Cierto parecido con el anterior relato del libro guarda «Tranquilízate, muchacho» (pp. 39-47)[1]. El protagonista es de nuevo un ser anónimo, «el muchacho», con lo que su experiencia adquiere, de alguna manera, valor universal. Este muchacho, mientras muerde una hierba sentado junto al río, recuerda una frase de su maestro: «Cuando se mira al pasado, el corazón da un vuelco…» (p. 41). El maestro les ha explicado que, estudiando, pueden ser mucho en la vida; sin embargo, el muchacho se siente feliz allí, libre, oyendo el ruido del río y de los pájaros:
Esto es vivir, pensó el muchacho. Esto y no el pueblo, y la escuela y el maestro. […] Los pájaros, las nubes, el río y la flor aquella, con el tallo húmedo y jugoso en la boca. Era su mundo, nada más (p. 42).
En cualquier caso, nota que le late deprisa el corazón. Recuerda que cinco días antes le llamó el maestro porque había faltado a clase: «Al río no van los muchachos», le dijo, palabras que le hacían ver que no era todavía un hombre, sino un chico; el maestro le explicó que debía ir a la escuela y no al río; pero él —replicó— amaba el río y odiaba la escuela. «Yo amo el río», se reafirma ahora ante un pastor, que le sonríe, y añade que quiere ir hasta el mar, llevar una vida libre. El pastor le dice: «Un día será, un día…».

La nueva escapada causa desazón al muchacho[2], pero en vez de regresar, se va más lejos; camina durante tres días, y siente de nuevo el remordimiento de su fuga: «y le dolió el corazón, como si brincara dentro de su pecho, revuelto e inquieto» (p. 46). Al final, decide regresar, aunque teme la reprimenda del maestro: «El muchacho sintió miedo y también como si el corazón quisiera salírsele fuera» (p. 46). El maestro le pregunta si, en algún momento de su aventura, el corazón le dio un vuelco. El chico se muestra intranquilo, pero el maestro pone la mano sobre su cabeza (igual que el soldado viejo del anterior relato, «El casco en la cabeza», en señal de protección) y le dice las palabras del título: «Tranquilízate, muchacho». Al verlo llorar, el viejo le asegura: «Un día será, un día…» y le sonríe, igual que hiciera el pastor, «porque ahora comenzaba a amar de verdad el mundo». Tras repetir la frase: «Tranquilízate, muchacho», suben los dos juntos hasta lo más alto de la montaña.
[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).
[2] «Y fue entonces cuando el corazón le dio un golpe y recordó las viejas palabras del maestro» (p. 45).