Expresividad romántica en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda

Romanticismo hay también, en estas piezas dramáticas de Gertrudis Gómez de Avellanedaen el nivel de la expresión; así, encontramos el empleo de dos muletillas muy características: una, el sorpresivo grito de «¡Es ella!» (en Saúl, p. 179b; Egilona, pp. 15a y 31b; Baltasar, pp. 199b, 227b y 241b; El Príncipe de Viana, p. 86b); otra, la frase «Ya es tarde» —u otra similar—, que lanza un personaje para borrar en otro el último rastro de esperanza que quedarle pudiera (Baltasar, IV, 1 y en p. 244a).

Lasciate ogni speranza

Dejando aparte el empleo de algunos arcaísmos, para reforzar la ilusión de antigüedad (magüersic, por maguer—, aquesto, infelice, priesa, do, agora, mesmo…), o la adjetivación, tan característica siempre en estas obras («hórrido secreto», «criminal unión», «ponzoñoso germen», «pérfidas promesas», «ceguedad funesta», «tropel insano», «delirio ciego»…, ejemplos de Egilona), cabe destacar el tono exclamativo y entrecortado que caracteriza determinados pasajes. Así, en esa misma obra, este parlamento de Rodrigo en presencia de Caleb, que viene a libertarlo:

Salvarla quiero: de mis brazos caigan
estos hierros infames: cual el rayo
rápido mi furor hiera, devore
al enemigo vil. ¿Cómo dilato
su castigo cruel?… Siento la sangre
mis venas abrasar… ¿Cómo no lavo
con la suya el baldón?… Corra a torrentes:
ya la demandan los iberos campos,
y el lecho y trono que manchó su crimen,
de esa sangre también están avaros.
Yo sólo, sólo yo verterla debo…
ardiendo está el puñal; mas apagarlo
quiero en su corazón… ¿quién me detiene?
¿quién me detiene? ¿quién?… ¿dónde me hallo?…
¡Estos hierros aún!

Como podemos apreciar, el tono y los recursos retóricos se aúnan para tratar de expresar el estado anímico del personaje: las interrogaciones retóricas, las reticencias, los continuos encabalgamientos y las pausas internas en muchos de los versos, logran crear un ritmo que transmite de forma expresiva y acertada la duda y la perplejidad, el desasosiego y la impaciencia de don Rodrigo[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda: otras características románticas

Aparte de en las estructuras que he ido mencionando en entradas anteriores, el carácter romántico de los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda queda patente en el gusto por los escenarios sombríos, como la «lóbrega cárcel» de don Rodrigo en el cuadro I del acto III de Egilona; no es solo la acotación, sino las propias réplicas de los personajes las que nos ofrecen datos de esa prisión. Por ejemplo, cuando Rodrigo se encara, en escena efectista, con las cadenas que lo sujetan: «¡Este fuego voraz en que me abraso / tus eslabones derretir no puede!» (p. 42a). Lo mismo sucede con la prisión del Príncipe de Viana (comienzo del segundo acto), o con la de Joaquín en Baltasar, acto I, escenas 1-5; la acotación indica que se trata de una «lúgubre estancia», y el diálogo de los personajes lo corrobora: «Cárcel tenebrosa», «Impura mazmorra», «esta mazmorra en que respiras / atmósfera letal», «prisión / tan horrible» viciada por «infecto vapor», etc.

Mazmorra

También romántico es el gusto por la noche, siempre adecuada para sombrías empresas o melancólicos pensamientos:

¡Silencio, soledad, muros espesos!…
¡todo es propicio!… Con su negro manto
cubre la noche las tinieblas frías
de esta horrible mansión que convidando
parece estar a los misterios tristes (Egilona, p. 39b).

Y más tarde:

                          …con su opaco
velo la noche tu camino cubre;
muda su voz, los fúnebres arcanos
nunca vendió de la esperanza impía,
y siempre fue del asesino amparo (p. 43a).

Otra característica muy repetida en las obras de los autores románticos es el hecho de hacer coincidir el estallido de una fuerte tempestad con los momentos climáticos de furia ciega, de pasión incontrolada, de crímenes violentos: en Saúl, la tormenta se desata en el momento en que el protagonista se rebela contra Dios al hacer los sacrificios prohibidos (acto I, escenas 5-9). En Baltasar, acto IV, el salón del banquete aparece alumbrado por la «siniestra luz de los relámpagos», y los truenos van creciendo en intensidad (así lo indica una acotación) hasta que la tempestad estalla con toda su fuerza al producirse el sacrilegio (escena 8). Lo mismo sucede un momento antes de producirse el asesinato de Fronilde en Munio Alfonso (fin del acto III).

En fin, respecto al empleo de disfraces, cabría mencionar únicamente en Baltasar, II, 4 el hecho de que Rubén asista disfrazado de esclavo babilonio a la fiesta del rey, para advertir a Elda que está en peligro su inocencia. Como empleo del fuego para suscitar situaciones dramáticas, solo el incendio del palacio de Baltasar, al que prende fuego Nitocris (acto IV, escenas 12 y 13) al producirse la invasión extranjera[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Prendas y objetos simbólicos en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda

El uso de prendas y objetos simbólicos adquiere cierta importancia en algunos de estos dramas de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Por ejemplo, en El Príncipe de Viana, acto II, escena octava, Carlos da a Isabel el anillo de su madre; más tarde, en III, 13, besa la mano de Isabel y dice: «En mi anillo os dejo un gaje / de esperanza y de amor» (p. 88a). Aquí el anillo no ejerce otra función dramática sino la de simbolizar el amor, malogrado, entre ambos jóvenes. Algo similar sucede en Baltasar, I, 5; Elda protesta: «¡Juro conservarme fiel / a Dios, mi patria y mi amor» (p. 202b); entonces Rubén le da su mano «ante mi padre y el cielo» y Joaquín, con sus manos sobre sus cabezas, bendice «su casta y eterna unión» (p. 202b). La sencilla ceremonia matrimonial es rubricada por la entrega, por parte de Rubén, del anillo que perteneció a su madre.

Anillo

Una nueva sortija en Recaredo: este da su anillo a Bada (p. 105b), y ella le pide que no olvide su promesa: «Queda para siempre aquí, / como tu imagen, impresa» (p. 105b). La mención de este anillo sí que tiene más adelante una función específica, ya que sirve para que Bada pueda entrar en palacio e impedir la traición de Agrimundo, cuando ya estaba todo preparado para el asesinato de Recaredo (II, 9). Y otro anillo, con función similar, aparece en Egilona; en I, 3 Abdalasis le entrega su sello real, símbolo de su poder:

Y porque nadie en tus piedades trabas
pueda oponer jamás, orne tu diestra
el áureo anillo que doquier se acata,
prenda de autoridad, de mando insignia:
de todo mi poder depositaria
te hago al cederte tan preciosa joya (p. 16a).

Egilona lo utilizará para ordenar la libertad de Rodrigo, presentándolo a Caleb, quien acatará su autoridad: «Ese sagrado símbolo respeto» (p. 33a)[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

La superstición en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda (y 3)

En Baltasar, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, aparte de los presentimientos manifestados en I, 4 por Elda (y, en un aparte, por Rubén), lo más interesante se concentra en la parte final, con la escena del sacrílego banquete. En IV, 6 entra Elda «desmelenada, el vestido en desorden, y pintado en todo su aspecto el extravío de la razón» (acotación en la p. 241b); en efecto, ha perdido el juicio y se siente acosada por cien espectros, por «sangrientos / fantasmas»; además cree ver multitud de tumbas a su alrededor, todo el palacio como un vasto cementerio; en la escena octava se desata la tempestad, se abren puertas y ventanas, se apagan las luces, caen las estatuas y aparece en una pared la famosa inscripción «Mane, Thecel, Phares».

La cena del rey Baltasar

Un mago la considera «¡hórrido arcano!», «enigma oscuro», pero nadie puede dar al rey una explicación fiable de su significado. Solo Daniel lo podrá aclarar: «Siempre su acento / órgano fue de la verdad divina», dice Nitocris (p. 247a); «Dios mismo le ilumina!», apostilla Joaquín. Daniel niega que sea mago, ni siquiera sabio; es profeta: «Cual eco humilde repito / voz de suprema verdad…» (p. 237a). Como tal profeta adelanta «presagios fatídicos», vaticinando la caída del rey y del trono asirio bajo el poder de Ciro.

También los vaticinios que se mencionan en Saúl están relacionados con lo religioso, ya desde la primera escena; me refiero a las palabras proféticas de Samuel, cuando pide misteriosamente al sacerdote Achimelech que ruegue por el rey Saúl; los relámpagos que estallan en el momento en que el rey ofrece los sacrificios son tenidos por «fúnebres presagios»; más tarde su hija Micol sentirá un «presentimiento horrible»; y en la escena primera del acto II el propio Saúl, delirante, siente la presencia de un «aterrador vestiglo». En IV, 7 el rey consulta a una Pitonisa que afirma ver «denso vapor de sangre» (p. 181a), un peligro que le amenaza a él y a su hijo. Siguen los delirios de Saúl: ve la sombra de Samuel, pierde el sentido, es acosado después por otra «sombra implacable», ve crecer «un piélago de sangre sin orillas / hondo, espumante, inmensurable!…» (p. 184b). Todos estos presagios negativos se cumplen: Saúl mata, por equivocación, a su hijo Jonathas (que ha cambiado su casco con David) y a continuación se hiere a sí mismo, arrojando la corona al joven pastor belemita; le dice que «en ella va la maldición escrita», pero Achimelech la coloca en la cabeza de David y proclama:

¡Ella, Israel, perpetuo patrimonio
será de sacrosanta dinastía;
que el reinado que aquí comenzar vemos
otro reinado eterno simboliza! (p. 187b)[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

La superstición en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda (2)

Sombras, presagios y premoniciones desempeñan un papel importante en Egilona, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, ya desde la segunda escena del primer acto. La viuda de Rodrigo siente que su pasión por Abdalasis es «un criminal amor», una «unión nefanda»; la víspera tuvo una visión en que se le apareció su esposo con aureola de santo (p. 13b) anunciándole que su sombra le seguiría siempre. En II, 1 insiste en los «fúnebres presagios que me asedian». En la escena siguiente, ella siente la «pérfida influencia» de los delirios y «presagios funestos» que perturban su razón: «Tristes ensueños, fúnebres visiones / me persiguen doquier» (p. 25a).

El rey don Rodrigo

La figura y la voz de don Rodrigo reaparecen en su imaginación (se repiten expresiones como «iracunda imagen», «fantasma», «espantosa visión» o «fatal delirio»). También Abdalasis cree que vería interponerse entre los dos, si mata a Rodrigo, una sombra sangrienta y airada. Por fin, cuando Egilona ve aparecer a Rodrigo, al que creía muerto, retrocede con espanto: «¡Fantasma despiadado! / ¿Siempre doquier habrás de perseguirme?… / ¿Tu perpetuo furor jamás aplaco?» (p. 44b), cuando esta vez no se trata ya de una sombra imaginaria, sino de la realidad. En esta obra, lo mismo que en Recaredo, son frecuentes las alusiones al hado, a la suerte, a la estrella de los personajes, especialmente en boca de los musulmanes (aunque también figuran en los demás dramas, referidas por otros personajes). En este sentido, resulta interesante un comentario de Rodrigo, quien, como cristiano, manifiesta que el hombre no queda sujeto a un ciego azar:

Del voluble destino los halagos
debes mirar cual miro yo su ceño:
que nada influye en grandes corazones
que se les muestre próspero o adverso (p. 54b)[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

La superstición en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda (1)

En estos dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda, los recursos de intriga relacionados con la superstición se reducen sobre todo a la mención de presagios y agüeros, así como a la aparición de sombras y espectros. Un caso de premonición se da, por ejemplo, en Munio Alfonso; Fronilde sabe que debe casarse con don Sancho, aunque ama a otra persona, y exclama: «Fuerza es doblar a la coyunda el cuello, / si con la muerte el cielo no me salva» (p. 30a). Estas palabras resultan proféticas, pues anticipan el fin funesto de la joven. Más tarde, en la escena tercera del acto III, Fronilde llora mientras fuera ruge la tempestad; ahora su mente adivina «fúnebres presagios» (p. 37b), que expresa con un tono exclamativo y entrecortado. Por último, será su padre, Munio Alfonso, quien, después de confesar que ha matado a su hija, se vea rodeado por una sombra de «fulgor siniestro» que le reclama venganza y más sangre (III, 3).

En El Príncipe de Viana el trágico fin del joven Carlos aparece vaticinado, a lo largo de toda la obra, en una serie de presagios: en el acto I, escena cuarta, su padre, don Juan II, fatigado y decrépito, parece adivinar un horizonte sangriento: «De sangre un velo / paréceme que cubre mis miradas» (p. 58a). En I, 5 el príncipe don Carlos exclama: «¡Justo cielo! Del padre la justicia busco en vano… / Solo de la madrastra hallo el veneno» (p. 60b). La palabra veneno es un claro presagio de su final, pues aunque él la utilice con el sentido figurado de ‘desamor, frialdad’, morirá, efectivamente, envenenado por doña Juana Enríquez[1].

Carlos, Príncipe de Viana

Pasemos ya al comienzo del acto II. El príncipe se encuentra encerrado en una lóbrega prisión; son las últimas horas de la noche y, aunque va amaneciendo, no deja de pensar en un lúgubre horizonte, cuya negrura compara con la de su suerte. Tampoco ve la estrella que solía otras noches, lo que interpreta como un mal vaticinio. En la escena octava, en su entrevista con Isabel, la joven vuelve a tener un mal presagio: «Males anuncia / mi triste corazón» (p. 76a). En III, 12 todos se sorprenden del cambio de doña Juana, de su talante ahora conciliador, e Isabel se pregunta si no será otro presagio, la calma que precede a una nueva tempestad (p. 85b). En definitiva, la muerte de don Carlos va siendo anunciada, por distintos signos, desde el principio hasta el final del drama[2].


[1] Así en la obra dramática; recuérdese lo apuntado en una entrada anterior sobre la verdad histórica de este hecho.

[2] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

El amor y sus obstáculos en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda

Otra situación que se repite con frecuencia en las novelas históricas románticas es la de que el héroe y la heroína protagonistas deban vencer una serie de obstáculos para ver triunfar su sentimiento amoroso. Pues bien, lo mismo ocurre en los dramas de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Así, un caso habitual consiste en que los amantes pertenezcan a familias o bandos enfrentados, como sucede en Munio Alfonso: Blanca, princesa navarra, tiene concertado su matrimonio con el infante don Sancho, heredero de Castilla (el futuro rey Deseado); además, la unión de ambos personajes ofrece la ventaja de asegurar la paz entre dos reinos enfrentados en continuas guerras[1] (cfr. p. 20a); pero don Sancho no la ama, sino que siente inclinación por Fronilde, y este hecho desencadenará la tragedia.

Sancho III de Castilla, el Deseado

Situación similar encontramos en El Príncipe de Viana: Isabel, la hija del canciller Peralta, está enamorada de don Carlos, que es cabeza del bando contrario al de su familia.

Otras veces los amantes no pertenecen a familias enfrentadas, sino que profesan distintas religiones. En Egilona, la esposa de Rodrigo, cristiana, ama a Abdalasis, hijo de Muza, caudillo musulmán. El mismo conflicto vemos en la otra pieza de materia goda: Recaredo es godo y arriano; Bada es sueva y católica; además, Recaredo es el descendiente de Leovigildo, el destructor de la familia de Bada, así que a ambos les separa un río de sangre sueva: «Mientras le execran los labios / el pecho, amiga, le adora» (p. 127a), confiesa Bada a su nodriza Ermesenda. Todavía más: desde II, 15 se interpone entre ambos una nueva dificultad, el voto solemne pronunciado por Bada de servir a Dios[2]. En este caso actuará como verdadero deus ex machina la decisión del concilio que, además de promulgar la conversión de Recaredo al catolicismo, anula el voto de la joven, lo que permite el final feliz y la unión de los amantes. De esta forma se cumple además el juramento hecho por Bada de casar solo con quien vengase la sangre católica derramada por Leovigildo (acto I, escena segunda) y fuese capaz de unir a todos los reinos de la península «bajo una sola bandera, / un solo cetro, un altar» (p. 104b).

En ocasiones, el conflicto sentimental de la pareja se refuerza con la existencia de un tercer personaje en discordia, que da lugar a la formación de un triángulo amoroso: tal sería en Munio Alfonso el constituido por don Sancho, Fronilde y el conde don Pedro Gutiérrez de Toledo; en Recaredo, Viterico, Bada y el rey godo; en Baltasar, la pasión que comienza a sentir el rey, subyugado por el indómito carácter de Elda, hace peligrar la relación de la joven con Rubén; en Egilona, al triángulo de Rodrigo-Egilona-Abdalasis se une también el insidioso Caleb, prototipo de personaje plano, de un solo rasgo, que actúa movido únicamente por sus celos y su deseo de venganza: «¡La sangre siento cual hirviente lava / por mis venas correr!» (p. 12a)[3].


[1] El matrimonio entre miembros de dos grupos enemigos para conseguir la paz es habitual en la novela histórica romántica; por ejemplo, en la ya mencionada Doña Blanca de Navarra, el de Catalina de Beaumont con el mariscal don Felipe de Navarra, argumento que repite su autor en el drama Echarse en brazos de Dios.

[2] También es doble el obstáculo en el caso de Álvaro y Beatriz, en la novela El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco: por un lado, el matrimonio de la joven con el conde de Lemos, por otro, el voto de castidad de Álvaro al ingresar en la orden del Temple.

[3] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Elementos de intriga en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda

La ocultación de la verdadera identidad de algún personaje constituye uno de los recursos más socorridos en las novelas históricas románticas, y lo encontramos también en el teatro[1]. De entre las obras de Gertrudis Gómez de Avellaneda que ahora ocupan nuestra atención, desempeña un papel de cierta importancia en Recaredo. En el acto I, escena sexta, Recaredo acude a ver a la princesa Bada haciéndose pasar por Agrimundo, uno de los nobles de su corte; desde ese momento y hasta II, 10 Bada no descubre la verdadera identidad de su visitante. El hecho adquiere relevancia porque la princesa sueva cree estar tratando en todo momento con el jefe del complot contra el rey, cuando en realidad se está dirigiendo al propio monarca, y con sus palabras se delata a sí misma como conocedora de la trama existente para poner fin a su vida.

En Egilona este recurso de ocultación de la personalidad es todavía más importante, porque durante cierto tiempo se ignora la identidad de uno de los tres presos que, según orden expresa de Muza, no pueden ser liberados bajo ningún concepto. Por esa razón, son los únicos que permanecen en las mazmorras después de la amnistía que concede Abdalasis con motivo de sus esponsales. La información de que el preso es el rey don Rodrigo está hábilmente graduada: primero se menciona vagamente, como al paso en medio de otra conversación, que no se ha hallado la tumba del último rey godo; más tarde, en una entrevista entre Egilona, su supuesta viuda, y su nodriza Ermesenda, se insiste en el detalle de que no se localizó su tumba después la batalla del Guadalete (cfr. pp. 13a-b, 13b, 14a); en I, 3, con la llegada de Abdalasis, se avanza un poco más al indicarse que no se ha probado su muerte; en I, 7 se entera Abdalasis de que Rodrigo vive y que él es el preso que está encerrado en sus calabozos, pero decide ocultar esa información para que la súbita reaparición del marido no ponga fin a sus amores con Egilona, con la que acaba de desposarse[2]; en II, 9 Egilona se interroga sobre la identidad del cautivo al que no se ha querido liberar con todos los demás; en fin, en la escena tercera del cuadro I del último acto, Caleb descubre que se trata de Rodrigo, y luego se enteran todos los demás personajes. Por supuesto, el espectador —o lector— del drama conoce de antemano esa identidad, y son los distintos personajes los que la ignoran; buena parte de la intriga se mantiene merced a ese juego de dosificación de los datos, de conocimiento o desconocimiento, acerca de la supervivencia de don Rodrigo[3].

El rey don Rodrigo


[1] En Ni rey ni Roque, de Escosura, ese misterio en torno a la identidad de Gabriel, que puede ser un simple pastelero o el rey don Sebastián de Portugal; en Sancho Saldaña, de Espronceda, la supuesta maga no es sino Elvira; en Doña Blanca de Navarra, de Navarro Villoslada, Jimeno, que se cree descendiente de judíos, es hijo del rey aragonés Alfonso el Magnánimo, etc.

[2] Cabe deducir la no consumación del matrimonio entre Abdalasis y Egilona, por las palabras que esta pronuncia luego ante su esposo: «La Providencia / salva mi honor, mas dejo destrozado / para siempre mi pecho» (p. 45b). Algo similar sucede en la novela Doña Urraca de Castilla, de Navarro Villoslada: Bermudo, el verdadero marido de Elvira, yace en una mazmorra, encerrado por el rival, su hermano Ataúlfo; la ceremonia de boda se lleva a cabo, pero el matrimonio no llega a consumarse.

[3] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Acción dramática y discurso narrativo en los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda

En algunas ocasiones se ha señalado la existencia de ciertas interferencias entre el drama histórico y la novela histórica de la época romántica[1]. Tal circunstancia no debe sorprendernos demasiado: en primer lugar, fueron varios los autores que cultivaron tanto la novela como el drama históricos. Piénsese por ejemplo en Martínez de la Rosa, o mejor todavía en Larra, que trató de la romántica figura del trovador Macías en la pieza dramática de ese título y en la novela El doncel de don Enrique el Doliente. Otro ejemplo interesante acerca del tratamiento en forma narrativa y en forma dramática de un mismo tema histórico nos lo proporciona Navarro Villoslada: este escritor quiso iniciar su carrera literaria, a finales de los años 30, con una obra ambientada en Navarra a mediados del siglo XV, cuando el menguado reino pirenaico estaba dividido en los bandos de agramonteses y beamonteses. En el archivo del escritor se conservan varios borradores de esa pieza proyectada, bajo distintos rótulos: La Penitente, El Mariscal, Los bandos de Navarra, etc. Pero Navarro Villoslada se dio cuenta de que la materia le brindaba mejores posibilidades si la abordaba en forma narrativa, razón por la que escribió su novela Doña Blanca de Navarra (1847). No obstante, la idea de componer un drama sobre los mismos sucesos no fue abandonada, y años después, en 1855, publicó y estrenó el drama histórico Echarse en brazos de Dios, de tema, ambientación y personajes similares.

Añádase a lo dicho que, al rastrear el rico venero en que se convirtió la historia patria, los autores localizaron unos temas y unos personajes concretos que por sus conflictos y circunstancias podían suscitar un mayor interés en el público y que, en consecuencia, fueron explotados indistintamente por novelistas y dramaturgos: así, el Príncipe de Viana (Quadrado y Gertrudis Gómez de Avellaneda), Bernardo del Carpio (Fernández y González y Pacheco), doña Urraca de Castilla (Navarro Villoslada y García Gutiérrez), doña María de Molina (Fernández y González y el marqués de Molíns), el pastelero de Madrigal (Fernández y González y Zorrilla), Mauregato y el feudo de las cien doncellas (Trueba y Cossío y Príncipe), Guzmán el Bueno (Ortega y Frías y Gil y Zárate), etc.

Guzmán el Bueno

Pero esa interrelación entre drama y novela históricos no se refiere únicamente a lo más superficial o externo, la elección de unas determinadas épocas históricas, de unos temas y de unos personajes. No es solo que unos mismos asuntos fueran tratados por novelistas y dramaturgos, o por un solo autor en forma narrativa y dramática. Es que además la interrelación se manifiesta en el empleo de una serie de técnicas y estructuras románticas —a veces meros recursos de intriga para mantener el interés del lector o espectador— que se repiten frecuentemente en las novelas de unos y en los dramas de otros. En un trabajo sobre la novela histórica romántica[2] ofrecí una clasificación de tales estructuras, que se repitieron una y otra vez siguiendo el modelo de Walter Scott, hasta topicalizar el subgénero. Esos recursos los agrupaba en cinco categorías, a saber: 1) la superstición; 2) la reaparición de personajes supuestamente muertos; 3) la ocultación de la personalidad de algún personaje; 4) el uso de prendas y objetos simbólicos; y 5) el empleo del fuego o de otras catástrofes para crear incidentes dramáticos.

Pues bien, muchas de esas estructuras, que se convirtieron en verdaderos lugares comunes o «bienes mostrencos», patrimonio de todos los novelistas históricos (y de sus imitadores que escribían por entregas y para los folletines), las vamos a encontrar repetidas también en los dramas históricos románticos, como trataré de ejemplificar en sucesivas entradas con los de Gómez de Avellaneda[3].


[1] Cfr. especialmente Elizabeth A. Butwin, «La teatralidad de El golpe en vago de José García de Villalta», en Romanticismo 2. Atti del III Congresso sul Romanticismo Spagnolo e Ispanoamericano. Il linguaggio romantico, Génova, Universidad de Génova, 1984, pp. 156-159; y Ermitas Penas, «Discurso dramático y novela histórica romántica», Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, año LXIX, enero-diciembre de 1993, pp. 167-193.

[2] Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198. Algunos de los recursos que ahí señalo ya habían sido apuntados por Guillermo Zellers, «Influencia de Walter Scott en España», Revista de Filología Española, XVIII, 1931, pp. 149-162.

[3] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda: mezcla de historia y ficción

No es mi propósito el estudiar aquí la relación que existe en estos dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda entre historia y ficción, es decir, en qué medida asisten los elementos históricos y los ficticios y la forma en que se imbrican unos y otros. Solo quiero destacar que la autora era bien consciente de este complejo y siempre interesante asunto, como lo deja ver con sus palabras en la dedicatoria de El Príncipe de Viana «A Fernán Caballero». Allí indica que esta obra era una de las que estaba condenada a ser suprimida de la colección impresa, por los visibles defectos que contenía; y añade:

En efecto, ¿no debe considerarse condenable abuso el que cometemos los autores cuando, al presentar hechos y personajes que han existido realmente, nos cuidamos menos de la verdad histórica que de los efectos dramáticos? (p. 51).

Tras advertir que quiere rectificar el haber presentado al canciller Peralta, en la primera redacción del drama, como cómplice en el asesinato de don Carlos, apostilla:

Y ni aún me juzgo suficientemente autorizada por los rumores públicos, consignados en la historia, para atribuir la muerte —aparentemente natural— de mi desgraciado protagonista, al lento veneno que los enemigos de la reina de Aragón supusieron último recurso empleado por la ambiciosa princesa para el triunfo de su causa (p. 51a-b).

Reconoce que, por el contrario, hubiese podido recargar las tintas en la figura de Juan II, pero prefirió hacer recaer todas las culpas sobre la madrastra del desdichado joven:

Así, además, me pareció el cuadro, no sólo más verosímil, sino también más dramático; pero la verdad es —y yo la he reconocido siempre— que todo ello no lo hacía más rigurosamente histórico (p. 51b).

Efectivamente, Gómez de Avellaneda se inclina por el triunfo de la verdad poética sobre la verdad histórica. Como sugería Martínez de la Rosa, esa verdad literaria es la que ha de prevalecer siempre en este tipo de obras, que no deben ser juzgadas por sus posibles inexactitudes históricas, o por incurrir en anacronismos, sino por su calidad estética. Las recientes investigaciones históricas parecen demostrar que el Príncipe de Viana murió, como apuntaba la propia autora, de muerte natural, enfermo de tuberculosis, y no por causa del veneno, fuese este subministrado por orden de su padre Juan II, de su madrastra Juana Enríquez o de su hermana Leonor de Foix. Sin embargo, su muerte en extrañas circunstancias era cuando menos sospechosa, y algunos historiadores acogieron la idea del envenenamiento. Y si así lo hicieron los historiadores, no tiene nada de extraño que el autor literario haga, conscientemente, lo mismo, presentando en su obra la versión más dramática, o más novelesca, la que mejor cuadre a sus propósitos.

Carlos, Príncipe de Viana

Por supuesto, estas licencias que se le permiten no han de constituir una «patente de corso» para desfigurar la historia a su antojo, pero sí se ha de admitir que el literato goza de una mayor libertad que el historiador, a quien ha de pedirse rigor y exactitud científica. En este sentido, mi opinión coincide con la de Velilla Barquero, manifestada en estas palabras:

El drama histórico romántico pretende recrear episodios y personajes, insertando en un marco histórico una peripecia dramática y unas figuras del pasado poco conocidas o marginales. En todos los casos se recurre o a la evocación histórica, plena de anacronismos, o a la “anti-historia”, que se opone a la escueta narración factual y empírica basada en datos y testimonios perfectamente comprobables. La historia, por lo tanto, tiene protagonismo sólo como marco y aun decorado —de colorido localista, muchas veces— de una vivaz acción dramática, que es lo que verdaderamente interesa al dramaturgo[1].

En definitiva, el único, o el principal, rigor que se le debe exigir al novelista o dramaturgo histórico es el rigor literario, esto es, que cumpla con los requisitos de belleza y bondad estética que se esperan de una obra de arte[2].


[1] Ricardo Velilla Barquero, «La historia nacional en la tragedia neoclásica y el drama romántico», Historia y vida, extra núm. 74, p. 95.

[2] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.