La concepción que de la literatura tiene la Ilustración es la de un instrumento de educación del pueblo, manejado por el estrato social superior (los gobernantes e intelectuales)[1]. Es decir, los ilustrados conciben el teatro al servicio de la instrucción pública, tal como explicita Leandro Fernández de Moratín con estas palabras:
Un mal teatro es capaz de perder las costumbres públicas, y cuando éstas llegan a corromperse, es muy difícil mantener el imperio legítimo de las leyes, obligándolas a luchar continuamente con una multitud pervertida e ignorante.
En este sentido, el teatro neoclásico mantiene una postura política conservadora que pretende influir positivamente sobre la masa; el problema es que el público no acudía a ver ese teatro neoclásico, sino que llenaba las salas para aplaudir las obras barrocas o postbarrocas. El teatro neoclásico gozó de un fuerte apoyo gubernamental: los escritores, a través de la escritura de dramas, accedían a puestos políticos o a cargos en el funcionariado. Además, las obras estaban sujetas a la censura, que era doble: de las autoridades civiles y de las religiosas.
A lo largo del siglo XVIII, las representaciones teatrales conocen dificultades debidas a los ataques de los moralistas, llegando a sumarse cinco prohibiciones oficiales: en 1723, 1731, 1755, 1779 y 1800.
[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.