Si Elena Osorio fue su gran pasión de juventud, Marta de Nevares es su gran pasión de madurez[1]:
Duque mi Señor: yo no he cerrado los ojos en toda la noche, y hasta ahora he estado en la cama con mil accidentes; y no me levantara della, si una persona que los ha entendido no me enviara a llamar; ni aun he querido comer, que he estado con tantas desesperaciones, que le he pedido a Dios me quitase la vida […] Yo nací en dos extremos, que son amar y aborrecer; no he tenido medio jamás.
¡Bien cierta resulta esta última afirmación! En Lope todo es extremado, exagerado, sin medida, así en su vida como en su creación literaria… A Marta la retrata en hermosos versos de su égloga Amarilis:
Criose hermosa cuanto ser podía
en la primera edad belleza humana,
porque cuando ha de ser alegre el día
ya tiene sus albricias la mañana.
Aprendió gentileza y cortesía,
no soberbio desdén, no pompa vana,
venciendo con prudente compostura
la arrogancia que engendra la hermosura.
Si cátedra de amar Amor fundara,
como aquel africano español ciencias,
la de prima bellísima llevara
a todas las humanas competencias;
no tuvieran contigo, fénix rara,
las letras y las armas diferencias,
ni estuvieran por Venus, tan hermosa,
quejosa Juno y Palas envidiosa.
El copioso cabello, que encrespaba
natural artificio, componía
una selva de rizos, que envidiaba
Amor para mirar por celosía;
porque cuando tendido le peinaba
un pabellón de tornasol hacía,
cuyas ondas sulcaban siempre atentos,
tantos como cabellos, pensamientos.
En la mitad de la serena frente,
donde rizados los enlaza y junta,
formó naturaleza diligente,
jugando con las hebras, una punta.
En este campo, aunque de nieve ardiente,
duplica el arco Amor, en cuya junta
márgenes bellas de pestañas hechas
cortinas hizo y guarnición de flechas.
Dos vivas esmeraldas, que mirando
hablaban a las almas al oído,
sobre candido esmalte trasladando
la suya hermosa al exterior sentido,
y con risueño espíritu templando
el grave ceño, alguna vez dormido,
para guerra de amor de cuanto vían
en dulce paz el reino dividían.
La bien hecha nariz, que no lo siendo
suele descomponer un rostro hermoso,
proporcionada estaba, dividiendo
honesto nácar en marfil lustroso;
como se mira doble malva abriendo
del cerco de hojas en carmín fogoso,
así de las mejillas sobre nieve
el divino pintor púrpura llueve.
¿Qué rosas me dará, cuando se toca
al espejo, de mayo la mañana?
¿Qué nieve el Alpe, qué cristal de roca,
qué rubíes Ceilán, qué Tiro grana,
para pintar sus perlas y su boca,
donde a sí misma la belleza humana
vencida se rindió, porque son feas
con las perlas del Sur rosas pangeas?
Con celestial belleza la decora,
como por ella el alma se divisa,
la dulce gracia de la voz sonora
entre clavel y roja manutisa;
que no tuvo jamás la fresca aurora,
bañada en ámbar, tan honesta risa
ni dio más bella al gusto y al oído
margen de flores a cristal dormido.
No fue la mano larga, y no es en vano,
si mejor escultura se le debe
para seguirse a su graciosa mano
de su pequeño pie la estampa breve;
ni de los dedos el camino llano,
porque los ojos, que cubrió de nieve,
hiciesen, tropezando en sus antojos,
dar los deseos y las almas de ojos.

Y en la dedicatoria de La viuda valenciana «A la señora Marcia Leonarda» le dirige estos encendidos elogios:
Si vuesa merced hace versos, se rinden Laura, terracina; Ana Bins, alemana; Safo, griega; Valeria, latina, y Argentaria, española. Si toma en las manos un instrumento, a su divina voz e incomparable destreza el padre de esta música, Vicente Espinel, se suspendiera atónito; si escribe un papel, la lengua castellana compite con la mejor, la pureza del hablar cortesano cobra arrogancia, el donaire iguala a la gravedad y lo grave a la dulzura; si danza, parece que con el aire se lleva tras sí los ojos y que con los chapines pisa los deseos.
[1] El texto de esta entrada está extractado del libro de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin Vida y obra de Lope de Vega, Madrid, Homolegens, 2011. Se reproduce aquí con ligeros retoques.