Cinco secuencias separadas por blancos tipográficos forman «El ojo del mundo» (pp. 91-103)[1]. La primera presenta a un niño obsesionado porque le dicen que no debe mirar por unas ventanas de la casa, pero no le dan ninguna explicación[2]. Un atardecer de domingo en que el muchacho insiste en preguntar por qué no debe mirar, la señora con la que vive le contesta que porque es el ojo del mundo.
En la segunda secuencia se describe aquella extraña casa y se comenta que el muchacho estuvo antes en otra (¿un reformatorio, la inclusa?; él ni siquiera sabe cómo ha llegado allí). Se oyen silencios «que daban al patio y a la casa un instante de intimidad, de secreto y hasta de misterio» (p. 97). La mujer, aludiendo a las ventanas tras las que se escuchan vagas conversaciones de hombres y mujeres, insiste en «que aquello era el mundo y que no debía mirar nunca por allí» (p. 98).
En la tercera secuencia el niño sigue observando «la vida misteriosa y extraña de aquella casa» (p. 98), y descubre que los sábados, domingos y últimos días de mes y, también en los atardeceres, se escuchan menos voces.
Cuarta secuencia. La mujer, que limpia los cuartos con un mohín de disgusto, exclama: «¡Qué vida! ¡Qué mundo!». Y añade misteriosamente para el muchacho: «El mundo está ahí, detrás, el que tú no conoces… pero que nos da de comer» (p. 101).
La quinta secuencia trae el desenlace: un atardecer[3] unos guardias precintan la casa, y el muchacho, desalojado de allí, «se encontró en el camino solo y sin rumbo». Sigue contemplando la casa, la tapia y las seis ventanas, hasta que se las tapa un olivo. «Entonces torció hacia levante y se perdió sendero adelante, triste y a punto de llorar. Pensó en la vida y en el mundo, y lo imaginó cerrado ya, como ciego para siempre» (p. 103). Aunque el autor en ningún momento lo dice explícitamente, queda claro que se trataba de una casa de citas.
[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).
[2] «Desde que estaba en aquella casa siempre le habían dicho lo mismo. La mujer le señalaba la larga pared, las ventanas, seis en total, pintadas con un verde pálido, comido por el sol: / –Por ahí no debes mirar nunca, ¿me entiendes?» (p. 93).
[3] «Sucedió casi de pronto, un atardecer, que era cuando realmente sucedían las cosas mejores y más misteriosas allí, bajo el pedazo de cielo trapezoidal que se extendía por encima de la tapia» (p. 101). La noche anterior había visto «cosas extraordinarias y nuevas» (p. 102): gritos, ruidos de hombre y mujer, etc.