«Canción al Alba», un soneto a María Inmaculada de Genaro Xavier Vallejos

Genaro Xavier Vallejos (1897-1991) fue un sacerdote nacido en Sangüesa (Navarra) que alternó las actividades propias de su condición religiosa (que desempeñó fundamentalmente en el terreno de lo misional: fue uno de los fundadores del Secretariado Internacional de Misiones y dirigió la prestigiosa revista misional Catolicismo) con su temprana afición a la literatura. Como escritor nos dejó varias obras, de las que la más conocida tal vez sea El Camino, el Peregrino y el Diablo, una deliciosa novela histórica que recrea la peregrinación a Compostela hecha por Carlos III de Navarra, cuando era todavía infante. Pero, además de esta novela (publicada en Pamplona en 1978, por la Diputación Foral de Navarra, y reeditada posteriormente por el Gobierno de Navarra), Vallejos es autor de obras como Volcán de Amor. Escenas de Amor Divino (Madrid, Voluntad, 1923), un drama histórico sobre la figura señera de San Francisco Javier; Viñetas antiguas (Madrid, Imprenta Clásica Española, 1927), una serie de cuadros sobre la vida de Jesús y sobre diversos santos; Pastoral de Navidad (Belén). Poema escénico en seis cuadros (Madrid, Ediciones Alonso, 1942), original pieza que dramatiza el Nacimiento de Cristo, con buscados y sugerentes anacronismos localistas; o Don Vicente (Santa Marta de Tormes, Salamanca, Ediciones CEME, 1982), una biografía novelada del santo fundador de la Congregación de los Padres Paúles. También escribió otras piezas dramáticas como Colación en el convento, Volveré, De vuelta del baile o su adaptación del francés El doctor Patelin. Y en 1925 ganó el prestigioso premio de periodismo «Mariano de Cavia» con un artículo titulado «Mi paraguas»[1].

Como poeta, dejando aparte varias composiciones inéditas, Vallejos es autor de un bello tomito titulado Sonetos a María Inmaculada. En el primer Centenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de la siempre Virgen María Madre de Dios, fechado en diciembre de 1954 (s. l., s. e.). Consta este raro poemario de catorce sonetos dedicados a la Virgen María, todos ellos encabezados por citas interpretadas en clave mariana (nueve del Cantar de los Cantares, tres del Apocalipsis, una del Génesis y otra de la «Salve»).

Para hoy, festividad de la Inmaculada Concepción de María, recupero aquí el primero de ellos, titulado «Canción al Alba», que funciona a modo de pórtico del volumen y canta a la Virgen como Aurora del nuevo Sol de Justicia que es Cristo, su Hijo. El yo lírico se dirige a Ella con bellas metáforas («Arca del Sol, Cancel de nuestra vida», «Fanal de la alborada», «Alba del Sol», vv. 3, 9 y 14, respectivamente), confiando en que sea quien ilumine la oscuridad y las sombras de este valle de lágrimas que es el mundo mientras no llega ese Sol del que Ella es anuncio. A su vez, los vv. 5-8 evocan la iconografía habitual de la Virgen María vestida de sol, coronada de estrellas, con la luna debajo de sus pies y pisando el dragón que es imagen del pecado y el mal (que remite al conocido pasaje de Apocalipsis, 12). En fin, es este un soneto presidido por un gozoso tono exclamativo, reforzado por la presencia de varios imperativos dirigidos a la Virgen solicitando su venida (apresura, adelanta, levántate, vuelve, …) o el expresivo encabalgamiento estrófico de los vv. 11-12.

Giambattista Tiepolo, La Inmaculada Concepción. Museo del Prado (Madrid)

Giambattista Tiepolo, La Inmaculada Concepción. Museo del Prado (Madrid).

«¿Quién es esta que avanza como la aurora?…»
(Cantar de los Cantares, VI, 9)

Aurora virginal, celeste Aurora
de tiernas rosas y de luz vestida,
Arca del Sol, Cancel de nuestra vida,
¡apresura, adelanta, que es tu hora!

Aún es noche en el valle. Aún hay quien llora
ciego en las sombras. Pero ya, vencida
al filo de tu luna, aplasta, herida
la sierpe atroz, tu pie de vencedora.

¡Levántate, Fanal de la alborada!
Vuelve al cristal del agua su alegría,
su verdor al almendro y su mirada

al alma ciega. Y mientras viene el día,
sé Tú nuestra esperanza iluminada,
¡Alba del Sol, purísima María![2]


[1] Para un acercamiento más detallado al autor y al conjunto de sus obras, véase mi artículo «Genaro Xavier Vallejos (1897-1991). Biografía, semblanza y producción literaria de un sacerdote sangüesino», Zangotzarra, 2, 1998, pp. 9- 91.

[2] En mi transcripción pongo con mayúscula los nombres aplicados a la Virgen (Alba, Aurora, Arca, Cancel, Fanal) y retoco ligeramente la puntuación. Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Los Sonetos a María Inmaculada (1954) de Genaro Xavier Vallejos», Zangotzarra, 8, 2004, pp. 127-144, donde transcribo y comento brevemente los catorce sonetos. Con anterioridad había tratado de este poemario en otro trabajo más breve, «Cuatro sonetos de Genaro Xavier Vallejos», Río Arga. Revista navarra de poesía, 86, primer trimestre de 1998, pp. 15-20.

«El Camino, el Peregrino y el Diablo» (1978), novela jacobea de Genaro Xavier Vallejos

Genaro Xavier Vallejos Jabala (1897-1991), sacerdote y escritor nacido en Sangüesa (Navarra)[1], cursó la carrera eclesiástica en la Universidad Pontificia de Comillas, donde recibió los grados de Doctor en Filosofía y en Sagrada Teología. Como sacerdote, desarrolló una intensa actividad en el terreno de lo misional: así, fue uno de los fundadores del Secretariado Internacional de Misiones y creo y dirigió durante varios años la revista Catolicismo. En el momento de su fallecimiento, era el decano de los sacerdotes navarros. En cuanto a su producción literaria, sus obras más destacadas son: Volcán de amor (1923), drama sacro sobre San Francisco de Xavier; «Mi paraguas», artículo con el que ganó el Premio «Mariano de Cavia» de periodismo en 1925; Viñetas antiguas (1927), una serie de estampas de la vida de Jesús y de varios santos; Pastoral de Navidad (1942), drama en prosa y verso sobre el nacimiento de Cristo; El Camino, el Peregrino y el Diablo (Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1978; 2.ª ed., Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999), bellísima novela histórica de tema jacobeo (que había sido finalista del premio Planeta en 1971 y del Ateneo de Sevilla en 1972), a la que quiero dedicar hoy unas líneas, y Don Vicente (1982), una biografía novelada del santo fundador de la Congregación de los Padres Paúles. También publicó un tomito con catorce sonetos marianos.

El Camino, el Peregrino y el Diablo es una ambiciosa obra en la que se novela un acontecimiento histórico, la peregrinación a Compostela hecha por Carlos III, cuando era todavía infante: el futuro rey de Navarra había hecho voto de recorrer el Camino de Santiago si era liberado de su prisión de Vincennes (en la que permaneció cuatro años, como rehén de su tío Carlos V de Francia), y Vallejos imagina cómo cumplió esa promesa, es decir, cómo fue esa peregrinación iniciada el 4 de octubre de 1381. Y lo hace con un gran rigor documental, logrando una magnífica reconstrucción histórico-arqueológica de los ambientes, lugares y personajes evocados. Su esfuerzo de documentación y consulta de fuentes es muy cuidadoso, si bien el autor aclara que no es el suyo un libro rigurosamente histórico, sino una recreación literaria de lo que pudo haber sido ese viaje.

EL CAMINO, EL PEREGRINO Y EL DIABLO Genaro Xavier Vallejos

El príncipe-peregrino, el propio Camino de Santiago y el mismísimo Diablo (que siempre anda al acecho del hombre) forman, como indica el título, el trío de personajes más importantes. La obra consta igualmente de tres partes: «Tablero infernal», «El voto» y «El Camino». Una vez libre de su prisión, don Carlos visita a San Miguel del Monte, au Peril de la Mer, donde el abad le da una concha con las siglas AMAD, que equivalen a «San Miguel Arcángel, Defiende». Es nombrado Caballero de la Estrella y se dispone a partir, siguiendo las indicaciones de la famosa Guía del peregrino de Aymeric Picaud. Se encamina primero a Santiago del Matadero, donde todos los peregrinos que forman su comitiva toman esclavina y bordón. Atraviesan después los estados del duque de Borgoña: Nevers, Lyon, Valence, Aviñón, donde visitan a Pedro de Luna, valedor de Clemente VII; siguen su camino por Arlés, Comptos de Le Roux, Montpellier, Perpiñán, y de allí pasan a Barcelona.

Siguen haciendo el Camino por tierras catalanas: Pedralbes, Montserrat, Tarragona… Dejan atrás Poblet y arriban a Zaragoza, donde reciben una embajada de Navarra, presidida por don Martín de Zalba, el obispo de Pamplona. Y entran por fin en tierras navarras: Tudela, Ujué, Olite, Sangüesa, Puente la Reina, donde se unen todos los caminos «como se juntan los cabos de un torzal». Tras pasar por Estella, los peregrinos abandonan el reino de Navarra y avanzan con paso firme por tierras castellanas: Burgos, Castrojeriz, Frómista, Villasirga; desde Carrión de los Condes don Carlos da una galopada hasta Valladolid para ver a su esposa Leonor. Alcanzan Medina de Río Seco y Sahagún, lugar de perdición por sus famosas ferias, que hacen correr el oro. Y luego siguen la marcha: León, Astorga, Rabanal del Camino, Ponferrada, el Bierzo, Cacabelos, el monasterio de Carracedo, Villafranca del Bierzo. En la hospedería de Santa María Cluniega escuchan a las sorores un canto maravilloso que es un anticipo de la Gloria eterna.

Entran, por fin, en Galicia y pasan por Piedrafita. Con cada lugar que atraviesan —Santa María de Cebrero, Triacastela, Mellid, Lavacolla— falta menos para la meta; hasta que llegan al Monte del Gozo, desde el que el peregrino contempla por primera vez Compostela. Allí el infante atiende a un leproso, al que monta en su caballo para llevarlo a la ciudad. Visitan iglesias y conventos para ganar «las perdonanzas» y acuden a la catedral, donde abrazan la imagen del Apóstol. El leproso bendice a don Carlos. Con la descripción del famoso Pórtico de la Gloria, creado por el maestro Mateo, peregrinos y lectores alcanzamos el fin del Camino.

El libro de Genaro Xavier Vallejos retrata a la perfección el animado bullicio del Camino de Santiago, con sus verdaderos peregrinos de viva fe y los pícaros y tahúres que se mezclan con ellos en busca de ganancias más materiales. Además de las descripciones de los hermosos parajes recorridos, el autor nos aporta variados datos sobre los personajes históricos y la situación política de la época, noticias sobre diversas leyendas jacobeas, informes sobre las reliquias, los monumentos, la comida, el vestido, las enfermedades y un largo etcétera, todo ello con el plácido y sereno discurrir de su prosa, caracterizada por su pulcritud y la riqueza de vocabulario.


[1] He dedicado atención a este autor en varios trabajos. Así, ver Carlos Mata Induráin, «Genaro Xavier Vallejos (1897-1991). Biografía, semblanza y producción literaria de un sacerdote sangüesino», Zangotzarra, 2, 1998, pp. 9-91; «Cuatro sonetos de Genaro Xavier Vallejos», Río Arga. Revista de poesía, 86, primer trimestre de 1998, pp. 15-20; «Los Sonetos a María Inmaculada (1954) de Genaro Xavier Vallejos», Zangotzarra, 8, 2004, pp. 127-144; «El Camino, el Peregrino y el Diablo (1978), novela jacobea de Genaro Xavier Vallejos», Estafeta Jacobea, 56 (extra Año Jubilar Compostelano 1999), marzo de 1999, p. 77; Dos piezas dramáticas de Genaro Xavier Vallejos sobre San Francisco Javier: «Volcán de amor» (1923) y «Xavier. Estampas escénicas» (1930). Estudio y edición, en San Francisco Xabier desde sus tierras de Navarra. Celebración del V Centenario (1506-2006), Sangüesa, Grupo Cultural Enrique II de Albret, 2006, pp. 147-254; «Una evocación dramático-musical de San Francisco Javier: Xavier. Estampas escénicas (1930), de Genaro Xavier Vallejos», en Navarra: memoria e imagen. Actas del VI Congreso de Historia de Navarra, Pamplona, septiembre 2006, Pamplona, Sociedad de Estudios Históricos de Navarra (SEHN) / Ediciones Eunate, 2006, vol. II, pp. 245-255; y «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

«Volcán de amor» (1922) de Genaro Xavier Vallejos (y 4)

El Epílogo de Volcán de amor[1] sitúa la acción en la isla de Sanchón, a la que el Padre Francisco ha llegado en un junco de pescadores. Ahora está enfermo en la arena, mientras varios niños chinos rezan por él un «Ave María». Sigue encendido en amor divino (cfr. la p. 131), y se lamenta: «¡Y tener ahora / que rendir la vida / a las mismas puertas!» (p. 132). Llega Duarte, avisando de la venida de Pereira: el Virrey ha desposeído del gobierno a don Álvaro. El Padre Francisco se dirige a Dios: «Soy tu siervo, Señor» (p. 134); desearía más peleas y más labores en su nombre, pero está fatigado, rendido de cansancio; se reclina y queda recostado «en ademán sublime. Su rostro se reanima con misteriosa vida» (acotación en p. 135). Y, mirando a la cercana costa de la China, declama su parlamento final, con el que concluye la obra:

Aún te veo, tierra, esperanza mía…
Allí, mi esperanza… aquí, mi agonía…
Y en medio… la lengua bravía del mar,
en medio, la muerte que viene a llamar.
¡Mis hijos del alma!, a todos os veo…
¡Ay!, mi voz no alcanza cuanto mi deseo…
Me muero… Las olas que vienen y van,
las olas os cuenten mi postrer afán
y os digan que en este desierto paraje,
pensando en vosotros, consumé mi viaje.
No lloréis, mis hijos, porque yo no vaya.
Seguid esperando firmes en la playa.
Otros sembradores, detrás de mis huellas,
vienen ya como una bandada de estrellas.
¿No los veis? Ya se acercan.
¡Qué luz deslumbradora!
¡Se acabó la tiniebla!
¡Ya despierta la aurora…!
¿Cuántos venís?… ¡A cientos!
¡Señor, espera…, espera…!

(Desfalleciendo.)

                        Déjame que los cuente… Déjame antes que muera
que les muestre el camino que me cerraste a mí…
Que ellos lleven allí
estos afanes míos, de mi agonía presos…
Y entre tanto, Señor,
que bajo esta colina que ha de cubrir mis huesos,
hasta mis huesos sean un volcán de tu amor.

                      (Muere.) (pp. 135-136).

MuerteFranciscoJavier

La acción de Volcán de amor es sencilla y se encamina exclusivamente a elogiar la actividad misional del santo navarro, poniendo de relieve, en concreto, su deseo incumplido de predicar la fe de Jesucristo en el inmenso imperio de la China. A lo largo de toda la obra cobra importancia el desarrollo de las metáforas o imágenes implícitas en el título: volcán, fuego, abrasar…, que subrayan esa locura de la cruz, ese amor divino que ardía en el pecho del Apóstol de las Indias y el Japón. Por lo demás, el universo dramático de los personajes se divide maniqueamente en dos bloques, los buenos, muy buenos (el santo, Pereira, Duarte, Visva Mithas, Kadilah…) y los malos, muy malos (don Álvaro, Kanna, Abul-Bemar). Cabe destacar también la búsqueda por parte del autor de cierto exotismo patente no solo en los nombres geográficos, algunos de obligada mención (Triwalaor, Meliapur, Malaca, Sanchón…) o en la onomástica (dioses indios, brahmanes), sino también en la intercalación de algunas palabras originarias de lenguas orientales (pettisa, vaiscías, bakulas, sarong…).

Si nos fijamos en los personajes, en Volcán de amor asistimos, sobre todo, a la contraposición de dos caracteres, San Francisco Javier y don Álvaro de Ataide. En efecto, Javier concibe los territorios por los que pasa (India, Molucas, Japón…) como tierra de misión, mientras que Ataide los considera meramente como un mercado, «tierra de aventura». El santo se muestra en todo momento como padre de sus hijos, llevado siempre por su ansia de conquistar más almas para Dios; en cambio, a Ataide solo le impulsa el ansia de mercadear y queda caracterizado como «un traficante sin alma». Algo muy similar sucederá en la obra de José María Pemán, El Divino Impaciente, que es diez años posterior, que analizaremos próximamente[2].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.

[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

«Volcán de amor» (1922) de Genaro Xavier Vallejos (3)

El acto tercero de Volcán de amor[1] se sitúa en Malaca, en una pieza en la factoría de los mercaderes chinos junto a la lonja del puerto. Don Álvaro, que acaba de cerrar un negocio con dos comerciantes, recibe al Padre Francisco, cuyo único pensamiento sigue siendo convertir a los chinos; tan solo falta para poder embarcar el permiso del gobernador, que no es otro que don Álvaro. Pero este, cegado por la codicia, los detiene con la excusa de que debe honrar debidamente al embajador Pereira. Entonces, señalándose el corazón, dice el santo: «aquí […], aquí tengo otro sol que revienta por derramar afuera su luz y su fuego, y, como no le dejan, todo se me revierte desde lo más hondo y no lo puedo resistir» (p. 96). Desde este punto se insistirá en esa imagen de la fiebre —real y metafórica— que le abrasa cuerpo y espíritu.

FranciscoJavier_SatisEst

A continuación, un grupo de indígenas malayos acude al santo para pedirle que no los abandone; destaca por su originalidad la canción que entonan para encantar las serpientes[2]. Llega don Diego, que trae una carta del Virrey autorizando la embajada; don Álvaro cree que a Pereira le guía tan solo su impulso de mercader, y desea la embajada para él: «Es un traficante sin alma», resume Pereira (p. 104). Mientras, el Padre Francisco sigue soñando con la China y lamentándose de la detención:

Jesús mío, me llamas desde China hace mucho tiempo y la codicia de los hombres me cierra el camino. Y yo entre tanto, preso aquí, me desgarro y me consumo en este afán. Con esta ansia, cada vez más grande, me has traído hasta las puertas de China; y ahora… ¿me vas a dejar aquí, viéndoles morir para que sea mayor mi tormento? No me des castigo tan horrible. No te pido descanso ni galardón. ¡Solo te pido almas! ¡Almas! Oigo sus voces; me traspasan las entrañas; ¡qué angustia, Dios mío! (pp. 104-105).

Se dirige a Pereira, insistiendo en que le abrasa ese intenso fuego misionero; y pide a Dios le quite la vida pues, sabedor de que los chinos no tienen quien les predique, ya no puede soportar tanto dolor. Indica la acotación: «Aunque todo este apóstrofe es muy exaltado, apártese del Santo todo ademán fingido, declamatorio, artificioso; que solo resalte en sus palabras la intensidad del divino amor» (p. 105). Sigue otro monólogo del santo, sobre el fuego que le abrasa, en el que la emoción le hace llorar. Luego le explica a Duarte: «Lloro por mis hijos de China como llorabas Tú, Señor, por los tuyos de Jerusalén» (p. 108). Duarte, ante el vil comportamiento de su amo don Álvaro, le ataca, pero el Padre Francisco lo defiende de nuevo: «No se puede ir allá por caminos torcidos. Si el comienzo de nuestra jornada había de ser un charco de sangre, nunca sea» (p. 112). Para tratar de convencer al gobernador y obtener su permiso, el santo resume su vida (cfr. las pp. 112-113: su nacimiento en el seno de una familia noble, su salida de Navarra, su paso por París, el descubrimiento de su vocación religiosa y misionera…). Ahora un hombre tan solo le detiene, interponiéndose como obstáculo cuando apenas unas pocas millas de mar le separan de la China, y ese hombre, reprocha a don Álvaro, es con su conducta doblemente traidor, a Dios y al rey.

Don Álvaro le dice entonces que puede partir, pero Pereira no; sin embargo, esto no sirve de nada, porque el misionero solamente podría predicar al amparo de la embajada oficial (pues hay decretada pena de muerte para todos los extranjeros que pongan sus pies en la China). El santo se arrepiente ahora de su supuesto orgullo y cree que son sus propios pecados los que le cortan el camino; el brazo que sostiene el crucifijo se le desmaya:

¡Apártate, amor de mi alma! ¡No me atrevo a mirarte…! Pero, ¿adónde iré sin Ti? ¡No puedo vivir más…! Todo lo abandoné, Divino Salvador, por venir a buscarte almas en estas tierras, y ahora… mis pecados me apartan de Ti… ¡Señor… luz de mi alma! ¿También Tú me vas a desamparar? Vete, Señor, pero dime adónde me he de volver y dime qué he de hacer con este fuego que me abrasa el alma… ¡que Tú encendiste para abrasar el mundo…! Estrellas del cielo por donde me miraban sus divinos ojos, ¡apagaos! ¡Ya no le veré más! Voces de las aves y de los vientos y de las olas del mar, ¡ya no me repetiréis más las palabras que Él os decía para mí!… Y pues de nada me sirven ya, quítame, Señor, los ojos, y déjame ciego, sordo, mudo; y quítame esta vida que es un martirio sin Ti (p. 116).

Se le nubla la vista, queda sin fuerzas y, entre visiones, se le aparecen los montes de su tierra, el castillo natal, su capilla, y en ella un Santo Cristo sangriento[3]. Sigue una nueva exhortación lírica, en la que se explicita el título de la obra:

¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Es la China…!

                        (La figura del Santo se ilumina con un nimbo sobrenatural.)

Ya voy, hijos míos, los que Dios me diera.
Ya voy, que no sufre mi alma más espera.

[…]

¡Hijos de mi alma!, hincad las rodillas.
Se acerca al Imperio vuestro Emperador:
la sangre de Cristo, ¡mi volcán de amor…! (pp. 118-119).

Y Vallejos cierra el acto poniendo en boca de San Francisco Javier el tan famoso como bellísimo soneto anónimo «No me mueve, mi Dios, para quererte…», que, en efecto, ha sido atribuido —entre otros muchos posibles autores— al santo navarro[4].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.

[2] «Mingaya / Dungaya / Petaya / Lahí, lahí, lahí, / Pengayaré, / Lahí, lahí, lahí, / Perampampuán / Lalaqué, lalaqué, babayé, / Perampampué / Lahí, lahí, lahí, / Perampampuán / Perampampué» (p. 99).

[3] El autor anota al pie: «Recojo en este pasaje la tradición del sudor de sangre que sudó el milagroso Cristo moribundo del Castillo de Xavier, los viernes del último año de la vida del santo» (p. 118).

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

«Volcán de amor» (1922) de Genaro Xavier Vallejos (2)

La acción del segundo acto de Volcán de amor[1] ocurre en Meliapur, ciudad llamada por los cristianos Santo Tomé; en concreto, en el parador de los mercaderes portugueses cerca del puerto. Ha pasado un día desde el final de la jornada anterior. Se nos indica que el gran sacerdote Visva Mithas se ha bautizado y se llama ahora Alfonso; y lo mismo ha hecho Kadilah, con el nombre de Antonio de Santa Fe. Pereira avisa a don Álvaro de que él y el misionero van a embarcar para Goa: van a China en embajada del rey de Portugal don Juan III. Don Álvaro se refiere irónicamente a esa misión: «A él solo la China, los chinas, las almas, la conversión de los pecadores, la vida perdurable…» (p. 68). Habla así porque ha vislumbrado el gran negocio comercial que puede realizarse al amparo de esa embajada oficial a la China (cfr. p. 69) y se siente invadido por la codicia, lo que le lleva a detener a Pereira y encerrarlo en su castillo de Malaca.

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Después don Álvaro recibe la visita de Kanna, quien le ofrece el valioso collar que ambicionaba con la única condición de que ajusticie a los dos brahmanes bautizados, Visva Mithas y Kadilah. En esto llega el Padre Francisco con los dos indios. Duarte, arrepentido ya de los excesos de su amo, previene al santo de los malvados planes de don Álvaro. Pero el Padre, sencillo y confiado, no termina de creer cierta la maldad del gobernador, a quien indica:

Advierto que nuestros oficios se parecen mucho. Vos, buscando siempre la honra del Rey, sin descuidar la de Dios; yo, siempre buscando la honra de Dios, que nunca será en perjuicio de la del Rey (p. 79).

Javier reitera la noticia de que van al imperio de la China: el embajador será Diego Pereira y él, bajo su amparo, podrá predicar la fe católica. Duarte le avisa otra vez del peligro que corren los nuevos bautizados, pero ya es tarde. Don Álvaro, enfadado por las intromisiones de su escudero, se lanza al ataque y hiere de muerte con su espada a Alfonso, aunque Antonio consigue huir. El acto se remata con unas palabras del jesuita: «¡Caín! ¿Qué has hecho de tu hermano?», y la acotación explicita: «La voz del Santo queda vibrando como un anatema» (p. 86)[2].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.

[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

«Volcán de amor» (1922) de Genaro Xavier Vallejos (1)

VolcanDeAmor_VallejosGenaro Xavier Vallejos Jabala[1] (Sangüesa, Navarra, 1897-1991) fue sacerdote y escritor. Dejando aparte su importante actividad en el terreno sacerdotal (centrada en el ámbito de la misionología), es autor de obras literarias como Viñetas antiguas (1927), Pastoral de Navidad (1942) o El Camino, el Peregrino y el Diablo (1978). A San Francisco Javier dedicó el drama histórico-misional Volcán de amor (1922) y otra pieza a la que puso música el Padre Antonio Massana, SJ: Xavier. Estampas escénicas en un prólogo, tres cuadros y un epílogo, estrenada en Barcelona en 1930[2]. Volcán de amor obtuvo el primer premio en un certamen nacional celebrado en Burgos y fue estrenado con éxito por Bartolomé Soler en el Teatro Gayarre de Pamplona la noche del 24 de septiembre de 1922. Se publicó en forma de libro al año siguiente, en 1923, con el subtítulo de Escenas de Amor Divino. La obra, que constaba de tres actos y un «Cabo» o epílogo, llevaba en esa edición la siguiente dedicatoria:

A la Diputación del Reyno de Navarra. Este es el varón que despreció al mundo. Este es el que vio nacer el sol de Oriente. Este es el que, saliendo de su patria, la engrandeció por los confines de la tierra. Este es nuestra historia. Este es nuestra raza. Por los siglos de los siglos, Francisco Xavier.

La obra, muy representada en colegios y seminarios, tuvo nuevas ediciones, con ligeros retoques y modificaciones en el texto dramático, y a la altura de 1942 había alcanzado ya la cuarta edición (Bilbao, El Siglo de las Misiones)[3]. Su acción se centra en el último año de la vida de San Francisco Javier (la muerte del santo, a las puertas de China, constituye precisamente la culminación del drama). Alternan en la obra la prosa y el verso. El reparto es bastante extenso, aunque destacan tres personajes fundamentales: en primer plano, la figura del santo navarro; y en un segundo término, su colaborador, el mercader Diego Pereira, y su antagonista, don Álvaro de Ataide. Examinemos el argumento acto por acto.

El primer acto se sitúa en el templo de Triwalaor, en la India. Don Álvaro y su escudero Duarte, disfrazados de indios artesanos, se acercan al templo deseosos de apoderarse de un fabuloso collar de perlas que allí se custodia. El fakir Abul-Bemar y Kanna, un fiero brahmán, hablan de un «cuervo» —en alusión al misionero navarro— que, con su predicación, les roba los indios del templo desde hace tiempo (pp. 39-40); se lamentan además de que Visva Mithas, el gran sacerdote, se haya puesto de su lado; este reconoce explícitamente que los dioses indios están caducos y viejos y que el dios Bramah está aburrido. Los dos malvados trazan su venganza; Kanna afirma: «Si no podemos vengarnos como leones, seremos reptiles. Verás qué buena venganza. Yo te lo prometo» (p. 42), y Abul-Bemar: «¡Como reptiles! ¡Padre Brahma, dame la astucia, dame el veneno de una serpiente!» (p. 42).

Tras la presentación de estos dos personajes negativos, se alza a continuación la figura santa de Francisco de Javier, inflamado de amor divino, tal como nos lo muestra la acotación de las pp. 42-43:

Por los castaños de la izquierda aparece la excelsa figura de San Francisco Javier. Es el Padre Francisco. Lleva ya diez años en la India y está en el postrero de los cuarenta y seis de su vida santa. Su cabellera, que ha sido negra, como su barba y sus ojos, encaneció ya por la fatiga dura del apostolado. Alza de ordinario el rostro encendido de una misteriosa fiebre, y hay en sus pupilas tan extraño resplandor que todos dan por sabido que el Padre Francisco anda en un perpetuo éxtasis.

Lleva una sotana raída, con el cuello alzado y vuelto al estilo de la época, y un ceñidor a la cintura; de una cinta gruesa le pende el crucifijo aquel que le devolvió un cangrejo cuando le lloraba perdido a orillas del mar. Su palabra es fuego. […]

Conviene notar que las maneras y la expresión del semblante de San Francisco han de ser en todo momento, aun en los trances de más apasionada exaltación, contenidos por una interior austeridad. Ningún gesto violento, ni en el deseo, ni en el ademán de esta alma sublime que en todo momento vive anegada en la presencia de Dios.

En su primer monólogo, pronunciado «Con sobreanhelo», muestra ya su deseo de pasar a la China, donde le esperan miles de almas que convertir al catolicismo (este será su mayor deseo, repetido constantemente a lo largo de la obra):

¡Hijos míos, con qué ansia tan divina
sueña en vosotros mi alma enamorada!
(Arrobado.)
¡Hijos míos de China…! (p. 44).

Sin embargo, antes de marchar quiere rescatar a Kadilah y Souka, dos jóvenes brahmines que van a convertirse al catolicismo. Kadilah se niega a participar en los sacrificios paganos y está dispuesto a marchar con el Padre Francisco; en cambio, Souka no se atreve a partir por no dejar sola a su madre. Kanna, que insiste en la imagen de los «cuervos» para aludir a los misioneros y sus negras sotanas, acusa directamente a Javier: «Tú nos robas la gente de las pagodas» (p. 49). El santo, por su parte, proclama la hermandad universal en la religión cristiana: «Sí, hijo mío; en este país y en el universo mundo todos somos iguales, porque todos somos hijos de Dios y llevamos su misma sangre» (p. 50). Su mayor deseo es marchar a Santo Tomé, y desde allí embarcar rumbo a la China:

¡Y pronto, rostro al mar! (Con mucha exaltación.) ¡Tengo un ansia de verme luego en el mar! Es tan descomunal el tesoro que allí llevamos que se me imagina andar tropezando por todas las vías de tierra, y no sosiego hasta verme en medio del mar. Iremos como conquistadores de una nueva cruzada, sin lanza y sin espada, a todos los rigores. Mendigos, harapientos, desafiando a piratas y vientos y furias de la mar. Va con nosotros Cristo, ¿qué nos ha de faltar? Él nos lleva adelante. A nuestra voz de mando, el reino de la Iglesia se ha de ir ensanchando. Ese imperio de China de millones y millones dicen que es. Todo para nosotros tres. ¡Qué divina alegría! Segar y segar mies desde que nazca el día, y otro y otro y otro día después… (p. 53).

El Padre Francisco pone paz entre don Álvaro de Ataide y el mercader Diego Pereira, que han entablado una agria discusión. Después sale el cortejo de sacerdotes indios para realizar el sacrificio humano que establece su rito sagrado, y San Francisco trata de detenerlo. Una acotación nos informa de que Abul-Bemar «Se retuerce como un verdadero reptil» (p. 56; cfr. sus palabras del comienzo). Visva Mithas advierte al misionero del peligro que corre, pues los sacerdotes son fanáticos; pero, «con un empuje sobrenatural», los hace retroceder arrastrándolos «hacia las tinieblas misteriosas del templo» y todos los demás claman: «¡Solo Cristo Dios! ¡Solo Cristo Dios!» (p. 57). Visva Mithas se arranca su collar sagrado y lo arroja a los pies de los brahmanes. El acto se remata con la indicación de que el Padre Francisco «Queda en las tablas con el Cristo en alto, radiante, magnífico, triunfador» (p. 57)[4].


[1] Sobre la vida y obra de Vallejos, ver Carlos Mata Induráin, «Genaro Xavier Vallejos (1897-1991). Biografía, semblanza y producción literaria de un sacerdote sangüesino», Zangotzarra, 2, 1998, pp. 9-91. Citaré el texto de Volcán de amor por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.

[2] Ver Ignacio Elizalde, Navarra en las literaturas románicas (española, francesa, italiana y portuguesa), tomo III, Siglos XVIII, XIX y XX, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1977, pp. 454-455.

[3] Existe también traducción de la obra al euskera, del año 1931, bajo el título Sutan biotza (traducción de Juan Iruretagoyena, Zarautz, Eusko Argitaldaria Zelaya ta Lagunak, 1931)

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.