Juan es consciente de que la escritura resulta peligrosa («mal asunto las palabras y sus juegos, malo, venenoso», pp. 149-150), y de que la memoria es azarosa («Cuando vas a la deriva por la noche de tu ciudad es como si fueras a la deriva por tu memoria, nunca sabes lo que vas a encontrar», p. 168), desordenada («al final no hay manera de meter orden en la parada», p. 92) e incluso falsa, pura invención, como apuntan varias frases suyas:
Pero igual esto no es verdad y no es más que un invento de los míos (p. 35).
Nada es como está en la memoria, ni mucho menos como parece ser, como acabamos por inventar (p. 77).
Es curioso cómo los rostros tapan a los rostros, las historias a las historias, hasta que las cosas del pasado cogen el tinte de la invención pura o del sueño (pp. 444-445).
… estoy aquí contando verdades que son mentiras, mentiras que son verdad (p. 447).
De ahí que este narrador hable de «la memoria, menudo engañabobos» (p. 350) y hasta declare paladinamente que, cuando se producen lagunas en su recuerdo, se inventa todo. También se reitera la imagen de la memoria como una condena, como «bola de penado» (pp. 153 y 431). Al final, se llega a la conclusión de que es necesario olvidar para vivir, y que se escribe, no para recordar, sino precisamente para olvidar:
Así supe que la memoria no era para guardar nada, sino para ocultar, como un zacuto profundo, como un pozo negro. La memoria era para huir de ella, para esconderse de ella, para esconderse del presente. He tardado demasiado en desentrañar este galimatías (p. 60).
Escribir para olvidar, escribir para encontrar otra vida y hacerla propia (p. 165).

Así, frente a su pasado reconstruido con palabras, frente a esa ciudad suya hecha de palabras, a este mil voces que es Juan Fernández Lurgabe le queda una mujer, Irene, de carne y hueso. Las palabras le han servido, al menos, para curarse del miedo, de la lepra del miedo. Solo buceando en las zonas crepusculares de la conciencia y la memoria, ha podido contar esta historia:
La hemos contado mis muñecos y yo, yo y mis muñecos, ayudados de unos recortes de prensa, unas cartas, de unas pocas, pocas de veras, fotografías, no les gustaban, las rompían, como yo mismo también las rompo… El resto, memoria, inventos, depresión, desesperanza, enfermedad, mordazas… Con ese material he ido sacando estas palabras. Con ese material y con la ayuda de Irene, que me escuchó hasta el final, sin más, que me acompañó en el viaje, y también de Gus, que me trajo hasta aquí y al final ha ido leyendo, aunque casi, casi lo ha hecho por encima del hombro, para apostillar, para fastidiar arrimando el dichoso hombro, que es lo suyo. Le echaría en falta si así no fuera. Cada cual a su modo me ha dado lo mejor de sí mismo (pp. 583-584).
Y, al final de la novela, el narrador-protagonista se justifica y explica de forma bien explícita las razones que le han llevado a escribir todo lo que ha escrito:
Éstas, las que componen el rompecabezas de este viaje, no son palabras contra nadie. Es una parte de la conquista de la propia estima, es mi verdad, mi pequeña verdad, nada más, nada más y no es poco. Es decirme no, nunca más. Es decir, con estas condiciones, con condiciones, con culpa, con daño, el afecto que pueden profesarte no vale nada, nada, no es más que daño y dolor, porque tiene condiciones, porque tiene precio, porque así se le acaba poniendo precio a una vida, exigiendo su silencio, así no hay quien ame, así uno se va a la selva, al moro para siempre, se mete por ahí, vuelve, hecho un raro lleno de cicatrices y de historias con un vaso en la mano, buena historia, con el vaso están, las historias se las inventan o no tienen y chamullan y chamullan una noche tras otra, historias de aventuras de la vida dura e importante, pasan todas por el trago y entre las piernas, no interesan o interesan poco, las de ternura, la magnanimidad, el entusiasmo por la existencia, la capacidad, la necesidad de amar y ser amado pasan por otra parte, y al final uno se muere en un bar cuando ya se le escapa la gente, porque sus historias aburren, así, a porrillo, lo decía Estanis, así uno acaba en el arroyo, como estuve a punto de acabar yo, despachado, de noche, porque era un odre al que se le podía quitar la guita o porque sí, por pura crueldad, para calmarse o entonarse un poco: y esto, dicho así, puede hasta mover a risa, adónde va éste y cosas así, vivirlo en la vida cotidiana es un infierno, como son un infierno las enfermedades, la pobreza, la necesidad, la idiotez, la falta de instrucción (pp. 584-585).
Y es contra ese mundo, para poder vivir en él, además, por lo que he escrito estas palabras y he dicho no. […] Digo no a que se pueda en nombre de nada inspeccionar la vida del prójimo, husmearle, acecharle, escucharle, observarle, vigilarle, de cerca y de lejos, hacerle caer en la tela de araña de la camorra, empujarle a la vileza, sin ir más lejos, a convivir en condiciones de rencor, de inquina y de encono inhumanas, por miedo reverencial… […] Y disfrazar esa inquisición de legítimas preocupaciones (p. 585)[1].
[1] Cito por La flecha del miedo, Barcelona, Anagrama, 2000. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «De patrañas, simulaciones, imposturas y otras historias fules: escritura y memoria en La flecha del miedo (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz», en María José Porro Herrera (ed.), Claves y parámetros de la narrativa en la España posmoderna (1975-2000). IV Reunión Científica Internacional, Córdoba, 4, 5 y 6 de noviembre, 2002, Córdoba, Fundación PRASA, 2006, pp. 317-332.