«Noche de Reyes», de Ramón Cué Romano

Vaya para este 6 de enero —Epifanía del Señor— un poema del padre Ramón Cué Romano, SJ (Puebla de Zaragoza, México, 1914-Salamanca, 2001), perteneciente a su libro Versos de Navidad (1964). Se titula «Noche de Reyes» y va fechado en 1958.

Adoración de los Reyes Magos o Epifanía, de Giotto.
Capilla de los Scrovegni o de la Arena (Padua).

Melchor, Gaspar y Baltasar.

Los tres, con pies de raso, de puntillas,
para no desvelar ojos que os sueñan,
que solo ojos cerrados
os ven pasar.

Melchor, Gaspar y Baltasar.

Esta noche existís gracias al sueño
de tantos niños. Con juguetes ciertos
vuestra falsa existencia les pagáis.

Melchor, Gaspar y Baltasar.

¿No quedará un juguete en vuestra alforja
para el niño que dentro de este viejo
me estoy naciendo y llora y sueña ya?

Melchor, Gaspar y Baltasar.

¿No encontrasteis perdido en los caminos
de la ilusión aquel juguete mío,
ave azul —mi inocencia— de cristal?

Melchor, Gaspar y Baltasar.

¿No la visteis vagar de bosque en bosque?

Melchor,
¿en tu jaula de pájaros no entró?

Gaspar,
¿no se posó en tu cetro a gorjear?

Baltasar,
¿no brincaba ante el Niño en el portal?

Melchor, Gaspar y Baltasar.

¿Quién viene de los tres con mi ave blanca?
La luz apago ya. Cierro los ojos.
Ya os sueño. Ya existís. Ya os acercáis.

Melchor, Gaspar y Baltasar.

Dadme en sueños al menos mi inocencia.
Mi mano alisará en sueños sus plumas.
Junto a mi almohada en sueños cantará…

… Melchor

… Gaspar

… Baltasar[1]


[1] Cito por Padre Cué, Versos de Navidad, La Coruña, Litografía e Imprenta Roel, 1964, pp. 47-48.

«La matanza de los inocentes», de Joaquín Antonio Peñalosa

La poesía navideña se hace eco también de la matanza de los Inocentes —la orden dada por Herodes I el Grande de ejecutar a los niños nacidos en Belén menores de dos años, tras verse engañado por los sabios de Oriente, quienes habían prometido regresar a su palacio para indicarle el lugar exacto del nacimiento de Jesús[1]—. Sin que sea un tema excesivamente prolífico, no está ausente ni en los autores de nuestro Siglo de Oro (véase, por ejemplo, la «Chanzoneta a la Virgen sobre los Inocentes» de Alonso de Bonilla), ni en poetas contemporáneos (remito a la «Nana en el día de los Inocentes» o al «Villancico cruel a un subnormal no nacido», composiciones ambas de Víctor Manuel Arbeloa). Se trata, en efecto, de un tema que permite actualizaciones de diverso signo, pues siempre han existido —y en nuestros días también siguen existiendo, y por desgracia seguirán existiendo siempre— crueles Herodes que decretan la muerte de otros Santos Inocentes.

Una de esas actualizaciones del tema clásico es la que ofrece el poema del sacerdote, escritor y académico mexicano Joaquín Antonio Peñalosa (San Luis Potosí, 1922-San Luis Potosí, 1999) «La matanza de los inocentes», cuyo sentido explicita Fernando Arredondo Ramón:

Normalmente este humorismo crítico [de Peñalosa] desaparece cuando se trata de alzar la voz contra la alteración del orden querido por Dios, que se manifiesta en el curso natural. La alteración artificial de ese curso natural, más aún si lo que lo motiva es la vanidad, el egoísmo o la codicia, activa en Joaquín Antonio una denuncia dura e incluso amarga y acusadora, como la de los profetas que apercibían al pueblo de Israel de su olvido de Dios. La primera vez que encontramos esta voz en su poética es en La cuarta hoja del trébol, que después pasará a formar parte de Un minuto de silencio, en el poema «La matanza de los inocentes», donde compara a quienes abortan y, por tanto, arrancan la vida antes de que la naturaleza lo establezca, con los que mataran a espada a los inocentes del Evangelio. Llama malditas a esas madres, por boca de las madres que perdieron a sus hijos en Belén. El tono de las increpaciones se entiende más aún sabiendo que Peñalosa tenía una especial debilidad por los niños desprotegidos, que le llevó a crear un orfanato[2].

Guido Reni, La matanza de los inocentes (1611). Bolonia, Pinacoteca Nazionalle.
Guido Reni, La matanza de los inocentes (1611). Bolonia, Pinacoteca Nazionalle.

El texto del poema (respetando su ausencia —no total— de puntuación) es como sigue:

Nos quedamos sin ojos
nos quedamos sin lágrimas
nos quedamos sin cara
la túnica rasgada por inútil
tibia todavía del sueño de los hijos
eran como higos de Jericó: su redondez y una gota de leche
los cortaron del tronco, fruta en agraz, desperdiciada
colgaban sus cabezas de pájaro, nerviosas, desplumadas
nos desgajaron, nos desollaron los huesos
nos rasparon la corteza
eran como reflejos nacidos de los mármoles
nos destruyeron como a Jerusalén, piedras de ruinas
ladrones de la especie, salteadores de bancos de sangre
dinastías a la mitad, estirpes dislocadas
lo que el amor edificó en nueve meses,
padre Abrán, noventa veces nueve derrumbado
las descendencias quedaron paralíticas
como los vientres
pobres perras judías aullamos por los cachorros
nos repegamos al muro
montón de noches, puñados de ceniza
cuando los soldados llegaron, ay
las cabezas de pájaro brincaban
nos podaron la raíz del llanto y del arrullo
queremos abrir la boca y bramamos
gargantas sin azúcar de tanto nido huérfano
estamos secas, cocidas a sal y sangre
cuando saltaban sus manos como granizos, secas
cisternas rotas, cedros astillados, secas
malditos los que cortáis las tribus
por espada por miedo por farmacias
si tenéis un hijo aborrecido, dádnoslo
paralítico retrasado mental o sordomudo
lo que vosotros llamáis una desgracia
dadnos esa desgracia
por las colinas aquella tarde los becerros bajaban
balaban a sus madres
nos quedamos sin ojos
nos quedamos sin lágrimas
nos quedamos sin cara[3].


[1] «Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: “Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen”» (Mateo, 2, 16-18).

[2] Fernando Arredondo Ramón, Joaquín Antonio Peñalosa en la tradición poética mexicana, tesis doctoral dirigida por Ángel Esteban del Campo, Granada, Universidad de Granada, 2014, pp. 293-294. En las pp. 294-295 reproduce el poema completo, con alguna ligera variante.

[3] Joaquín Antonio Peñalosa Santillán, Hermana poesía [Obra poética completa], ed. de David Ojeda, San Luis Potosí, Editorial Ponciano Arriaga, 1997, p. 119. Lo cito por Nos vino un Niño del cielo. Poesía navideña latinoamericana del siglo XX, introducción y selección de poemas por Miguel de Santiago y Juan Polo Laso, Madrid, EDIBESA, 2000, pp. 155-156.

«Niño Dios» de Alfonso Junco

El escritor, historiador y académico mexicano Alfonso Junco Voigt (Monterrey, 1896-México, D. F., 1974) publicó en vida los siguientes poemarios: Por la senda suave (1917), El alma estrella (1920), Posesión (1923), Florilegio eucarístico (1926) y La divina aventura (1938). Entre sus libros en prosa se cuentan, entre otros, estos títulos: Cristo (1931), Lope ecuménico (1935), La vida sencilla (1939), El difícil paraíso (1940), España en carne viva (1946), El gran teatro del mundo (1947), Un poeta en casa (1950), Los ojos viajeros (1951), Al amor de Sor Juana (1951), Othón en el recuerdo (1959) y Tiempo de alas (1973).

Niño Jesús con huipil

De entre su poesía de temática navideña cabe recordar algunos títulos como «Navidad cotidiana» o este sencillo romance de rima aguda en ó, que figura bajo el epígrafe «Niño Dios»:

Niño Dios que estás naciendo,
nace aquí en mi corazón,
y en tus hechizos anégame,
y hazme niño y hazme Dios.

Nochebuena, Nochebuena,
fragante de evocación:
¿qué efluvios de cosas idas,
qué perfume de candor,
qué melodías lejanas,
qué balbuciente emoción,
qué manso desasosiego,
qué frescura, qué claror,
qué cosa que no se puede
decir con precisa voz,
nos penetra y sobresalta
y acaricia el corazón?
¿Es un ansia de ser niños?
«Sed niños —dijo el Señor—
si queréis entrar al Reino»;
¡y Él se hizo niño por nos!
¡Y en su noche nos embriaga
un dulce afán de candor!…
¡Oh, qué anhelo de ser niño!
¡Hazme niño, Niño Dios!

«Sed perfectos cual mi Padre
Celestial», dijo tu voz,
y no fue estéril sarcasmo
sino fértil bendición.
«Vosotros también sois dioses»,
clamas. Y Pablo sintió:
«Vivo, pero ya no vivo:
que vive en mí Cristo Dios».
Porque tú nos alimentas
con un pan de exaltación,
que no se hace carne mía
como este pan inferior,
sino que mi carne absorbe
y la transfigura en Dios.
¡Dios quiero ser para amarte
con pleno pago de amor,
Dios por abarcar tu esencia,
Dios para obrar perfección,
Dios por ser uno contigo!…
¡Hazme Dios, oh, Niño Dios!…

Niño Dios que estás naciendo,
nace aquí en mi corazón,
y en tus hechizos anégame
y hazme niño y hazme Dios[1].


[1] Alfonso Junco, Poesía completa, México, D. F., Editorial JUS 1975, pp. 168-169. Cito, con algún ligero retoque en la puntuación, por la antología Cuando rezar resulta emocionante. Poesías para orar, 2.ª ed., refundida y ampliada, selección, presentación y notas de Manuel Casado Velarde, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2017, pp. 101-102. Además, en el verso 20 prefiero editar «Él» con mayúscula; en los vv. 41 y 43 se lee «para», pero restituyo los «por» del original.

El soneto «Noche del hombre», de Rafael Herrera

El escritor mexicano Rafael Herrera (nacido en 1930 en Parácuaro, Michoacán) cultivó la poesía religiosa, en poemarios como La voz del fuego o La sombra de la luz. Este hermoso soneto suyo incide en el misterio de la Encarnación del Verbo, pues nos muestra a Cristo humanado para salvar al hombre, y de ahí que el yo lírico pueda llamar indistintamente a la Noche Buena «parto de Dios o concepción del hombre» (v. 4). Véase, además, la bella formulación de los vv. 7-8: «… y amanezca prendido de unos senos / por beberse en amor hombre por hombre», o el remate de la composición en el segundo terceto: «Y un diciembre, por montes y barrancas, / fue llegando a deshora de la noche / Cristo a caballo con el hombre en ancas».

CristoaCaballo2.jpg

El poema completo dice así:

Esta es la noche que aunque tiene nombre,
Noche Buena de malos y de buenos,
yo acostumbro a llamarla más o menos
parto de Dios o concepción del hombre.

Todo lo que es posible, a nadie asombre:
que el mismo Dios tenga sentidos plenos
y amanezca prendido de unos senos
por beberse en amor hombre por hombre.

La esperanza nomás, como un reproche,
cada invierno bajaba en alas blancas
entre danzas de estrellas en derroche.

Y un diciembre, por montes y barrancas,
fue llegando a deshora de la noche
Cristo a caballo con el hombre en ancas[1].


[1] Cito, con algún ligero retoque en la puntuación, por Nos vino un Niño del cielo. Poesía navideña latinoamericana del siglo XX, introducción y selección de poemas por Miguel de Santiago y Juan Polo Laso, Madrid, EDIBESA, 2000, p. 143.

«Los de abajo» de Mariano Azuela: valoración final

Sabemos que Los de abajo de Mariano Azuela inicia la novela de la Revolución mexicana, de la que es ya modelo clásico. Es la obra más importante del género, junto con El águila y la serpiente (1928) de Guzmán. La novela de Azuela es breve en extensión, pero intensa y preñada de bellezas en su misma concisión. Está bien escrita, bien estructurada y narrada con agilidad y fuerza. Los personajes son arquetipos, pero Azuela sabe insuflarles aliento y fuerza humana. Algunos de ellos —la Pintada, el güero Margarito— se nos hacen odiosos, pero el novelista los pinta tal como fueron en la realidad (pasados, eso sí, por el tamiz de la literatura).

Los de abajo nos muestra el desencanto producido por la Revolución, que no fue como muchos —entre los cuales se contaba Azuela— hubiesen querido. Y esa sinceridad del escritor resulta muy de agradecer: Azuela no idealiza la Revolución y los hombres que la hicieron, sino que los retrata con sus virtudes y con sus defectos. La novela constituye una visión fragmentaria y parcial de la Revolución, pero sin duda alguna verista. La idea que subyace al texto es que todos los sacrificios resultaron inútiles, pues al final los únicos que de verdad triunfaron fueron los logreros y arribistas.

Los de abajo, de Sergio Grande

Además, Los de abajo nos ofrece un magnífico retazo de la vida mexicana, un fresco palpitante de fuerza, y se integra en esa gran corriente de novelas indigenistas y costumbristas, novelas de la tierra que captan la vida intrahistórica del país. Azuela nos muestra en su novela el latir de su tierra, ofreciéndonos en concreto un trozo de la Revolución literaturizado: como se ha escrito, nos presenta al pueblo mexicano retratado en trance revolucionario. Se trata, en suma, de una obra llena de color y de vida —también de muerte— que deja tras su lectura impresión de verdad y sinceridad[1]. Justo lo que su autor pretendía.


[1] Véase esta frase de una carta de Azuela a F. M. Kercheville de 1940: «Algunos críticos han dicho que en mis novelas solo he dado la mitad de la verdad y este es el elogio más grande que podría recibir. Pero no lo acepto porque es mentira. La verdad tiene millares de facetas, y un hombre apenas puede dar en rigor lo que tiene frente a sus ojos. No es pues la mitad, sino una pequeñísima parte de la verdad, la mía, la que he querido dar con la mayor honradez y fidelidad posible» (tomo la cita de Luis Leal, Mariano Azuela, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967, pp. 38-39).

La visión de la naturaleza en «Los de abajo» de Mariano Azuela

En esta novela de Mariano Azuela, las descripciones del paisaje son breves, pero capaces de captar toda la grandiosidad de la naturaleza mexicana (ya comenté en una entrada anterior que la principal función de estas descripciones era la de atenuar la impresión de rudeza causada por las escenas revolucionarias). Azuela es en esos momentos un poeta pleno de luz, de color y de lirismo[1]. Veamos algunos ejemplos de esa maestría poética:

Cuando escaló la cumbre, el sol bañaba la altiplanicie en un lago de oro. Hacia la barranca se veían rocas enormes rebanadas, prominencias erizadas como fantásticas cabezas africanas, los pitahayos como dedos anquilosados de coloso, árboles tendidos hacia el fondo del abismo. Y en la aridez de las peñas y de las ramas secas albeaban las frescas rosas de San Juan como una blanca ofrenda al astro que comenzaba a deslizar sus hilos de oro de roca en roca (p. 80)[2].

Cañón de Juchipila

Una estampa bella y repetida es la de los hombres de la partida en lo alto de la sierra, recortados contra el cielo:

A lo lejos, allá donde la breña y el chaparral comenzaban a fundirse en un solo plano aterciopelado y azuloso, se perfilaron en la claridad zafarina del cielo y sobre el filo de una cima los hombres de Macías (p. 121).

Algún tiempo después Demetrio decide regresar a la sierra: «La planicie seguía oprimiendo sus pechos. Hablaban de la sierra con entusiasmo y delirio y pensaron en ella como en la deseada amante a quien se ha dejado de ver por mucho tiempo» (p. 178). Cuando por fin la alcanzan, encontraremos descripciones que nos hablan de su grandiosidad, con imágenes que insisten repetidamente en el color blanco:

Fue una verdadera mañana de nupcias. Había llovido la víspera toda la noche y el cielo amanecía entoldado de blancas nubes. Por la cima de la sierra trotaban potrillos brutos de crines alzadas y colas tensas, gallardos con la gallardía de los picachos que levantan su cabeza hasta besar las nubes (p. 207).

La sierra está de gala, sobre sus cúspides inaccesibles cae la niebla albísima como un crespón de nieve sobre la cabeza de una novia (p. 209).

Y es que la descripción alcanza aquí un claro valor simbólico: ese metafórico velo nupcial pronto se convertirá en sudario de muerte para Demetrio y sus hombres.


[1] Sobre el tratamiento del paisaje afirmará Manuel Pedro González: «El autor no se detiene en descripciones prolijas. Solamente alusiones que por lo general no exceden de un corto párrafo, lo indispensable para encuadrar en este marco de la naturaleza al hombre y su obra, y contrastar la indiferente majestad y la serena belleza de aquella con la insignificancia y la idiotez de este. En estas pinceladas paisajísticas es donde más alto brilla la imaginación poética de Azuela. Aquí su estilo de líneas tan concisas y severas casi siempre se vuelve plástico, pero de una plasticidad comprimida, esquelética, lograda mediante unas cuantas metáforas de gran fuerza sugeridora» (Trayectoria de la novela en México, México, Ediciones Botas, 1951, pp. 195-196).

[2] Cito por Mariano Azuela, Los de abajo, ed. de Marta Portal, Madrid, Cátedra, 1980.

Carácter épico de «Los de abajo» de Mariano Azuela

Otro aspecto digno de comentario es el carácter épico de la novela de Mariano Azuela y la categoría heroica de su protagonista, Demetrio Macías. Giménez Caballero afirmaba que «Los de abajo es cosa auroral, donde la novela se confunde con el poema épico, donde es más bien poema épico devenido novela»[1]. Carlos Fuentes en su artículo «La Ilíada descalza», Marta Portal en la introducción de su edición y Seymour Menton en «Texturas épicas en Los de abajo» insisten en ese carácter cuasi-mítico de la novela. Trataré de resumir los aspectos más destacados relacionados con esta cuestión.

Marta Portal habla del valor universal de Los de abajo. Sabemos que la obra de Azuela se ha convertido en un clásico, un clásico al menos de la novela de la Revolución mexicana. Pese a referir unos hechos situados en un lugar y un tiempo bien determinados, la novela tiene el valor universal de toda epopeya nacional, y le conviene un análisis mítico. Demetrio, el héroe, pasa por un proceso o rito de iniciación, que consta de tres fases: separación, pruebas de iniciación y retorno al hogar. La separación se produce tras el incendio de su casa, que le da la «carta de rebeldía» para actuar (también Martín Fierro decide hacerse gaucho matrero, gaucho malo, una vez que descubre su hogar destruido y su familia dispersa). Demetrio cuenta con un maestro, Cervantes (igual que Aquiles y Ulises reciben las enseñanzas del centauro Quirón). Tras sus primeros triunfos, oye contar el relato de sus hazañas —magnificadas—, tal como ocurre con los grandes héroes clásicos: la fama le precede antes de llegar a los lugares por donde pasa. La Pintada constituiría en la novela el prototipo de la mujer-tentación (Circe, Dido, las sirenas para Ulises), mientras que Camila representaría la mujer-ilusión. Con ellas dos se completa el mitema de la mujer-aventura. Por último, el final atemporal convierte a Demetrio en héroe mítico: con su muerte en el cañón de Juchipila —señala Valbuena Briones— «el caudillo pasa al Olimpo de los héroes».

Revolución mexicanaMenton alude a las continuas referencias a las raíces indígenas, aztecas, del pueblo mexicano, factor que prolonga el tiempo de la novela, aunque sea de forma indirecta, pues la localización cronológica es muy precisa: la acción ocurre en los años 1913-1915. Además, el propio nombre del protagonista es significativo: Demetrio, derivado de Deméter, la diosa de la tierra, de los cultivos, de los cereales. Demetrio sería así, por tanto, el hombre de la tierra (el hombre de maíz de que habla Asturias para el caso de la civilización maya). La novela presenta un hecho de trascendencia nacional y el gran protagonista es el pueblo. Pero de todos esos hombres que se alzan en armas, destaca claramente uno, Demetrio: todos lo aceptan como jefe, todos le siguen sin vacilar, cuando es herido sus lugartenientes se echan «a los pies de la camilla como perros fieles», pendientes de su voluntad. El hecho de que no aparezcan las grandes figuras de la Revolución (Villa, Obregón, Carranza, Zapata…) tiene como fin no ensombrecer o amenguar su figura. Su triunfo coronando el cerro de La Bufa, cuando la toma de Zacatecas, simboliza el triunfo de la Revolución. La fidelidad de sus hombres es la misma que la que sienten los compañeros de Aquiles, Roldán o el Cid. La despedida de su mujer recuerda la de Héctor y Andrómaca o la del Cid y doña Jimena. Cuando regresa, su hijo se asusta al verlo, igual que el hijo de Héctor. La naturaleza, en fin, contribuye con su majestuosidad al engrandecimiento de la figura de Demetrio.

Carlos Fuentes también considera a Los de abajo como una epopeya nacional y la denomina «Ilíada descalza». Comenta su «naturaleza anfibia, épica vulnerada por la novela, novela vulnerada por la crónica». Comenta también el mito del retorno al hogar, como el Cid, como Roldán, como don Quijote. El gran mito de Homero se repite en esta novela, que es una nueva Ilíada, pero Ilíada «descalza». Y ese es un enorme mérito para Azuela, haber sabido forjar un personaje y una historia con aliento épico, pero sin idealizarlos completamente, mostrando también sus aspectos negativos, sus errores y vacilaciones, sus hechos contradictorios. Escribe:

Esta es nuestra deuda profunda con Mariano Azuela. Gracias a él se han podido escribir novelas modernas en México, porque él impidió que la historia revolucionaria, a pesar de sus enormes esfuerzos en ese sentido, se nos impusiera totalmente como celebración épica[2].


[1] Cito por Jorge Ruffinelli, «La recepción crítica de Los de abajo», en Jorge Ruffinelli (coord.), ed. crítica de Los de abajo, Madrid, CSIC (Colección Archivos), 1988, p. 198.

[2] Carlos Fuentes, «La Ilíada descalza», en Jorge Ruffinelli (coord.), ed. crítica de Los de abajo, Madrid, CSIC (Colección Archivos), 1988, p. XXIX.

«Los de abajo» de Mariano Azuela: Demetrio Macías o el desencanto de la Revolución (y 6)

Nos acercamos al final de la novela de Mariano Azuela. Demetrio regresa a casa y se encuentra con su mujer. Ella le pide que no se vaya y surge la pregunta inevitable: «¿Por qué pelean ya, Demetrio?». La respuesta es conocida. Demetrio arroja una piedra al fondo del cañón y dice: «Mira esa piedra cómo ya no se para…» (p. 207)[1]. Después solo queda la emboscada y la muerte, primero de sus hombres, por último de Demetrio: «Y al pie de una resquebrajadura enorme y suntuosa como pórtico de vieja catedral, Demetrio Macías, con los ojos fijos para siempre, sigue apuntando con el cañón de su fusil…» (p. 209).

José Clemente Orozco, "La trinchera"

Como indica Francisco Monterde, las obras de Azuela escritas entre 1913 y 1922, entre las que se cuenta Los de abajo, «reflejan los choques del idealista con la realidad y el consiguiente desencanto al ver que ésta le defrauda»[2]. Manuel Prendes, por su parte, escribe:

En su conjunto, el narrador y los personajes transmiten una clara ambigüedad en cuanto al código de valores de la Revolución, defendidos por la novela, huyendo del esquematismo de buenos-malos y mostrando (sin juzgarlo) el desajuste entre los principios originales de la lucha y sus motores efectivos.

En definitiva, se transmite un fatigado mensaje de desencanto: Azuela no es ni mucho menos antirrevolucionario, pero sí mantendrá siempre una posición crítica ante los caminos que adoptó el movimiento, cada vez más desviado del inicial entusiasmo maderista que se lanzó en su día a la militancia política y a seguir, como tantos de «los de abajo», las rutas de la Revolución[3].

El propio novelista dejó escrito: «Nuestro gran error no consistió en haber sido revolucionarios, sino en creer que con el cambio de instituciones y no la calidad de los hombres llegaríamos a conquistar un mejor estado social»[4]. Efectivamente, el mal no está tanto en unos sistemas determinados, sino en el corazón de cada hombre… He hablado a lo largo de varias entradas de desilusión. ¿No queda ninguna puerta abierta para la esperanza? La novela no lo dice explícitamente, pero Marta Portal cree hallarla en el hijo de Demetrio, en la joven generación que ha de construir el futuro. Cuando Demetrio habla con su mujer se fija, en efecto, en las facciones del niño: «Y su corazón dio un vuelco cuando reparó en la reproducción de las mismas líneas de acero de su rostro y en el brillo flamante de sus ojos» (p. 206)[5].

El sueño de la Revolución. La desilusión al comprobar el fracaso de sus objetivos. Cierta esperanza, quizá, para el futuro. Esos son los temas principales de la novela. Existen otros, pero menos importantes. Por ejemplo, el de la violencia, la crueldad y la muerte, subordinado al tema de la Revolución. Como hace notar la crítica, todas las escenas de la novela están teñidas por la violencia, salvo los episodios que ocurren en la ranchería de Camila: la recuperación de Demetrio tras ser herido constituye un breve remanso de la acción. Otra idea interesante que requeriría un análisis más detenido es la sugerida por Mónica Mansour de que todos los personajes corrompidos proceden de la ciudad, mientras que los nobles y sinceros son los campesinos, «pobres y derrotados, pero dignos como aztecas»[6]. Otros temas serían el tratamiento de la naturaleza, grandiosa, majestuosa (la función del paisaje es suavizar la impresión que nos dejan las escenas violentas de la Revolución), el caudillismo, el problema religioso, el amor y la mujer, etc.


[1] Cito por Mariano Azuela, Los de abajo, ed. de Marta Portal, Madrid, Cátedra, 1980.

[2] Francisco Monterde, introducción a Mariano Azuela, Obras completas, México, Fondo de Cultura Económica, 1958, vol. I, p. XIII.

[3] Manuel Prendes, «Los de abajo», de Mariano Azuela [guía de lectura], Berriozar (Navarra), Cénlit Ediciones, 2007, p. 78. Por su parte, Arranz Lago, que ha analizado el imaginario de la violencia en la obra, señala: «ninguna fuerza es capaz de combatir el movimiento inexorable de la Revolución, sinónimo de espanto, tinieblas y muerte en la segunda y tercera parte de la novela» (David Felipe Arranz Lago, «Azuela y el desasosegante imaginario de la violencia», Castilla. Estudios de literatura, 23, 1998, p. 41).

[4] Citado por Marta Portal, Proceso narrativo de la Revolución Mexicana, México, Ediciones de Cultura Hispánica, 1977, p. 77.

[5] Cito por Mariano Azuela, Los de abajo, ed. de Marta Portal, Madrid, Cátedra, 1980.

[6] Mónica Mansour, «Cúspides inaccesibles», en Jorge Ruffinelli (coord.), ed. crítica de Los de abajo, Madrid, CSIC (Colección Archivos), 1988, p. 262.

«Los de abajo» de Mariano Azuela: Demetrio Macías o el desencanto de la Revolución (5)

Como sabemos, Pánfilo Natera (y con él Demetrio) se une a Pancho Villa, que a la postre resultaría el perdedor (recordemos que también Mariano Azuela se unió a ese bando).

Pancho Villa y Pánfilo Natera

Al final, Venancio trae las nuevas de la derrota: «¡Un desastre! Villa derrotado en Celaya por Obregón. Carranza triunfando por todas partes. ¡Nosotros arruinados!» (p. 198)[1]. El loco Valderrama le contesta con escepticismo que él ama la Revolución, no a los caudillos (ya se sabe que los locos, los niños y los borrachos dicen las verdades; quizá por eso incluye Azuela al final de su novela la figura de este “loco” que dice algunas verdades como puños):

¿Villa?… ¿Obregón?… ¿Carranza?… ¡X… Y… Z! ¿Qué se me da a mí?… ¡Amo la Revolución como amo al volcán que irrumpe! ¡Al volcán porque es volcán, a la Revolución porque es Revolución!… Pero las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclismo, ¿qué me importan a mí?… (p. 198).

Como ha señalado la crítica, la incorporación de Demetrio Macías a las tropas de Natera marca la cima de su fama, convertido ya en mito; luego, comienza el declive; como certeramente ha señalado Manuel Prendes,

a este momento de apoteosis del héroe sigue una progresiva fase declive, cuya clave esté probablemente en su misma incorporación «oficial» a la lucha revolucionaria. El héroe ya no lucha por una causa propia, ha cedido su identidad, asumiendo como auténtica imagen de sí mismo la mitificación que los revolucionarios han hecho de su figura, lo cual es índice de que empieza para él un proceso de degradación que, en última instancia, acaba en su aniquilamiento[2].

Cuando llegan a Juchipila exclama solemne Valderrama: «¡Juchipila, cuna de la Revolución de 1910, tierra bendita, tierra regada con sangre de mártires, con sangre de soñadores… de los únicos buenos!…». Y un exfederal que pasa a su lado completa brutalmente la frase: «Porque no tuvieron tiempo de ser malos» (p. 202). El mensaje de desilusión no puede ser más claro: todos los que entraron en el proceso revolucionario fueron malos; si hubo algún bueno, fue porque no tuvo tiempo de llegar a hacerse malo…


[1] Cito por Mariano Azuela, Los de abajo, ed. de Marta Portal, Madrid, Cátedra, 1980.

[2] Manuel Prendes, «Los de abajo», de Mariano Azuela [guía de lectura], Berriozar (Navarra), Cénlit Ediciones, 2007, p. 47. Y en otro lugar añade: «Demetrio Macías, con todas sus virtudes de héroe, demuestra también su falta de ideales, además de ser mujeriego, bebedor y hasta cruel» (p. 71).

«Los de abajo» de Mariano Azuela: Demetrio Macías o el desencanto de la Revolución (4)

Revolución mexicanaPero sigamos con la escena de la batalla en la novela de Mariano Azuela. Poco después nos indica el narrador, refiriéndose a Solís: «Su sonrisa volvió a vagar siguiendo las espirales de humo de los rifles y la polvareda de cada casa derribada y cada techo que se hundía. Y creyó haber descubierto un símbolo de la Revolución en aquellas nubes de humo y en aquellas nubes de polvo que fraternalmente ascendían, se abrazaban, se confundían y se borraban en la nada» (p. 144)[1]. Entonces es alcanzado por una bala perdida. El idealista Solís, idealista desilusionado, muere, pese a haber permanecido al margen del combate: «Sintió un golpecito seco en el vientre, y como si las piernas se le hubiesen vuelto de trapo, resbaló de la piedra. Luego le zumbaron los oídos… Después, oscuridad y silencio eternos…» (p. 144).

Con la toma de Zacatecas se consigue acabar con el régimen de Huerta. La Revolución ha triunfado, pero la lucha no acaba ahí. Anastasio no comprende lo que ocurre: «Porque lo que yo no podré hacerme entrar en la cabeza —observó Anastasio Montañés— es eso de que tengamos que seguir peleando… ¿Pos no acabamos ya con la Federación?». Y apostilla el narrador:

Ni el general ni Venancio contestaron, pero aquellas palabras siguieron golpeando en sus rudos cerebros como un martillo sobre el yunque. Ascendían la cuesta, al tranco largo de sus mulas, pensativos y cabizbajos. Anastasio, inquieto y terco, fue con la misma observación a otros grupos de soldados, que reían de su candidez. Porque si uno trae un fusil en las manos y las cartucheras llenas de tiros, seguramente que es para pelear. ¿Contra quién? ¿En favor de quienes? ¡Eso nunca le ha importado a nadie! (pp. 194-195).

Sí, deben seguir pelando, ahora entre los propios revolucionarios, para hacerse con el poder. Así se lo comunica Natera a Demetrio: «¡Cierto como hay Dios, compañero, sigue la bola! ¡Ahora Villa contra Carranza!» (p. 191). Pregunta a Demetrio qué le parece, y éste alza los hombros: «Se trata, a lo que parece, de seguir peleando. Bueno, pos a darle, ya sabe, mi general, que por mi lado no hay portillo» (p. 191). Natera le pregunta de parte de quién se va a poner. Pero Demetrio no tiene ideas propias: solo sabe hacer lo que le mandan, no tiene criterios para juzgar cuál de los dos bandos es mejor y no quiere la responsabilidad de tener que tomar esa decisión:

Mire, a mí no me haga preguntas, que no soy escuelante… La aguilita que traigo en el sombrero usté me la dio… Bueno, pos ya sabe que no más me dice: «Demetrio, haces esto y esto»… y se acabó el cuento (pp. 191-192).


[1] Cito por Mariano Azuela, Los de abajo, ed. de Marta Portal, Madrid, Cátedra, 1980.