Fue en este terreno, efectivamente, donde más se agudizó la polémica antibarroca en el siglo XVIII español[1]. En el auto sacramental, además de desorden literario encontraban los ilustrados una peligrosa mezcla de lo sagrado y lo profano. El auto es esencialmente una obra religiosa, pero los autores tardíos habían ido introduciendo cada vez más elementos entretenidos y ridículos[2]. Las propias procesiones del Corpus (día en que se solían representar los autos) se habían convertido en una fiesta semiprofana.
Para los ilustrados, esa mezcolanza de lo sacro y lo profano, de lo religioso con lo popular y hasta grosero[3], en un ambiente festivo de escaso recogimiento y devoción, resultaba disparatada. Pensaban que tal mezcla podía ser motivo de escarnio, irreverencia y aun de sacrilegio, y por ello desataron una dura campaña de ataque contra el auto sacramental. Tres años antes Clavijo y Fajardo había solicitado ya su prohibición por ser «farsas espirituales, ofensivas para el catolicismo y para la razón». La polémica en torno a los autos sacramentales culminaría al ser suprimidos por real cédula de 11 de junio de 1765[4].
[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.
[2] Por ejemplo, solía aparecer en los autos, a imitación de lo que sucede en la comedia, un gracioso, papel que correspondía al Pensamiento humano o al Sueño.
[3] Nasarre los consideraba una «monstruosa amalgama entre lo sagrado y lo profano».
[4] Para la etapa final de desarrollo de los autos y las circunstancias de la prohibición, puede verse Ignacio Arellano y J. Enrique Duarte, El auto sacramental, Madrid, Ediciones del Laberinto, 2003, pp. 151-163, capítulo titulado «El agotamiento del auto».