Un relato muy logrado es «Cerca del horizonte» (pp. 59-67)[1], que presenta las esperanzas de mejorar de vida de Pruden, humilde jornalero que se marchó de su pueblo alentado por su maestro[2], un temporero que trabajaba en el campo de sol a sol, «desde el alba hasta la última luz» (p. 61). Pruden recuerda una frase de su admirado maestro: «En los pueblos, la muerte, ya lo ves. Trabajar, casarse y un montón de hijos. ¡Aquí no saben otra cosa!» (p. 62). Su mayor deseo es ir a la ciudad, para poder medrar: «Y le entraba dentro una hinchazón de viento nuevo, y en el pecho se le iba formando una llama grande y expansiva. Algo así como esperanza y dolor» (p. 62). Sus pensamientos e ilusiones se nos van revelando a través de su conversación con otro jornalero, Tomás, un rubianco conformista:
Pero él tenía ya un lío grande en la cabeza y en el pecho un nudo gordo que le apretaba y le hacía daño. […] Y cada verano bajaba un poco más, siempre con ganas, con ilusiones de encontrar el límite de su esperanza y luego venía la frustración y la nada. Y tornaba el nudo a ensanchársele dentro, donde el pecho, y a un lado, en el corazón también. [De noche] pensaba largo y soñaba porque creía que así el nudo se le saltaría un día y podría vivir más ligero y con menos ganas de trotar y de buscar lo que no veía bien, lo que intuía dentro, pero que no llegaba a comprender (p. 63).
Ensimismado, la noche le trae morriña, mientras fuma y mira al cielo, al horizonte: «Y sintió en el pecho la fuerza del nudo y la esperanza también y muchas cosas más revueltas y en desorden» (p. 64). Expone a su compañero su idea de ir a la ciudad a aprender un oficio; Tomás, en cambio, se muestra partidario de seguir con la misma vida, en las eras, sin más futuro que seguir manejando la hoz[3]. Pruden siente ansias de superarse («Andar siempre así, a tumbos, acaba por agotar…»), mientras que Tomás se resigna con su suerte («¡Nacimos para eso!»). Pruden está ya convencido de que no quiere seguir viviendo así[4]; tiene esperanza y, mirando al horizonte rojizo, nota que se le empieza a deshacer el nudo de su angustia. Pero entonces una vieja repite la llamada para la cena y el mayoral les manda que vayan a buscar el ganado. La orden, que le devuelve a la realidad, quiebra brutalmente su sueño de mejorar: Pruden siente rabia y dolor porque todo va a seguir igual; el destino de los hombres como él es, según sentenciara Aldecoa en el título de uno de sus relatos más famosos, «seguir de pobres»[5].
[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).
[2] «Se lo había dicho el maestro, unos años antes, por el verano, cuando el polen de las eras formaba nubes densas en el aire. / –Aquí no tienes nada que hacer…» (p. 61). El joven cree que el maestro es un sabio: «Aquel hombre seguramente conocería los secretos del mañana, la gestación primorosa de las profesiones y de los oficios» (p. 61).
[3] Tomás le resulta antipático por su risa desagradable: «una risa grande y dañosa, como de garganta averiada» (p. 64); «aquella risa que hacía daño, que dolía, que acababa metiéndose dentro como una blasfemia, como una burla» (p. 64); «la carcajada aquella, estridente y gruesa» (p. 65).
[4] Pruden, en efecto, no desea que todos los días sigan siendo iguales: «Y se le imaginaba su vida como una gran rueda, tosca y pesada, dando siempre las mismas vueltas, oscilando siempre alrededor del mismo eje. Y pensó que allí no estaba la salvación ni la alegría» (p. 65).
[5] Hay que destacar el cambio de luz que se aprecia en el relato, que comienza con claridad y acaba simbólicamente con el cielo oscuro, negro.