«Ángel en el País del Águila» (1954) de Ángel Martínez Baigorri: el sentido del título

La reedición del poemario Ángel en el País del Águila en el volumen de Poesías completas I (1999) de Martínez Baigorri presenta una novedad destacada, y es que añade un poema final, «Nueva York en Gracia», que no está en la edición original[1]. Estas certeras palabras del padre Juan Bautista Bertrán, SJ nos orientan acerca del sentido del título y la interpretación del libro:

Otro de los libros de largo aliento de Ángel es éste. El título responde al contenido. Un ángel que va mostrando, mientras vuela sobre el país del águila —algo así, pero con protagonista e intención muy distintos, de lo que [sucede] en El diablo cojuelo de Vélez de Guevara—, cómo los hombres pueden realizar las obras en que se afanan sin tener dentro un espíritu. Que no desoriente al lector el nombre de pila —Ángel— del poeta, con el ángel que aquí sobrevuela. Aquí son diferentes, aun habiendo dado origen al título una larga estancia del P. Martínez en la vida real de los Estados Unidos, y aun identificándose, en algún raro momento, los dos ángeles en el curso del poema —porque poema es el libro, aunque con momentos diversos— y la experiencia personal del perfeccionamiento material y técnico que allí se vive. Materia y técnica invasoras, dominadoras. El ángel es aquí el símbolo espiritual que debería penetrar, adentrándose en el águila mecánica para, vivificándola con otra vida, más profunda, verdadera, redimirla. Y el águila equivale al materialismo que, limitando los horizontes del hombre, lo reduce al sensorio y apariencia, y le impide la proyección a lo espiritual y sobrenatural. La tristeza de un terrible empequeñecimiento, la falta de dilatados confines, la inhumana restricción de un espacio cerrado, la soledad en compañía, el inamovible biombo de acero que cercena toda lejanía. Y dentro de esta reducción, inadvertida por el tráfago perenne, una existencia confortable, fácil, pero falsa, inane, y en el fondo dramáticamente insatisfecha. El águila mecánica se agita, da vueltas, trepida, no para un momento, pero no acierta con la vida que dentro le palpita. El vértigo ininterrumpido es una forma casi inconsciente de engaño que no se da cuenta del pavoroso vacío, del tedio invencible que el alma siente a solas, del inalejable aburrimiento que le aplasta[2].

Igualmente Rosamaría Paasche, buena conocedora de la producción poética del jesuita lodosano, se refiere en su libro Ángel Martínez Baigorri, místico conceptista al significado del título Ángel en el País del Águila:

Lo primero que salta a la vista es lo más obvio, lo que corresponde al título: el mundo espiritual e interior = el ángel, y el material y exterior = el águila. Usa a los EE. UU. en un momento dado como contraste a su Nicaragua; en los EE. UU. «el águila no vuela / sino cuenta» (Ángel en el país del águila, Poesías completas, v. III, p. 1.258). Es el águila que aparece como emblema en la moneda norteamericana, y de nuevo apreciamos la polisemia que nos obliga a pensar en los diferentes significados del verbo contar. Pero esa águila dinero, que cuenta su dinero y es importante por su dinero, no es sólo negativa, puede también servir para algo fundamental: «dará alas al hombre para el vuelo imposible» (ibid.). Si se sabe usar, el mundo material es también positivo y quizá la misión del ángel sea descubrir de qué manera esto es posible, cómo las alas del águila y las del ángel pueden ser las mismas. Ante la luz artificial del país del águila, donde la luz es «solo anuncio de otras luces» (op. cit., p. 1.259), resalta la inocencia de Nicaragua todavía no contaminada por el artificio. Va describiendo lo que ve, siempre basándose en contrastes […] Todo lo artificial va hiriendo la sensibilidad del ángel-poeta, pero al mismo tiempo lo fascina como un juguete nuevo[3].

Moneda de un dólar estadounidense, con el águila calva sujetando con las garras una rama de olivo, las trece estrellas y la leyenda «E pluribus unum» (ʻde muchos, unoʼ, es decir, ʻde la diversidad nació la unidadʼ), uno de los lemas nacionales de los Estados Unidos.
Moneda de un dólar estadounidense, con el águila calva sujetando con las garras una rama de olivo, las trece estrellas y la leyenda «E pluribus unum» (ʻde muchos, unoʼ, es decir, ʻde la diversidad nació la unidadʼ), uno de los lemas nacionales de los Estados Unidos.

Siguiendo con estas citas —algo extensas, ciertamente, pero que sirven para ir trazando el estado de la cuestión de lo escrito acerca del poemario—, merece la pena reproducir íntegro el «Prólogo del editor», el padre Emilio del Río, SJ, al frente del volumen de Poesías completas I:

En la carta 54, a Carlos Martínez Rivas, del 7 octubre de 1946, desde la Loyola University, le dice Ángel que, a pesar del régimen de emociones que le imponen los doctores —ha pasado ya la operación, doble, primera; llegó allá mediado agosto—, está asombrado por el mundo que le rodea, y ansioso de invadirlo con su poesía. «El águila es lo de menos. Lo que importa es el ángel. Tengo empeño loco en meter el ángel en el águila… ya empezaron unos balbuceos en… poemas… La verdad es que se me hunde el águila en el ángel… Tal vez necesito ver más. Compañeros tuyos Porfirio Solórzano, Ernesto, Alejandro y Fernando Chamorro me invitan a hacer un viaje al Norte, Filadelfia, Nueva York… Ellos tienen auto y me enseñarían lo más típico de este país». La larga carta a Porfirio —que éste nos entregó acá, al pasar y llevarse las P. C. hacia 1986— lleva fecha a lápiz «Sept. 1947»; pero creo que es de 1946 como la anterior. Dice que le encanta la invitación a ver la Ciudad del Amor —Filadelfia— y Nueva York: «El país donde el águila no vuela sino cuenta. Pero no hay duda de que las cuentas de ese águila pueden hacer volar». En la carta 123 al P. Echarri, Viceprovincial, como los doctores le dicen que ya no es preciso que siga en Nueva Orleans, pide pasar lo que le queda de estancia en Fordham, N. Y. Da razones como estudiar a G. M. Hopkins; y «sólo como posibilidad, podría tal vez hallar allí modo de publicar algunos poemas míos sobre Nueva Orleans» —sin duda Ángel en el País del Águila—. Es copia de Ángel, que no pone fecha. Pero a Porfirio le ha dicho que le «separa un permiso y unas águilas divididas en plata…». Preocupado por su salud, Echarri le dirá que vaya a convalecer a Isleta. El libro mismo supone, de hecho, que Ángel hizo, al menos, ese «Weakend [sic, errata por Weekend] en el Eastend» —número 7 de Ángel en…—. Eso debió de bastarle. Aunque el poema sobre «Nueva York en Gracia» no es de ese tiempo, como indicaremos al fin. Ángel, por las cartas, sabemos que pasa de Granada, agosto 1946, a la Loyola University de New Orleans, ciudad donde le harán varias operaciones muy graves, la primera de ellas doble. Quedará para la larga convalecencia en El Paso, Texas; en Isleta College, donde estaban, exiliados, los estudiantes jesuitas mexicanos. En El Paso —en especial los «Descansos en Isleta»—, termina de escribir ese su encuentro del Ángel con el Águila, símbolo de los U.S.A. Ángel queda —entre New Orleans y El Paso— hasta fines de 1947 —año y medio—. El poema final citado «Nueva York en Gracia» no aparece en la edición, 1954, de Cultura Hispánica; pues Icaza tenía el ejemplar primero anterior a la fecha del poema. Lo hizo, sin duda, al volver de su primer viaje a España, fines de marzo, Semana Santa, 1951. De ello informa al querido P. Manuel Ignacio Pérez Alonso, pariente de Porfirio, en carta 134: «Hallé Nueva York como el más hondo sitio de silencio y reposo» —le escribe, después, desde El Salvador sin duda—; es un eco muy claro del poema. Ignacio Ellacuría, después de una correspondencia de unos once años —una o dos veces al año, pero muy a fondo, ver cartas—, al tener en las manos el libro publicado hizo un estudio en profundidad, muy denso y personal, en que sigue el poema no de modo textual, sino ahondando en sus raíces más humanas y de intuición crítica. Tardó un poco en poderlo publicar. Al fin salió en una entrega de 40 páginas, en la revista Cultura del Ministerio de Cultura, de El Salvador, número 14, 1958, pp. 123-164. Lleva como título: «Ángel Martínez, poeta esencial»[4].


[1] Remito para más detalles a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una aproximación al poemario Ángel en el País del Águila (1954) de Ángel Martínez Baigorri: génesis, estructura y temas», Príncipe de Viana, año 83, núm. 282, enero-abril de 2022, pp. 107-145.

[2] Juan Bautista Bertrán, SJ, «Intento de un camino», en Ángel Martínez Baigorri, Ángel poseído, Barcelona, Ediciones 29, 1978, pp. 39-40. Y añade: «Sólo el cristianismo por su sentido profundo del sufrimiento y del amor universal —gigantesca reserva espiritual del mundo— puede salvar del hundimiento por la materia. Y levanta el poeta su noble afán de inyectar ángel en el acero del águila con la ilusión de llegar a una síntesis grandiosa: “Águila de Ángel dentro —águila enorme—: / ¡Qué luz para tus alas!”» (p. 41).

[3] Rosamaría Paasche, Ángel Martínez Baigorri, místico conceptista, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 1991, pp. 139-140. Por su parte, María Concepción Andueza Cejudo nos recuerda este dato: «Cuando Ángel Martínez llega al país del Águila, 1946, pensó en un principio escribir poemas en inglés, y hasta hizo alguno. Pero luego desistió de tal intento pues comprendió que le era imposible escribir poesía en una lengua que no fuera la suya» (Poesía de Ángel: Ángel Martínez Baigorri, Tesis de Doctorado, México, D. F., UNAM, 1973, p. 123).

[4] Emilio del Río, SJ, en Ángel Martínez Baigorri, Poesías completas I, Poesías completas I, ed. de Emilio del Río, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999 p. 590; he desarrollado algunas abreviaturas de la cita.

«Ángel en el País del Águila» (1954) de Ángel Martínez Baigorri: génesis de un poemario

En sucesivas entradas quiero proponer un acercamiento al poemario Ángel en el País del Águila del padre Ángel Martínez Baigorri, SJ (Lodosa, Navarra, 1899-Managua, Nicaragua, 1971). Publicado originalmente como libro exento en España («Con las debidas licencias», Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1954[1], 132 páginas[2]) merced a las gestiones de su amigo Luis A. Icaza —fue el número 18 de la colección «La encina y el mar. Poesía de España y América»—, se incorporó más adelante al volumen de Poesías completas I, en edición de Emilio del Río, con introducción de Pilar Aizpún (Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999). Si dejamos de lado el muy importante artículo que a la altura de 1958 le dedicó el padre Ignacio Ellacuría, SJ, «Ángel Martínez, poeta esencial», publicado en el número 14 de la revista Cultura de El Salvador, correspondiente a los meses de julio-diciembre de ese año, descubriremos que no existe una bibliografía específica sobre este poemario, si bien le han prestado atención quienes han estudiado el conjunto de la producción poética del jesuita de Lodosa[3], razón por la que parece oportuno volver con cierto detalle sobre sus páginas[4]. Así pues, ofreceré un comentario filológico-literario de este libro del sacerdote-poeta, separando mis comentarios en varios apartados: me referiré en primer lugar a los datos externos de la obra, hablando de su génesis y título, así como del lugar que ocupa en el conjunto de la producción de Martínez Baigorri; me centraré luego en la estructura (externa e interna) del poemario, poniendo de relieve —como ha hecho la crítica— su carácter unitario; el apartado nuclear estará dedicado al comentario de los temas del libro[5]; y, en fin, cerraré mi análisis con unas breves reflexiones a modo de conclusión.

Cubierta del libro: P. Ángel Martínez Baigorri, Ángel en el País del Águila (Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1954).

La génesis del poemario Ángel en el País del Águila (Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1954) tiene mucho que ver con una concreta circunstancia biográfica de su autor: el padre Martínez Baigorri padeció siempre del estómago y, en el transcurso de su vida, hubo de someterse a numerosas intervenciones quirúrgicas, hasta un total de diecisiete. Pues bien, en el año 1946 se trasladó a Estados Unidos para ser operado de unas úlceras estomacales. En efecto, en agosto de ese año salió de Granada (Nicaragua) hacia la Loyola University, en Nueva Orleans, ciudad donde sería intervenido; pasó también por Filadelfia y Nueva York; convalecería luego en Ysleta College (El Paso, Texas; él escribe siempre Isleta, con I latina); y pasaría un tiempo también en California[6]. En total, Martínez Baigorri permaneció en los Estados Unidos un año y algunos meses, hasta finales de 1947. En una carta dirigida a su amigo Carlos Martínez Rivas —un poeta nicaragüense—, el propio escritor le explica que el principal motivo de ese viaje está relacionado con su estado de salud y la necesidad de ser operado:

[…] el 14 [de agosto de 1946 iré] a Nueva Orleans. ¿A qué? A curarme, y no en salud. A que me registren el interior y vean en qué rinconcito de las tripas se esconde el veneno de los versos. ¿Será así? Tengo un ¿maravilloso? soneto a mis tripas. A mis tripas vistas por los rayos X. Pero ahí sólo son sombras. Tal vez ahora pueda verlas directamente o en un espejo. Si tengo fuerzas para ello, será hermoso. Qué poema el de los redaños y entresijos (o como dicen aquí menudencia). Ahora están en abierta lucha con mis versos. La última parte de mi poema último Contigo Sacerdote al Padre Pallais, lo [sic] hice entre los gritos de protesta de mi vientre alborotado. Y todo era que me pusiera a trabajar en ella para sentir los tirones terribles y los dolores agudos (citada por Paasche, 1991, p. 138, que remite a Martínez Baigorri, Las cartas, vol. I, p. 202)[7].

También el padre Emilio del Río, SJ comenta que el poemario se escribió en los meses de convalecencia tras aquellas operaciones de estómago:

Escribe en ese tiempo Ángel en el País del Águila, en sus «Descansos» (de enfermo). «Terminé mi poema con sus descansos», escribe el 7 de octubre de 1947 a Luis A. Icaza. Icaza, desde Salamanca, logra que lo publique Cultura Hispánica, 1954 (sin el poema final de N.Y.). Apenas publicado, dedica al libro un estudio de fondo Ignacio Ellacuría: «Ángel Martínez, poeta esencial». Al volver de Isleta College a Granada, fines del 47, al pasar por México escribe un poema en éxtasis «Todo a vista de Virgen. Y que no sé decirte…» (1999, p. 53).

Tenemos, pues, que los poemas que terminarían formando el libro Ángel en el País del Águila, publicado en España en 1954, fueron escribiéndose durante la estancia de Martínez Baigorri en Estados Unidos[8].


[1] Citaré por la edición de 1954, pero teniendo a la vista la de Poesías completas I, donde el poemario ocupa las pp. 589-649. En esta edición de Emilio del Río al título Ángel en el país del Águila se añade como subtítulo «(New Orleans. El Paso)»; y en todos los poemas se pone en mayúscula la primera letra de cada verso, cosa que no sucede en 1954. El padre E. del Río usa como fuente para editar este poemario «CP: Carpetas Portafolio, encuadernación de lujo, en 26 por 29 cms. Son 48 vv., de unas 100 o 200 páginas —muchos incompletos; 18 de ellos son las selecciones que indicamos luego—. Página llena, 22 líneas)» (Obras completas I, p. 61). En fechas cercanas a su aparición, el libro fue reseñado por Esperanza F. Amaral (1956), quien en un análisis demasiado superficial comenta: «He aquí una poesía suave, inocente y cristalina. Los colores que la iluminan son los grises y los verdes, y sin repiques de retórica el poeta logra expresar la alegría íntima de su sacerdocio y la inmensa dulzura paternal de su comunicación con Dios y con las cosas, ciudades, campos, vientos, un niño que juega en un tren. Un poco monótono porque carece de rebuscamiento, con un involuntario eco de simplicidad clásica». Señalaré que, a la hora de referirse a este poemario, alternan en los estudios los títulos Ángel en el país del Águila / Ángel en el País del Águila. Prefiero esta segunda formulación, poniendo en mayúscula «País», tal como aparece mayoritariamente en el texto de 1954.

[2] María Concepción Andueza Cejudo (Poesía de Ángel: Ángel Martínez Baigorri, Tesis de Doctorado, México, D. F., UNAM, p. 122) señala por error que tiene «32 pp.».

[3] Como queda indicado arriba, para este poemario es esencial el análisis de Ignacio Ellacuría, SJ, «Ángel Martínez, poeta esencial», Cultura, 14, pp. 123-164 (reproducido en Escritos filosóficos I, San Salvador, UCA Editores, 1996, pp. 127-195; entre los estudios de la poesía de Martínez Baigorri, le han dedicado especial atención Andueza Cejudo, Poesía de Ángel, pp. 122-128; Juan Bautista Bertrán, SJ, «Intento de un camino», en Ángel Martínez Baigorri, Ángel poseído, Barcelona, Ediciones 29, 1978, pp. 39-42; y Rosamaría Paasche, Ángel Martínez Baigorri, místico conceptista, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 1991, pp. 138-144. Para el autor en general, con distintos enfoques y perspectivas, remito a los trabajos de Isidro Iriarte, SJ, «Ángel Martínez Baigorri. Rasgos biográficos y psicológicos», Encuentro. Revista Académica de la Universidad Centroamericana, 1971, pp. 7-22; Andueza Cejudo, Poesía de Ángel, cit.; Bertrán, «Intento de un camino»; Ignacio Elizalde, SJ, «Ángel Martínez Baigorri. Un gran poeta navarro enraizado en Nicaragua», Letras de Deusto, 19, 10, 1980, pp. 171-178; Giuseppe De Gennaro, Il segno dei Mistici: «Nueva Presencia» de Ángel Martínez Baigorri, Roma, La Civiltà Cattolica, 1984; Rosamaría Paasche, Ángel Martínez Baigorri, místico conceptista, cit., e Introducción a la poesía de Ángel Martínez Baigorri, S.J., místico conceptista del siglo XX, Managua, Editorial UCA 1993; Pilar Aizpún, «Dos visiones del “Estrecho Dudoso”: España y América (Á. Martínez Baigorri y Ernesto Cardenal)», Rilce. Revista de Filología Hispánica, 10.1, 1994, pp. 15-26 e «Introducción», en Ángel Martínez Baigorri, Poesías completas I, ed. de Emilio del Río, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999, pp. 23-38; Ángel-Raimundo Fernández González, «Ángel Martínez Baigorri: presencia de un poeta español en Centroamérica», Príncipe de Viana, 203, 1994, pp. 691-700; «Ángel Martínez Baigorri: un poeta español en Centroamérica, II», en Canto Cósmico oder Movimiento Kloaka? (Wege lateinamerikanischer Gegenwartslyrik), ed. de Gisela Febel y Ludwig Schrader, Tübingen, Günter Narr Verlag, 1995, pp. 119-128; «Ángel Martínez Baigorri: un poeta español en Centro América», en Actas del Congreso «El encuentro. Literatura de dos mundos», Murcia, Novograf, 1999, pp. 173-186; «Introducción», en Ángel Martínez Baigorri, Poesías completas II, ed. de Emilio del Río, Pamplona, Gobierno de Navarra, 2000, pp. 25-40; e Historia literaria de Navarra. El siglo XX. Poesía y teatro, Pamplona, Gobierno de Navarra, 2004, pp. 54-73; Emilio del Río, SJ, «La poesía, forma de vida esencial en Ángel Martínez Baigorri», Razón y fe. Revista hispanoamericana de cultura, 240, 1211-1212, 1999, pp. 191-200; «El contacto vital con la cultura de Ángel Martínez Baigorri (1899-1971)», Príncipe de Viana, 221, 2000, pp. 811-830; «Prólogo», en Ángel Martínez Baigorri, Poesías completas I, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 2001, pp. 39-61; «Revelación del mundo y la Palabra en Ángel Martínez Baigorri», Razón y fe. Revista hispanoamericana de cultura, 243, 1229, 2001, pp. 281-291; «Poética teológica de la Palabra de Ángel Martínez Baigorri», Letras de Deusto, 32, 94, 2002, pp. 175-196; M. I. Pérez Alonso y Emilio del Río, «Martínez Baigorri, Ángel», en Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, dir. Charles E. OʼNeill, vol. 3, Infante de Santiago-Piatkiewicz, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2001, p. 2525; José Mejía Lacayo, «La portada de Ángel, un testimonio personal», Temas nicaragüenses, 53, 2012, pp. 34-35; V. Valembois, «Ángel Martínez Baigorri: entre España, Nicaragua y Bélgica», Temas nicaragüenses, 53, 2012, pp. 4-23; y Carlos Mata Induráin, «Ángel en el recuerdo (En el 50 aniversario del fallecimiento de Ángel Martínez Baigorri, 1899-1971)», Río Arga. Revista de poesía, 148, 2021, pp. 6-12.

[4] En la actualidad estoy preparando una reedición de este poemario, que saldrá próximamente en la Colección «Peregrina» del Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), Madrid / Nueva York, con el patrocinio del Ayuntamiento de Lodosa y el Grupo de Investigación Siglo de Oro de la Universidad de Navarra. Este trabajo, realizado en el marco de la conmemoración en 2021 del 50 aniversario del fallecimiento en Managua de Martínez Baigorri puede considerarse, por tanto, una primera aproximación a este libro, que tiene unidad de poema.

[5] Para otra ocasión habrá de quedar el análisis de los símbolos (el Ángel y el Águila, el Río y el Mar, la Rosa, las nubes, los pájaros, el sol, la luz, la contraposición de campo y ciudad, etc.; para los símbolos en la poesía de Martínez Baigorri, en general, remito a los trabajos ya citados de Aizpún, 1991 y 1994b); de las cuestiones métricas (predominan en el poemario las composiciones «de verso más o menos libre en cuanto a ritmo y rima», al decir de Ellacuría, «Ángel Martínez, poeta esencial», p. 179, si bien encontramos algunas formas estróficas tradicionales como el romance o el soneto); de los fenómenos de intertextualidad (hay lemas, citas y ecos diversos del Arcipreste de Hita, Manrique, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, Lope de Vega, Rubén Darío…); de los recursos retóricos (metáforas e imágenes, símiles, paronomasias, homonimias, juegos de derivación y otros juegos de palabras, figuras de repetición, encabalgamientos…), etc. También otras cuestiones estilísticas como el tono marcadamente conceptista de la segunda parte del libro; el detalle lingüístico destacado de la inclusión de bastantes anglicismos y aun frases enteras en inglés; el empleo, en algunas ocasiones, de estructuras circulares, así como de técnicas compositivas consistentes en enlazar varios poemas a través de la repetición de determinadas palabras o expresiones, lo que refuerza el sentido de unidad del poemario…

[6] En la nota inicial a su selección de poemas de Ángel en el País del Águila de su antología Ángel poseído (p. 335) el padre Bertrán comenta que es «Libro de sus experiencias en California entre 1947 y 1948»; pero ya sabemos que California no fue su único destino en los Estados Unidos.

[7] Y comenta la estudiosa: «Esta carta nos dice mucho de su estado de salud y de su estado de ánimo mientras terminaba Contigo sacerdote y antes de su viaje a Nueva Orleans. Nada le estorba en su quehacer de poeta y el maravilloso Contigo sacerdote es prueba de ello. El buen humor con que habla de sus tripas le sirve quizá para suavizar un poco la realidad. Las operaciones que sufre en Nueva Orleans son durísimas y tendrá, después de ellas, una larga y difícil convalecencia. Es entonces cuando escribe su Ángel en el país del águila, que fue publicado en 1954» (pp. 138-139).

[8] Remito para más detalles a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una aproximación al poemario Ángel en el País del Águila (1954) de Ángel Martínez Baigorri: génesis, estructura y temas», Príncipe de Viana, año 83, núm. 282, enero-abril de 2022, pp. 107-145.

África en «Saudades… Toujours» (1973) de María del Villar Berruezo (y 3)

En el relato también se describen las villas, hotelitos y bungalows de los trabajadores europeos (pp. 124-125). La noche en que Dey se declara y salen juntos, ven este paisaje:

Enfrente, y hacia mi izquierda, brillaban las luces de Brazzaville, pequeñas y lejanas, pareciendo querer competir con las estrellas que lucían en el cielo.

Delante de nosotros se extendía el río como una larga pradera negra, moviente, repleta de peligros. De cuando en cuando unos serpenteos de luz amarilla clara ponían luminosidad en las ondulaciones pastosas de la corriente, luego desaparecían (p. 172).

Aura desea quedarse en el Congo para no perder ese amor; allí están ellos dos solos, lejos de todo. África es lo exótico, lo permitido, tierra de pasión; se deja seducir por la pasión y por el encanto del país. La tierra africana ejerce un irresistible embrujo sobre ella. Un diálogo entre Aura y Dey (pp. 205-220) sirve para introducir varios datos acerca del trazado de la línea Congo-Océano, del puerto de Punta Negra, sobre exploradores y gobernadores del territorio: Albert Veistroffer, Martial Merlin, Victor Augagneur, y sobre todo Pierre Savorgnan de Brazza, explorador al servicio de Francia, rival de Stanley, inglés que trabaja para Bélgica. Se habla del rey Renoké, el primer rey negro con el que trató Brazza, del rey Makoko, del río Ogooué, el principal río del Gabón…

Aura sigue con sus recuerdos, toma la pluma para continuar con sus introspecciones. Desea vivir en calma y soledad, dedicada al recuerdo de Dey. Ahora la pasión la vive con más bella puridad que en el Congo. El galán ejerció sobre ella la misma atracción y magia que el paisaje. Se evoca luego un paseo en barca con Dey, cuando ambos contemplan un amanecer sobre el río:

La claridad se intensificaba rápidamente y allí, tras la muralla de arbolado que ponía su veto a la margen del río, aparecía un disco color de cobre que subía sobre el fondo perla de un cielo sin nubes.

Pensé en una hostia de fuego que invisibles manos levantaban en el espacio. Pensé en una luna desconocida e incandescente que, hecha ascuas, loca y abrasadora, trastornaba las leyes del cosmos y corría por nuestra galaxia buscando dónde posarse.

Pero la luna loca, o el disco de cobre, se afirmaba con seguridad sobre los árboles y sobre el río y, perdiendo su ardiente color de brasa, empalideció hasta volverse de oro, rompió su funda metálica, lanzó mil rayos y flechas, pareció coronarse de lanzas y, majestuoso y soberbio como un dios, me obligó a bajar la cabeza (pp. 254-255).

Puesta de sol sobre el río Congo

Es un día de calor, de un sol de fuego que desprende «torrentes de luz dorada» (p. 260). Los amantes llegan a una playa y en la arena el sol saca reflejos embrujadores de oro. Aura ve indígenas embadurnados de ceniza, el palacio del rey, porque Dey ha querido ofrecerle «un día africano». Al anochecer, ve la puesta de sol sobre el río Congo (p. 268): «me alegró el pensamiento de navegar sobre el Congo en los momentos en que el sol, huyendo de las nubes de un azul intenso que lo perseguían, lanzaría flechazos sin llegar a ellas, consiguiendo solamente poner estrías luminosas sobre las aguas del río antes de fundirse en una orgía de colores rabiosos» (p. 268). Y llega el crepúsculo:

Entre besos, risas y bromas había descuidado el crepúsculo. Recorrí con la mirada la bóveda celeste. El sol, escondido en el horizonte, había huido deprisa bajo los azotes que le daba la noche, y sólo tenía fuerzas para enviar con sus últimos resplandores, tenues rayos de belleza moribunda (p. 273).

Pero la protagonista debe marchar para seguir a Dey a Portugal y dejar «los encantos de aquellas tierras, de aquellos cielos…» (p. 279). Se despide con estas palabras: «»Adiós, Congo. ¿Volveré a verte algún día?», repetía con el alma mientras tu coche me llevaba hacia Luanda» (p. 279). La novela, que acaba de forma abierta, con la posibilidad de un reencuentro, ha recreado a lo largo de sus páginas el calor, la humedad, el paisaje, el ambiente (criados negros, comidas exóticas, enfermedades tropicales…), en suma, el «perfume de tierra caliente» (p. 253) de aquella región africana que incluye topónimos con tan sugerente poder de evocación como Matadí, Santo Antonio de Zaire, Luanda, El Cabo, Angola, Mozambique…

Hemos visto en entradas anteriores, a través de la voz lírica de María del Villar, cómo en la alta noche africana la luna lloraba versos de amor desesperados, y cómo en otras noches africanas nacía y se desarrollaba la pasión amorosa de Aura y Dey. La autora navarra probó el «veneno africano» y, cautivada por su encanto, ya nunca lo pudo olvidar: tal fue la intensidad de sus vivencias, que años después las ofrecería a sus lectores en sus versos y en su novela, es decir, vertidas en el cauce de la literatura, que es, no lo olvidemos, otro veneno[1].


[1] Cito por María del Villar, Saudades… Toujours, Madrid, Editorial Tanagra, 1973. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Saudades… Toujours» (1973) de María del Villar Berruezo (2)

Más adelante se ofrecen algunas descripciones de Kinshasa (pp. 80-81) y de Brazzaville (p. 108), que son todavía ciudades en construcción. Acogida por Otilia y su marido Antonio, Aura tiene oportunidad de escuchar el sonido del tam tam y una canción de negros (pp. 101-102): «Quedamos en silencio, escuchando aquel son monótono y sordo que se repetía insistente, obsesivo, penetrante y que repercutía en el espacio como llevando mensajes al infinito» (p. 102). También encontramos una descripción del anchuroso río Congo:

Me causó gran placer atravesar el Congo en sentido inverso al del día de mi llegada. El río corría igual, pastoso, de un azul sucio, dando la impresión de estar formado con aguas espesas, cargadas, alimentadas por vidas vegetales y animales, por aguas poderosas que arrancaban troncos, ramajes, motas de tierra, bajíos y bestias, con objeto de arrastrarlas a un destino ineludible, a un destino cruel, o para ofrecerlas a alguna divinidad monstruosa e insaciable (p. 108).

Aura visita Brazzaville con Otilia (pp. 110-111) y también sus barriadas negras: el Bas Congo, con su pintoresco mercado (pp. 111-112), y Poto-Poto, el segundo barrio negro, cuyas casas están formadas solo con agua y tierra, con barro:

Si dejándome llevar por mis impresiones hubiese gritado de sorpresa y estupefacción en el mercado de Bajo-Congo, en Poto-Poto mis reacciones fueron diferentes, y quedé pasmada, muda, petrificada por un «algo» enigmático, indescifrable e incomprensible que parecía flotar sobre aquella urbe negra, agitada, multiplicada en colores y sones, sobre la que pronto caería, como un gran misterio, el manto espeso y pesado del crepúsculo africano (p. 113).

Poto-Poto, Brazzaville.

Aura explica que no quiere regresar allí nunca más para no perder aquel impacto de la primera impresión:

«Adiós, pueblo que me has conmovido poniendo una confusión nueva en el fondo de mi espíritu. No quiero volver a verte por temor de caer de ese vértice en que me has colocado, por recelo de perder la impresión que he sentido al contemplarte y que no se podría repetir. Adiós; no te podré olvidar, porque nunca volveré» (pp. 113-114)[1].


[1] Cito por María del Villar, Saudades… Toujours, Madrid, Editorial Tanagra, 1973. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Saudades… Toujours» (1973) de María del Villar Berruezo (1)

La novela Saudades… Toujours (Madrid, Editorial Tanagra, 1973) presenta algunos puntos de coincidencia con Mis nocturnos africanos. Las características similares son, sobre todo, el describir —ahora en el género narrativo— una apasionada historia de amor que tiene como marco la tierra del África. Al decir de la prologuista Josita Herrán (pp. 7-9), Saudades… Toujours es «una pura y sencilla, apasionada, novela de amor» (p. 7), y destaca precisamente la belleza de las descripciones paisajísticas, que tienen el sabor de lo auténtico y vivido: «la novela posee la autenticidad de lo real, lo único imaginario es la anécdota de amor» (p. 8).

Cubierta del libro de María del Villar, Saudades… Toujours (Madrid, Editorial Tanagra, 1973)

La novela está narrada por una primera persona femenina, que corresponde a Aura, condesa de Tova. Aura con frecuencia se dirige a un : ese al que dispara sus palabras es Dey, el caballero elegante de ojos grises rodeado de misterio (¿un espía, un aventurero, un timador…?) al que conoció en el Congo. En la anotación de 12 de noviembre, Aura indica que va a escribir una narración de su viaje al Congo o bien una novela. En la de 19 de noviembre insiste en esta idea de escribir una novela o sus impresiones de África. Se decide por esto último y, con la ayuda de su agenda, va reviviendo ante nuestros ojos los días de amor pasados en África. Así evoca, por ejemplo, su llegada el 19 de septiembre a Punta Negra:

Punta negra me pareció blanca a causa de sus casas claras y de sus arenas pálidas. El sol, oculto tras una cortina de nubes sin forma, difundía una luz igual, opalina, y todo me hacía el efecto de estar envuelto en un manto algodonoso, pesado y húmedo.

La playa desierta, imponente, salvaje, infinita, me produjo una impresión de asombro y de recogimiento. Alejada de la ciudad, y en absoluta soledad, ni a lo lejos ni de cerca se veían casas, palmeras, casetas de baño o toldos, ni siquiera un negro o un blanco que errase por sus orillas.

Hasta donde la vista alcanzaba sólo se percibía la arena, el mar, y por encima el cielo. Era un cuadro imponderable de tres colores, un cuadro que sólo tres mágicas pinceladas componían. Aquella grandiosidad me conmovió.

Quise aislarme, que nada ni nadie se destacara ante mis ojos rompiendo la armonía de tal belleza, y corrí por la playa abandonando a Madame Diéce.

Ya lejos me dejé caer cerca del agua y hundí mis dedos en la arena escurridiza. […]

No se oía otra voz que la del océano resonando en los ámbitos con un susurro calmoso y repetido, y yo me sentía perdida, absorta, fuera del tiempo y fuera del espacio, fascinada por la ingente soledad.

La plata del mar, como lámina brillante y movediza, se partía a lo lejos, y entre las dos rasgaduras ligeramente azuladas, que la espuma bordeaba de blanco, aparecía la curva siniestra de un tiburón o solamente su aleta: un triángulo agudo y negro (pp. 46-47).

Una española a la que conoció en París, la señora Sánchez, la ha invitado a ir al Congo, ya que hay guerra en Francia (aquí podríamos ver un trasunto de la historia personal de la autora; Aura da conciertos de piano, de la misma forma que María del Villar dio recitales de danza). Ese mismo día tiene ocasión de contemplar la maravillosa puesta de sol desde el Círculo Europeo:

Desde allí, mientras saboreábamos el whisky que nos ofreció el presidente del Círculo, contemplé maravillada una puesta de sol de belleza indescriptible. El Círculo, situado en una altura, parecía el centro de un inmenso ramillete de palmeras que dominaba la panorámica de la bahía, en cuyas aguas se reflejaban los oros y arreboles del sol que pronto pasaron a los tonos del azul, de la plata y del estaño, para, por fin sosegados, dormirse en un frío color de pizarra (p. 50).

Con la magia de la agenda, Aura revive aquellos días de ensueño, imagina que está otra vez al lado de Dey y sigue desmenuzando sus remembranzas, «y las iré escribiendo para mí misma, para mí sola, y para ti en mi pensamiento» (p. 52). En la anotación correspondiente al 20 de septiembre evoca su viaje en tren saliendo de Punta Negra (pp. 52 y ss.). Coincide con un ingeniero y un buscador de oro, y el diálogo que entre ellos se establece sirve para ofrecer datos diversos sobre el paisaje (jungla y valles), la aventura de los buscadores de oro, el «trabajo ciclópeo» del tendido de la línea férrea, los caníbales… Cuando Aura llega a Brazzaville, la recibe Otilia, quien le explica la división de la ciudad:

La parte baja de la ciudad —me dijo— se llama Kinshasa. Leopoldville es la ciudad alta, donde están el Palacio del Gobernador, edificios administrativos y otros de viviendas. Cerca hay un barrio elegante llamado Katina. Pero el comercio y la animación están en Kin. El pueblo negro queda más lejos, aparte, y es bastante grande (p. 63)[1].


[1] Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Mis nocturnos africanos» (1957) de María del Villar Berruezo (y 4)

Por lo que respecta a la elaboración retórica de este poemario, cabe afirmar que, pese a la marcada —y buscada— sencillez de sus composiciones, podemos detectar cierta soltura en el manejo de algunos recursos retóricos, como la enumeración:

… en recuerdos prodigiosos […]
con paisajes, cielos, puertos,
villas, navíos, océanos;
perfumes, bullicio, piedras,
sobre el esmalte grabados (p. 8).

Ejemplar dedicado por la autora, María del Villar, de Mis nocturnos africanos

Muy utilizadas son las figuras de repetición. Hay, por ejemplo, un par de versos bimembres: «frío hielo, fría estatua» (p. 16), «croan ranas, cantan grillos» (p. 64). Más frecuentes son los paralelismos como «por respeto a tu venida […] / por respeto a tu llegada» (p. 20); «temblando en el aire, / temblando en el suelo» (p. 40). Las repeticiones son muy frecuentes («en las hebras de una vida», p. 20; «y en mil vidas», p. 22; «te seguía», p. 22), y en especial las repeticiones léxicas intensificativas como «sola, sola, sola, sola» (p. 22) o «lejos, lejos, lejos, lejos» (p. 138), ya destacadas por Fernández González como rasgo estilístico propio de la autora. Encontramos también algunos casos de anáfora:

Pienso en misterios eternos,
en su enigma impenetrable,
en las angustias sin fondo,
en abismos insondables,
en la vacuidad humana
y en puertas que ya no se abren (p. 54).

… insensible a tus besos
a tu ardid y a tu maña,
a tus palabras diestras,
a tu arte de fingir (p. 60).

El «Último romance tropical» hace buen uso del empleo de repeticiones y paralelismos, razón por la que lo transcribo entero:

Lejos los mares verdosos,
lejos noches azuladas,
lejos las lunas de plata
como reinas acostadas.

Lejos extraños sonidos,
flores de savias amargas,
lejos veneno africano
que me trastocaste el alma.

Lejos rocas mañaneras
por agua abofeteadas,
y tardes cerniendo el oro
sobre palmeras tostadas.

Lejos cactos candelabros,
lejos las arenas albas,
los caminos amarillos
y las colinas que sangran.

Lejos Cruz del Sur brillando
sobre la inquietud humana,
sobre celos, sobre injurias…
sobre la terraza blanca.

Mares, amor, noches, luna,
gritos, lágrimas, desvelos…
todo remoto, fundido,
lejos, lejos, lejos, lejos (p. 138).

Muchos de los poemas recurren a la apóstrofe, es decir, a la apelación a un tú que puede ser el del amante, la luna, la costa o una ciudad (pp. 9, 14, 18, 20, 27, 32, 40, 52, 60, 68, 80, 100, 106). En algún caso hay antropomorfización de los elementos de la naturaleza, sobre todo de la luna (que llora, p. 30). Algunas metáforas o imágenes tienen cierta fuerza: boca=granate (p. 38); amor naciente=sudario (p. 38); luna=esquife de plata (p. 60); cuerpo=muerto arlequín (p. 60).

En fin, como último rasgo de estilo señalaré que son muy frecuentes en estos poemas de Mis nocturnos africanos los cultismos o voces desusadas, no frecuentes en el lenguaje común; me refiero a términos como blao (p. 8), gecos (p. 12), álficas perlas (p. 16), de ‘desde’ («me mirabas de la altura», p. 20), caliginosa (p. 26), lívidas luces movientes (p. 26), amortecido (p. 28), corindón (p. 34), cencido camino (p. 38), connubios fríos (p. 38), verde berilo (p. 48), obsesión lancinante (p. 54), mirajes (p. 54), abdómenes ignitos (p. 64), cimba (p. 76), mútilo cuerpo (p. 76), apagados rogos (p. 76), tuberosas (pp. 88, 90), himplar (p. 96), languor (p. 100), polana (p. 106), crisopacio (p. 108), lueñe tierra (p. 116), color de talio (p. 120), aralias (p. 130), do ‘donde’ (p. 130), ajaracas (p. 130), glauca (p. 130) o fucilar (p. 136).

Desde el punto de vista métrico y rítmico, Fernández González ha señalado que, junto a poemas logrados como «No me esperes esta noche», hay en este poemario otros «cuyo ritmo adolece de caídas y baches», que por su distribución de acentos no acaban de sonar. Este crítico cita unos versos de «Crepúsculo» como ejemplo de las carencias estéticas detectables en algunos de estos poemas:

El crepúsculo extendía lentamente
sombras azules, verdes y azuladas,
y eminencias de rojiza arcilla,
por titán arañadas,
de sus anchas entrañas descubiertas
sus pisos y subpisos me mostraban (p. 108)[1].


[1] Cito por María del Villar, Mis nocturnos africanos / Nocturnes africains. Poèmes, Paris, Editions SIPUCO, 1957. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en  Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Mis nocturnos africanos» (1957) de María del Villar Berruezo (3)

La presencia del continente africano —que es el tema que ahora me interesa destacar— se concreta, en primer lugar, merced a algunas menciones toponímicas (se habla de ciudades o lugares como Luanda, pp. 44, 56; La Beira, p. 70; Rigel, p. 76; Ciudad de Lourenço Marques, p. 106; Kinshasa y Brazzaville, p. 124); y también por la mención en estos poemas de paisajes exóticos, animales salvajes (panteras, onzas, leopardos, elefantes…), plantas (palmeras, nopal, cactos candelabros…), frutas tropicales (cocos, plátanos, papaya, piña, batata…), junto con algunos elementos de negritud y magia. Más que una descripción exacta y precisa de lugares concretos, hay en estos poemas (sobre todo en los «Nocturnos») una recreación del ambiente del África negra, de su naturaleza exuberante y de la atmósfera embriagadora de sus noches que invitan a la pasión amorosa. Se evocan, por ejemplo, algunos olores y perfumes intensos:

De nuestro jardín cercado
por laurel, bambú y naranjos
suben perfumes silvestres
de polen enloquecido,
de magnolias, lirios, nardos…
y esto no es lo que me turba,
sino el sabor de tus labios (p. 12).

Noche africana

En la composición «De la atmósfera sin aire» se habla asimismo de «bosques de olores fuertes» (p. 28) y se insiste en las notas olfativas con la mención de «perfumes salvajes»:

En la voluptuosidad
de los perfumes salvajes
tus sentidos se cernían
—débil y ardoroso alarde—
por pasión que retenía
mi actitud inatacable (p. 28).

Acaba ese poema con una invocación a la noche africana: «Noche abrasada del Congo, / no conseguiste quemarme» (p. 30). También la noche se llena de «misteriosos perfumes» en el poema «Cargada de sombra y polen»:

En vez de dormir, la Tierra
lanza poderosos gritos;
los árboles se estremecen,
las ramas ahogan gemidos,
las luciérnagas exponen
sus abdómenes ignitos,
ondas de amor y de celo
se extienden por lo infinito.

En la noche voluptuosa
se oyen susurros y silbos,
escóndense bajo troncos
orugas y barrenillos,
entre hojas o sobre piedras
tienen cita los cubillos,
palpitando de deseo
croan ranas, cantan grillos (p. 64).

Los insectos y otros pequeños animales que viven «en la caliente tierra africana» (p. 104) inundan la noche con sus quejidos de amor (véanse también las pp. 44, 92 y 96). Y se insiste en los «gritos de amor» que trae la noche africana en el poema «Ciudad de Lourenço Marques» (p. 106). La mención de «perfumes intensos», de «sonidos» y del «polen» esparcido por el aire se reitera en «Noche cerrada»:

Velada por sombras
que da el limonero,
ardorosa y tímida,
espero sus besos
mientras en el aire
perfumes intensos,
sonidos y polen
se pierden inquietos (p. 94).

Sensaciones olfativas («Perfumes de almendra y miel») y auditivas («ritmos delgados y largos») se funden asimismo en el poema «La Beira ha sido hoy una ascua». En algunas ocasiones es la voz lírica la que se perfuma para recibir al amante (p. 90)[1].

En cuanto a descripciones del paisaje, podemos mencionar la del poema «Crepúsculo» (p. 108), o esta otra puesta de sol inserta en «El romance de la diosa negra»:

El sol que era de oro pálido
se ha vuelto de cobre raro
y antes de morir decide
ensangrentar el espacio.
Entre unas nubes rojizas,
las hay como el alabastro;
otras jade, verde Nilo,
violeta y color de talio.
El sol no puede luchar
contra un manto de amaranto
que le empuja tras la tierra
y tras los árboles altos,
y resignado se esconde
para morir acostado
dejando que el amaranto
se torne en azul oscuro,
por diamantes claveteado (p. 120).

Los sonidos de tambores y canciones resuenan en muchos de estos poemas: así, en «No es porque la noche trae» se oye «lejano canto africano» (p. 12) y suena el tam-tam en «Cargada de sombra y polen»:

A lo lejos muere el eco
de un tam-tam ensordecido,
y a su ritmo lujuriante
serpentean como ofidios
negros de negro mirar
y tez de ébano bruñido.

Caen los cuerpos al suelo
como animales rendidos,
rezumantes de sudor
y perdidos los sentidos (p. 66).

Y también en el poema «Noche cerrada»:

Se oyen a lo lejos
las negras romanzas;
sansos imprecisos,
risas y palabras,
sones ahuecados
de tam-tam que lanza
ritmos primitivos,
indígenas bailan (pp. 92-94).

En «La media noche está lejos» se alude a un «cumbé callado» y a un «zombí» (p. 96). Otros elementos de «negritud» y magia aparecen diseminados aquí y allí, por ejemplo en «De la atmósfera sin aire»:

Era una noche de embrujos
y de diabólicos ritos,
llena de mágicas artes,
de teurgias y maleficios (p. 26).

El mundo de los negros queda sugerido por medio de breves pinceladas: por ejemplo, en la alusión a «los negros por los trillos» (p. 46), a un criado negro que sirve frutas (p. 88) o a los negros que duermen en «La media noche está lejos» (p. 96). Sabor africano y negro tiene todo «El romance de la diosa negra». Comienza con una bella evocación de la joven negra lavando, cuyas manos «se atareaban / como dos flores oscuras / que por blanquearse lucharan» (p. 114). Sigue después una descripción más completa de la bella «negra mozuela»:

El cuello era torre fina,
la espalda negra cascada,
y los ojos esmeraldas
en nácares engarzadas,
brillando como dos joyas
en el negror de la cara
que a rasgos maravillosos
un artista cincelara (p. 114)[2].

Un mendigo que aparece la reconoce por diosa (además de tener «cuerpo de diosa», su condición es revelada por una medialuna que lleva al pecho y por la tonada que canta, desconocida en aquel país[3]) y la lleva a la selva, a un prodigioso palacio donde será adorada por el pueblo. También en este poema se hace presente el «retumbante tam tam / que la región alboroza» (p. 132)[4].


[1] El «Tríptico» cuenta la misma historia de amor-desamor que los nocturnos, pero de forma condensada: en el primer poema, la amada se perfuma y prepara para la llegada del amante; en el segundo, él la besa y las estrellas se muestran celosas; en el tercero, se indica que esa noche de pasión queda ya lejos.

[2] Más adelante se mencionan sus encías de color de pulpa de papaya (p. 118).

[3] Hay además una evocación del personaje de Salambó (p. 136).

[4] Cito por María del Villar, Mis nocturnos africanos / Nocturnes africains. Poèmes, Paris, Editions SIPUCO, 1957. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

«Canción al Alba», un soneto a María Inmaculada de Genaro Xavier Vallejos

Genaro Xavier Vallejos (1897-1991) fue un sacerdote nacido en Sangüesa (Navarra) que alternó las actividades propias de su condición religiosa (que desempeñó fundamentalmente en el terreno de lo misional: fue uno de los fundadores del Secretariado Internacional de Misiones y dirigió la prestigiosa revista misional Catolicismo) con su temprana afición a la literatura. Como escritor nos dejó varias obras, de las que la más conocida tal vez sea El Camino, el Peregrino y el Diablo, una deliciosa novela histórica que recrea la peregrinación a Compostela hecha por Carlos III de Navarra, cuando era todavía infante. Pero, además de esta novela (publicada en Pamplona en 1978, por la Diputación Foral de Navarra, y reeditada posteriormente por el Gobierno de Navarra), Vallejos es autor de obras como Volcán de Amor. Escenas de Amor Divino (Madrid, Voluntad, 1923), un drama histórico sobre la figura señera de San Francisco Javier; Viñetas antiguas (Madrid, Imprenta Clásica Española, 1927), una serie de cuadros sobre la vida de Jesús y sobre diversos santos; Pastoral de Navidad (Belén). Poema escénico en seis cuadros (Madrid, Ediciones Alonso, 1942), original pieza que dramatiza el Nacimiento de Cristo, con buscados y sugerentes anacronismos localistas; o Don Vicente (Santa Marta de Tormes, Salamanca, Ediciones CEME, 1982), una biografía novelada del santo fundador de la Congregación de los Padres Paúles. También escribió otras piezas dramáticas como Colación en el convento, Volveré, De vuelta del baile o su adaptación del francés El doctor Patelin. Y en 1925 ganó el prestigioso premio de periodismo «Mariano de Cavia» con un artículo titulado «Mi paraguas»[1].

Como poeta, dejando aparte varias composiciones inéditas, Vallejos es autor de un bello tomito titulado Sonetos a María Inmaculada. En el primer Centenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de la siempre Virgen María Madre de Dios, fechado en diciembre de 1954 (s. l., s. e.). Consta este raro poemario de catorce sonetos dedicados a la Virgen María, todos ellos encabezados por citas interpretadas en clave mariana (nueve del Cantar de los Cantares, tres del Apocalipsis, una del Génesis y otra de la «Salve»).

Para hoy, festividad de la Inmaculada Concepción de María, recupero aquí el primero de ellos, titulado «Canción al Alba», que funciona a modo de pórtico del volumen y canta a la Virgen como Aurora del nuevo Sol de Justicia que es Cristo, su Hijo. El yo lírico se dirige a Ella con bellas metáforas («Arca del Sol, Cancel de nuestra vida», «Fanal de la alborada», «Alba del Sol», vv. 3, 9 y 14, respectivamente), confiando en que sea quien ilumine la oscuridad y las sombras de este valle de lágrimas que es el mundo mientras no llega ese Sol del que Ella es anuncio. A su vez, los vv. 5-8 evocan la iconografía habitual de la Virgen María vestida de sol, coronada de estrellas, con la luna debajo de sus pies y pisando el dragón que es imagen del pecado y el mal (que remite al conocido pasaje de Apocalipsis, 12). En fin, es este un soneto presidido por un gozoso tono exclamativo, reforzado por la presencia de varios imperativos dirigidos a la Virgen solicitando su venida (apresura, adelanta, levántate, vuelve, …) o el expresivo encabalgamiento estrófico de los vv. 11-12.

Giambattista Tiepolo, La Inmaculada Concepción. Museo del Prado (Madrid)

Giambattista Tiepolo, La Inmaculada Concepción. Museo del Prado (Madrid).

«¿Quién es esta que avanza como la aurora?…»
(Cantar de los Cantares, VI, 9)

Aurora virginal, celeste Aurora
de tiernas rosas y de luz vestida,
Arca del Sol, Cancel de nuestra vida,
¡apresura, adelanta, que es tu hora!

Aún es noche en el valle. Aún hay quien llora
ciego en las sombras. Pero ya, vencida
al filo de tu luna, aplasta, herida
la sierpe atroz, tu pie de vencedora.

¡Levántate, Fanal de la alborada!
Vuelve al cristal del agua su alegría,
su verdor al almendro y su mirada

al alma ciega. Y mientras viene el día,
sé Tú nuestra esperanza iluminada,
¡Alba del Sol, purísima María![2]


[1] Para un acercamiento más detallado al autor y al conjunto de sus obras, véase mi artículo «Genaro Xavier Vallejos (1897-1991). Biografía, semblanza y producción literaria de un sacerdote sangüesino», Zangotzarra, 2, 1998, pp. 9- 91.

[2] En mi transcripción pongo con mayúscula los nombres aplicados a la Virgen (Alba, Aurora, Arca, Cancel, Fanal) y retoco ligeramente la puntuación. Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Los Sonetos a María Inmaculada (1954) de Genaro Xavier Vallejos», Zangotzarra, 8, 2004, pp. 127-144, donde transcribo y comento brevemente los catorce sonetos. Con anterioridad había tratado de este poemario en otro trabajo más breve, «Cuatro sonetos de Genaro Xavier Vallejos», Río Arga. Revista navarra de poesía, 86, primer trimestre de 1998, pp. 15-20.

Literatura hebraica en la Navarra medieval: Yehudá ha-Leví

La ciudad de Tudela, y en concreto su judería (la más importante de Navarra), fue el lugar de nacimiento de tres navarros ilustres y universales: Yehudá ha-Leví, Abraham ibn Ezra y Benjamín de Tudela. Hemos de tener presente que la cultura hispano-judía alcanzó un gran desarrollo en torno al reino de taifa de los Banu Hud en Zaragoza y que Tudela sería una prolongación de la taifa zaragozana hasta el año 1119 en que fue incorporada a la cristiandad por Alfonso I el Batallador. Según comenta José María Corella Iráizoz,

Tudela, la Tutila de al-Andalus, florón sobresaliente del reino taifa de Zaragoza de los Banu Hud, es la cuna de la literatura de nuestra tierra y hasta el presente, considerándose en bloque la trayectoria histórica de la literatura en Navarra, nadie puede discutirle la capitalidad de las letras navarras[1].

En los tres judíos tudelanos mencionados vamos a encontrar representados, respectivamente, los campos de la poesía, la ciencia y la literatura de viajes. En conjunto, sus obras constituyen una singular aportación al mundo cultural de ese momento. Los tres escritores nacieron en Tudela en una franja temporal de unos cincuenta años, en un momento que los estudiosos califican como de verdadera Edad de Oro para la comunidad judía. Sin embargo, los tres personajes, inteligentes y cultivados, verdaderos ilustrados para la época, emigraron a centros culturales de otros lugares y fueron embajadores del acervo de la comunidad hispana en toda Europa. Hoy examinaremos la figura del primero de ellos.

Yehudá ha-Leví (Yehudá ben Semuel ha-Leví), nacido en Tudela hacia el 1070, fue llamado por Menéndez Pelayo «príncipe de los poetas hebraico-hispanos»; también en opinión de González Ollé es «el mejor poeta hispanohebreo». Se le ha conocido con el sobrenombre de «El castellano», porque durante cierto tiempo se le creyó natural de Toledo (la confusión tiene su origen en el parecido de las grafías árabes de Toledo y Tudela). Cultivador de temas religiosos y profanos, sus composiciones se clasifican en diversas categorías: poesías báquicas, amorosas, florales, festivas, enigmáticas, de amistad, latréuticas (de glorificación al Creador), del mar, epitalámicas… Del conjunto de su producción cabe destacar las Siónidas (poesía sagrada) y el Qesudá o Himno de la Creación, composición que sigue el Salmo 104. «En ella canta a Dios y a los reinos de la creación con una gran densidad de conceptos bíblicos, hallándose estructurada en series rítmicas pareadas», escribe Corella[2], para quien esta obra, la más famosa y universalmente conocida de Yehudá ha-Leví, es también «lo mejor de toda la literatura hebraicoespañola».

Yehudá ha-Leví

Merece la pena transcribir aquí un par de textos poéticos de Yehudá ha-Leví. En primer lugar, una poesía amorosa (son poemas que suelen centrarse en la descripción de la belleza o el recuerdo de la amada, equiparada muchas veces a una cierva o gacela):

La cierva lava sus vestidos en las aguas
de mis lágrimas y los tiende al sol de su esplendor.
No precisa agua de manantiales, pues tiene mis ojos,
ni sol, con la belleza de su figura.

El segundo texto es un poema báquico, que canta al vino:

Las copas sin vino son pesadas,
son arcilla como las vajillas de barro,
mas al llenarlas de vino se hacen leves
lo mismo que los cuerpos con las almas.

Estos poemas, que reproduzco en traducción española, los compuso Yehudá ha-Leví en hebreo. Pero también se le recuerda como autor de varias cancioncillas o jarchas. Las jarchas son la primera muestra de una manifestación literaria en lengua romance peninsular (son asimismo el testimonio más antiguo de poesía lírica en una lengua románica). Las jarchas han llegado hasta nosotros en escritura hebrea o árabe. No son composiciones autónomas, sino estrofas que cierran a modo de estribillo o finida los poemas llamados muwassahas o moaxajas, cuya composición inició Muqqadam ibn Muafa, el Ciego de Cabra. He aquí tres jarchas de Yehudá ha-Leví, con su correspondiente versión en castellano actual:

Des kuand mieu Cidiello vénid,
tan buona albixara!,
com’rayo de sol éxid
en Wadalachyara.

Cuando mi Cidiello llega,
¡qué buenas albricias!,
como rayo de sol sale
de Guadalajara.

Bayse meu qorazón de mib.
¡Ya Rabb, si se me tornarad!
¡Tan mal me dóled li-l-habib!
Enfermo yed: kuand sanarad?

Vase mi corazón de mí.
¡Ay, Señor, si se me volverá!
¡Tanto dolor por el amigo!
Enfermo está: ¿cuándo sanará?

Garid bos, ay yermanellas,
kom kontener he mew male.
Sin el-habib non bibreyo:
ad ob l’irey demandare?

Decid vos, ay, hermanitas,
cómo contendré mi mal.
No viviré sin mi amigo,
¿adónde le iré a buscar?[3]

Con estas palabras valora José María Corella la aportación lírica del poeta judeo-navarro:

Todo en la poesía y en la obra de Yehudá ha-Leví […] nos habla de un carácter amable, cortés y suave, fácil a los encantos con que le brinda la naturaleza, la juventud, los amigos con cuyo trato se deleita. Conforme los años discurren y la mayor parte de los amigos de su juventud van desfilando bajo las sombras de la muerte, un acento de mayor gravedad se delinea en sus escritos. Es el alma de un poeta, herida por dolores y recuerdos, por experiencias y nostalgias, que madura en sazón sublime de aromas y sentidos sentimientos. El espectáculo de la triste situación de su pueblo (ese pueblo que fue elegido de Dios y tomó en depósito los más altos destinos), sujeto a continuos desmanes y atropellos fuera del oasis que los reinos del norte brindaban, llena de dolor el corazón de este navarro judío y poeta. Pero no encontramos en él ningún atisbo de desaliento. Yehudá es cantor excelso de la esperanza, una esperanza que reside en la nobleza del alma curtida en la afirmación de la más depurada espiritualidad bíblica. Por eso encontramos en su poesía la contraposición de la perenne belleza del alma con la caducidad de las cosas mundanas. Su poesía, ante todo y sobre todo, es una poesía moral entonada a través de la más cálida emoción bíblica y que huye de cualquier tópico de corte moralista y estoico[4].

Yehudá ha-Leví es autor también de una obra filosófica, el tratado titulado Kuzari o Libro de la prueba y del fundamento sobre la defensa de la religión despreciada, de enorme importancia en la apologética judaica, y que ejerció poderosa influencia en títulos concretos de don Juan Manuel y de Raimundo Lulio. Corella nos ofrece un resumen de su contenido:

Obra apologética, moldeada sobre un cañamazo de clásica estirpe oriental, tenía el prestigio de un hecho histórico: un rey —el de los Kuzares—, lleno de buena fe en sus obras, pero envuelto en la ignorancia del paganismo, siente la necesidad de remontarse a la verdadera religión. A tal efecto, procura ser instruido en la de los cristianos, en la de los musulmanes después, y, por fin, viendo la base bíblica en que descansan ambas, acude a un sabio judío, quien le conquista para su religión y le instruye en la misma, solventándole las dificultades de toda índole que asaltan al regio neófito[5].


[1] José María Corella Iráizoz, Historia de la literatura navarra. Ensayo para una obra literaria del viejo Reino, Pamplona, Ediciones Pregón, 1973, p. 12.

[2] Corella Iráizoz, Historia de la literatura navarra, p. 12.

[3] Una aproximación a su poesía puede verse en Yehuda Halevi, Nueva antología poética, traducción, prólogo y notas de Rosa Castillo, Madrid, Hiperión, 1997.

[4] Corella Iráizoz, Historia de la literatura navarra, p. 13.

[5] Corella Iráizoz, Historia de la literatura navarra, p. 15. Ver Yehuda Halevi, El Cuzarí. Edición facsímil del Ms. 17.812 (s. XV) de la Biblioteca Nacional, edición literaria y pórtico de Antonio José Escudero Ríos, introducción a cargo del Dr. Carlos del Valle, epílogo del Dr. Manuel Sánchez Mariana, Madrid, [s. n.], 1996. Sobre el autor puede consultarse ahora la ficha que le dedica Rafael Ramón Guerrero en el Diccionario Biográfico electrónico de la Real Academia de la Historia, «Yehudá ben Samuel ha- Levi». Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, Navarra. Literatura, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Cultura y Turismo-Institución Príncipe de Viana), 2004.

África en «Mis nocturnos africanos» (1957) de María del Villar Berruezo (2)

El bloque más extenso del poemario es el formado por los «Nocturnos», que son veintiuno. La noche y la luna africanas son los motivos más repetidos aquí, presentes en casi todos los poemas[1]. La «noche peregrina» del África (p. 38) es por lo general una noche acogedora, cómplice de los amores:

La noche es un manto
de seda pesada
para los amores,
para las espaldas,
que pone molicie
en seres y plantas
que envuelve en blandura
la terraza blanca (p. 94).

Luna africana

La voz lírica femenina enunciativa de estos poemas se identifica constantemente con la luna; por ejemplo, en el titulado «En la noche que callaba» se define como vestal ‘sacerdotisa’ y esclava del astro nocturno[2] (en un apóstrofe dirigido a la propia luna):

Yo era tu vestal perdida
en las hebras de una vida
de confusión y agonía,
en las hebras de una vida
sin misterio y poesía,
y tú, luna bien amada,
mi luna de plata viva,
me mirabas de la altura
grave, desdeñosa, altiva.

Sabías que soy tu esclava
hace miles, miles de años,
que en antiguas teogonías
te vi conducir de estrellas
innumerables rebaños;
que en noches de plenilunio
te ofrecía mi pureza
al danzar bajo tus rayos
mientras tú, serenamente,
recorrías los espacios (p. 20).

En «No me esperes esta noche» la voz lírica rechaza al amante, precisamente porque quiere estar a solas con la luna y confiarle todos sus pensamientos:

Seré toda de la luna
en este ambiente dormido
viéndola verter tesoros
sobre el mar y los caminos,
y seré bajo su luz
un misterio recogido
en jardines de cristal,
que tú nunca has conocido (p. 32).

Si el amante lo desea, podrá ver sus ojos reflejados en el resplandor de la luna: «Mira el cielo a media noche. / Las nubes harán castillos / para la luna adornada / con rico traje amarillo […] y verás también mis ojos / reflejados en su brillo» (p. 34). Bajo la luz de la luna baila ella desnuda en ocasiones:

Por maravillas tentada
saldré desnuda a la playa.
La luna, que es generosa,
me hará de luz una falda,
irisará las escamas
de peces que sobrenadan
y me pondrá una corona
de coral y conchas blancas.
Sobre los flecos de espuma
que el mar en la arena lanza
bailaré para mí sola
danzas rituales y extrañas.
Hundiré mis pies descalzos
en las dunas solitarias,
sollozaré amargamente
cuando llegue la mañana (pp. 56-58).

En «Luz de miel era el ambiente», la «loca luna» tira topacios ‘baña todo con su luz’, que es una luz de miel (p. 74); y en «Un rayo de luna viene» leemos: «Un rayo de luna viene / con suave caricia blanca / a ponerme transparente / como es transparente mi alma» (p. 80). En fin, la voz lírica también se identifica con la luna en el último de los «Nocturnos», el titulado «Nimbada de oro pálido»:

Nimbada de oro pálido
la luna parecía
una extraña princesa
con diadema y sin manto.

Por parecerme a ella
me nimbé de oro pálido
y sonreí a quimeras.

Esperando, esperando
mi nimbo se hizo blanco (p. 84).

Pero a veces tenemos noches sin luna. Así, algún poema nos refiere que la noche está oscura, no solo por la falta de la luna sino también, sobre todo, por la ausencia del amante (p. 40, poema «La noche está oscura»). En «Tragedias de amante muerto» la luna llora la muerte de su amante (el sol[3]) de la misma forma que la voz lírica llora la ausencia de su amor. Algo similar sucede en «La luna blanqueó la arena», pues la luna se identifica aquí con ese amor perdido: «y en las alturas, la luna / era de azabache negro» (p. 50): no hay luz, sino total oscuridad[4]. «Sombra y silencio en la noche» describe de nuevo una noche sin luna: «Hoy no hay luna que en el rostro / me ponga reflejos claros» (p. 52), y es también una noche en la que a la voz lírica le faltan los brazos de su amante. En «Una noche blanca blanca» se describe la desilusión que sigue a una brevísima esperanza de amor; todo sucede en el corto espacio de tiempo que media entre el ocultarse de la luna tras unas nubes y su reaparición en el cielo:

Una noche blanca, blanca.
Una noche en que bordabas
mi silueta en los caminos
con el nácar de tu cara,
una grande y bella sombra,
una sombra enamorada
llegó hasta la sombra mía,
tiernamente la abrazaba.

Te cubriste toda entera
con damasco y terciopelo
y en la noche se oyó un grito,
¡ay!… ¡el grito que recuerdo!

Desgarraste en mil jirones
damascos y terciopelos,
y otra vez mi sombra sola
dibujaste por el suelo
con el nácar de tu cara,
con la albura de tus velos,
el resplandor de tu frente
y el veneno de tu aliento (p. 68).

Como podemos apreciar por los versos citados, la noche y la luna son dos motivos repetidos con mucha frecuencia. También el mar aparece en algunos de estos poemas, como en «Era aquella noche el mar», asociado a la ilusión perdida (en algunos de estos versos podríamos observar quizá algún eco lorquiano):

Era aquella noche el mar
verde de un verde esmeralda,
y la espuma de su borde
como enaguas de gitana
que bailara estremecida
por pasión desesperada.

Báilame, orilla del mar,
una danza descocada;
que el faralá de tus olas
venga a golpearme la cara;
que el encaje se haga trizas,
la ropa toda se caiga,
y aparéceme desnuda
cual fantástica gitana,
con cuerpo de menta verde,
con alma de aguas amargas.

Siguió murmurando el mar
sin libertar su gitana,
y yo me quedé esperando
toda la noche en la playa
por una ilusión perdida…
y ninguna otra encontrada (p. 24)[5].


[1] La luna tiene un extenso y variado simbolismo. Para los valores simbólicos de la luna (símbolo femenino, cíclico, de muerte y resurrección, de inmortalidad, de fecundidad, de melancolía y tristeza…), remito a Hans Bierdermann, Diccionario de símbolos, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 277b-280a; Federico Revilla, Diccionario de iconografía y simbología, 2.ª ed. corregida y aumentada, Madrid, Cátedra, 1995, pp. 254b-255a; José Antonio Pérez-Rioja, Diccionario de símbolos y mitos, 5.ª ed., Madrid, Tecnos, 1997, p. 276a, entre otras posibles obras de referencia.

[2] En su novela Saudades… Toujours, la protagonista Aura se dirige así a su amado: «Cheri —dije como absorta—. Si hubiese vivido otras vidas, creería haber sido una sacerdotisa y una adoradora de la luna» (p. 203).

[3] En las pp. 126-28 se habla de la luna velando al sol y resucitándolo con sus lágrimas.

[4] En el poema «La media noche está lejos», de la sección «Tríptico», se indica que «Selene fulge / amortajada» (p. 96).

[5] Cito por María del Villar, Mis nocturnos africanos / Nocturnes africains. Poèmes, Paris, Editions SIPUCO, 1957. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.