones, se percibe que prevalece en ellos cierta discreción y sentido moral (especialmente en Rinconete).

Por lo demás, la novela refleja a la perfección ese mundo del hampa sevillana, donde cada miembro de la «santa» congregación de Monipodio tiene su función, incluidos los dos ancianos graves que habían llegado al patio:

No tardó mucho, cuando entraron dos viejos de bayeta, con antojos que los hacían graves y dignos de ser respectados, con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos.

La presencia de estos personajes de tan correcta apariencia había sorprendido notablemente a los muchachos, pero más adelante será el propio Monipodio quien se encargue de explicarles la utilísima misión que desempeñan:

Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdón y licencia, preguntó a Monipodio que de qué servían en la cofradía dos personajes tan canos, tan graves y apersonados. A lo cual respondió Monipodio que aquéllos, en su germanía y manera de hablar, se llamaban avispones, y que servían de andar de día por toda la ciudad avispando en qué casas se podía dar tiento de noche, y en seguir los que sacaban dinero de la Contratación o Casa de la Moneda, para ver dónde lo llevaban, y aun dónde lo ponían; y en sabiéndolo, tanteaban la groseza del muro de la tal casa y diseñaban el lugar más conveniente para hacer los guzpátaros —que son agujeros— para facilitar la entrada. En resolución, dijo que era la gente de más o de tanto provecho que había en su hermandad, y que de todo aquello que por su industria se hurtaba llevaban el quinto, como Su Majestad de los tesoros; y que, con todo esto, eran hombres de mucha verdad, y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias, que cada día oían misa con estraña devoción.

En fin, al reflejar determinados ambientes (los de la marginalidad y la delincuencia) de aquella Sevilla populosa y bullanguera que monopolizaba el comercio con América —y que Cervantes conocía muy bien por haber vivido en ella algún tiempo, incluyendo su reclusión de unos meses en la Cárcel Real—, el relato deja paso también a la sátira social: el robo, la corrupción y la hipocresía están a la orden del día en la ciudad, y se insiste constantemente en la venalidad de la justicia. Cervantes no necesita hacer explícita su crítica: simplemente, se limita a presentar unos personajes y a describir sus hechos, y de ello se desprende la sátira social. En conjunto, Rinconete y Cortadillo nos ofrece un magnífico fresco, pleno de costumbrismo realista (de nuevo, como en La gitanilla, realismo literario, claro está) de aquella animada sociedad sevillana que Jean Canavaggio ha evocado así:

Quien no ha visto Sevilla, no ha visto maravilla, dice un conocido refrán. Nunca ha sido tan verdad como en el momento en que España, a pesar del desastre de la Invencible, estaba aún en su poderío. El trafico con las Indias, que desde el principio del reinado sorprendía a los viajeros extranjeros, había conocido desde entonces un desarrollo extraordinario. Barcos comerciantes y galeras desembarcaban carretas llenas de la plata de las minas de Potosí y derramaban en el Arenal del río los artículos y productos que el Nuevo Mundo intercambiaba con la vieja Europa[2].

Desde el punto de vista del lenguaje y el estilo, cabe destacar el amplio uso que hace Cervantes del vocabulario de germanía, así como las varias prevaricaciones idiomáticas de Ganchuelo y Monipodio. El estilo popular se intensifica con la inclusión, en el tramo final del relato, de algunas coplas populares que cantan los rufianes y sus daifas en el sarao que organizan. Los abundantes diálogos son ágiles y amenos. Y, como siempre en Cervantes, la ironía narrativa no deja de estar presente, según ha destacado García López:

Ese jugueteo entre identidad y diferencia de narrador y personajes alcanza su momento más importante en Rinconete y Cortadillo, donde el narrador irónico contradice, con su descripción, el comportamiento de los personajes, al tiempo que éstos, en el trecho central del relato, se convierten en delegados del narrador[3].


[1] Reproduzco aquí, con algunos pequeños cambios, unos párrafos de mi introducción a Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares (La gitanilla. Rinconete y Cortadillo), ed. de Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2010. Las citas corresponden a esta edición mía.

[2] Jean Canavaggio, Cervantes, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Espasa Calpe, 2003, p. 231. Para la Sevilla en tiempos de Cervantes, ver Antonio Domínguez Ortiz, La Sevilla del siglo XVII, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1984, y José Caballero Bonald, Sevilla en tiempos de Cervantes, Barcelona, Planeta, 1991.

[3] Jorge García López, prólogo a su edición de las Novelas ejemplares, Barcelona, Crítica, 2005, p. LXXXIV.

Otros personajes de «Doña Urraca de Castilla» de Navarro Villoslada

Otros tres personajes históricos de Doña Urraca de Castilla, que refuerzan con su presencia ese aspecto de la novela, son los condes de Trava (Traba) y de Lara y don Gutierre Fernández de Castro. Don Pedro Froilaz, conde de Trava (esta es la grafía que se usa en la novela), es el ayo del príncipe don Alfonso y su principal valedor junto con don Diego Gelmírez.

PedroFroilaz

Respecto a don Pedro González de Lara, Francisco Navarro Villoslada[1] nos ofrece la imagen transmitida por el Padre Mariana y otros historiadores: afeminado, delicado y lleno de melindres, débil, cobarde e irresoluto, cuya ambición y orgullo le llevan a darse aires de grandeza. Don Gutierre Fernández de Castro, el conde de los Notarios, es el encargado de administrar justicia en los reinos de Castilla y León. Aparece en la novela como un hombre duro, inflexible, incluso cruel, pero de carácter noble, recto y justiciero; vasallo rudo y leal de la reina, hace siempre lo que mejor conviene para el bien de su soberana, aunque tenga a veces que contrariar su voluntad o decirle verdades que hacen daño.

Por último, en el catálogo de los personajes históricos, hay algunos aludidos, que no intervienen directamente en la acción de la novela, como Raimundo de Borgoña, primer marido de doña Urraca, Alfonso Raimúndez, su hijo, Alfonso el Batallador o Gómez González Salvadores, el conde de Candespina.

Los demás personajes son menos importantes: Elvira, la hermana bastarda de don Pedro Froilaz, conde de Trava, caracterizada por su melancólica hermosura; don Bermudo, noble bizarro y cumplido, la flor de la caballería de Galicia; Munima, la hija de Pelayo y vecina de Ramiro, una joven bella y tímida, candorosa y discreta, resignada hasta el extremo de sacrificar su propia felicidad para conseguir la de la persona que ama[2]; Gontroda o doña Gertrudis, la nodriza de don Ataúlfo, que recuerda muchísimo (por su edad, por su carácter, por las puntas y ribetes de bruja que tiene, por su dramática muerte) a la Ulrica del castillo de Torquilstone de Ivanhoe (su figura, sin ser de las principales, alcanza en el desenlace de la novela cierta grandeza trágica: Gontroda será la única persona que permanezca al lado de don Ataúlfo cuando todos lo abandonen, pereciendo entre las llamas del castillo); Pelayo, el fiel escudero de don Bermudo de Moscoso, «resuelto y decidido, sobre todo, a morir por su antiguo señor»; maese Sisnando, inteligente y astuto alarife que ayuda a Gelmírez en la construcción de varias obras, pero que es también el inspirador de la hermandad formada en Santiago contra él; Mauricia, Odoaria y Nuña, viejas dueñas, cotillas y muy habladoras, murmuradoras y supersticiosas (estos personajes habladores, criados o escuderos, se repiten con frecuencia en la novela histórica romántica española, sirviendo habitualmente para introducir pasajes humorísticos); o el verdugo Martín, odioso personaje que siempre acompaña a don Ataúlfo, ansioso de que su hacha pueda sacrificar alguna víctima[3].


[1] Para el autor, remito a mi libro Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1995, donde recojo una extensa bibliografía. Y para su contexto literario ver Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

[2] Este personaje desempeña la misma función que Inés en Doña Blanca de Navarra. Como vemos, existe cierta tendencia en las novelas de Navarro Villoslada a incluir un personaje que simboliza el amor cristiano, la caridad, la resignación y el sacrificio.

[3] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Navarro Villoslada, Doña Urraca de Castilla y la novela histórica romántica», estudio preliminar a Doña Urraca de Castilla: memorias de tres canónigos, ed. facsímil de la de Madrid, Librería de Gaspar y Roig Editores, 1849, ed. de Carlos Mata Induráin, Pamplona, Ediciones Artesanales Luis Artica Asurmendi, 2001, pp. I-XXV.

Los personajes de «El perro del hortelano» de Lope de Vega: Diana

Los personajes protagonistas de El perro del hortelano son bastante complejos porque, como bien escribe Jean Canavaggio, «no se limitan a ser las piezas de un mecanismo»[1]. Cumplen, evidentemente, una función: dama y galán, criada, criado gracioso, etc.; pero hay también en ellos sentimientos y conocen cierta evolución psicológica, especialmente en el caso de Diana y Teodoro. Mi análisis se centrará (en sucesivas entradas) en los tres personajes que declaman los nueve sonetos de la comedia, pero añadiré unas reflexiones sobre Tristán, el gracioso, cuya industriosa intervención es fundamental para que Teodoro y Diana puedan salir con bien del enredo, para la positiva solución final del conflicto.

Diana (Emma Suárez en la película de Pilar Miró) es, al decir de Bruce W. Wardropper, un «personaje de profundidad encubierta»[2]. Comentaré a continuación los rasgos más destacados de su personalidad:

1) Diana es una mujer peculiar en el panorama teatral del Siglo de Oro: sin padre o hermano a los que someterse, es ella soberana de sí misma y quien lleva la iniciativa. Ejerce el poder, manda, es autoritaria e incluso arbitraria y tiránica. Ese autoritarismo queda ya de manifiesto en las escenas iniciales, cuando salta la alarma por la presencia de un hombre en la casa y la condesa dirige las pesquisas e interroga “inquisitorialmente” a criados y criadas. Además Diana usa despóticamente de su poder: encierra a Marcela, por celos; dice a Teodoro que puede casarse con quien quiera, menos con Marcela, y a esta le prohíbe marchar a España con Teodoro; y al final ordena que se case con Fabio. La crítica ha puesto de relieve que Diana tiene cierta resolución masculina, y que toda la acción bascula en torno a ella. Para algunos estudiosos, ese poder femenino es uno de los atractivos de la pieza, y una audacia inventiva de Lope. Escribe, por ejemplo, Carreño:

Rompe Diana la figuración del personaje arquetípico femenino de la comedia: sumisa, obediente, víctima. Aunque sí es víctima del sistema que preside (patriarcal), posee la habilidad de subvertirlo a través del engaño, logrando de este modo su caza. Es inteligente al encubrir sus motivos y no menos astuta a la hora de desvelarlos[3].

Diana, de El perro del hortelano

2) Diana (que tiene el nombre de la diosa romana de la virginidad) no ama, no acepta ninguno de los muchos pretendientes que tiene. Es una mujer lunar: fría para las cuestiones de amor.

3) Pero esta Diana es contradictoria, es —en acertada expresión de Milagros Torres— un «oxímoron vivo»[4]: Diana es luna (y hay toda una red semántica relacionada con lo blanco, lo frío, lo nacarado) y sol a la vez, sol de belleza y luminosidad que arde en deseo. Y, al mismo tiempo, es también río y mar tormentoso, que con su furia arrastra todo lo que encuentra por delante. Se le aplican imágenes relacionadas con hielo y fuego, y se debate entre el estatismo y el dinamismo; ella inicia una caza amorosa por Teodoro (recuérdense los vv. 949-950, «que nunca tan alto azor / se humilla a tan baja presa»), en la que ella va a llevar la iniciativa. Hay, por tanto, una animalización del personaje; Diana es no solo alto azor, sino también, recordemos, el perro del hortelano, un perro cazador que, más a ras de tierra, no está dispuesto a soltar su presa, una vez que la ha mordido.

Y un detalle muy importante: Diana es, sobre todo, un personaje que se debate entre el amor y el honor, conflicto central en la construcción de su personalidad. Diana, sí, es autoritaria y soberana de sí misma, pero es también un mar agitado por dos tempestades: la pasión hacia un inferior y, enfrente, la presión ejercida por el medio social (honor, decoro). Como noble que es, Diana está tiranizada por esa fuerza de la jerarquía social. Ella sostiene en su interior una fuerte lucha: siente pasión por un hombre (y recordemos que al comienzo Otavio decía que estaba en opinión «de incasable cuanto hermosa», v. 104[5]) y además un hombre bajo, inferior en la escala social. Ella inventará la ficción de los papeles, como si los sentimientos propios fuesen los de una supuesta amiga. Tanto es así que llegará a romper con todas las reglas del honor y el decoro, aceptando casarse con un desigual. Ella sabe que su amado es humilde. En otras comedias de secretario, la anagnórisis final es cierta: quiero decir que el personaje aparentemente humilde es finalmente un noble de verdad, pero aquí no, Teodoro es «hijo de la tierra», no conoce a sus padres, y Diana es plenamente consciente de ello. Lo que ocurre es que, al final, Diana se enamora de verdad de Teodoro[6]: ya no ama por ver amar, ya no ama por celos o por envidia; ama simplemente porque ama[7].


[1] Jean Canavaggio, «El perro del hortelano, de refrán a enredo», en Un mundo abreviado: aproximaciones al teatro áureo, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2000, p. 188.

[2] Bruce W. Wardropper, «Comic Illusion: Lope de Vega’s El perro del hortelano», Kentucky Romance Quarterly, 14, 1967, p. 337.

[3] Antonio Carreño, introducción a Lope de Vega, El perro del hortelano, Madrid, Espasa Calpe, 1998, p. 26.

[4] Ver Milagros Torres, «Paradojas de Diana», en Ignacio Arellano, María C. Pinillos, Frédéric Serralta y Marc Vitse (eds.), Studia aurea. Actas del III Congreso de la AISO (Toulouse, 1993), vol. II, Teatro, Pamplona / Toulouse, GRISO / LEMSO, 1996, pp. 395-404. Carreño también emplea la palabra oxímoron para referirse al personaje, y pone de relieve las formulaciones paradójicas en boca de Diana. Escribe, a propósito de su carácter y comportamiento contradictorios: «Burla con el engaño el código del “decoro social” y es a la vez su víctima moral al tener que recurrir a las mañas de Tristán. Se torna en cómplice de una mentira política preservando así la otra verdad que guarda con gran secreto» (introducción a Lope de Vega, El perro del hortelano, p. 32).

[5] Circunstancia esta, la soltería de Diana, que genera tensión política: «El condado de Belflor / pone a muchos en cuidado», añade Otavio a continuación (vv. 105-106).

[6] Hay varios trabajos críticos centrados en el personaje de Diana, que estudian aspectos diversos de su construcción dramática, y especialmente el conflicto amor / honor que vive: ver, por ejemplo, Guy Rosetti, «El perro del hortelano: Love, Honor and the Burla», Hispanic Journal (University of Pennsylvania), I, 1, 1979, pp. 37-46; Nadine Ly, «La diction de l’amour dans la comedia El perro del hortelano de Lope de Vega», en Hommage à Maxime Chevalier, Bulletin Hispanique, 92, 1, 1990, pp. 493-547; Antonio Carreño, «Lo que se calla Diana: El perro del hortelano de Lope de Vega», en Ysla Campbell (ed.), El escritor y la escena. Actas del I Congreso Internacional de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro (18-21 de marzo de 1992, Ciudad Juárez), Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1992, pp. 115-128; Frédéric Serralta, «Acción y psicología en la comedia (a propósito de El perro del hortelano)», en Heraclia Castellón, Agustín de la Granja y Antonio Serrano (eds.), En torno al teatro del Siglo de Oro. Actas de las Jornadas VII-VIII celebradas en Almería, Almería, Instituto de Estudios Almerienses/ Diputación de Almería, 1992, pp. 25-35; Milagros Torres, «Paradojas de Diana», en Studia aurea. Actas del III Congreso de la AISO (Toulouse, 1993), ed. Ignacio Arellano, María Carmen Pinillos, Frédéric Serralta y Marc Vitse, vol. II, Teatro, Pamplona / Toulouse, GRISO / LEMSO, 1996, pp. 395-404; Hayden Duncan-Irvin, «Three Faces of Diana, Two Facets of Honor: Myth and the Honor Code in Lope de Vega’s El perro del hortelano», en Frederic A. de Armas (ed.), A Star-Crossed Golden Age. Myth and the Spanish «Comedia», London, Bucknell University Press / Associated University Presses, 1998, pp. 137-149; Jaime Fernández, «Honor y libertad: El perro del hortelano de Lope de Vega», Bulletin of the Comediantes, 50, 2, 1998, pp. 307-316; Edward W. Friedman, «Sign Language: the Semiotics of Love in Lope’s El perro del hortelano», Hispanic Review, 68:1, 2000, pp. 1-20; Enrique García Santo-Tomás, «Diana, Lope y la varia fortuna de El perro del hortelano», en La creación del «Fénix». Recepción crítica y formación canónica del teatro de Lope de Vega, Madrid, Gredos, 2000, pp. 228-245; Reyes Santiago Hostos, «Concepción del matrimonio a través de El perro del hortelano de Lope de Vega», en María José Porro Herrera (ed.), La mujer y la transgresión de códigos en la literatura española: escritura. Lectura. Textos (1001-2000), Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, 2001, pp. 167-176; Enrico Di Pastena, «Identidad y alteridad social en los protagonistas de El perro del hortelano», Rivista di Filologia e Letterature Ispaniche, VI, 2003, pp. 245-258; Mercedes Maroto Camino, «“Esta sangre quiero»: Secrets and Discovery in Lopeʼs El perro del hortelano», Hispanic Review, 71:1, Winter 2003, pp. 15-30; Isabel Torres, «“Pues no entiendo tus palabras, y tus bofetones siento”: Linguistic Subversion in Lope de Vegaʼs El perro del hortelano», Hispanic Research Journal: Iberian and Latin American Studies, vol. 5, núm. 3, 2004, pp. 197-212; Esther Fernández y Cristina Martínez Carazo, «Mirar y desear: la construcción del personaje femenino en El perro del hortelano de Lope de Vega y de Pilar Miró», Bulletin of Spanish Studies: Hispanic Studies and Research on Spain, Portugal and Latin America, vol. 83, núm. 3, 2006, pp. 315-328, entre otros. Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Un refrán, tres personajes, nueve sonetos: El perro del hortelano, de Lope de Vega», en Carlos Mata Induráin, Lygia Rodrigues Vianna Peres y Rosa María Sánchez-Cascado Nogales (eds.), Lope de Vega desde el Brasil. En el cuarto centenario del «Arte nuevo» (1609-2009), Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2012, pp. 103-137.

[7] Esta entrada forma parte del Proyecto «Autoridad y poder en el teatro del Siglo de Oro. Estrategias, géneros, imágenes en la primera globalización» (FFI2014-52007-P), del Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España (Dirección General de Investigación Científica y Técnica, Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia).

Los personajes en «Doña Blanca de Navarra» de Navarro Villoslada (y 5)

Otro personaje con cierta importancia en esta narración de Francisco Navarro Villoslada[1] es el simpático Juan Marín, alias Chafarote. El leal y bonachón escudero de Jimeno, buen amigo del comer y del beber, constituye una figura sanchopancesca muy repetida en toda la novela histórica romántica española. En la segunda parte lo encontramos convertido en el hermano Juan, el ermitaño lego que acompaña a Inés; pero el narrador nos informa de que sus penitencias «no excluían los buenos bocados». Cuando tiene que pasar una noche de invierno al aire libre y sin probar ningún alimento se queja a la penitente con estas graciosas palabras:

¡Ermitaño soy yo, voto a cribas, y me pinto solo para rezar; pero, señora, con buenos bocados y mejores tragos!… Para nada se necesita comer más y mejor que para hacer penitencia.

Escudo de armas del Conde de LerínEn la novela existen otros muchos personajes, algunos bien caracterizados dentro de su tipicidad: don Luis de Beaumont, Conde de Lerín y caudillo del bando beamontés, «hombre escéptico y frío» que se singulariza por su talento, sagacidad y audacia; su rival, mosén Pierres de Peralta, cabeza del bando agramontés, también ambicioso y «ancho de mangas en achaques de conciencia»; el fraile de Irache, el Padre Abarca, notable por su temor supersticioso y su profundo antisemitismo; Sancho de Rota, el famoso bandido de las Bardenas, que aparece marginalmente en el capítulo III de la primera parte; don Gastón de Foix, el hijo de doña Leonor, que tendrá que debatirse entre sus pasiones (el amor, los celos) y sus deberes (la amistad, la hospitalidad); la judía Raquel, que pasa entre los cristianos por bruja y hechicera; o Jehú, el avaricioso médico judío de la reina doña Leonor.


[1] Para este autor ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Dpto. de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución Príncipe de Viana), 1995. Y para su contexto literario remito a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

Los personajes en «Doña Blanca de Navarra» de Navarro Villoslada (4)

Quince días de reinado, de Navarro VillosladaDoña Leonor representa el reverso de la moneda: si doña Blanca, Jimeno e Inés eran los personajes positivos, la Condesa de Foix es la malvada de la novela de Francisco Navarro Villoslada[1]; su carácter está descrito con tintas muy negras, y el narrador se encarga de juzgar al personaje, caracterizándolo de manera odiosa, como un verdadero «genio del mal»: es una «tigre indómita y rabiosa», con «ojos de basilisco», caracterizada por su «sacrílega perversidad», su «hipócrita insolencia» y su «refinada hipocresía». Doña Leonor tiene la ambición de reinar y para lograrlo no vacila en asesinar a sus dos hermanos mayores. Personaje siniestro marcado por su doblez, sus criminales impulsos serán finalmente castigados por la Divina Providencia: consigue su objetivo de ser coronada reina de Navarra, pero su reinado no dura más que quince días; la maldad y el crimen, según exige la justicia poética, no podían quedar impunes, si se quería completar la enseñanza moral de la obra.

Don Felipe de Navarra y doña Catalina de Beaumont son otros dos personajes idealizados: si él es «el más apuesto caballero de Navarra», ella «la más hermosa doncella de la tierra». Catalina, nacida el mismo día de la muerte de doña Blanca, ha heredado todas las virtudes de la princesa; es, en efecto, «un ángel de pureza y candor», «una niña de quince años, blanca, dulce, risueña, sencilla de aspecto como sencilla de corazón» que trata de apaciguar entre el pueblo los rencores producidos por la guerra de bandos. En cuanto a don Felipe, simplemente añadiré que posee las mismas virtudes que Jimeno: nobleza, bondad, valor, bizarría…


[1] Para este autor ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Dpto. de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución Príncipe de Viana), 1995. Y para su contexto literario remito a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

Los personajes en «Doña Blanca de Navarra» de Navarro Villoslada (3)

Inés de Aguilar es un personaje femenino característico en las obras de Francisco Navarro Villoslada[1]: ella encarna la generosidad, la resignación y la caridad cristianas, el sacrificio para conseguir la felicidad del ser amado, aunque para ello tenga que renunciar a todos sus sueños; de ahí las notas de melancolía que adornan su carácter. Igual que doña Blanca, es otro «ángel de bondad»: salva la vida de su rival, la mujer que ama Jimeno; es más, haciendo un «sublime esfuerzo de abnegación» le pide a éste que ame a la reina de Navarra como amó a la villana de Mendavia. Desde ese momento la joven solo vive para proteger a cada instante, como un ángel custodio, a su amado, que tantas veces la ha desdeñado: «Me verás a tu lado cuando todos huyan de ti, y me verás huir de ti cuando tengas quien te consuele»; «Nunca te abandonaré mientras te vea solo», le recuerda.

En la segunda parte, reaparece como la penitente de la Virgen de Rocamador, y sigue siendo la misma mujer que besa la mano que le hiere.

Virgen de Rocamador, Estella

Estas palabras suyas revelan perfectamente el carácter cristiano con que quiso dotar Navarro Villoslada a este personaje:

—Yo he nacido para velar por ti y para sufrir por ti. Dios ha puesto en mi corazón una llama de amor puro, santo, cristiano, la llama de la caridad, que no se extingue, y en el tuyo una ingratitud que nunca cede; mi destino es amarte, y el tuyo hacerme padecer. Yo no me quejo, yo me resigno. ¡Dichosa yo si las penas que hoy he sufrido pueden proporcionarte satisfacciones tan completas como las que hoy has experimentado!

Inés, con su «alma buena y generosa», constituye, pues, una personificación de la caridad cristiana: «En la cruz podemos abrazarnos y amarnos todos», comentará. Tras perdonar a doña Leonor, que la ha calumniado, y tras salvarla al convencer a Jimeno para que desista de su plan de envenenarla, se retira a la paz de un convento (solución frecuente para otras heroínas románticas).


[1] Para este autor ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Dpto. de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución Príncipe de Viana), 1995. Y para su contexto literario remito a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

Los personajes en «Doña Blanca de Navarra» de Navarro Villoslada (2)

Doña Blanca de Navarra, que da título a la obra de Francisco Navarro Villoslada[1], es el principal personaje (aunque muere al final de la primera parte, en la segunda está siempre presente en el recuerdo de los demás). Se nos presenta como una mujer hermosa, de angelical belleza, de mirada dulce y bondadosa, inocente, cándida, delicada y pudorosa, con un carácter melancólico por los infortunios que sufre y las injustas persecuciones que padece. Enamorada de Jimeno, le ama igual como sencilla villana que como heredera del trono. Su gran bondad queda de manifiesto al perdonar de corazón a su hermana Leonor, que la ha envenenado, y al solicitar a Jimeno que ame a su rival, Inés. En definitiva, el autor la pinta en todo momento como un «ángel de bondad».

Sepulcro de doña Blanca de Navarra, en Nájera

Jimeno es el protagonista masculino: tímido y apocado, su carácter se transforma cuando la mujer que ama es secuestrada, convirtiéndose en un valiente guerrero, jefe de los bandoleros de las Bardenas primero y luego capitán de aventureros al servicio del rey. También él aparece altamente idealizado: en el carácter de este joven de rostro dulce y hermoso se acumulan las notas de valor, gentileza, apostura, gallardía, honradez, valentía, magnanimidad… La nobleza de sus actos es reconocida en distintas ocasiones, en particular por las dos mujeres que le quieren: «Si no sois hidalgo por la cuna, lo sois por vuestras virtudes», le dice Inés; «¡La nobleza de tu alma suple con creces la que pueda faltarte por tu cuna!», comenta doña Blanca. Hay algo de quijotesco en Jimeno, sobre todo en la escena en que libera a doña Blanca; no en balde le llama mosén Pierres «el buen paladín, desfacedor de entuertos». En la segunda parte reaparece con el nombre de don Alfonso de Castilla y el ánimo cambiado, ahora más siniestro: sigue siendo noble y bizarro, pero con algo de diabólico en sus palabras y en sus intenciones, como muestra el maquiavélico plan de venganza que ha concebido para castigar a doña Leonor. En suma, Jimeno es el típico héroe romántico enfrentado con un mundo hostil que le impide ver realizados sus anhelos y esperanzas, en concreto, su amor por doña Blanca.


[1] Para este autor ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Dpto. de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución Príncipe de Viana), 1995. Y para su contexto literario remito a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.