Una segunda dicotomía en la teoría alonsiana sobre la novela histórica es la que enfrenta historia y poesía. Ya desde el principio de su formulación teórica insiste Alonso en que «por ningún lado que se le mire se le puede negar a la Historia la calidad de idóneo material poético» (p. 10)[1], aunque reconoce que hay diferencias entre historia y poesía: «La historia quiere explicarse los sucesos, observándolos críticamente desde fuera y cosiéndolos con un hilo de comprensión intelectual; la poesía quiere vivirlos desde dentro, creando en sus actores una vida auténticamente valedera como vida» (p. 18).
Dicho de otra forma, lo que el historiador profundo intuye son relaciones entre acciones y sucesos, mientras que el poeta capta la presencia del vivir personal. En este sentido, las infidelidades históricas que encontramos en algunas novelas de este tipo no son un defecto, sino un carácter constitutivo del género. Más adelante indica que «no hay novela histórica de alguna importancia a la que no se hayan reprochado fallas eruditas» (p. 87), pero ello es así por dos razones: la primera, porque el novelista no está escribiendo un tratado histórico en el que tenga la obligación de atenerse a la verdad con exactitud y rigor científico, sino haciendo literatura, esto es, creando una obra de ficción en la que le están permitidas ciertas licencias poéticas; la segunda, porque al autor le resulta imposible situarse completamente en el pasado, ya que no puede abandonar su perspectiva actual:
Jamás nos ofrecen los novelistas una vida pretérita funcionando otra vez según su propia regulación, jamás se instalan los autores de las novelas históricas dentro de la vida que nos quieren cinematografiar, sino que la ven desde su lejano hoy, interviniéndola permanentemente con criterios de actualidad. No, no es el funcionamiento veraz de un modo pretérito de vida lo que podemos exigir a estos autores, sino su visión actual de aquel pretérito vivir (p. 157).
Eso explica que las novelas históricas no puedan prescindir de los anacronismos, que son debidos a lo que él denomina «perspectiva de monumentalidad». Cedámosle de nuevo la palabra:
Esas insinuantes valoraciones actuales se manifiestan en el adjetivo elegido, en el aspecto elaborado, en el detalle subrayado, en el tono de aceptación o repulsa que la prestación lleva, en la red de cómos y de porqués del agrado o desagrado que lo referido nos va causando, etc. Y a esto es a lo que llamamos sentimiento y perspectiva de monumentalidad, porque la materia histórica elegida se ve en junto alejada del autor, ella allá, en su tiempo remoto, y él acá, en su hoy (pp. 166-167).
Así pues, los anacronismos conscientes —los buscados por el novelista, no los que se deben a su falta de información o a la escasa calidad de la misma— no constituyen un defecto; mas bien sucede lo contrario: esa perspectiva es fuente de placer estético, porque la lejanía de la vida que se presenta hiere favorablemente la imaginación del lector y provoca su emoción (cfr. p. 168).
En suma, la novela histórica renuncia a veces a la creación poética de vidas particulares para dedicarse a las genéricas y a los ambientes culturales (arqueología, no historia); pero es también perfectamente capaz de ese aspecto de la poesía narrativa que consiste en la «manifestación sugestivamente contagiosa de un modo de ver y sentir el mundo y la vida que se nos impone como universalmente valioso» (p. 30). La novela histórica puede alcanzar cotas de «altísima poesía», siempre y cuando el afán reconstructor o arqueologista del escritor no eche por tierra ese propósito. En fin, integrando los tres conceptos fundamentales de la teoría de Amado Alonso sobre la novela histórica, tendríamos que en este tipo de obras, la historia no es necesariamente un estorbo para la poesía, pero la arqueología sí: cuanta más arqueología se busque, menos poesía entrará en una novela histórica.
[1] Cito por Amado Alonso,
Ensayo sobre la novela histórica. El Modernismo en «La gloria de don Ramiro»,Buenos Aires, Instituto de Filología, 1942.