África en «Saudades… Toujours» (1973) de María del Villar Berruezo (y 3)

En el relato también se describen las villas, hotelitos y bungalows de los trabajadores europeos (pp. 124-125). La noche en que Dey se declara y salen juntos, ven este paisaje:

Enfrente, y hacia mi izquierda, brillaban las luces de Brazzaville, pequeñas y lejanas, pareciendo querer competir con las estrellas que lucían en el cielo.

Delante de nosotros se extendía el río como una larga pradera negra, moviente, repleta de peligros. De cuando en cuando unos serpenteos de luz amarilla clara ponían luminosidad en las ondulaciones pastosas de la corriente, luego desaparecían (p. 172).

Aura desea quedarse en el Congo para no perder ese amor; allí están ellos dos solos, lejos de todo. África es lo exótico, lo permitido, tierra de pasión; se deja seducir por la pasión y por el encanto del país. La tierra africana ejerce un irresistible embrujo sobre ella. Un diálogo entre Aura y Dey (pp. 205-220) sirve para introducir varios datos acerca del trazado de la línea Congo-Océano, del puerto de Punta Negra, sobre exploradores y gobernadores del territorio: Albert Veistroffer, Martial Merlin, Victor Augagneur, y sobre todo Pierre Savorgnan de Brazza, explorador al servicio de Francia, rival de Stanley, inglés que trabaja para Bélgica. Se habla del rey Renoké, el primer rey negro con el que trató Brazza, del rey Makoko, del río Ogooué, el principal río del Gabón…

Aura sigue con sus recuerdos, toma la pluma para continuar con sus introspecciones. Desea vivir en calma y soledad, dedicada al recuerdo de Dey. Ahora la pasión la vive con más bella puridad que en el Congo. El galán ejerció sobre ella la misma atracción y magia que el paisaje. Se evoca luego un paseo en barca con Dey, cuando ambos contemplan un amanecer sobre el río:

La claridad se intensificaba rápidamente y allí, tras la muralla de arbolado que ponía su veto a la margen del río, aparecía un disco color de cobre que subía sobre el fondo perla de un cielo sin nubes.

Pensé en una hostia de fuego que invisibles manos levantaban en el espacio. Pensé en una luna desconocida e incandescente que, hecha ascuas, loca y abrasadora, trastornaba las leyes del cosmos y corría por nuestra galaxia buscando dónde posarse.

Pero la luna loca, o el disco de cobre, se afirmaba con seguridad sobre los árboles y sobre el río y, perdiendo su ardiente color de brasa, empalideció hasta volverse de oro, rompió su funda metálica, lanzó mil rayos y flechas, pareció coronarse de lanzas y, majestuoso y soberbio como un dios, me obligó a bajar la cabeza (pp. 254-255).

Puesta de sol sobre el río Congo

Es un día de calor, de un sol de fuego que desprende «torrentes de luz dorada» (p. 260). Los amantes llegan a una playa y en la arena el sol saca reflejos embrujadores de oro. Aura ve indígenas embadurnados de ceniza, el palacio del rey, porque Dey ha querido ofrecerle «un día africano». Al anochecer, ve la puesta de sol sobre el río Congo (p. 268): «me alegró el pensamiento de navegar sobre el Congo en los momentos en que el sol, huyendo de las nubes de un azul intenso que lo perseguían, lanzaría flechazos sin llegar a ellas, consiguiendo solamente poner estrías luminosas sobre las aguas del río antes de fundirse en una orgía de colores rabiosos» (p. 268). Y llega el crepúsculo:

Entre besos, risas y bromas había descuidado el crepúsculo. Recorrí con la mirada la bóveda celeste. El sol, escondido en el horizonte, había huido deprisa bajo los azotes que le daba la noche, y sólo tenía fuerzas para enviar con sus últimos resplandores, tenues rayos de belleza moribunda (p. 273).

Pero la protagonista debe marchar para seguir a Dey a Portugal y dejar «los encantos de aquellas tierras, de aquellos cielos…» (p. 279). Se despide con estas palabras: «»Adiós, Congo. ¿Volveré a verte algún día?», repetía con el alma mientras tu coche me llevaba hacia Luanda» (p. 279). La novela, que acaba de forma abierta, con la posibilidad de un reencuentro, ha recreado a lo largo de sus páginas el calor, la humedad, el paisaje, el ambiente (criados negros, comidas exóticas, enfermedades tropicales…), en suma, el «perfume de tierra caliente» (p. 253) de aquella región africana que incluye topónimos con tan sugerente poder de evocación como Matadí, Santo Antonio de Zaire, Luanda, El Cabo, Angola, Mozambique…

Hemos visto en entradas anteriores, a través de la voz lírica de María del Villar, cómo en la alta noche africana la luna lloraba versos de amor desesperados, y cómo en otras noches africanas nacía y se desarrollaba la pasión amorosa de Aura y Dey. La autora navarra probó el «veneno africano» y, cautivada por su encanto, ya nunca lo pudo olvidar: tal fue la intensidad de sus vivencias, que años después las ofrecería a sus lectores en sus versos y en su novela, es decir, vertidas en el cauce de la literatura, que es, no lo olvidemos, otro veneno[1].


[1] Cito por María del Villar, Saudades… Toujours, Madrid, Editorial Tanagra, 1973. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Saudades… Toujours» (1973) de María del Villar Berruezo (2)

Más adelante se ofrecen algunas descripciones de Kinshasa (pp. 80-81) y de Brazzaville (p. 108), que son todavía ciudades en construcción. Acogida por Otilia y su marido Antonio, Aura tiene oportunidad de escuchar el sonido del tam tam y una canción de negros (pp. 101-102): «Quedamos en silencio, escuchando aquel son monótono y sordo que se repetía insistente, obsesivo, penetrante y que repercutía en el espacio como llevando mensajes al infinito» (p. 102). También encontramos una descripción del anchuroso río Congo:

Me causó gran placer atravesar el Congo en sentido inverso al del día de mi llegada. El río corría igual, pastoso, de un azul sucio, dando la impresión de estar formado con aguas espesas, cargadas, alimentadas por vidas vegetales y animales, por aguas poderosas que arrancaban troncos, ramajes, motas de tierra, bajíos y bestias, con objeto de arrastrarlas a un destino ineludible, a un destino cruel, o para ofrecerlas a alguna divinidad monstruosa e insaciable (p. 108).

Aura visita Brazzaville con Otilia (pp. 110-111) y también sus barriadas negras: el Bas Congo, con su pintoresco mercado (pp. 111-112), y Poto-Poto, el segundo barrio negro, cuyas casas están formadas solo con agua y tierra, con barro:

Si dejándome llevar por mis impresiones hubiese gritado de sorpresa y estupefacción en el mercado de Bajo-Congo, en Poto-Poto mis reacciones fueron diferentes, y quedé pasmada, muda, petrificada por un «algo» enigmático, indescifrable e incomprensible que parecía flotar sobre aquella urbe negra, agitada, multiplicada en colores y sones, sobre la que pronto caería, como un gran misterio, el manto espeso y pesado del crepúsculo africano (p. 113).

Poto-Poto, Brazzaville.

Aura explica que no quiere regresar allí nunca más para no perder aquel impacto de la primera impresión:

«Adiós, pueblo que me has conmovido poniendo una confusión nueva en el fondo de mi espíritu. No quiero volver a verte por temor de caer de ese vértice en que me has colocado, por recelo de perder la impresión que he sentido al contemplarte y que no se podría repetir. Adiós; no te podré olvidar, porque nunca volveré» (pp. 113-114)[1].


[1] Cito por María del Villar, Saudades… Toujours, Madrid, Editorial Tanagra, 1973. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Saudades… Toujours» (1973) de María del Villar Berruezo (1)

La novela Saudades… Toujours (Madrid, Editorial Tanagra, 1973) presenta algunos puntos de coincidencia con Mis nocturnos africanos. Las características similares son, sobre todo, el describir —ahora en el género narrativo— una apasionada historia de amor que tiene como marco la tierra del África. Al decir de la prologuista Josita Herrán (pp. 7-9), Saudades… Toujours es «una pura y sencilla, apasionada, novela de amor» (p. 7), y destaca precisamente la belleza de las descripciones paisajísticas, que tienen el sabor de lo auténtico y vivido: «la novela posee la autenticidad de lo real, lo único imaginario es la anécdota de amor» (p. 8).

Cubierta del libro de María del Villar, Saudades… Toujours (Madrid, Editorial Tanagra, 1973)

La novela está narrada por una primera persona femenina, que corresponde a Aura, condesa de Tova. Aura con frecuencia se dirige a un : ese al que dispara sus palabras es Dey, el caballero elegante de ojos grises rodeado de misterio (¿un espía, un aventurero, un timador…?) al que conoció en el Congo. En la anotación de 12 de noviembre, Aura indica que va a escribir una narración de su viaje al Congo o bien una novela. En la de 19 de noviembre insiste en esta idea de escribir una novela o sus impresiones de África. Se decide por esto último y, con la ayuda de su agenda, va reviviendo ante nuestros ojos los días de amor pasados en África. Así evoca, por ejemplo, su llegada el 19 de septiembre a Punta Negra:

Punta negra me pareció blanca a causa de sus casas claras y de sus arenas pálidas. El sol, oculto tras una cortina de nubes sin forma, difundía una luz igual, opalina, y todo me hacía el efecto de estar envuelto en un manto algodonoso, pesado y húmedo.

La playa desierta, imponente, salvaje, infinita, me produjo una impresión de asombro y de recogimiento. Alejada de la ciudad, y en absoluta soledad, ni a lo lejos ni de cerca se veían casas, palmeras, casetas de baño o toldos, ni siquiera un negro o un blanco que errase por sus orillas.

Hasta donde la vista alcanzaba sólo se percibía la arena, el mar, y por encima el cielo. Era un cuadro imponderable de tres colores, un cuadro que sólo tres mágicas pinceladas componían. Aquella grandiosidad me conmovió.

Quise aislarme, que nada ni nadie se destacara ante mis ojos rompiendo la armonía de tal belleza, y corrí por la playa abandonando a Madame Diéce.

Ya lejos me dejé caer cerca del agua y hundí mis dedos en la arena escurridiza. […]

No se oía otra voz que la del océano resonando en los ámbitos con un susurro calmoso y repetido, y yo me sentía perdida, absorta, fuera del tiempo y fuera del espacio, fascinada por la ingente soledad.

La plata del mar, como lámina brillante y movediza, se partía a lo lejos, y entre las dos rasgaduras ligeramente azuladas, que la espuma bordeaba de blanco, aparecía la curva siniestra de un tiburón o solamente su aleta: un triángulo agudo y negro (pp. 46-47).

Una española a la que conoció en París, la señora Sánchez, la ha invitado a ir al Congo, ya que hay guerra en Francia (aquí podríamos ver un trasunto de la historia personal de la autora; Aura da conciertos de piano, de la misma forma que María del Villar dio recitales de danza). Ese mismo día tiene ocasión de contemplar la maravillosa puesta de sol desde el Círculo Europeo:

Desde allí, mientras saboreábamos el whisky que nos ofreció el presidente del Círculo, contemplé maravillada una puesta de sol de belleza indescriptible. El Círculo, situado en una altura, parecía el centro de un inmenso ramillete de palmeras que dominaba la panorámica de la bahía, en cuyas aguas se reflejaban los oros y arreboles del sol que pronto pasaron a los tonos del azul, de la plata y del estaño, para, por fin sosegados, dormirse en un frío color de pizarra (p. 50).

Con la magia de la agenda, Aura revive aquellos días de ensueño, imagina que está otra vez al lado de Dey y sigue desmenuzando sus remembranzas, «y las iré escribiendo para mí misma, para mí sola, y para ti en mi pensamiento» (p. 52). En la anotación correspondiente al 20 de septiembre evoca su viaje en tren saliendo de Punta Negra (pp. 52 y ss.). Coincide con un ingeniero y un buscador de oro, y el diálogo que entre ellos se establece sirve para ofrecer datos diversos sobre el paisaje (jungla y valles), la aventura de los buscadores de oro, el «trabajo ciclópeo» del tendido de la línea férrea, los caníbales… Cuando Aura llega a Brazzaville, la recibe Otilia, quien le explica la división de la ciudad:

La parte baja de la ciudad —me dijo— se llama Kinshasa. Leopoldville es la ciudad alta, donde están el Palacio del Gobernador, edificios administrativos y otros de viviendas. Cerca hay un barrio elegante llamado Katina. Pero el comercio y la animación están en Kin. El pueblo negro queda más lejos, aparte, y es bastante grande (p. 63)[1].


[1] Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Mis nocturnos africanos» (1957) de María del Villar Berruezo (y 4)

Por lo que respecta a la elaboración retórica de este poemario, cabe afirmar que, pese a la marcada —y buscada— sencillez de sus composiciones, podemos detectar cierta soltura en el manejo de algunos recursos retóricos, como la enumeración:

… en recuerdos prodigiosos […]
con paisajes, cielos, puertos,
villas, navíos, océanos;
perfumes, bullicio, piedras,
sobre el esmalte grabados (p. 8).

Ejemplar dedicado por la autora, María del Villar, de Mis nocturnos africanos

Muy utilizadas son las figuras de repetición. Hay, por ejemplo, un par de versos bimembres: «frío hielo, fría estatua» (p. 16), «croan ranas, cantan grillos» (p. 64). Más frecuentes son los paralelismos como «por respeto a tu venida […] / por respeto a tu llegada» (p. 20); «temblando en el aire, / temblando en el suelo» (p. 40). Las repeticiones son muy frecuentes («en las hebras de una vida», p. 20; «y en mil vidas», p. 22; «te seguía», p. 22), y en especial las repeticiones léxicas intensificativas como «sola, sola, sola, sola» (p. 22) o «lejos, lejos, lejos, lejos» (p. 138), ya destacadas por Fernández González como rasgo estilístico propio de la autora. Encontramos también algunos casos de anáfora:

Pienso en misterios eternos,
en su enigma impenetrable,
en las angustias sin fondo,
en abismos insondables,
en la vacuidad humana
y en puertas que ya no se abren (p. 54).

… insensible a tus besos
a tu ardid y a tu maña,
a tus palabras diestras,
a tu arte de fingir (p. 60).

El «Último romance tropical» hace buen uso del empleo de repeticiones y paralelismos, razón por la que lo transcribo entero:

Lejos los mares verdosos,
lejos noches azuladas,
lejos las lunas de plata
como reinas acostadas.

Lejos extraños sonidos,
flores de savias amargas,
lejos veneno africano
que me trastocaste el alma.

Lejos rocas mañaneras
por agua abofeteadas,
y tardes cerniendo el oro
sobre palmeras tostadas.

Lejos cactos candelabros,
lejos las arenas albas,
los caminos amarillos
y las colinas que sangran.

Lejos Cruz del Sur brillando
sobre la inquietud humana,
sobre celos, sobre injurias…
sobre la terraza blanca.

Mares, amor, noches, luna,
gritos, lágrimas, desvelos…
todo remoto, fundido,
lejos, lejos, lejos, lejos (p. 138).

Muchos de los poemas recurren a la apóstrofe, es decir, a la apelación a un tú que puede ser el del amante, la luna, la costa o una ciudad (pp. 9, 14, 18, 20, 27, 32, 40, 52, 60, 68, 80, 100, 106). En algún caso hay antropomorfización de los elementos de la naturaleza, sobre todo de la luna (que llora, p. 30). Algunas metáforas o imágenes tienen cierta fuerza: boca=granate (p. 38); amor naciente=sudario (p. 38); luna=esquife de plata (p. 60); cuerpo=muerto arlequín (p. 60).

En fin, como último rasgo de estilo señalaré que son muy frecuentes en estos poemas de Mis nocturnos africanos los cultismos o voces desusadas, no frecuentes en el lenguaje común; me refiero a términos como blao (p. 8), gecos (p. 12), álficas perlas (p. 16), de ‘desde’ («me mirabas de la altura», p. 20), caliginosa (p. 26), lívidas luces movientes (p. 26), amortecido (p. 28), corindón (p. 34), cencido camino (p. 38), connubios fríos (p. 38), verde berilo (p. 48), obsesión lancinante (p. 54), mirajes (p. 54), abdómenes ignitos (p. 64), cimba (p. 76), mútilo cuerpo (p. 76), apagados rogos (p. 76), tuberosas (pp. 88, 90), himplar (p. 96), languor (p. 100), polana (p. 106), crisopacio (p. 108), lueñe tierra (p. 116), color de talio (p. 120), aralias (p. 130), do ‘donde’ (p. 130), ajaracas (p. 130), glauca (p. 130) o fucilar (p. 136).

Desde el punto de vista métrico y rítmico, Fernández González ha señalado que, junto a poemas logrados como «No me esperes esta noche», hay en este poemario otros «cuyo ritmo adolece de caídas y baches», que por su distribución de acentos no acaban de sonar. Este crítico cita unos versos de «Crepúsculo» como ejemplo de las carencias estéticas detectables en algunos de estos poemas:

El crepúsculo extendía lentamente
sombras azules, verdes y azuladas,
y eminencias de rojiza arcilla,
por titán arañadas,
de sus anchas entrañas descubiertas
sus pisos y subpisos me mostraban (p. 108)[1].


[1] Cito por María del Villar, Mis nocturnos africanos / Nocturnes africains. Poèmes, Paris, Editions SIPUCO, 1957. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en  Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Mis nocturnos africanos» (1957) de María del Villar Berruezo (2)

El bloque más extenso del poemario es el formado por los «Nocturnos», que son veintiuno. La noche y la luna africanas son los motivos más repetidos aquí, presentes en casi todos los poemas[1]. La «noche peregrina» del África (p. 38) es por lo general una noche acogedora, cómplice de los amores:

La noche es un manto
de seda pesada
para los amores,
para las espaldas,
que pone molicie
en seres y plantas
que envuelve en blandura
la terraza blanca (p. 94).

Luna africana

La voz lírica femenina enunciativa de estos poemas se identifica constantemente con la luna; por ejemplo, en el titulado «En la noche que callaba» se define como vestal ‘sacerdotisa’ y esclava del astro nocturno[2] (en un apóstrofe dirigido a la propia luna):

Yo era tu vestal perdida
en las hebras de una vida
de confusión y agonía,
en las hebras de una vida
sin misterio y poesía,
y tú, luna bien amada,
mi luna de plata viva,
me mirabas de la altura
grave, desdeñosa, altiva.

Sabías que soy tu esclava
hace miles, miles de años,
que en antiguas teogonías
te vi conducir de estrellas
innumerables rebaños;
que en noches de plenilunio
te ofrecía mi pureza
al danzar bajo tus rayos
mientras tú, serenamente,
recorrías los espacios (p. 20).

En «No me esperes esta noche» la voz lírica rechaza al amante, precisamente porque quiere estar a solas con la luna y confiarle todos sus pensamientos:

Seré toda de la luna
en este ambiente dormido
viéndola verter tesoros
sobre el mar y los caminos,
y seré bajo su luz
un misterio recogido
en jardines de cristal,
que tú nunca has conocido (p. 32).

Si el amante lo desea, podrá ver sus ojos reflejados en el resplandor de la luna: «Mira el cielo a media noche. / Las nubes harán castillos / para la luna adornada / con rico traje amarillo […] y verás también mis ojos / reflejados en su brillo» (p. 34). Bajo la luz de la luna baila ella desnuda en ocasiones:

Por maravillas tentada
saldré desnuda a la playa.
La luna, que es generosa,
me hará de luz una falda,
irisará las escamas
de peces que sobrenadan
y me pondrá una corona
de coral y conchas blancas.
Sobre los flecos de espuma
que el mar en la arena lanza
bailaré para mí sola
danzas rituales y extrañas.
Hundiré mis pies descalzos
en las dunas solitarias,
sollozaré amargamente
cuando llegue la mañana (pp. 56-58).

En «Luz de miel era el ambiente», la «loca luna» tira topacios ‘baña todo con su luz’, que es una luz de miel (p. 74); y en «Un rayo de luna viene» leemos: «Un rayo de luna viene / con suave caricia blanca / a ponerme transparente / como es transparente mi alma» (p. 80). En fin, la voz lírica también se identifica con la luna en el último de los «Nocturnos», el titulado «Nimbada de oro pálido»:

Nimbada de oro pálido
la luna parecía
una extraña princesa
con diadema y sin manto.

Por parecerme a ella
me nimbé de oro pálido
y sonreí a quimeras.

Esperando, esperando
mi nimbo se hizo blanco (p. 84).

Pero a veces tenemos noches sin luna. Así, algún poema nos refiere que la noche está oscura, no solo por la falta de la luna sino también, sobre todo, por la ausencia del amante (p. 40, poema «La noche está oscura»). En «Tragedias de amante muerto» la luna llora la muerte de su amante (el sol[3]) de la misma forma que la voz lírica llora la ausencia de su amor. Algo similar sucede en «La luna blanqueó la arena», pues la luna se identifica aquí con ese amor perdido: «y en las alturas, la luna / era de azabache negro» (p. 50): no hay luz, sino total oscuridad[4]. «Sombra y silencio en la noche» describe de nuevo una noche sin luna: «Hoy no hay luna que en el rostro / me ponga reflejos claros» (p. 52), y es también una noche en la que a la voz lírica le faltan los brazos de su amante. En «Una noche blanca blanca» se describe la desilusión que sigue a una brevísima esperanza de amor; todo sucede en el corto espacio de tiempo que media entre el ocultarse de la luna tras unas nubes y su reaparición en el cielo:

Una noche blanca, blanca.
Una noche en que bordabas
mi silueta en los caminos
con el nácar de tu cara,
una grande y bella sombra,
una sombra enamorada
llegó hasta la sombra mía,
tiernamente la abrazaba.

Te cubriste toda entera
con damasco y terciopelo
y en la noche se oyó un grito,
¡ay!… ¡el grito que recuerdo!

Desgarraste en mil jirones
damascos y terciopelos,
y otra vez mi sombra sola
dibujaste por el suelo
con el nácar de tu cara,
con la albura de tus velos,
el resplandor de tu frente
y el veneno de tu aliento (p. 68).

Como podemos apreciar por los versos citados, la noche y la luna son dos motivos repetidos con mucha frecuencia. También el mar aparece en algunos de estos poemas, como en «Era aquella noche el mar», asociado a la ilusión perdida (en algunos de estos versos podríamos observar quizá algún eco lorquiano):

Era aquella noche el mar
verde de un verde esmeralda,
y la espuma de su borde
como enaguas de gitana
que bailara estremecida
por pasión desesperada.

Báilame, orilla del mar,
una danza descocada;
que el faralá de tus olas
venga a golpearme la cara;
que el encaje se haga trizas,
la ropa toda se caiga,
y aparéceme desnuda
cual fantástica gitana,
con cuerpo de menta verde,
con alma de aguas amargas.

Siguió murmurando el mar
sin libertar su gitana,
y yo me quedé esperando
toda la noche en la playa
por una ilusión perdida…
y ninguna otra encontrada (p. 24)[5].


[1] La luna tiene un extenso y variado simbolismo. Para los valores simbólicos de la luna (símbolo femenino, cíclico, de muerte y resurrección, de inmortalidad, de fecundidad, de melancolía y tristeza…), remito a Hans Bierdermann, Diccionario de símbolos, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 277b-280a; Federico Revilla, Diccionario de iconografía y simbología, 2.ª ed. corregida y aumentada, Madrid, Cátedra, 1995, pp. 254b-255a; José Antonio Pérez-Rioja, Diccionario de símbolos y mitos, 5.ª ed., Madrid, Tecnos, 1997, p. 276a, entre otras posibles obras de referencia.

[2] En su novela Saudades… Toujours, la protagonista Aura se dirige así a su amado: «Cheri —dije como absorta—. Si hubiese vivido otras vidas, creería haber sido una sacerdotisa y una adoradora de la luna» (p. 203).

[3] En las pp. 126-28 se habla de la luna velando al sol y resucitándolo con sus lágrimas.

[4] En el poema «La media noche está lejos», de la sección «Tríptico», se indica que «Selene fulge / amortajada» (p. 96).

[5] Cito por María del Villar, Mis nocturnos africanos / Nocturnes africains. Poèmes, Paris, Editions SIPUCO, 1957. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Mis nocturnos africanos» (1957) de María del Villar Berruezo (1)

Mis nocturnos africanos (1957) es un libro que recoge un total de treinta y un poemas, repartidos en cinco apartados: «Primer romance tropical» (un poema), «Nocturnos» (veintiún poemas), «Tríptico» (tres poemas), «Mensajes» (cuatro poemas) y «Romances» (dos poemas)[1].

María del Villar, Mis nocturnos africanos / Nocturnes africains. Poèmes, Paris, Editions SIPUCO, 1957

El «Primer romance tropical» y el segundo de los dos «Romances» finales, el titulado «Último romance tropical», tienen una función de marco: en el primero la voz lírica evoca su llegada a una tierra extraña en la que va a emprender una «Nueva ruta incierta y seca…» y en la que ha vivido sensaciones que con el tiempo se han llegado a convertir «en recuerdos prodigiosos / […] / con paisajes, cielos, puertos, / villas, navíos, océanos; / perfumes, bullicio, piedras, / sobre el esmalte grabados» (p. 8). En el último poema subraya cómo todo lo evocado y vivido queda ya «lejos, lejos, lejos»:

Lejos los mares verdosos,
lejos noches azuladas,
lejos las lunas de plata
como reinos acostados.

[…]

Mares, amor, noches, luna,
gritos, lágrimas, desvelos…
todo remoto, fundido,
todo lejos, lejos, lejos (p. 138).

Entre ambos romances-marco, queda evocada una historia de amor vivida con intensidad en tierras africanas. En efecto, podría afirmarse que el tema central del libro es la evocación de ese amor, que tiene como escenario el magnífico paisaje africano, un amor que termina en ausencia y olvido. Así, el recuerdo de ese amor, nacido en las cálidas noches africanas, bajo su espléndida luna, es el eje articulador del poemario. Varias de las composiciones hacen referencia al desamor y a la ausencia del amado (así, la voz lírica habla de «una ilusión perdida» en la p. 24; en la p. 32 reprocha al amado «tus quereres ilusivos» y alude a sus «desesperanzas»; en la p. 36 se afirma que el recuerdo del amante queda ya perdido en el pasado; en las pp. 40-42 se lamenta su ausencia; y en la p. 54 la voz lírica nos muestra el estado de su «alma sombría»)[2].


[1] El poemario se abre con unas frases de Henri Mondor, de l’Académie Française, a modo de lema: «Un grand poète. / Un grand traducteur. / Belle aventure!», y la reproducción de un retrato de María del Villar por Miguel Ángel del Pino. Luego se intercalan varios dibujos de la escritora que ilustran las distintas partes del libro.

[2] Cito por María del Villar, Mis nocturnos africanos / Nocturnes africains. Poèmes, Paris, Editions SIPUCO, 1957. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

María del Villar Berruezo (1888-1977) y la huella de África en su producción literaria

En sucesivas entradas voy a analizar la huella que el paso por África dejó en la obra literaria de María del Villar Berruezo, bailarina de danza y escritora navarra que vivió en Angola los años de la II Guerra Mundial. Allí conoció el encanto de los paisajes tropicales, la belleza de los amaneceres y las puestas de sol, la voluptuosidad de la cálida noche africana, cuyas espléndidas lunas invitan al amor, y allí gustó, en suma, la dulzura del «veneno africano». Todas esas vivencias y recuerdos los vertió años después en algunos de sus escritos literarios, en especial en su poemario Mis nocturnos africanos (1957) y en su novela Saudades… Toujours (1973). Comentaré, por tanto, la presencia de temas, descripciones y evocaciones africanas en estas dos obras de María del Villar Berruezo, pero antes recordaré algunos datos esenciales sobre la autora y el conjunto de su producción literaria.

María del Villar Berruezo Ramírez (que firmó muchos de sus escritos literarios solo con su nombre de pila, María del Villar) nació en Tafalla[1] (Navarra), en 1888. Siguió estudios de declamación en Madrid y llegó a debutar en el teatro el año 1911, aunque en seguida abandonó el terreno de la dramaturgia para dedicarse a la danza. Con el nombre artístico de Noré, dio recitales en España y Portugal y en 1920 se presentó en el Teatro Olimpia de París, donde obtuvo un notable éxito. Más tarde recorrió con sus espectáculos Europa y América. En 1936 inició sus colaboraciones literarias, primero en el periódico parisino Comoedia y luego en diversas publicaciones de Hispanoamérica y España. Durante la II Guerra Mundial vivió en Angola y luego se instaló en París, donde residió algunas temporadas. Falleció en San Sebastián en 1977[2].

María del Villar

La producción lírica de María del Villar está formada por tres poemarios publicados en Francia entre 1953 y 1961: Alma desnuda / L’Ame a nu (París, Editions SIPUCO, 1953), Mis nocturnos africanos / Nocturnes africains. Poèmes (París, Editions SIPUCO, 1957) y La tragedia de la Luz y de las Sombras / La tragédie de la Lumière et des Ombres. Poèmes (París, Editions SIPUCO, 1961). Los tres libros incluyen, confrontados a doble página, los textos originales en español y sus correspondientes versiones en francés (las traducciones al francés fueron hechas por Francis de Miomandre, a cuya memoria dedica la escritora el tercer poemario). El tema principal de estos tres libros es el amor y sus distintas vivencias; a veces se trata de un amor ya perdido, un amor roto conservado en el recuerdo. Además encontramos en ellos algunos motivos repetidos como la luna, la noche, el mar, el paso del tiempo, etc. Por lo general, la autora muestra preferencia por el romance y otras combinaciones métricas de rimas asonantes. Algunas de sus composiciones presentan un tono narrativo más que lírico y cuentan historias fantásticas o bien se inspiran en temas locales de Navarra. Como ha escrito Ángel-Raimundo Fernández González, «los tres libros ofrecen tiradas de versos de ritmo logrado y otras en las que las caídas son muy visibles. El dominio de la métrica no es el fuerte de la autora. Por otra parte aparecen “galicismos” y un manejo deficiente de la sintaxis»[3].

Por lo que respecta a su producción narrativa, hay que consignar títulos como El huevo maravilloso (Madrid, Editorial Tanagra, 1971), con prólogo de Agustín de Foxá, un conjunto de evocaciones tafallesas, publicadas antes en francés bajo el título D’oeuf marveilleux (Burdeos, Noveaux Cahiers de Jeunesse, 1969), libro con el que obtuvo el premio «Decouvert Prose». Similares son las narraciones contenidas en su última obra, La Carpia, su burro y yo (Pamplona, Gómez, 1975), «una colección de relatos que tiene por escenario Tafalla y Corella en los primeros años del siglo y por protagonista a la propia autora»[4]. Saudades… Toujours (Madrid, Editorial Tanagra, 1973) es una novela sentimental narrada en primera persona y parte de cuya acción se ambienta en África (más adelante me referiré a ella con más detalle). En fin, María del Villar dejó inédita otra novela titulada La odisea gitana[5].


[1] La autora vivió siempre muy ligada a Tafalla, su ciudad natal, y muchos de sus recuerdos de infancia los vertió en forma de relatos de sabor costumbrista. En Tafalla existe hoy una Fundación que lleva su nombre encargada de difundir su obra, por ejemplo a través de la convocatoria de concursos literarios.

[2] Para una aproximación a la autora, remito a los trabajos de José María Corella Iráizoz, Historia de la literatura navarra. Ensayo para una obra literaria del viejo Reino, Pamplona, Ediciones Pregón, 1973, p. 233; Manuel Iribarren, Escritores navarros de ayer y de hoy,Pamplona, Editorial Gómez, 1970, pp. 50-51; y José Antonio Osés Busto, Gran Enciclopedia Navarra, Pamplona, Caja de Ahorros de Navarra, 1990, vol. II, p. 404.

[3] En su trabajo Historia literaria de Navarra. El siglo XX, poesía y teatro, Pamplona, Gobierno de Navarra, 2003, p. 94.

[4] Osés Busto, Gran Enciclopedia Navarra, vol. II, p. 404.

[5] Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.