José María Sanjuán, cuentista

Con sus dos libros de cuentos, El ruido del sol y Un puñado de manzanas verdes, José María Sanjuán viene a representar en las letras navarras la corriente de preocupación social que invadió la narrativa española de los años 50 y 60 del siglo XX. Pero en Sanjuán, al contrario de lo que ocurre en otros autores, el cultivo de una literatura «social» no disminuye ni un ápice su calidad literaria. Por el contrario, el espíritu de sus relatos, y lo mismo su valor artístico, está muy cercano al de un maestro del género, Ignacio Aldecoa, que también supo mirar con la misma nostalgia a los seres más desprotegidos de la sociedad.

Historia de la Literatura Navarra, de José María Corella

Esta circunstancia es interesante en el panorama de la historia literaria de Navarra, porque apenas encontramos en otros escritores navarros de los mismos años una preocupación similar, inmersos como estaban —por lo general— en el cultivo de los temas costumbristas o históricos, o bien centrados en la construcción de mundos narrativos personales (caso de Rafael García Serrano o Carmela Saint-Martin).

Valoración de «Un puñado de manzanas verdes», de José María Sanjuán

Los cuentos de este libro, Un puñado de manzanas verdes, escritos con trazos sencillos pero vigorosos, son páginas llenas de vida: se advierte en ellos un pálpito de humanidad y ternura, también de emocionada nostalgia.

Jornaleros

José María Sanjuán sabe dar a cada anécdota, a cada detalle, la máxima categoría estilística. Destaca su capacidad para captar los diversos sentimientos de los personajes: el miedo, la esperanza, la angustia, la resignación, en especial de los seres más desvalidos de la sociedad (niños, jóvenes jornaleros, emigrantes, personas derrotadas…), de nuevo vistos cariñosamente por el narrador, envueltos en su mirada tibia y amorosa. Tal es, sin duda alguna, uno de los principales valores de esta hermosa colección de relatos.

Los cuentos de José María Sanjuán: «El secreto»

«El secreto» (pp. 105-115)[1] es un relato en primera persona, como revelan las palabras iniciales: «Ni siquiera escuché el ruido. Nada. Solamente sé que de pronto torcí mi vista y vi llegar a un hombre que caminaba lentamente hacia mí» (p. 107). El narrador-protagonista es un muchacho que vive con su madre, sus hermanos y un tío. El recién llegado es un hombre joven, muy moreno, con ojos duros y penetrantes, de mediana estatura, bien trajeado, con una cicatriz en la frente. Cuando le pregunta si hay guardias en la casa, el joven siente un escalofrío: «Aquel hombre tenía algún secreto y además estaba sediento» (p. 109). Como en uno de sus sermones el cura había hablado de la obra de misericordia de dar de beber al sediento, decide asumir el riesgo de esta aventura: para evitar preguntas, en vez de subir a la cocina trae el agua del pozo y le da dos vasos. Vienen después los compañeros del hombre, y también les da de beber. «Aquello indudablemente se ponía emocionante» (p. 111). El primer hombre pregunta por la frontera y le advierte severamente que no diga que los ha visto; si los cogen, será porque él ha hablado: «Sonreía. Me puso la mano sobre los hombros. Eran unas manos duras, correosas, morenas y encallecidas» (p. 113).

Emigrantes

Por la noche el joven no puede dormir, pensando en lo sucedido. Al día siguiente, aparecen unos guardias en casa. Siente miedo y baja al establo, para no tener que contar nada: «Así estuve todo el resto del día, vagando por la casa, sin hablar con nadie, escondiendo aquel secreto que me quemaba la sangre y el pecho» (p. 114). Los guardias se van y queda más tranquilo. Al atardecer, mientras permanece tumbado en la cuneta —pues sigue sin querer hablar con nadie— ve aparecer de repente a tres hombres y tres guardias y al hombre moreno, con un guardia a cada lado, que le clava una mirada acusadora: «Yo tenía miedo y me puse a temblar». Uno de sus familiares comenta que son portugueses, de los que quieren pasar a Francia a trabajar:

Dijo mi tío, y yo cerré los ojos. Sentía un mareo y los músculos me los notaba tensos y duros. Me sentía culpable sin saber el porqué (p. 115).


[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).

Los cuentos de José María Sanjuán: «El ojo del mundo»

Cinco secuencias separadas por blancos tipográficos forman «El ojo del mundo» (pp. 91-103)[1]. La primera presenta a un niño obsesionado porque le dicen que no debe mirar por unas ventanas de la casa, pero no le dan ninguna explicación[2]. Un atardecer de domingo en que el muchacho insiste en preguntar por qué no debe mirar, la señora con la que vive le contesta que porque es el ojo del mundo.

Niño en la ventana

En la segunda secuencia se describe aquella extraña casa y se comenta que el muchacho estuvo antes en otra (¿un reformatorio, la inclusa?; él ni siquiera sabe cómo ha llegado allí). Se oyen silencios «que daban al patio y a la casa un instante de intimidad, de secreto y hasta de misterio» (p. 97). La mujer, aludiendo a las ventanas tras las que se escuchan vagas conversaciones de hombres y mujeres, insiste en «que aquello era el mundo y que no debía mirar nunca por allí» (p. 98).

En la tercera secuencia el niño sigue observando «la vida misteriosa y extraña de aquella casa» (p. 98), y descubre que los sábados, domingos y últimos días de mes y, también en los atardeceres, se escuchan menos voces.

Cuarta secuencia. La mujer, que limpia los cuartos con un mohín de disgusto, exclama: «¡Qué vida! ¡Qué mundo!». Y añade misteriosamente para el muchacho: «El mundo está ahí, detrás, el que tú no conoces… pero que nos da de comer» (p. 101).

La quinta secuencia trae el desenlace: un atardecer[3] unos guardias precintan la casa, y el muchacho, desalojado de allí, «se encontró en el camino solo y sin rumbo». Sigue contemplando la casa, la tapia y las seis ventanas, hasta que se las tapa un olivo. «Entonces torció hacia levante y se perdió sendero adelante, triste y a punto de llorar. Pensó en la vida y en el mundo, y lo imaginó cerrado ya, como ciego para siempre» (p. 103). Aunque el autor en ningún momento lo dice explícitamente, queda claro que se trataba de una casa de citas.


[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).

[2] «Desde que estaba en aquella casa siempre le habían dicho lo mismo. La mujer le señalaba la larga pared, las ventanas, seis en total, pintadas con un verde pálido, comido por el sol: / –Por ahí no debes mirar nunca, ¿me entiendes?» (p. 93).

[3] «Sucedió casi de pronto, un atardecer, que era cuando realmente sucedían las cosas mejores y más misteriosas allí, bajo el pedazo de cielo trapezoidal que se extendía por encima de la tapia» (p. 101). La noche anterior había visto «cosas extraordinarias y nuevas» (p. 102): gritos, ruidos de hombre y mujer, etc.

Los cuentos de José María Sanjuán: «Un puñado de manzanas verdes»

Manzanas verdes«Un puñado de manzanas verdes» (pp. 79-89)[1] es el cuento que da título al volumen. Sentados junto a la puerta de casa, un «viejo» muestra al «muchacho» —de nuevo personajes anónimos designados genéricamente— los árboles de la huerta, que están repletos de manzanas; pero el anciano le advierte reiteradas veces que están todavía verdes: «Y el viejo lo decía con nostalgia, pero con dureza. Con la palabra muy firme, como si estuviera encallecida de tanto murmurarlo» (p. 81). Le explica que hay que esperar a que maduren, al tiempo que le clava su mirada «gris, acerada, punzante». «Hería la mirada del viejo cuando la clavaba de aquella manera» (p. 81), pero el niño siente una profunda admiración por él:

Y pensó enseguida que era hermoso imitar al viejo. Porque el viejo sabía muchas cosas del mundo, de la vida, de los árboles y de las manzanas (p. 82).

En efecto, lo que sucede con las manzanas constituye una buena enseñanza para la vida: hay que saber esperar, «porque todas las cosas tienen su tiempo, su momento» (p. 83). La relación que une a ambos personajes se explica a través de un flash-back: «Todo había comenzado unos días antes»; el niño, al pasar por los frutales, dio un tirón de una manzana y rompió la rama; el viejo, lejos de reñirle, le explicó que las manzanas estaban todavía verdes y se hicieron amigos; ahora suele recordarle que, en la vida, «las cosas hay que cogerlas a su tiempo, sin prisas» (p. 86). En primavera muere el viejo; el niño visita su tumba muchos días, hasta que al, llegar el tiempo de las manzanas, una mujer le da una cesta con ellas y recuerda que el anciano le decía que su vida sería distinta cuando creciese y madurase, como las manzanas: «Con los ojos cerrados iba recordando las palabras del viejo y le sonaban dentro, en el corazón, como una melodía suave y hermosa» (p. 89).


[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).

Los cuentos de José María Sanjuán: «Es cosa de muchachos»

Paseo bajo la lluviaEn «Es cosa de muchachos» (pp. 69-78)[1] irrumpe una voz narradora en primera persona: «En una de esas casas vivía el abuelo, y vivía yo también» (p. 71). El narrador recuerda sus estancias a temporadas en aquella casa con sus primos Mario y Carolina y describe al abuelo, que tenía una especie de manía con las campanas; de hecho, vivía en aquel barrio por las campanas de las distintas iglesias, que eran para él como el telégrafo del cielo[2]. Cuando cometía alguna travesura —por ejemplo, pasear bajo la lluvia—, el abuelo le disculpaba cómplice ante la tía Lola con un: «¡Cosas de muchachos!». A veces le preguntaba qué sería de mayor: «Y yo siempre le contestaba que me gustaría ir por el mundo, solitario, en días de lluvia, para mojarme bien y recibir el agua suave y tibia de las nubes», porque esa era «una forma hermosa de ir por el mundo» (p. 75).

La segunda secuencia, separada de la anterior por un blanco, explica por qué el abuelo rechazó tajantemente la idea de su nieto de ir a Cuba: «Más tarde, un día, no sé cuándo, la tía me dijo que al abuelo le habían matado a su padre en aquellas tierras. Entonces comprendí el porqué no quería que yo fuese a vivir aventuras a aquellas tierras» (pp. 76-77).

La tercera presenta el desenlace: «Sucedió un atardecer» (p. 77), mientras suenan las campanas:

Las Agustinas dieron las campanadas de las ocho, Y casi a continuación sonaron las de San Cerni. Y poco después las de San Lorenzo. Entre unas y otras se murió el abuelo. Llovía. Y la calle aquella parecía más estrecha, más llena de sombras, más aislada y silenciosa (p. 77).

Es una lluvia menuda y tibia. El joven, al que no le dejan ver el cadáver, llora y siente rabia, y se le escapa una sonrisa triste y vaga: el abuelo ya no habría dicho que «era cosa de muchachos», sino «eran cosas de hombres ya». Cuando lo llevan a enterrar suenan las campanas al unísono, no como antes, que sonaban por separado:

Yo lo sé porque no me dejaron ir al cementerio y las escuché en silencio, junto al balcón panzudo de cristales, llorando en silencio. Yo sabía que el abuelo me estaba contemplando y sonreía. Me acuerdo como si fuese ahora (p. 78).


[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).

[2] Cfr. estos pasajes: «Las campanas tienen algo de cielo, ¿eh?, como si te llamaran para ir allí… […] Cualquier día nos llamarán a nosotros también, ya verás»; «son como si nos invitaran a seguirlas al cielo…» (p. 73). Por los topónimos mencionados, el relato parece ambientado en Pamplona: San Cerni[n], Agustinas, San Miguel, Plaza de San Francisco: «Era una ciudad fresquita en verano, pero helada y húmeda en invierno. Llovía mucho. Pero era una lluvia hermosa, suave, finísima, que casi ni te enterabas cuando caía» (p. 73); «Era una ciudad sonolienta, hecha para las nostalgias. Con grandes alamedas de árboles de copa ancha y tronco recio y rugoso» (p. 75).

Los cuentos de José María Sanjuán: «Cerca del horizonte»

Un relato muy logrado es «Cerca del horizonte» (pp. 59-67)[1], que presenta las esperanzas de mejorar de vida de Pruden, humilde jornalero que se marchó de su pueblo alentado por su maestro[2], un temporero que trabajaba en el campo de sol a sol, «desde el alba hasta la última luz» (p. 61). Pruden recuerda una frase de su admirado maestro: «En los pueblos, la muerte, ya lo ves. Trabajar, casarse y un montón de hijos. ¡Aquí no saben otra cosa!» (p. 62). Su mayor deseo es ir a la ciudad, para poder medrar: «Y le entraba dentro una hinchazón de viento nuevo, y en el pecho se le iba formando una llama grande y expansiva. Algo así como esperanza y dolor» (p. 62). Sus pensamientos e ilusiones se nos van revelando a través de su conversación con otro jornalero, Tomás, un rubianco conformista:

Pero él tenía ya un lío grande en la cabeza y en el pecho un nudo gordo que le apretaba y le hacía daño. […] Y cada verano bajaba un poco más, siempre con ganas, con ilusiones de encontrar el límite de su esperanza y luego venía la frustración y la nada. Y tornaba el nudo a ensanchársele dentro, donde el pecho, y a un lado, en el corazón también. [De noche] pensaba largo y soñaba porque creía que así el nudo se le saltaría un día y podría vivir más ligero y con menos ganas de trotar y de buscar lo que no veía bien, lo que intuía dentro, pero que no llegaba a comprender (p. 63).

Hombre mirando al horizonteEnsimismado, la noche le trae morriña, mientras fuma y mira al cielo, al horizonte: «Y sintió en el pecho la fuerza del nudo y la esperanza también y muchas cosas más revueltas y en desorden» (p. 64). Expone a su compañero su idea de ir a la ciudad a aprender un oficio; Tomás, en cambio, se muestra partidario de seguir con la misma vida, en las eras, sin más futuro que seguir manejando la hoz[3]. Pruden siente ansias de superarse («Andar siempre así, a tumbos, acaba por agotar…»), mientras que Tomás se resigna con su suerte («¡Nacimos para eso!»). Pruden está ya convencido de que no quiere seguir viviendo así[4]; tiene esperanza y, mirando al horizonte rojizo, nota que se le empieza a deshacer el nudo de su angustia. Pero entonces una vieja repite la llamada para la cena y el mayoral les manda que vayan a buscar el ganado. La orden, que le devuelve a la realidad, quiebra brutalmente su sueño de mejorar: Pruden siente rabia y dolor porque todo va a seguir igual; el destino de los hombres como él es, según sentenciara Aldecoa en el título de uno de sus relatos más famosos, «seguir de pobres»[5].


[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).

[2] «Se lo había dicho el maestro, unos años antes, por el verano, cuando el polen de las eras formaba nubes densas en el aire. / –Aquí no tienes nada que hacer…» (p. 61). El joven cree que el maestro es un sabio: «Aquel hombre seguramente conocería los secretos del mañana, la gestación primorosa de las profesiones y de los oficios» (p. 61).

[3] Tomás le resulta antipático por su risa desagradable: «una risa grande y dañosa, como de garganta averiada» (p. 64); «aquella risa que hacía daño, que dolía, que acababa metiéndose dentro como una blasfemia, como una burla» (p. 64); «la carcajada aquella, estridente y gruesa» (p. 65).

[4] Pruden, en efecto, no desea que todos los días sigan siendo iguales: «Y se le imaginaba su vida como una gran rueda, tosca y pesada, dando siempre las mismas vueltas, oscilando siempre alrededor del mismo eje. Y pensó que allí no estaba la salvación ni la alegría» (p. 65).

[5] Hay que destacar el cambio de luz que se aprecia en el relato, que comienza con claridad y acaba simbólicamente con el cielo oscuro, negro.

Los cuentos de José María Sanjuán: «El miedo»

«El miedo» (pp. 49-57)[1] comienza con estas palabras: «El Nino empujó la puerta y se metió en la casa. Había un pasillo estrecho y oscuro y, al final, una luz mortecina, agonizante» (p. 51). Se trata de un muchacho, niño aún, al que su padre le ha dicho que debe cumplir sin miedo con una obligación social: acudir a un velatorio[2]. La narración nos transmite el desasosiego del joven, al indicar que le sube «como un aire malo y lleno de pinchos» (p. 51) y al insistir en la «luz triste y agria», «la luz siniestra» (pp. 52 y 53) del pasillo que atraviesa.

El velorio, de José JaraVarios hombres charlan (gente pobre, que alude a «eso», «la cosa», «cosas del Otro», eufemismos para evitar referirse a la muerte con su nombre), mientras sigue destilándose en el pasillo «la luz triste y a medio morir» (p. 55). Uno de los presentes dice a Nino que se acerque, que el cadáver no muerde; un niño pequeño le pregunta también si no pasa: «Y el Nino se quedó cortado, hecho de piedra, con la voz y la mirada hechas un puro hielo. No contestó» (p. 56). De repente, le empujan y, al ver los pies rígidos y el vientre hinchado del cadáver «grande como un globo», se marea y cae al suelo. En este cuento es magnífica la descripción del ambiente, sofocante para el muchacho: la luz, el olor, los sonidos desagradables[3]…, todo lo cual contribuye a transmitirnos con acierto la sensación de miedo del muchacho, que da título al relato:

El Nino sintió cómo un aire helado le subía por la espalda y le apretaba el cogote. Se notaba mal, muy mal allí. Le temblaban las piernas y a ratos sentía como si le estuviesen pinchando y le hiciesen agujeritos por todo el cuerpo. Notaba calor y frío al mismo tiempo (p. 55).


[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).

[2] Existe aquí una especie de «cuento dentro del cuento», al referirse brevemente la historia del padre, matador; éste le dice que acuda «sin miedo, sin dudar, como el buen torero que sale a la plaza y pisa con dudoso paso la arena ardiente y siente cómo del estómago le sube la oleada del miedo, del terror, pero se sabe sobreponer y luego se lía a dar verónicas y derechazos que es un placer» (p. 52). Poco después explica el narrador: «Al padre del Nino le gustaba hacer comparanzas con lo de los toros» (p. 52).

[3] A la luz mortecina del pasillo, hay que añadir las «voces chillonas, picadas, que herían los oídos y el alma» de unas viejas, cierto tufillo acre del ambiente («el aire aquel viciado, oscuro, lleno de torpeza»), etc.

Los cuentos de José María Sanjuán: «Tranquilízate, muchacho»

Cierto parecido con el anterior relato del libro guarda «Tranquilízate, muchacho» (pp. 39-47)[1]. El protagonista es de nuevo un ser anónimo, «el muchacho», con lo que su experiencia adquiere, de alguna manera, valor universal. Este muchacho, mientras muerde una hierba sentado junto al río, recuerda una frase de su maestro: «Cuando se mira al pasado, el corazón da un vuelco…» (p. 41). El maestro les ha explicado que, estudiando, pueden ser mucho en la vida; sin embargo, el muchacho se siente feliz allí, libre, oyendo el ruido del río y de los pájaros:

Esto es vivir, pensó el muchacho. Esto y no el pueblo, y la escuela y el maestro. […] Los pájaros, las nubes, el río y la flor aquella, con el tallo húmedo y jugoso en la boca. Era su mundo, nada más (p. 42).

En cualquier caso, nota que le late deprisa el corazón. Recuerda que cinco días antes le llamó el maestro porque había faltado a clase: «Al río no van los muchachos», le dijo, palabras que le hacían ver que no era todavía un hombre, sino un chico; el maestro le explicó que debía ir a la escuela y no al río; pero él —replicó— amaba el río y odiaba la escuela. «Yo amo el río», se reafirma ahora ante un pastor, que le sonríe, y añade que quiere ir hasta el mar, llevar una vida libre. El pastor le dice: «Un día será, un día…».

Niño en las rocas, de Joaquín Sorolla

La nueva escapada causa desazón al muchacho[2], pero en vez de regresar, se va más lejos; camina durante tres días, y siente de nuevo el remordimiento de su fuga: «y le dolió el corazón, como si brincara dentro de su pecho, revuelto e inquieto» (p. 46). Al final, decide regresar, aunque teme la reprimenda del maestro: «El muchacho sintió miedo y también como si el corazón quisiera salírsele fuera» (p. 46). El maestro le pregunta si, en algún momento de su aventura, el corazón le dio un vuelco. El chico se muestra intranquilo, pero el maestro pone la mano sobre su cabeza (igual que el soldado viejo del anterior relato, «El casco en la cabeza», en señal de protección) y le dice las palabras del título: «Tranquilízate, muchacho». Al verlo llorar, el viejo le asegura: «Un día será, un día…» y le sonríe, igual que hiciera el pastor, «porque ahora comenzaba a amar de verdad el mundo». Tras repetir la frase: «Tranquilízate, muchacho», suben los dos juntos hasta lo más alto de la montaña.


[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).

[2] «Y fue entonces cuando el corazón le dio un golpe y recordó las viejas palabras del maestro» (p. 45).

Los cuentos de José María Sanjuán: «El casco sobre la cabeza»

Cascos de combate«El casco sobre la cabeza» (pp. 29-38)[1] lleva como lema una cita de León Felipe: «Ahora… / cuando el soldado se / afianza bien el casco / sobre la cabeza». Presenta a unos soldados que marchan de nueve en fondo, con su sargento al frente. El más joven pregunta si les darán casco y le contestan que luego. «Era joven, un muchacho. La sonrisa era también así: joven, fácil, franca, con algo de ilusión» (p. 32). El muchacho (anónimo, como los otros de estos relatos) insiste en pedir el casco y un soldado viejo, que se convierte en su protector, le explica que tomarán medidas a su debido tiempo.

El anciano, que habla poco —y en tono sentencioso cuando lo hace—, es un soldado experimentado, cansado y con el alma encallecida: «El viejo tenía raíces ya. […] Pero era viejo y sabía bien del oficio y de la vida» (p. 33). Mientras el joven recuerda la ciudad, los amigos, las muchachas, la unidad recibe el aviso de que va a pasar la aviación enemiga, y el viejo le da su lección: «En la guerra no hay muertos. Hay cementerios. ¡Apréndelo, muchacho! […] Como una lección. Es ley» (p. 35). Ahora, en la posición de combate, el joven dispone por fin de un casco. El cielo rojizo parece un presagio de sangre[2]; pero el bisoño soldado nota que una mano se posa tranquilizadora sobre su cabeza[3]. Es el viejo soldado, que trata de animarlo con ese gesto protector y con su sonrisa: «Calma, muchacho, no pasa nada…» (p. 38).


[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).

[2] «Había luna, y al fondo en el horizonte llameaba el cielo. Rojo, violeta a veces» (p. 35); «Arriba el cielo aparecía coloreado del todo, entintado y jubiloso como si fuese de día» (p. 37).

[3] Este mismo gesto lo encontramos en otros dos relatos: en «Tranquilízate, muchacho» y en «Es cosa de muchachos»; cito de este último: «Luego me ponía su ancha mano sobre mi pelo revuelto y movía su cabeza» (p. 72).