Estructura y tempo narrativo en la novela histórica romántica española

Son bastante frecuentes las digresiones y afirmaciones de carácter general, las historias y los versos intercalados[1], las descripciones largas y tediosas[2] y los diálogos pesados (aunque hay también buenos dialoguistas, como López Soler o Navarro Villoslada). Las historias y relatos intercalados suelen estar introducidos normalmente por los propios personajes; además de ralentizar la acción, sirven ya para explicar sucesos anteriores que ayudan a conocer mejor algún aspecto de la novela, ya simplemente para crear un ambiente de leyenda, de misterio o de medievalismo, en cuyo caso son más independientes respecto de la trama central. Todos estos elementos remansan notablemente la acción de la novela, que si no correría desbocada por la sucesión ininterrumpida de lances y aventuras.

Tempo narrativo

A la presencia de esos factores —y no a la aparición de profundos análisis introspectivos de los personajes, como sucederá después en la novela realista— se debe el hecho de que el tempo de estas novelas no sea tan rápido como se podría esperar. Por supuesto, no se puede generalizar respecto al ritmo narrativo, ya que en una producción tan extensa hay de todo, desde las novelas —unas pocas— en que las prolijas descripciones hacen pesada la lectura, con un tempo demasiado lento, hasta las que poseen un ritmo digamos «cinematográfico» (por la rapidez con que se suceden los acontecimientos), que son las más numerosas[3]. Lo difícil es conseguir, como hace Gil y Carrasco en El señor de Bembibre, un equilibrio entre la acción y la descripción del paisaje. Suele ser habitual también que la novela se cierre con un epílogo o capítulo final en que se cuenta la suerte corrida por los personajes principales[4].


[1] En Ave, Maris Stella se incluye la historia del Rebezo; en Edissa, la de Maliba; en Gómez Arias, la de Bermudo y Anselma; en Sancho Saldaña, las de la maga y Zoraida (así como algunas poesías); en Doña Urraca, las del alférez Olea y el conde Peranzules; en Ni rey ni Roque, el «Manuscrito de Inés»; en La mancha de sangre, la historia leída por Eleanora con «La última voluntad de un moribundo»; en Doña Isabel de Solís, unos romances para descanso del lector, así como la historia de la princesa encantada; romances intercalados los hay también en La conquista de Valencia por el Cid, versos en La campana de Huesca y El doncel, y canciones en Cristianos y moriscos.

[2] En general, el estilo de la novela histórica tiende a los períodos largos, con frases muy extensas, salvo en el caso de los entreguistas, que abusan de las oraciones cortas y yuxtapuestas y del punto y aparte.

[3] Hay que tener en cuenta además que en las novelas escritas para ser publicadas por entregas ese factor tiene repercusiones en la estructura, ya que el autor debe terminar el pliego en un momento culminante de la acción, para que el interés del lector se mantenga y ansíe comprar la siguiente entrega.

[4] Así, en La campana de Huesca, La conquista de Valencia por el Cid, Cristianos y moriscos, El testamento de don Juan I, Doña Blanca de Navarra, El señor de Bembibre, Sancho Saldaña y Ave, Maris Stella; en las dos últimas se declara que se añade para que los lectores no queden descontentos sin saber qué fue de los protagonistas. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

Arquitectura del relato en la novela histórica romántica española

Me refiero aquí a cómo están divididas externamente estas novelas, para comentar en la próxima entrada algunos aspectos estructurales como son la presencia de digresiones e historias intercaladas y el ritmo narrativo.

Las novelas se suelen dividir en capítulos de mediana extensión; a veces, primero en partes, tomos o libros y después en capítulos (en ocasiones, el autor tardaba un tiempo en dar cada volumen; por ejemplo, las tres partes de Doña Isabel de Solís aparecieron en los años 1837, 1839 y 1846).

Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa

No es raro que cada capítulo tenga título propio o vaya encabezado con una cita a modo de lema[1]. Existen también unos clichés para acabar un capítulo y empezar otro: «dejemos a… y volvamos con…», «veamos qué sucedía mientras tanto en…», etc. Así:

Dejémosles entregados en los preparativos de su audaz pensamiento […] y penetremos por un instante en el interior de la plaza sitiada, a donde nos llevan otros acontecimientos (Los héroes de Montesa, p. 182).

Pero contra nuestro intento, se ha dilatado tanto este capítulo que es fuerza dejar para otro la conversación de los dos personajes… (La campana de Huesca, p. 91)[2].



[1] Tienen título propio los capítulos de La campana de Huesca, Pedro de Hidalgo, Don García Almorabid, Bernardo del Carpio, Los caballeros de Játiva, El lago de Carucedo (cada una de las tres partes), Doña Blanca, Doña Urraca, Amaya, El testamento de don Juan I y Doña Isabel de Solís; van encabezados por citas los de La campana de Huesca, El doncel, Jaime el Barbudo, Ni rey ni Roque, El lago de Carucedo, La heredera de Sangumí y Sancho Saldaña; en el caso de la traducción de Gómez Arias anteceden a cada capítulo unas líneas con el resumen de la acción.

[2] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.