«El secreto» (pp. 105-115)[1] es un relato en primera persona, como revelan las palabras iniciales: «Ni siquiera escuché el ruido. Nada. Solamente sé que de pronto torcí mi vista y vi llegar a un hombre que caminaba lentamente hacia mí» (p. 107). El narrador-protagonista es un muchacho que vive con su madre, sus hermanos y un tío. El recién llegado es un hombre joven, muy moreno, con ojos duros y penetrantes, de mediana estatura, bien trajeado, con una cicatriz en la frente. Cuando le pregunta si hay guardias en la casa, el joven siente un escalofrío: «Aquel hombre tenía algún secreto y además estaba sediento» (p. 109). Como en uno de sus sermones el cura había hablado de la obra de misericordia de dar de beber al sediento, decide asumir el riesgo de esta aventura: para evitar preguntas, en vez de subir a la cocina trae el agua del pozo y le da dos vasos. Vienen después los compañeros del hombre, y también les da de beber. «Aquello indudablemente se ponía emocionante» (p. 111). El primer hombre pregunta por la frontera y le advierte severamente que no diga que los ha visto; si los cogen, será porque él ha hablado: «Sonreía. Me puso la mano sobre los hombros. Eran unas manos duras, correosas, morenas y encallecidas» (p. 113).
Por la noche el joven no puede dormir, pensando en lo sucedido. Al día siguiente, aparecen unos guardias en casa. Siente miedo y baja al establo, para no tener que contar nada: «Así estuve todo el resto del día, vagando por la casa, sin hablar con nadie, escondiendo aquel secreto que me quemaba la sangre y el pecho» (p. 114). Los guardias se van y queda más tranquilo. Al atardecer, mientras permanece tumbado en la cuneta —pues sigue sin querer hablar con nadie— ve aparecer de repente a tres hombres y tres guardias y al hombre moreno, con un guardia a cada lado, que le clava una mirada acusadora: «Yo tenía miedo y me puse a temblar». Uno de sus familiares comenta que son portugueses, de los que quieren pasar a Francia a trabajar:
Dijo mi tío, y yo cerré los ojos. Sentía un mareo y los músculos me los notaba tensos y duros. Me sentía culpable sin saber el porqué (p. 115).
[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).