«El capitán de sí mismo» (1950), de Manuel Iribarren (y 5)

Otro aspecto muy interesante en El capitán de sí mismo es la intriga que el autor consigue crear en torno a San Ignacio de Loyola. Este no aparece desde el mismo comienzo de la obra, sino que lo hace ya mediada la primera estampa. Durante este intervalo de tiempo, Manuel Iribarren crea cierta expectación en torno a Íñigo por medio de la heterocaracterización. Los personajes que están en escena hablan sobre él, sosteniendo opiniones muy diversas. Así, un soldado lo describe como «un camorrista» temerario y un espadachín. Por el contrario, un ballestero lo defiende y dice que es muy valiente y uno de los pocos soldados que nunca han intervenido en las acciones de rapiña que seguían a las victorias en el campo de batalla. Posteriormente, cuando Íñigo aparece en escena, permanece callado durante largo tiempo y, hasta que no comienza a hablar, el espectador no consigue hacerse cargo de cuál es su verdadera personalidad.

San Ignacio de Loyola

Si se tiene en cuenta todo lo que hasta aquí llevamos dicho, podemos afirmar que El capitán de sí mismo, de Manuel Iribarren, es una meritoria obra dramática que se destaca ante todo por la habilidad con que muestra al espectador dos importantes facetas de la realidad histórica: por un lado, la historia de unos hechos externos protagonizados por un conjunto de personajes y, además, la historia del desarrollo espiritual y psicológico de uno de sus protagonistas: San Ignacio de Loyola[1].


[1] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

«El capitán de sí mismo» (1950), de Manuel Iribarren (4)

Precisamente muy relacionado con las figuras está otro aspecto destacado de esta obra, y es que, junto con la dimensión histórica que presenta, nos encontramos ante un drama que se podría calificar de psicológico. En este sentido, a lo largo de la obra asistimos al proceso de evolución del carácter del personaje central. Un acierto, en este sentido, es el hecho de que el cambio del protagonista no se produzca de un modo brusco. Así, son importantes las elipsis temporales que se dan entre las diferentes escenas. El lapso de tiempo transcurrido entre ellas hace verosímil el cambio que se opera en el alma del protagonista. Hay, eso sí, momentos relevantes que marcan hitos en la vida de la figura, pero esta no cambia de un modo radical. Así, a Íñigo le cuesta refrenar su ira y sus ímpetus de soldado después de haber tomado la decisión de dedicarse al servicio de Cristo. Solamente al final de la obra parece haber llegado a ser de un modo completo «el capitán de sí mismo».

San Ignacio de Loyola

Para ilustrar esta evolución del personaje resulta interesante contrastar los siguientes pasajes:

ÍÑIGO.- Alcaide, debéis saber
que vine aquí, con mi gente,
no para ver y ceder,
sino para defender
un reino y un continente.
Que batallar y sufrir
son gajes de nuestro oficio.
Y si nos matan, morir,
pero siempre resistir
bajo buen o mal auspicio (p. 16).

MAGDALENA.- Sois otro. Más que un guerrero
parecéis fraile enclaustrado
sin regla y sin monasterio (p. 58).

MORISCO.- No cabe en mi pensamiento
semejante laberinto,
y creedme que lo siento.

ÍÑIGO.- (Para sí reprimiendo su indignación.)
No eches, hombre, mano al cinto.
¿Hay nada en el mundo entero
imposible para Dios?

MORISCO.- Que me convencierais vos.

ÍÑIGO.- (Echando mano al pomo de su espada.)
Te convencerá mi acero (p. 77).

FRAY NICOLÁS.- Me agrada
vuestra mansa condición
tanto como vuestra calma (p. 134).

El progresivo cambio que se opera en Íñigo es precisamente uno de los criterios estructuradores más claros que permite agrupar las escenas en varias secciones, según el estadio en que se encuentra el personaje en relación con su búsqueda de la santidad. Las dos primeras estampas muestran la etapa de Íñigo como soldado y caballero, impulsivo y valiente. Las estampas centrales, la tercera, cuarta y quinta, ponen de manifiesto la reorientación de la vida del protagonista hacia la religión y las dificultades interiores que debe afrontar para lograr su objetivo. Desde este momento hasta la última estampa de la obra, el autor pasa a ilustrar otras dificultades, en este caso de índole externo, que se oponen a los deseos y ansias del personaje. Finalmente, en el epílogo aparece Íñigo en su mejor momento: reconocida su labor públicamente, ve cómo la Compañía de Jesús ayuda a numerosas gentes a acercarse a Dios, siguiendo el mismo camino que él ha recorrido previamente.

Los procedimientos de los que se sirve el autor para mostrar al espectador el proceso que se opera en el personaje son muy diversos. En primer lugar, el dramaturgo ofrece algunos de sus rasgos más destacados por medio de las acotaciones en las que señala su aspecto físico, su disposición anímica, su vestuario o sus gestos. En este sentido hay que señalar que un aspecto aparentemente trivial como pudieran parecer las vestiduras sirve para mostrar claramente la evolución del personaje. Al comienzo de la obra y durante las primeras escenas, este viste como un guerrero y como un caballero afortunado. Sin embargo, y a partir de su estancia en Montserrat, sus atuendos son los de un pobre, lo que indica la renuncia de Íñigo a las riquezas terrenales. También el propio nombre que cambia es un índice del proceso interior de la figura. Esta a lo largo de toda la obra es denominada en las acotaciones como Íñigo. En el epílogo, sin embargo, Manuel Iribarren se refiere a él como San Ignacio de Loyola.

Por otra parte, el protagonista queda caracterizado por medio de réplicas en las que otras figuras se dedican a hablar acerca del santo, ya se encuentre este ausente o presente en el escenario en ese momento. Es el caso que podemos observar en algunas de las intervenciones que hemos reproducido anteriormente. Por otro lado, las relaciones de contraste que mantiene con otras figuras sirven también para caracterizarlo. Así, en la primera escena, el abatimiento de Alfonso pone de manifiesto la valentía y el entusiasmo juvenil de Íñigo, como se puede observar en estos versos:

ÍÑIGO.- Se presentó la ocasión
tanto tiempo apetecida.
Como una magnolia herida
se abre al gozo el corazón.
No lo empañe la razón
ni lo turbe el sentimiento.
Por fin nos llegó el momento
de desenvainar la espada
y luchar a mano airada
en nuestro propio elemento.
Ved que nuestra primavera
huele a pólvora, no a rosas,
y que de todas las cosas
el honor es la primera.
¡Qué porvenir nos espera!
Conquistemos gloria y medro.
Vos, Alonso de San Pedro,
preparad la artillería.

ALONSO.- (Que le escucha con una sonrisa de escepticismo.)
Trágico se anuncia el día.
Ni me ufano ni me arredro.
Comprendo vuestro alborozo
aunque de él no participe.
No estoy bien. Sufro de gripe.
Yo soy viejo. Vos sois mozo (pp. 20-21).

También el protagonista se caracteriza a sí mismo a través de réplicas en las que reflexiona sobre su interioridad, y también por su modo de hablar y de actuar. Precisamente en relación con la caracterización por medio de las propias palabras cobran una importancia muy especial en esta obra los monólogos y los soliloquios[1] de San Ignacio. En numerosas ocasiones el protagonista deja conocer al espectador su lucha interior de forma directa por medio de ágiles soliloquios:

(Hace mutis [el morisco] por donde vino, en plan de huida, sin apartar los ojos de Íñigo.)

(Íñigo queda de pie, en actitud vacilante, sumido en un mar de confusiones.)

ÍÑIGO.- ¿Y yo le dejé partir
sin atravesarle el pecho?
¿Y no lo tumbé, maltrecho,
sus blasfemias al oír?
Culpa, Íñigo, a tu ignorancia.
No le pude convencer
porque me falta saber
lo que me sobra arrogancia.
¡Ay de mí! Pero ofendió
a la Virgen, mi Señora,
y mi honor no lo impidió.
¡Corre tras él, que aún es hora!
Contén tu tardía audacia,
que no logra violencia
adeptos, sino la ciencia
de persuadir y la Gracia.
Pero blasfemó delante
de mí, sin ningún respeto.
Más que una ofensa fue un reto.
¿Y eres caballero andante?
¿Por qué entablaste porfía
necia e inútil con él?
¡Un perro moro! ¡Un infiel!
La ley de caballería
prohíbe disputas tales.
Tú le debiste matar
muy antes que tolerar
sus sarcasmos infernales (pp. 78-79).

Menos abundantes son los monólogos, que sin embargo no están ausentes en esta obra. Así, por ejemplo, es interesante aquel en el que, en la estampa quinta de la obra, el protagonista da cuenta de la evolución que se ha operado en su interior durante el tiempo transcurrido en Manresa, cuando delante de sus amigos comenta:

ÍÑIGO.- Puedo decir que a Manresa
llegué torpe y me voy sabio
en cosas, no de la tierra,
sino de Dios soberano.
Aquí, por gracia del Cielo,
se abrieron mis ojos tardos
a los misterios del alma,
al más allá y sus arcanos.
Cuando vine, era mi fe
ímpetu desordenado.
Mas se hizo luz en mi mente,
y mi fuerza y mi entusiasmo
apuntan a un fin preciso,
al par que tensan el arco.
Si sufrí tribulaciones,
gocé de consuelos amplios.
He visto aquí tantas cosas
que, aunque los Libros Sagrados
no las dijesen, por ellas
moriría sin dudarlo.
Manresa, a lo que presiento,
ha sido mi noviciado
y en ella recios sillares
de virtud se están labrando.
La experiencia me ha nutrido.
La Gracia me ha iluminado
(Parándose en seco.)
Perdón, que, contra costumbre,
con exceso estoy hablando.
Adiós a todos (pp. 117-118)[2].


[1] Entendemos por monólogo las palabras pronunciadas por un personaje ante otro del que no espera respuesta. En el caso del soliloquio, la réplica de la figura se pronuncia estando esta sola sobre el escenario.

[2] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

«El capitán de sí mismo» (1950), de Manuel Iribarren (2)

En primer lugar El capitán de sí mismo es, sin duda, un drama histórico, según podemos comprobar en los diferentes niveles de la obra. La trama de esta pieza se centra en unos acontecimientos acaecidos realmente; en concreto, los relacionados con la persona de San Ignacio de Loyola. Son llamativos y dignos de resaltar en este sentido la exactitud y el acierto con los que el autor selecciona y representa algunas de las peripecias de la vida del santo: acierta en la selección, porque escoge de entre los hechos de la existencia del protagonista aquellos que tienen una mayor carga dramática, ciñéndose, por lo demás, estrictamente a la historia.

La obra se inicia con el asedio de la fortaleza de Pamplona por parte de los franceses. Estos cuentan con un nutrido ejército bien armado, mientras que los navarros son pocos y carecen de armas. Muchos se muestran partidarios de rendirse, pero a ello se oponen fervientemente algunos militares entre los que destaca Íñigo. Este, según se indica en su autobiografía, «venido el día que se esperaba la batería, se confesó con uno de aquellos sus compañeros de armas, los cuales se conhortaban con su ánimo y esfuerzo, y después de durar un buen rato la batería, le acertó a él una bombarda en una pierna, quebrándosela toda»[1].

Miguel Cabrera, San Ignacio de Loyola herido en la batalla de Pamplona
Miguel Cabrera, San Ignacio de Loyola herido en la batalla de Pamplona

Debido a las graves heridas recibidas, en la segunda estampa Íñigo es retirado para recuperarse en su casa de Loyola. Allí hace planes para el futuro y sueña con poder ser un destacado caballero al servicio de su rey. Aburrido, sin embargo, por la inactividad a la que se ve reducido, se dedica a leer los únicos libros que puede encontrar en la casa, todos ellos de carácter religioso, hecho fundamental para su conversión. Gracias al contenido de estos libros y al reposo que debe guardar, el protagonista reflexiona sobre su vida y sobre lo que Cristo quiere que haga con ella. En la estampa tercera Íñigo aparece convertido en un hombre grave y profundamente religioso que toma la determinación de convertirse en un caballero de Cristo y abandonar los afanes mundanos, tras sostener una honda lucha interior. Después Íñigo tiene una visión que le consuela profundamente:

ÍÑIGO.- ¿Qué son estos dulcísimos acentos?

(Al fondo, en lo alto, aparece la imagen de Nuestra Señora, sonriente y benévola, con su Divino Hijo en los brazos.)

¡Reina y Madre! ¿Qué místicos portentos
rasgaron de mi casa el recio muro?

[…]

Y pues me muestras a tu Hijo en brazos,
romper deseo mis carnales lazos
y proclamarte, ¡oh, Virgen!, desde ahora
mi consuelo, mi norte y mi Señora[2].

Durante la cuarta estampa, Íñigo, que se dirige hacia Montserrat, se encuentra con un morisco que le expone en términos provocativos sus dudas sobre la virginidad de la Madre de Dios. Íñigo se contiene a duras penas, culpando a sus escasos conocimientos teológicos el no saber explicar el problema al moro. Pero pronto, y llevado por sus antiguos ímpetus caballerescos, se arrepiente de haber dejado marchar al infiel y decide matarlo por blasfemo.

Salvado de cometer este homicidio por un padre benedictino, Íñigo reorienta su furia interior en la estampa quinta y, tras donar su cabalgadura y depositar como exvotos su espada y su daga en Montserrat, se dispone a pasar la noche en vela para convertirse en un caballero espiritual, teniendo a la Virgen como Señora. Ya en la estampa sexta, Íñigo emprende de nuevo su peregrinación, en dirección hacia Manresa. En el camino se encuentra con tres viudas piadosas que, hondamente impresionadas por sus virtudes, deciden ayudarle. Íñigo se detiene en Manresa, ciudad donde escribe sus famosos Ejercicios Espirituales. Sin embargo, en la siguiente estampa, las maledicencias y calumnias que se acumulan sobre él le obligan a abandonar esta población.

En la estampa octava, y durante el trayecto de Gaeta a Roma camino de Tierra Santa, unos soldados tratan de violar a dos mujeres, pero Íñigo, que siente de nuevo sus ímpetus de guerrero, las defiende caballerescamente. Luego, arrepentido por su tendencia a la violencia, pide perdón a Dios por seguir siendo incapaz de dominarse a sí mismo por completo y le pide ayuda para conseguir ser «el capitán de sí mismo». Al cabo de algún tiempo, Íñigo empieza a estudiar en Salamanca. Allí, un padre dominico, desconfiando de Íñigo por los rumores que lo acusan de estar próximo a los principios luteranos, lo interroga y decide hacerlo encarcelar. Íñigo se alegra de su mal y reza por sus amigos y también por sus enemigos.

En la última estampa, el cardenal Dominicio espera para juzgar a Íñigo, de quien desconfía, a pesar de las buenas palabras que sobre él le ha dicho su sobrino Quirino. Tras interrogarlo, el cardenal reconoce la perfección interior de Íñigo y le ofrece su afecto y hospitalidad. El drama concluye con un epílogo en el que el espectador asiste al triunfo de la Compañía de Jesús y su extensión por todo el mundo[3].


[1] San Ignacio de Loyola, El peregrino. Autobiografía de San Ignacio de Loyola, introducción, notas y comentario de Josep Maria Rambla Blanch, Bilbao / Santander, Ediciones Mensajero / Sal Terrae, 1990, p. 28.

[2] Manuel Iribarren Paternáin, El capitán de sí mismo, Pamplona, Gómez, 1950, p. 69 (todas las citas de la obra serán por esta edición, pero con pequeños cambios en la puntuación del texto). Compárese con las siguientes palabras del santo: «Estando una noche despierto, vido claramente una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, especialmente de cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas» (San Ignacio de Loyola, El peregrino. Autobiografía de San Ignacio de Loyola, p. 32).

[3] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

«El caballero de Dios Ignacio de Loyola» (1923), de Juan Marzal, SJ (y 6)

En fin, el libro del jesuita argentino se cierra con una nueva pieza, en esta ocasión de mayor extensión: Desdén, afición y amor. Drama histórico en tres actos y en prosa. El título, aunque no se explicita al interior de la obra, viene a compendiar los distintos sentimientos de Javier hacia Ignacio: primero desdén, desprecio; luego se le va aficionando poco a poco; por fin, amor y entrega total a su empresa. La acción se desarrolla en París, en el Colegio de Santa Bárbara, en los años 1528-1530: el primer acto, en la pobre habitación de Ignacio, Javier y Lefevre (Pedro Fabro); el segundo, en el aposento de Javier; el tercero, en el claustro o salón de actos públicos.

No vamos a resumir el contenido del drama con tanto detalle como hemos hecho con las piezas breves, por dos razones: primero, porque este drama resulta algo más conocido que las otras obras de Marzal: en efecto, ha tenido una mayor difusión ya que fue publicado en forma exenta (Bilbao, El Siglo de las Misiones, 1964); en segundo lugar, porque se centra más bien en el proceso de conversión interior de Javier (también se muestra, por añadidura y en un plano secundario, el del pícaro Guzmán de Alfarache), en el que, como es sabido, Ignacio desempeñó un papel clave. De hecho, los diálogos que se establecen entre Ignacio y Javier constituyen los pasajes más notables del primer acto. En este momento, el navarro, tentado todavía por los señuelos de la gloria mundana y peligrosamente atraído por otros compañeros protestantes, se muestra desdeñoso y lejano con Ignacio. En el acto segundo se insiste en el cambio de actitud de Javier hacia el guipuzcoano: «Ignacio ni se esconde ni tiene errores. Voy viendo lo que quiere y es algo grande que me place» (p. 74). Mientras tanto, el de Loyola es acusado de perturbar con sus enseñanzas los espíritus de los jóvenes estudiantes y de trastornar todo el colegio. Poco a poco, Javier, bien aconsejado por Lefevre (también son interesantes los diálogos que ambos mantienen), siente que la semilla ignaciana va arraigando en su corazón:

Cuando no le comprendía, le llamé loco; cuando conocí su virtud, le admiré. Ahora me parece santo. Un paso más y una nueva lección de Dios, y le seguiré como tantos otros. ¿Qué me importan todas las cátedras del mundo, si pierdo mi alma? Y yo quiero salvar la mía. (Con vehemente afecto.) (p. 83).

El acto tercero se centra en el peligro que acecha a Ignacio, tanto por las acusaciones inquisitoriales que pesan sobre él como por el castigo de la sala que pretende aplicarle el Rector Gobea. Javier, ya plenamente ganado para su causa, dice que Ignacio es inocente y que lo que van a hacer con él es una infame crueldad y una villanía: «¡También yo soy de Ignacio!», exclama con fuerza (p. 90), y luego, a su maestro: «Dios ha vuelto por vos. ¡Soy todo vuestro hasta la muerte!» (p. 91).

San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola en la iglesia de los Jesuitas de Paris
San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola en la iglesia de los Jesuitas de Paris

Al final, todos reconocen que Ignacio es un justo varón de Dios y el rector ordena que profesores y alumnos se destoquen ante él. Mientras Ignacio les pide limosna para los pobres de Cristo, cae el telón, siendo el colofón de la obra el lema jesuita de «A. M. D. G.».

Este drama de Desdén, afición y amor es, en nuestra opinión, la pieza más sólida e interesante del conjunto del libro de Marzal, pues describe dramáticamente, con detalle y acierto, todos los sucesos de aquellos años de París en que se produjo el venturoso y fructífero (providencial) encuentro de Ignacio y Javier[1].


[1] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

«El capitán de sí mismo» (1950), de Manuel Iribarren (1)

Conocido ante todo por su producción novelística[1], Manuel Iribarren (1902-1973) fue un escritor precoz y ecléctico que cultivó los más diversos géneros con singular acierto, lo que le hizo merecedor de diversos galardones. En este sentido, la labor de Manuel Iribarren en el ámbito del periodismo, que se manifiesta por medio de colaboraciones y artículos en varios periódicos y revistas, fue merecedora de diversos reconocimientos, entre ellos el premio «Domund» de 1953. Sus dramas El capitán de sí mismo, La otra Eva y El misterio de San Guillén y Santa Felicia recibieron respectivamente el Primer Premio del Certamen Nacional organizado con motivo del IV Centenario de la Aprobación del libro de Ejercicios de San Ignacio de Loyola, el Premio Nacional de Teatro 1952 y el Premio Nacional de Literatura 1965. Además, quedó finalista del Premio Vicente Blasco Ibáñez con la novela Las paredes ven y recibió el máximo galardón en los III Juegos Florales de Sangüesa con su ensayo Escritores navarros de ayer y de hoy. Tampoco sus poemas pasaron desapercibidos, y así en 1943 recibió un premio en Barcelona por un Romance sobre la Guerra Civil y dos años más tarde también fueron galardonados[2] unos sonetos «A mi madre».

Foto de Manuel Iribarren Paternáin
Manuel Iribarren Paternáin

Manuel Iribarren fue, por tanto, un escritor de calidad reconocida no solo en los círculos literarios regionales sino también en el resto de España[3]. Como autor dramático, son únicamente cuatro las piezas teatrales que conocemos de él: El capitán de sí mismo (1950), La otra Eva (1956), La advenediza[4] y El misterio de San Guillén y Santa Felicia (1964). Sin embargo, hay que señalar que, junto a ellas, existe una larga serie de piezas inéditas conservadas por su familia[5] como Sol de invierno, La gran mascarada, Santa diablesa, Entre mendigos, Hoy como ayer, A gusto de todos, Buscando una mujer, Cuando la comedia terminó, La ilusa admirable o Una aventura en la noche.

De todo ese corpus dramático de Manuel Iribarren, una de las mejores creaciones es El capitán de sí mismo. Compuesta con una versificación hábil y fluida, esta obra fue concebida como un retablo escénico dividido en diez estampas y un epílogo, a lo largo de las cuales se da cuenta al espectador de la historia de San Ignacio de Loyola. Dos son las dimensiones que se pueden distinguir en un primer acercamiento a este texto, la histórica y la psicológica, que examinaremos en las próximas entradas[6].


[1] De hecho, su irrupción en el mundo de la literatura se produjo con una novela, de corte costumbrista, publicada en 1932. Retorno, que así se titula esta obra, relata el regreso del protagonista a la fe cristiana y a su hogar. A esta novela siguieron otras, como La ciudad (1939), San Hombre (1943), Pugna de almas (1945), Encrucijadas (1952), El tributo de los días (1968) o Las paredes ven (1970). Además se conserva una novela inédita de este autor titulada El miedo al mañana.

[2] El certamen en que estos poemas fueron premiados fueron los Juegos Florales de Cataluña de 1945.

[3] A pesar de que la escasa atención recibida por el teatro contemporáneo cultivado en Navarra podría hacernos pensar que no existen escritores relevantes en este ámbito, casos como el de Manuel Iribarren demuestran lo equivocado de esta idea.

[4] No hemos podido obtener datos precisos sobre las fechas de composición, edición o representación de esta obra.

[5] Para un acercamiento general al escritor, véase Carlos Mata Induráin, «Semblanza de Manuel Iribarren en el XXV aniversario de su muerte», Pregón Siglo XXI, 12, Navidad de 1998, pp. 63-66, artículo donde se da noticia de la existencia de estos textos dramáticos inéditos. Sobre El capitán de sí mismo, véase Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Madrid, Universidad Pontificia de Salamanca / Fundación Universitaria Española, 1983, pp. 671-676.

[6] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

«El caballero de Dios Ignacio de Loyola» (1923), de Juan Marzal, SJ (5)

La segunda parte del volumen nos sitúa al personaje «En París» y consta de un prólogo, un sainete y un drama. En el «Prólogo del Trovador estudiante» (siguen las habituales estrofas de seis versos y los arcaísmos) se nos refiere que el vasco Loyola, peregrino, va a París en busca de la esciencia. En la página 40 se nos ofrece una descripción de Ignacio ahora: camina despacio, como enfermo mal convalecido, con el cabello crecido y la palidez de la cera; pero no sabe del miedo ni de la ira: es un ser cuerdo vestido de loco que tiene en poco todo lo terreno. Dios le ha dicho que se detenga, lo quiere letrado; debe lograr las almas con la esciencia. Cura a los dolientes (enfermos) en el hospital, mientras se prepara para ser doctor por la Sorbona. Allí, en la Universidad, será un montero de caza mayor capaz de ojear los mejores doctores en Filosofía. Y su principal presa va a ser Javier. El Trovador ha fecho un retablo de «homildes actores» y nos anuncia: «Et veréis a Ignacio ganar sotilmente / al doctor Francisco, que luego en Oriente / fizo tales cosas que descir non sé…» (p. 42).

San Ignacio de Loyola

La segunda pieza de esta segunda parte es Adiós a las letras. Sainete de estudiantes, en prosa. La acción se sitúa en un barrio del antiguo París. Llama la atención que figure en el reparto Guzmán de Alfarache (como luego veremos, el famoso pícaro será, en efecto, uno de los personajes del sainete y también del drama que viene a continuación). Varios estudiantes españoles, incluidos Ignacio y Javier, están a punto de comenzar sus estudios de Filosofía. Para despedirse de las Letras Humanas, hacen un certamen, una justa poética junto al río Sena y preparan tres coronas, para los que canten mejor al Amor, a la Patria y a la Fe. Varios estudiantes declaman sus composiciones al Amor, a la Patria, a España y a la Fe, mientras que Javier recita su soneto «No me mueve, mi Dios, para quererte…», con el que gana el premio de los que cantaban a la Fe. Después juegan espadas Guzmán y los Estudiantes 1 y 4. A Javier, que es el más experto de Santa Bárbara, le piden que se bata con Loyola, que fue soldado en España. Pero dice Ignacio que dejó las armas para siempre a los pies de la Virgen. Finalmente, en una escena ingeniosa desde el punto de vista dramático, esgrimen Loyola y Javier. Si gana él, dice Ignacio, Javier hará lo que le diga, y al revés. Y le explica: el mundo es un campo de batalla; hay que estar preparado por si la muerte le asalta. Dios es su maestro de esgrima: se trata de una santa esgrima, en la que el hombre cae rendido ante Dios de una divina estocada. Le advierte al navarro:

Javier, no tiréis conmigo,
que os vencerían mis mañas
y os pondría en condiciones
que al presente no os agradan.
Ya esgrimiremos más tarde
con igual brío la espada,
en un mismo campamento,
en una misma campaña,
sirviendo a un mismo Señor,
que nos dará igual soldada.
Javier, hasta que luchemos
por Dios, sin sangre y sin chanzas (p. 52).

Javier no se toma en serio sus palabras y se ríe del «nuevo profeta». Después, todos los estudiantes bailan la gallarda, destacándose la arraigada amistad del grupo de españoles. Cuando acaba el canto y el baile, cae el telón[1].


[1] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

Cronología de San Ignacio de Loyola (1491-1556)

San Ignacio de Loyola
San Ignacio de Loyola

1491 Año probable del nacimiento de Íñigo López de Loyola, en la casa solariega de Loyola (parroquia de Azpeitia, Guipúzcoa) donde vivía su familia, perteneciente a la nobleza del señorío de Vizcaya. Era el último de los ocho hijos varones de don Beltrán Ibáñez de Oñaz, señor de Loyola, y doña Marina Sánchez de Licona.

1506-1517 Es educado como paje en el palacio del contador mayor de Castilla, don Juan Velázquez de Cuéllar, en Arévalo (Ávila). En 1507 muere su padre. En 1515 es acusado de «delitos enormes» en Azpeitia. En 1517 muere Juan Velázquez de Cuéllar e Ignacio se traslada de Arévalo a Navarra como gentilhombre del virrey, don Antonio Manrique, duque de Nájera.

1521 Como soldado del virrey de Navarra, interviene en la defensa de Pamplona contra las tropas francesas de Francisco I que pretendían invadir Navarra, recuperando el reino para Enrique II de Navarra. El 20 de mayo es herido por una bala que le rompió una pierna y le lesionó la otra. Pasa la convalecencia en Loyola; en este tiempo caen en sus manos algunos libros piadosos que le hacen descubrir, en la vida de Jesús y de los santos, un nuevo horizonte en su vida. Se produce en Ignacio una primera conversión. Experimenta, igualmente, una lucha interior entre deseos piadosos y deseos mundanos.

1522-1523 Ignacio comienza una vida de oración, meditación y penitencia. Tras visitar el santuario mariano de Aránzazu, donde seguramente hizo voto de castidad, emprende una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat. Una vez en Montserrat, hace una confesión general que dura tres días y una vela de armas, en la noche del 24 al 25 de marzo de 1522, dejando a los pies de la Virgen morena sus vestidos y su espada. En febrero de 1523 continúa el camino hacia Manresa, donde da comienzo a una vida de pobreza, oración, y penitencia. Después de un tiempo de turbación, escrúpulos, dudas y angustias, vivirá una singular experiencia de Dios que recordará toda la vida: «la ilustración del Cardoner». Concibe entonces la idea de crear un instituto religioso. Igualmente comenzará a formular su experiencia espiritual, con lo que da comienzo a lo que más adelante será el libro de los Ejercicios espirituales. El 20 de marzo de 1523 se embarca en Barcelona para iniciar su peregrinación a Tierra Santa: pasa por Roma, para obtener el permiso papal, y el 14 de julio sale de Venecia. Llega a Jerusalén el 14 de julio. Su intención era quedarse allí, pero el provincial de los franciscanos se opone y parte de regreso el 23 de septiembre, llegando a Venecia a mediados de enero de 1524.

1524-1526 Se instala en Barcelona, donde es recibido por una bienhechora, Isabel Roser. A los 33 años, empieza a estudiar latín con el bachiller Jerónimo Ardévol, maestro de gramática. Reúne a sus tres primeros compañeros, que le seguirán a Alcalá y Salamanca.

1526-1527 En marzo de 1526 se traslada a Alcalá de Henares para cursar filosofía. Comienza a impartir ejercicios espirituales, actividad por la cual es considerado sospechoso de alumbramiento. Sufre tres procesos, siendo condenado a no predicar durante tres años. En junio de 1527, al salir de la prisión, viaja a Salamanca, donde también conoce dificultades: nuevamente tendrá procesos inquisitoriales, es encarcelado otra vez, se le prohíbe predicar y enseñar materias teológicas por no haber hecho suficientes estudios. Al quedar libre, Ignacio decide marchar a París para proseguir sus estudios. Adoptará la forma latina (Ignatius) de su nombre de pila (Íñigo).

1529-1531 Cursa filosofía en el colegio de Santa Bárbara, donde se encuentra con el saboyano Pedro Fabro y el navarro Francisco Javier. Realiza tres viajes a Flandes y uno a Londres para subvencionarse los estudios.

1532 Recibe el grado de bachiller en Artes.

1533 Se licencia en Artes.

1534 Obtiene el grado de maestro en Artes (aunque el diploma lleva la fecha de 14 de marzo de 1534). Da el mes de Ejercicios a Fabro, Laínez, Salmerón, Rodrigues, Bobadilla y Francisco Javier. El día 15 de agosto, Ignacio y sus compañeros realizan en Montmartre votos de pobreza, castidad y vida apostólica, que renovarán en el mismo día los dos años siguientes.

1535 A principios de abril, enfermo, sale de París camino de Azpeitia. Además de cuidar su salud, pretende visitar a los familiares de Javier y de Laínez. Viajes por España (Obanos, Almazán, Sigüenza, Madrid, Toledo, Segorbe, Valencia).

1536 En Venecia completa sus estudios de teología, comenzados en París en 1533, y ejercita el apostolado con conversaciones y Ejercicios. Es ordenado sacerdote de manos de Vicente Negusanti, obispo de Arbe.

1537 Año de espera para la peregrinación a Jerusalén. Proceso judicial, acusado de ser un fugitivo de España y de París, quedando exculpado el 13 de octubre. Visión trinitaria de la Storta: Ignacio tiene una experiencia espiritual de excepcional trascendencia que confirma definitivamente su idea de servicio divino. Esta visión tuvo claras repercusiones en la fundación de la Compañía de Jesús, empezando por el nombre de la nueva orden, un nombre que era todo un programa: ser compañeros de Jesús, alistados bajo su bandera, para emplearse en el servicio de Dios y bien de los prójimos. En noviembre entra en Roma.

1538 Ignacio celebra su primera misa en la iglesia de Santa María la Maggiore. Él y sus compañeros se ofrecen al papa.

1539 Deliberaciones sobre la fundación de la Compañía. El papa Paulo III aprueba oralmente la Compañía de Jesús. Salen a varias partes los primeros compañeros.

1540 Por medio de la bula Regimini militantis Ecclesiae Paulo III aprueba de manera canónica, el 27 de septiembre, la constitución del instituto de clérigos regulares de la Compañía de Jesús, cuyos estatutos ya había admitido verbalmente el año anterior. Francisco Javier parte para la India.

1541 Ignacio comienza la redacción de las Constituciones de la Compañía y es elegido, el 8 de abril, Superior General de la misma. A partir de este momento, salvo breves ausencias, Ignacio vivirá permanentemente en Roma, dedicándose al apostolado y al gobierno de la Compañía.

1544 Comienza la redacción del Diario espiritual.

1546 Muere Pedro Fabro. Admisión de Francisco de Borja. Ignacio termina las Constituciones. Enferma gravemente.

1548 Se publican sus Ejercicios espirituales, aprobados por Paulo III.

1550 El papa Julio III confirma la aprobación de la Compañía.

1551 Funda el Colegio Romano.

1552 Funda el Colegio Germánico. Muere Francisco Javier a las puertas de China.

1553 Comienza a dictar su Autobiografía.

1556 Muere Ignacio de Loyola en la madrugada del 31 de julio. Su cuerpo fue sepultado en la pequeña iglesia de Santa Maria de la Strada, quedando después depositado en el actual altar dedicado a él en la iglesia del Gesù.

1609 El 27 de julio el papa Paulo V beatifica a San Ignacio de Loyola.

1622 El 12 de marzo el papa Gregorio XV canoniza a Ignacio de Loyola, junto con Francisco Javier, Teresa de Jesús, Isidro Labrador y Felipe Neri.

1922 Pío XII le nombra patrono de los Ejercicios Espirituales y de las obras que los promueven.

«El caballero de Dios Ignacio de Loyola» (1923), de Juan Marzal, SJ (3)

A continuación nos encontramos con otra pieza breve dedicada a Ignacio de Loyola: En Azpeitia. Lejos de la carne y sangre. Cuadro dramático, en verso, ambientado en la casa solar de Loyola. La escena primera habla de la recuperación del herido y su valiente actitud ante la dolorosa operación a que se ve sometido: «Non me fagáis reír, porque he cosquillas; / martillad, aserrad, soy de madera» (p. 25), anima a los cirujanos. Un diálogo de los criados de la casa nos informa de la transformación operada en sus costumbres y en su modo de ser: se dice que hay en él algo nuevo, algo divino. En efecto, la luz divina le ha hablado desde los libros piadosos leídos durante su convalecencia: «así su herida abierta / ha sido puerta de oro por do entrara / la luz de Dios en su alma grande y bella» (p. 26). Esas noches en vela, de lectura y meditación, contrastan con otras noches anteriores en que Ignacio se dedicaba a derribar a la ronda nocturna y asaltar huertas. Ignacio ha decidido marcharse y, en el momento de su despedida, bailan en su honor unos ezpatadanzaris azpeitianos; y comenta el Criado 3:

Despedida magnífica a un hidalgo
que las armas por otras armas deja.
Si ha de ausentarse para siempre, lleve
este recuerdo de la amada tierra (p. 26).

La escena segunda nos lo muestra sobre las tablas caminando con cojera, aunque «sin fealdad», se matiza. A través de la conversación-discusión que mantiene con su hermano Martín (quien trata de convencerlo para que se quede y retome la carrera de las armas) nos enteramos de que Ignacio está cansado de perseguir la gloria sin encontrarla nunca, cansado también de sangrientos heroísmos. Ahora le llama una voz interior; sabe que el mundo es mentira y vanidad. Ignacio confiesa a su hermano que no abandona las armas, sino que las cambia: usará la cruz en vez de la espada, el estandarte de la fe de Cristo en vez de la lanza. Es consciente de que el Rey del Cielo y el rey de los abismos luchan por las almas de los vivos:

Y yo deseo bajo la bandera
azul del Rey divino
combatir sin descanso: esa es mi gloria,
porque es un Rey eterno y no un rey mísero (p. 28).

Albert Chevallier-Tayler, San Ignacio convaleciente en Loyola
Albert Chevallier-Tayler, San Ignacio convaleciente en Loyola

Comenta que ha licenciado su mesnada: «Fijos / guardaré en mi memoria vuestros nombres, / y este valle, esos montes y ese río» (p. 28). Los versolaris lanzan un vítor al capitán Loyola y, tras el baile, Ignacio pasa bajo el arco de honor de las espadas. Tras la danza vasca, que le ha conmovido, ahora quiere recompensar a los amigos con «la sagardúa [la sidra] y el cordero» (p. 28). Es, en efecto, un día placentero para Ignacio en el que muestra su cariño sincero a los criados de su casa. Confía en que, con la ayuda del Señor, podrá añadir un nuevo cuartel al escudo familiar, «y he de honrarle, venciéndome a mí mismo» (p. 29). Jura por su honor guardar su inmaculado brillo y decide marchar hacia Nájera. Sabe que de su camino cuidará Dios: es una nave sin rumbo fijo, pero con una luz viva en el corazón, «tan viva / que es una estrella que prendió Dios mismo» (p. 29). Su amigo Arregui le pregunta por «aquella dama / tan cristiana, tan fiel» que amaba (p. 29), y esto es lo que Ignacio le responde:

                                   Dios ha querido
que otro más alto amor mi mente ocupe;
Dios lo ha dispuesto así, sea bendito.
Ya es nada para mí todo lo humano;
y es un dolor de amor mi sacrificio.
Sea feliz si el sacrificio acata (p. 29).

Y con estas otras palabras comenta luego su disposición y su ánimo:

Ya estoy en pie, para partir dispuesto,
firme la voluntad, la espada al cinto.
Si Dios me quiere hacer su caballero,
tendré por campo el mundo, aquí el castillo;
y he de volver vencido o victorioso
cual caballero andante a lo divino (p. 30).

La escena y el cuadro se rematan con unas palabras del Criado 3[1], quien bendice a Dios por elegir las almas más puras para su imperio[2].


[1] Una nota incluida en la p. 30 reza así: «El autor de este cuadro es mi estimado discípulo Enrique Gabriel Vanasco. Su buen gusto y el estudio que hizo de San Ignacio lograron interesar a los actores y al público. Desde estas páginas le damos las gracias». Esta indicación —y otras similares que aparecen luego— parece indicar que Marzal, además de autor de algunas de las piezas, fue también en parte recopilador y editor de otros materiales ajenos. En cualquier caso, debemos suponer que, en aquellas piezas donde no se especifica nada —que son la mayoría—, la autoría de los textos es suya.

[2] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

«El caballero de Dios Ignacio de Loyola» (1923), de Juan Marzal, SJ (2)

La primera parte del libro incluye los sucesos de la vida de Ignacio de Loyola que van «De Pamplona a Monserrate»[1]. Se abre con un «Prólogo»[2], en el que se compara a Ignacio con don Quijote (se dice que enderezó entuertos como el buen Quijano) y se nos da una descripción de él como galán y pendenciero, hasta que se convierte en «caballero nuevo de nueva cruzada» y viste el arnés de pobre de Cristo. Copio la primera estrofa de este prólogo, que servirá para que nos hagamos una idea del estilo, deliberadamente arcaizante:

Trovador de antaño de laúd[3] y escarcela,
sin metros polidos que saben a escuela,
bien como las fablas de un viejo cantar,
diré de un fidalgo que, ferido en guerra,
sin cota ni espada, se alzó de la tierra
et fizo fazañas por tierra et por mar (p. 9).

Abundan, en efecto, en este prólogo —y a lo largo de toda la obra— los arcaísmos léxicos y morfosintácticos: polidos, fablas, fidalgo, ferido, et fizo fazañas por tierra et por mar, garzón, et su prez, tajos et mandobles, fechos, e en tierra, descires, e anda, descir, físico (por médico), face reír, fallan, acuciero, cuitas… La copla final del «Prólogo» repite la del principio, lo que da al conjunto de esta pieza introductoria una marcada estructura circular.

Sigue En Pamplona. Por España y por su honor. Cuadro dramático, en verso, cuya acción se sitúa en la capital navarra el año de 1521. Varios personajes franceses comentan la poca resistencia de la ciudad, cuyos habitantes están mayoritariamente del lado del rey de Francia «por amor y por su historia» (p. 12a). Entre los escasos defensores decididos a resistir hasta la muerte ha quedado Loyola, de quién Arlanzón dice que es:

                         Un vasco
nacido en aguas de Urola,
valentón y pendenciero,
de blasón de lobos y olla;
un fidalgo de gotera,
de nobleza tan notoria,
que figura en los anales
de la justicia en Guipúzcoa (pp. 12b-13a).

Se dice de él que es muy valiente cuando se enoja y que solo conoce el camino de la tizona. Le acompañan ahora muy pocos hombres en la defensa de la ciudad: Diego de Herrera, Durango, Arrieta, «unos locos / de buen vino y sangre moza» (p. 13b). Luego se completa la descripción de Ignacio, de nuevo en labios de Arlanzón, con estos versos:

Conozco bien a Loyola.
Es vasco y es español,
duro y terco como roca;
tiene testuz de carnero
de los que en las fiestas topan.
Si viene de mal talante
—ni hay que pensar otra cosa—
desenvainará su espada… (p. 14a-b).

El diálogo que se entabla entre los sitiadores resume los datos relativos a la situación política y militar del momento. Después vemos en escena a Ignacio negándose con todas sus fuerzas a la rendición y exhortando a sus compañeros a la resistencia heroica hasta la muerte. Las acotaciones indican que actúa «Desesperado, amenazador» (p. 19b), «Como loco hasta el final de la escena» (p. 19b), «Llorando de rabia» (p. 19b); en efecto, él se muestra dispuesto a perder la vida, con tal de salvar el honor, y afirma tajante que no deben ceder en la defensa por su raza vasca: son nobles, y deben estar decididos a morir por su rey. Se pone luego en boca de Loyola este elogio de la patria y la unidad española:

Que hay que luchar por Pamplona
y el fuerte, a la vista salta,
porque es la piedra que falta
a la española corona.
Sueño al par que realidad,
una gran patria se engendra
que con virtudes se acendra
para la inmortalidad.
Gloria que empezó en Granada,
vencido y disperso el moro,
y Colón con el tesoro
de una América ignorada.
Gloria que da la unidad
de una misma fe cristiana,
que tantos pueblos hermana
con hermosa variedad.
Solo Navarra le falta
a España para ser una.
¿Por qué no probar fortuna
en una empresa tan alta? (p. 21b).

Con su entusiasmo, Ignacio convence a los suyos, decididos ya a resistir, y en el parlamento que se establece con los franceses se muestra arrogante hasta las últimas consecuencias: «¡Si nos faltan municiones / os lanzarán mi cabeza!…» (p. 22b), les dice altivo y bravucón a los sitiadores.

Andrés López, San Ignacio herido en Pamplona. Colegio de las Vizcaínas (Ciudad de México)
Andrés López, San Ignacio herido en Pamplona. Colegio de las Vizcaínas (Ciudad de México)

Sigue después un pasaje de transición titulado «El malferido: gesta del Trovador»; se abandona, por tanto, la escenificación para dar paso a un relato del Trovador-narrador (este será el recurso utilizado para ir hilvanando las diferentes piezas dramáticas), quien refiere en estrofas de seis versos —llenas, de nuevo, de arcaísmos— el asalto a la ciudad de Pamplona, en cuya defensa «Loyola es el bravo que a todos alienta» (p. 23b). Finalmente cae herido por una bala de cañón y se ve —esta parte final vuelve a ser representada— cómo es llevado en andas seguido de un perro[4].


[1] En nota al pie indica el autor: «La primera parte de esta obra se representó en el teatro de la Casa Social Católica “Monseñor Boneo” el 2 de octubre de 1921, para celebrar el Cuarto Centenario de la herida y conversión de San Ignacio de Loyola. Tomaron parte en el acto los alumnos del Colegio de la Inmaculada Concepción [de Santa Fe]» (p. 9, nota 1). Todas las citas (con ligeros retoques en la puntuación) son por El caballero de Dios Ignacio de Loyola. Monólogos y escenas dramáticas, por el Padre Juan Marzal, SJ, Buenos Aires, Sebastián de Amorrortu, 1923. Sobre esta obra, véase Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, pp. 676-680.

[2] Leemos en nota al pie: «Dijo esta trova y todas las siguientes el señor Alejandro A. Rosa de la Torre» (p. 9, nota 2).

[3] Hay que pronunciar la palabra como monosílaba, laud, para lograr la correcta medida del verso.

[4] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

«El caballero de Dios Ignacio de Loyola» (1923), de Juan Marzal, SJ (1)

La figura ingente de San Ignacio de Loyola ha dado lugar a numerosos acercamientos literarios, en distintas épocas y en distintos géneros[1], entre ellos también el teatro. Como estamos en Año Ignaciano, en sucesivas entradas abordaré el comentario de dos piezas dramáticas españolas del siglo XX que tienen como protagonista al fundador de la Compañía de Jesús: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923), de Juan Marzal, SJ, y El capitán de sí mismo (1950), de Manuel Iribarren[2].

San Ignacio de Loyola

El título completo y los datos de la primera obra son los siguientes: El caballero de Dios Ignacio de Loyola. Monólogos y escenas dramáticas, por el Padre Juan Marzal, SJ (Buenos Aires, Sebastián de Amorrortu, 1923). Como indica el subtítulo, estamos ante un conglomerado de piezas dramáticas en las que el protagonista principal es San Ignacio de Loyola pero también, a su lado, San Francisco Javier. Dado que se trata de unas obras de teatro ignaciano no demasiado conocidas, parece oportuno dar una descripción detallada del contenido del libro, que servirá al mismo tiempo para ir apuntando los principales detalles relativos al estilo.

El volumen se abre con un par de dedicatorias; la primera, «A mis padres», fechada en Santa Fe (República Argentina), el «31 de julio de 1923. Día de San Ignacio de Loyola», en la que el autor habla de su amor filial al fundador de la Compañía de Jesús, al que llama «mi padre del alma»; y la segunda «A todos los alumnos de los colegios de la Compañía de Jesús», donde encontramos la siguiente explicación:

Este librito es para vosotros. Leeréis en él muchos versos y mucha más prosa. […]. Tenéis obligación de conocer su vida [la de San Ignacio]. Es muy interesante. Fue capitán valiente, mendigo famoso, peregrino incansable, doctor por París y cazador de almas a prueba de insultos, pedradas, procesos y persecuciones. Conocéis sus andanzas por España, por la Tierra Santa, por Francia y por Italia, por Flandes e Inglaterra; pero no las habéis visto en acción y sobre las tablas de un teatro (p. 7).

Se indica ahí que estos cuadros fueron representados en Santa Fe en 1921 y 1922 por los alumnos del Colegio de la Inmaculada «con gran aparato de trajes y espléndido decorado»:

Ahora han querido imprimir los cuadros que en esos dos años representaron, confiados en que vuestra privilegiada fantasía sabrá reproducir las interesantes escenas que no visteis. Leedlas con atención. La merece el héroe (p. 7).

El autor les dice a los niños que deben estar orgullosos de ser alumnos de los jesuitas; se lo deben a Ignacio, que fue «todo cabeza y corazón, educador sin par» (p. 7). Más adelante añade:

En los cuadros, escenas y monólogos de este librejo reconoceréis al soldado bravísimo —era vasco y luchaba en Navarra—; al herido que no tiembla ante la sierra y el cuchillo de los cirujanos; al penitente que azota su cuerpo para devolverle a Dios la gloria robada con sus pecados juveniles; al paciente pescador y cazador infatigable que caza y pesca doctores con verdades evangélicas y desengaños del mundo. Y en el drama histórico Desdén, afición y amor veréis al doctor Javier que, después de morder la carnada, deja limpio el anzuelo, y aunque acude al reclamo, sabe hurtar el cuerpo a las redes del astuto pescador. Pero como Dios ayudaba a Ignacio, el Doctor por la Sorbona cayó por fin y el gran navarro y el gran vasco fueron dos cuerpos en un alma, santos los dos, canonizados en un mismo día, Padres de vuestros Padres, gloria y ornamento de la Iglesia y de la Compañía de Jesús (p. 8).

Tras indicar que los jóvenes deben imitar a Javier en su gallarda resolución de hacerse discípulo de Ignacio, Marzal anuncia el comienzo de las diversas piezas que componen su obra: «Y ahora, guardad silencio, que se alza la cortina para dar paso al Trovador de antaño» (p. 8)[3].


[1] Véase a este respecto el trabajo de Carlos Mata Induráin «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176, además de la fundamental obra de referencia del Padre Ignacio Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983.

[2] Aunque este trabajo (realizado en el marco de las investigaciones del Equipo HILINA, Historia literaria de Navarra, de la Universidad de Navarra) lo asumimos como propio los dos autores, dejamos constancia de que la obra de Marzal ha sido trabajada por Carlos Mata Induráin y la de Manuel Iribarren por María Ángeles Lluch Villalba. Por supuesto, existen otras piezas dramáticas del siglo XX en las que interviene San Ignacio de Loyola; mencionaremos, por ejemplo, El Divino Impaciente (1933), de José María Pemán (centrada en la figura de San Francisco Javier, pero con una destacada presencia de Ignacio; baste recordar el célebre romance «de los consejos» que declama Ignacio en el momento de la despedida en Roma), o El capitán de Loyola (1941), de Ramón Cué, entre otras. Para la obra de Pemán, ver Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

[3] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse el ya citado trabajo de Carlos Mata Induráin «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro».