Historia literaria de Navarra en el siglo XV: introducción

Podemos considerar el siglo XV como un periodo de transición entre la Edad Media y el Renacimiento, dominado ya por las corrientes humanistas de origen italiano. Durante el reinado de los Reyes Católicos se va a conseguir la unidad de los distintos reinos y territorios hispánicos; recordemos la fecha clave de 1492: conquista del reino nazarí de Granada, descubrimiento de América, expulsión de los judíos y publicación de la Gramática de Nebrija. ¿Cuál es la situación del reino de Navarra, que logrará mantener su independencia hasta 1512? En Navarra, tras el reinado de Carlos III (1397-1425), verdadero remanso de paz y prosperidad, llega una época conflictiva: asistimos a la división del reino, que se desangra en cruentas guerras de bandería, en el contexto de las luchas entre Carlos, príncipe de Viana, y su padre Juan II de Aragón, quien usurpa el trono de Navarra que por legítimo derecho corresponde a su hijo. A la rivalidad política han de unirse las luchas nobiliarias, motivadas en buena medida por conflictos e intereses económicos. Los navarros se dividen en beamonteses y agramonteses, y se hacen famosos algunos caudillos como el conde de Lerín o mosén Pierres de Peralta.

Esta situación de crisis y división interna hace que Navarra se convierta en un bocado apetitoso: rodeado por poderosos vecinos, podía terminar siendo absorbida bien por Francia, territorio con el que la vinculaban las últimas dinastías reinantes, bien por Castilla o Aragón, reinos con los que había mantenido a lo largo de la historia importantes relaciones (la geografía, con la barrera de los Pirineos separando a Navarra de Francia, parecía favorecer la unión con el resto de los reinos hispánicos). Todos estos procesos culminan con la pérdida de la independencia del reino de Navarra (conquista castellana en 1512; anexión a la Corona de Castilla en 1515). Los sucesivos intentos de recuperación del reino por parte de sus legítimos poseedores, los reyes privativos de Navarra, los Albret o Labrit, resultarían infructuosos.

Todo esto nos da pie para comentar algunas consideraciones culturales. A partir de ahora el castellano va a ser el vehículo privilegiado para la expresión literaria: por un lado, el romance navarro había conocido un profundo proceso de castellanización, hasta el punto de terminar identificándose ambos idiomas, y ya no se puede hablar de un romance navarro con rasgos diferenciales. Esta pujanza del castellano no afecta solo al territorio navarro: su influencia se extiende por todo el ámbito peninsular y, desde 1492, americano (recuérdese la famosa frase de Nebrija, indicando que siempre la lengua fue compañera del Imperio). El vascuence sigue siendo el idioma mayoritariamente hablado por el pueblo en algunos territorios (lo seguirá siendo hasta bien entrado el siglo XIX), pero se trata de un idioma con escasa consideración social y todavía no ha llegado a convertirse en vehículo de cultura (no, al menos, de cultura escrita). Por otra parte, han desaparecido ya (han sido asimiladas o quedan reducidas a la mínima expresión) aquellas minorías lingüísticas que veíamos en la Edad Media (poblaciones que empleaban el occitano, el árabe o el hebreo) y, por tanto, apenas hay ya aportaciones significativas de estas lenguas en el terreno de la literatura.

Un hecho clave para la difusión de la cultura que se produce en el siglo XV es la invención de la imprenta, que va a permitir la difusión de cientos de ejemplares de las obras que antes solo podían circular en número muy reducido a través de copias manuscritas. La imprenta va a permitir que se conozcan los textos de los grandes clásicos griegos y latinos, que ahora se difunden merced a las investigaciones de los humanistas del Renacimiento (recuérdense los famosos elogios que, ya en el siglo XVII, dedicarán Lope de Vega y Quevedo a la imprenta y los libros). Encontramos libros impresos en Navarra desde fecha bastante temprana: así, habrá imprentas funcionando en Pamplona, Estella y Tudela, por lo menos. Se ha generado cierta discusión sobre cuál sería el primer incunable navarro: se habla del Manuale secundum consuetudinem ecclesiae pampilonensis, salido de las prensas del taller de Arnaldo (o Arnao) Guillén de Brocar (o Brocario) en 1490, libro del que existen detalladas descripciones, pero del que hasta hace pocos años no se conocían ejemplares.

Marca de impresor de Arnao Guillén de Brocar.

Tradicionalmente la primera noticia que se tuvo de una obra impresa en Pamplona, por el citado Arnaldo Guillermo Brocario, fue relativa a tres libros del fraile Pedro de Castrovol en el año 1489 (con nuevas ediciones en 1492 y 1496). De hacia los mismos años es una gramática del bajonavarro Esteban de Masparrautha, titulada Regulae (1492), el Epílogo en medicina y cirugía (1495) y la denominada Dieta Salutis (1497). Sea como sea, hay que destacar la actividad de humanistas e impresores en Navarra desde fechas muy tempranas. Para estas cuestiones puede consultarse el libro La imprenta en Navarra. V Centenario de la imprenta en España (Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1974) y, por supuesto, el primero de los nueve volúmenes de la monumental obra de Antonio Pérez Goyena Ensayo de bibliografía navarra. Desde la creación de la imprenta en Pamplona hasta el año 1910 (Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1947-1964)[1].


[1] Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, Navarra. Literatura, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Cultura y Turismo-Institución Príncipe de Viana), 2004.

El Compendio de toda la Filosofía natural de Aristóteles (Estella, Adrián de Amberes, 1547)

(Va dedicada la entrada de hoy a dos buenos amigos: Joaquín Ansorena, amante de la cultura e impulsor del proyecto de reedición facsimilar del Compendio…, y a Luis Artica, cuidadoso maestro en el noble arte de la edición artesanal de libros.)

Un magnífico ejemplo de la actividad de la imprenta en Navarra al servicio de la difusión de los saberes humanísticos lo tenemos en el Compendio de toda la Filosofía natural de Aristóteles (Estella, Adrián de Amberes, 1547), preparado por Fray Diego de Canales (su nombre no figura en la portada, junto al título, sino que se declara su apellido al final de unos versos latinos preliminares: «O decus, o generi decus immortale Canales, / me precor accipias in tua iussa. Vale»).

Compendio de toda la Filosofía natural de Aristóteles (1547)

La génesis del libro la explica el propio autor al final de la dedicatoria «Al Muy Reverendísimo Padre Fray Diego de Sahagún»:

En el ocio de las lecciones (aunque ha sido harto poco) yo había intentado de hacer en metro castellano un breve epílogo de la Filosofía natural que había oído, a fin que mejor en la memoria me quedase; y sabido por algunas memorias de entendimiento y doctrina, fueles tan acepto, que cuasi me le hurtaban a pedazos. Ofrecióseme aquel precepto del Levítico que al principio dije [se refiere a las primicias de la cosecha entregadas al sacerdote]; y considerando ser decente, que pues yo había cogido esta poca de mies, dándome aparejo V. R. P., la ponga en sus manos, para que, haciendo a Dios gracias, debajo de sus alas sea levantado y favorecido, como son hoy por él encumbradas y autorizadas las letras. Suplico a V. R. P. no deje de advertir que, dado yo no ofrezca profundidad de misterios esmaltados en oro, ni elocuencia labrada en plata, deseo a lo menos ofrecer los pelos de cabra en la labor que el príncipe de los filósofos nos enseñó en las cosas naturales; y admitida esta de V. R. P. con benigno favor, no dejaré de intentar adelante lo que el mesmo labró de las costumbres con maravilloso artificio. Vale.

Como vemos, la idea es redactar un resumen de las lecciones de Filosofía natural aprendidas en Aristóteles, recurriendo al verso como técnica nemotécnica, es decir, como instrumento didáctico que facilitase el trabajo de la memoria. Por otra parte, Canales —sin abandonar el tono tópico de la humilitas propio de estos textos preliminares— señala en la octava 7 del «Prohemio» cuál ha sido su método de trabajo y pide se disculpen sus posibles faltas:

El texto pretiendo de recopilar
según los doctores nos han declarado;
porné mi trabajo con todo cuidado
por tus documentos la obra guiar.
Suplico humilmente lo quieras limar
en faltas y sobras frecuentes halladas,
las cuales seyendo por ti limitadas
ningún estropiezo pretienden hallar.

El autor nos habla, asimismo, de la utilidad del libro en las coplas 11 y 12, que se presentan bajo el epígrafe «De utilitate libri»:

Para mí tengo será provechosa
la filosofía en vulgar traductión,
no solo a aquellos de su profesión,
empero a los otros será deleitosa;
porque seyendo su frasis sabrosa
y la materia muy dulce y subida,
pienso será sin duda leída
antes que otra leyenda jocosa.

Los doctos y sabios podrán descansar
después que el studio les tenga cansados
leyendo sus mesmos trabajos pasados,
los cuales por tiempo se van a olvidar.
Los otros sin duda podrán levantar
sus almas, notando la gran compostura,
a su Dios eterno, que es suma holgura,
el cual sin subjecto la quiso criar.

 Al revisar la forma métrica en que está compuesto el Compendio, nos damos cuenta de que su autor ha utilizado para su redacción la copla de arte mayor castellano. Pero si además hacemos el ejercicio de contar el número total de octavas empleadas, descubriremos que alcanzan el número exacto de 300 (sumadas las 22 correspondientes al «Prohemio del autor», las 277 del tratado propiamente dicho y una última de envío al General de su Orden), circunstancia que no parece sea fruto de la mera causalidad. Más bien obedece a un objetivo previo, y no resulta demasiado complicado descubrir que el modelo ha sido Juan de Mena, uno de los escritores más destacados (junto con el Marqués de Santillana y Jorge Manrique) de la literatura peninsular del siglo XV. Por si nos quedase alguna sombra de duda, el propio Canales menciona expresamente a Mena (en las octavas 9 y 10) entre los ilustres precedentes que justifican lo que para algunos podría ser un atrevimiento, es decir, «traer [‘trasladar, traducir’] al filósofo en verso vulgar»:

Traer al filósofo en verso vulgar
ser cosa indecente podrían decir,
mas puédese esto muy bien impedir
pues otros lo mismo quisieron usar (octava 9, vv. 1-4).

No creo pensaban hacer poquedades
el gran Joan de Mena, Petrarca y el Dante,
los cuales dejaron dechado bastante
por clara reseña de sus dignidades (octava 10, vv. 5-8).

 Los tres insignes escritores citados, el español y los dos italianos, sirven a nuestro autor para justificar el empleo de una lengua romance como vehículo apto, a la par del latín, para difundir la cultura. Como antes indiqué, este hecho se inserta en el contexto de la difusión de los valores del Humanismo.

Algunas cuestiones interesantes al abordar el estudio del Compendio tienen que ver, por tanto, con la métrica y la retórica. Señalaba que, a la hora de escribir su Compendio, Canales toma como modelo a Juan de Mena, autor, entre otros títulos, del Laberinto de Fortuna. Esta obra de Mena es un precedente claro en dos aspectos: por un lado, su Compendio aristotélico está redactado en coplas de arte mayor castellano; pero, además, suma un total de trescientas octavas, de forma similar a lo que sucede con el Laberinto de Fortuna, obra también conocida como Las trescientas por ser ese el número aproximado de coplas de que consta (en realidad, son doscientas noventa y siete). En unas palabras «Al mesmo lector» se refiere precisamente Canales a la dificultad técnica del metro elegido, la octava de arte mayor castellano; la necesidad de ajustarse a ese rígido esquema de versificación basado en la distribución de los acentos y el hecho, además, de tener que introducir tecnicismos propios del lenguaje filosófico, puede dar como resultado algunos «vocablos sin vida» o algunos «versos compuestos sin orden medida»:

Si en la corteza acaso hallados
fueren algunos vocablos sin vida
o versos compuestos sin orden medida
suplico al leyente no sean notados;
porque verán los considerados
sus términos proprios tener esta sciencia,
los cuales en verso no forman sentencia
si no se pusiesen del todo mudados (octava 17).

Esta es, precisamente, una de las dificultades que puede encontrar el lector moderno en una obra como el Compendio de toda la Filosofía natural de Aristóteles: la cadencia del verso, los tecnicismos filosóficos, el escaso ornato retórico (no olvidemos que no estamos ante una obra literaria, sino ante una pieza con un objetivo eminentemente didáctico). Sin embargo, se trata de un libro especialmente interesante porque resume la manera en que se enseñaba y se aprendía la filosofía natural de Aristóteles en un centro difusor de cultura como fue el Monasterio de Irache[1].


[1] Ver ahora Compendio de toda la Filosofía Natural de Aristóteles (Estella, Adrián de Amberes, 1547), edición facsímil patrocinada por la Asociación de Amigos del Monasterio de Irache, introito de Joaquín Ansorena Casaús, estudios preliminares de Roberto San Martín Casi, M.ª Idoya Zorroza y Carlos Mata Induráin, epílogo de Luis Artica Asurmendi, Pamplona, Ediciones Artesanales Luis Artica Asurmendi, 2004.

El Humanismo y la defensa de las lenguas vernáculas

El desarrollo de la imprenta —importante en Navarra, como apuntaba en otra entrada— va unido al auge de los autores humanistas, y a su defensa de las lenguas vernáculas. Recordemos que el Humanismo es una corriente intelectual caracterizada por el deseo de asimilación del pensamiento, la literatura y el arte de la Antigüedad clásica[1]. Dante, Boccaccio y, sobre todo, Petrarca, los autores italianos más importantes de los siglos XIII y XIV, suponen su punto de arranque, en los albores del Renacimiento.

Petrarca

Más tarde se les sumarán Pietro Bembo, Baltasar de Castiglione, León Hebreo, Ludovico Ariosto, Erasmo de Rotterdam…, y en España Alonso de Palencia, Elio Antonio de Nebrija, Juan y Alfonso de Valdés, Luis Vives o Arias Montano, entre otros. Frente al pensamiento teocéntrico medieval, todos estos intelectuales —que tienen un profundo conocimiento del pasado grecolatino— colocan al hombre en el centro de su cosmovisión (humanitas) y privilegian como valor destacado la cultura.

Los humanistas, por un lado, potencian la recuperación de las lenguas clásicas (griego, latín, hebreo…), que ellos dominan a la perfección. Pero, al mismo tiempo, consideran que las lenguas vernáculas —hasta entonces no suficientemente valoradas— constituyen un vehículo adecuado para el cultivo de las ciencias, para la transmisión de los saberes y para la expresión literaria. En este sentido, es esencial un tratado de Dante escrito en latín, De vulgari eloquentia (Sobre la lengua vulgar), en el que lanza un brioso alegato en defensa del italiano. En el mismo sentido se manifestaría, ya en el XVI, el veneciano Pietro Bembo —autor de Gli Asolani y sistematizador del petrarquismo— con su trabajo Prose della lingua volgare.

En el ámbito hispánico, el hito más importante que debemos recordar es, sin duda alguna, el famoso Arte de la lengua castellana (1492) de Nebrija, que se convierte, precisamente, en la primera gramática de una lengua vulgar. En esta obra, Nebrija dignifica el castellano, equiparándolo al latín, y manifiesta su idea de que es una lengua válida desde el punto de vista político y también desde el artístico. Estamos, pues, en un contexto de estima creciente por las lenguas vulgares, aunque a la altura de 1533 Garcilaso de la Vega se lamenta todavía: «Yo no sé qué desventura ha sido siempre la nuestra que apenas ha nadie escrito en nuestra lengua, sino lo que se pudiera muy bien excusar». Por su parte, Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua (1535), señala:

… como sabéis, la lengua castellana nunca ha tenido quien escriba en ella con tanto cuidado y miramiento cuanto sería menester para que hombre, quiriendo o dar cuenta de lo que scribe diferente de los otros, o reformar los abusos que hay hoy en ella, se pudiese aprovechar de su autoridad.

Y, en la misma obra, consigna estas expresivas palabras:

Todos los hombres somos más obligados a ilustrar y enriquecer la lengua que nos es natural y que mamamos en las tetas de nuestras madres, que no la que nos es pegadiza y que aprendemos en libros.

No menos tajante se muestra Cristóbal de Villalón en su Proemio a la Gramática castellana (1558): «La lengua que Dios y naturaleza nos ha dado, no nos debe ser menos apacible que la latina, griega y hebrea». En fin, entre las muchas citas que cabría aducir, podemos recordar el testimonio de dos escritores navarros, Juan Huarte de San Juan, nacido en Ultrapuertos, y el cascantino fray Pedro Malón de Echaide. El primero realiza una «apasionada defensa» de la lengua castellana en el capítulo VIII de su Examen de ingenios para las sciencias (1575):

De ser las lenguas un plácito y antojo de los hombres, y no más, se infiere claramente que en todas se pueden enseñar las ciencias, y en cualquiera se dice y declara lo que la otra quiso sentir. Y así, ninguno de los graves autores fue a buscar lengua extranjera para dar a entender sus conceptos; antes los griegos escribieron en griego, los romanos en latín, los hebreos en hebraico y los moros en arábigo; y así hago yo en mi español, por saber mejor esta lengua que otra ninguna.

Asimismo, el «Prólogo del autor a los lectores» que antepone Malón de Echaide a su tratado ascético La conversión de la Madalena (1588) constituye un vigoroso alegato en favor del castellano, en el que viene a destacar, del mismo modo, su capacidad para ser vehículo conductor de cultura, por ejemplo para que puedan verterse en esta lengua los comentarios escriturísticos:

A los que dicen que es poca autoridad escribir cosas graves en nuestro vulgar, les pregunto: ¿la ley de Dios era grave? La Sagrada Escritura que reveló y entregó a su pueblo, adonde encerró tantos y tan soberanos misterios y sacramentos y adonde puso todo el tesoro de las promesas de nuestra reparación, su encarnación, vida, predicación, doctrina, milagros, muerte, y lo que su majestad hizo y padeció por nosotros; todo esto […], ¿en qué lengua lo habló Dios, y por qué palabras lo escribieron Moisén y los Profetas? Cierto está que en la lengua materna en que hablaba el zapatero y el sastre, el tejedor y el cavatierra, y el pastor y todo el mundo entero. […] Pues si misterios tan altos y secretos y tan divinos se escribían en la lengua vulgar con que todos a la sazón hablaban, ¿por qué razón quieren estos envidiosos de nuestro lenguaje que busquemos lenguas peregrinas para escribir lo curioso y bueno que saben y podrían divulgar los hombres sabios?

Y, con argumentos parecidos a los de Huarte de San Juan, explica que Platón, Aristóteles, Pitágoras y todos los demás filósofos griegos escribieron sus obras en su lengua materna; que Cicerón escribió «en la lengua que aprendió en la leche», lo mismo que hicieron Marco Varrón, Séneca o Plutarco; y se queja, en fin, de aquellos a los que les parece «poca gravedad escribir y saber cosa buena en nuestra lengua»:

No se puede sufrir que digan que en nuestro castellano no se deben escribir cosas graves. ¡Pues cómo! ¿Tan vil y grosera es nuestra habla que no puede servir sino de materia de burla? Este agravio es de toda la nación y gente de España, pues no hay lenguaje, ni le ha habido, que al nuestro haya hecho ventaja en abundancia de términos, en dulzura de estilo y en ser blando, suave, regalado y tierno y muy acomodado para decir lo que queremos, ni en frases ni rodeos galanos, ni que esté más sembrado de luces y ornatos floridos y colores retóricos, si los que tratan quieren mostrar un poco de curiosidad en ello.

Y, en efecto, durante este siglo, el XVI, y también en el XVII (los dos Siglos de Oro de nuestras letras), poetas y prosistas pulen el castellano, eliminando de él todo lo que todavía podía tener de lengua tosca y medieval. La altura literaria a la que consiguen elevar el idioma viene a colocarlo al mismo nivel, en calidad y prestigio, que las lenguas clásicas. A la pujanza literaria del español habría que añadir su expansión política, con su difusión como lengua cortesana por toda Europa (Castiglione, en El Cortesano, señala que el perfecto caballero ha de saber hablar español) y también en el Nuevo Mundo descubierto por Colón en 1492.


[1] Ver Francisco Rico, El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo, Madrid, Alianza, 1993.