Análisis de «Ivanhoe» de Walter Scott: el tiempo y el espacio

El tiempo y el espacio tienen más importancia en lo que se refiere al ambiente de época, como momento histórico en que transcurre la acción (la Inglaterra de 1194, con el rey Ricardo prisionero a la vuelta de la cruzada, el trono usurpado por su hermano Juan y la división entre normandos vencedores y sajones vencidos) que como elementos propiamente estructuradores del relato. El narrador, lo hemos visto en una entrada anterior, se sitúa lejos del momento de la acción, contraponiendo «nuestra época» a la de «aquellos tiempos de ignorancia y superstición». Ofrece al comenzar la novela[1] un panorama de la situación histórica; a partir de ahí, la acción transcurre linealmente, sin apenas desorden temporal (salvo alguna pequeña vuelta atrás para atar algún cabo suelto, para explicar algún suceso anterior o para intercalar una breve historia). Por ejemplo, el capítulo XXVIII comienza así: «Debemos ahora retroceder a fin de enterar al lector de ciertos acontecimientos que necesita conocer para seguir el hilo de esta narración» (p. 299; cfr. también las pp. 195, 310, 312-313 y 338).

La simultaneidad se expresa en una ocasión de la siguiente forma, al comienzo del capítulo XXIV: «Mientras acaecían en el interior de la torre del homenaje las escenas que acabamos de describir, la judía Rebeca aguardaba su suerte en una torrecilla apartada y solitaria» (p. 248). Pero más interesante es el caso de la bocina que suena fuera del castillo y que interrumpe cuatro escenas simultáneas protagonizadas por cuatro parejas: Cedric y Athelstane, Isaac y Frente de Buey, Lady Rowena y Bracy, Rebeca y Bois-Guilbert, que se cuentan en cuatro capítulos sucesivos (pp. 228-260). Algo similar ocurre con el sonido de otra bocina, que se refiere dos veces, una desde la perspectiva de los que la hacen sonar fuera del castillo de Cedric y otra vez cuando los de dentro la escuchan (pp. 30 y 37). Es también interesante la escena retardatoria que suspende por unas páginas la resolución del cerco al castillo de Torquilstone (p. 310).

Ivanhoe4

Por lo que se refiere al espacio, cuatro son los escenarios principales en los que se desarrolla la acción, que coinciden con los momentos de enfrentamiento entre Ivanhoe y Bois-Guilbert, cuya enemiga adquiere así una función estructurante en la novela: ambos se enfrentan primero verbalmente en el castillo de Cedric, al tiempo que se nos refiere la lucha que sostuvieron en Tierra Santa, en el torneo de San Juan de Acre (suceso que pertenece a la prehistoria de la novela, a un tiempo recuperado por medio del diálogo). Viene después el segundo gran momento, con la descripción del torneo de Ashby, en el que Ivanhoe derrota de nuevo al templario. El siguiente momento narrativo es el del asalto al castillo de Torquilstone, en el que ambos enemigos no pueden hallarse frente a frente por estar todavía Ivanhoe convaleciente de sus heridas. Por último, Templestowe será el escenario del juicio de Dios en el que Ivanhoe, paladín de la inocencia de Rebeca, vencerá otra vez a Bois-Guilbert, quien hallará la muerte en este último combate.

Y poco más puede decirse del espacio, a no ser la tópica mención romántica de unas ruinas (p. 158).


[1] Las citas serán por la traducción de Hipólito García, Barcelona, Planeta, 1991 (Clásicos Universales Planeta, 203).

Tiempo y espacio en «Doña Urraca de Castilla» de Navarro Villoslada

En Doña Urraca de Castilla, de Francisco Navarro Villoslada[1], la acción de la novela se sitúa en la primavera, en el mes de abril concretamente, de un año que puede ser 1115 o 1116 (el autor no lo dice expresamente, aunque se puede calcular aproximadamente por algunos datos que ofrece, como la edad del príncipe Alfonso Raimúndez). En cualquier caso, respecto a la cronología interna de la novela, interesa destacar que todos los sucesos se concentran en muy pocos días, diez u once, consiguiéndose de esta forma un efecto de gran dramatismo.

Respecto al espacio, llama la atención la exactitud geográfica de la novela. Aparte de las alusiones a otros lugares (Burgos, León, la Corte del príncipe Alfonso en Mérida…), en Doña Urraca de Castilla se mencionan diversos lugares gallegos (no olvidemos los años de estancia del autor en Santiago): el monte Pedroso, el castillo Honesto en Padrón, Mondoñedo, Lugo (en cuyo alcázar tiene la reina doña Urraca su Corte), la aldea de Noya, el puerto de Iria, Lupario (entre Padrón y Compostela), la ermita de Nuestra Señora de la Esclavitud, el puente de San Payo de Luto, el puente del Sar, etc. Otros muchos topónimos se enumeran cuando se nos habla de las reparaciones llevadas a cabo por Gelmírez y de las nuevas adquisiciones para su diócesis. De la ciudad compostelana, además del templo del Apóstol y el palacio episcopal, Navarro Villoslada menciona la iglesia de San Salvador en el monte de los Potros, el monasterio de San Martín de Pinario, la iglesia de San Fis, el convento de Santa María de Canogio, la ermita de la Santa Cruz (en el monte del Gozo), el monasterio de Mellid, el convento de San Payo, la puerta Fagaria, la del Camino y la del Mercado…

Catedral de Santiago de Compostela

Desde el punto de vista novelesco, dos son los escenarios principales en que se desarrolla la acción: por un lado, la propia ciudad de Compostela (con diversos puntos de interés: en las afueras, casi a las puertas, se produce el ataque a los peregrinos; en casa de maese Sisnando se celebra la reunión de la hermandad; en el palenque del juicio de Dios, don Ataúlfo queda humillado a la vista del pueblo; en el palacio episcopal, la reina y Gelmírez se entrevistan y ultiman sus planes para liberar a Ramiro y don Bermudo; en el templo del Apóstol, el príncipe Alfonso es jurado rey); por otro, el castillo de Altamira (encierro de don Bermudo durante veinte años, boda de don Ataúlfo con doña Elvira, liberación de los prisioneros, asalto final e incendio del mismo).

No son muchas las descripciones del paisaje, aunque hay alguna. Así, tras una breve alusión a Santiago, el narrador contrapone el clima y paisaje de esta ciudad con los de Padrón:

Corta es la distancia que a la villa de Padrón separa de Compostela y, sin embargo, parecen ambas en distintos climas y regiones situadas. Ya hemos visto cuán triste y nebuloso es el cielo de la segunda; la primera, por el contrario, muestra ufana lejanos horizontes y una atmósfera diáfana y azul tendida sobre campiñas llanas sin dejar de ser amenas, perpetuamente verdes y floridas, menos por lo copioso de las lluvias que por los innumerables raudales que de la montaña descienden espumosos y surcan la llanura mansos y cristalinos, hasta perderse en el océano, imagen del sepulcro, donde desaparecen de igual modo los grandes y los pequeños.

La reina contempla desde un mirador de su alcázar de Lugo «el frondoso valle, por el fondo del cual extendíase el Miño, adormecido al parecer en un lecho de flores», embelesada por «las riberas y montañas de Galicia»; otro paisaje se describe en el momento en que don Bermudo de Moscoso sale de la prisión del castillo de Altamira al campo; se trata de un locus amoenus que se corresponde con la idea de libertad recién recuperada. En todas estas descripciones, la impresión de veracidad es muy alta, pues responden a paisajes efectivamente vistos por el novelista[2].


[1] Para el autor, remito a mi libro Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1995, donde recojo una extensa bibliografía. Y para su contexto literario ver Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Navarro Villoslada, Doña Urraca de Castilla y la novela histórica romántica», estudio preliminar a Doña Urraca de Castilla: memorias de tres canónigos, ed. facsímil de la de Madrid, Librería de Gaspar y Roig Editores, 1849, ed. de Carlos Mata Induráin, Pamplona, Ediciones Artesanales Luis Artica Asurmendi, 2001, pp. I-XXV.

El tiempo y el espacio en «Doña Blanca de Navarra» de Navarro Villoslada

En esta novela de Francisco Navarro Villoslada[1], el tiempo no desempeña un papel importante desde el punto de vista narrativo, ya que apenas cumple ninguna función estructural en el relato (salvo en la segunda parte, por lo que comentaba en la entrada anterior relativo al emplazamiento de doña Leonor). Sí es interesante la concentración de muchos sucesos en un corto espacio temporal, circunstancia que aumenta el dramatismo de la acción. Recuérdese por otra parte lo dicho al hablar del narrador acerca de la presentación lineal de los acontecimientos, siguiendo un orden cronológico roto solo en algunas ocasiones.

Castillo de Peñaflor, en el vedado de EguarasRespecto al espacio, los lugares donde ocurren los principales incidentes novelescos son: la villa de Mendavia (rapto de la princesa), el castillo de Eguaras, en las Bardenas (liberación de Inés por Jimeno), el castillo de Orthez en el Bearn (prisión y envenenamiento de doña Blanca), la ciudad de Estella (coronación de la reina Leonor, aunque tuvo lugar, en realidad, en Tudela) y el castillo de Lerín (Catalina salvada de las llamas por don Felipe, muerte del joven mariscal a manos de don Luis). No son muy abundantes las descripciones del paisaje. Aparte de algunos apuntes sobre las Bardenas, los Pirineos y los alrededores del castillo del Conde de Lerín, el único pasaje que merece destacarse es aquel en que se nos muestra la hermosa vista que se contempla desde la choza de la penitente de Nuestra Señora de Rocamador, extramuros de Estella.

Por lo demás, cabe destacar dos cuestiones: una es la exactitud y minuciosidad en las indicaciones toponímicas (se mencionan pueblos, villas y ciudades de Navarra como Viana, Lerín, Peralta, Sangüesa, Murillo, Pamplona, Tafalla, Cortes, Laguardia, Los Arcos, Lumbier, Baigorri, Lodosa, Cárcar, Azagra, Larraga, Allo, Arróniz, Dicastillo, Zúñiga, Ubago, Goñi, Munárriz…; además, las Bardenas Reales de Tudela, Montejurra, el raso de Sesma, los monasterios de Irache, la Oliva y Leyre, las ermitas de Nuestra Señora de Legarda y de Nuestra Señora de Rocamador, etc.). Todas estas alusiones denotan un conocimiento detallado, cuando menos teórico, de la zona en la que se sitúa la acción, y esa exactitud contribuye a dar mayores visos de verosimilitud al relato. No obstante, el autor dejó indicado en unas notas manuscritas que no había visitado la ciudad de Estella y sus alrededores en el momento de escribir Doña Blanca de Navarra y que, por consiguiente, podía haber sacado mejor partido en sus descripciones.

La segunda constituye un aspecto habitual en la novela romántica; me refiero a la presentación de la naturaleza en relación, ya de armonía, ya de contradicción, con los sentimientos de los personajes: por ejemplo, el «panorama encantador» visto por Jimena desde su casa en Mendavia subraya uno de los pocos momentos en que puede disfrutar de su libertad; por el contrario, una violenta tormenta se desata la noche en que queda prisionera en Orthez, poniendo de relieve el hecho criminal.


[1] Para este autor ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Dpto. de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución Príncipe de Viana), 1995. Y para su contexto literario remito a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

La naturaleza en la novela histórica romántica (y 3)

Queda, en fin, decir algo de El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco consigue en esta novela, no solo plasmar el paisaje del Bierzo, sino además mostrárnoslo en relación con el estado anímico de sus personajes[1], sobre todo de Beatriz; en efecto, el paisaje va cambiando con el paso de las estaciones, al tiempo que asistimos al lento pero inexorable desarrollo de su enfermedad (muy bien descrito por tratarse del mismo mal que padecía el autor), hasta que al final la naturaleza se renueva en primavera, en tanto que termina por consumirse el último aliento de vida de la protagonista.

Primavera, de Anastasia Woron

Y, aunque otros autores se le adelantan en el tratamiento del paisaje regional, nadie consigue unas descripciones tan acabadas como las suyas[2]. De las muchas citas posibles, elijo simplemente una:

El otoño había sucedido a las galas de la primavera y a las canículas del verano, y tendía ya su manto de diversos colores por entre las arboledas, montes y viñedos del Bierzo. Comenzaban a volar las hojas de los árboles: las golondrinas se juntaban para buscar otras regiones más templadas, y las cigüeñas, describiendo círculos alrededor de las torres en que habían hecho su nido, se preparaban también para su viaje. El cielo estaba cubierto de nubes pardas y delgadas por medio de las cuales se abría paso de cuando en cuando un rayo de sol, tibio y descolorido. Las primeras lluvias de la estación que ya habían caído, amontonaban en el horizonte celajes espesos y pesados, que adelgazados a veces por el viento y esparcidos entre las grietas de los peñascos y por la cresta de las montañas figuraban otros tantos cendales y plumas abandonados por los genios del aire en medio de su rápida carrera. Los ríos iban ya un poco turbios e hinchados, los pajarillos volaban de un árbol a otro sin soltar sus trinos armoniosos, y las ovejas corrían por las laderas y por los prados recién despojados de su yerba, balando ronca y tristemente. La naturaleza entera parecía despedirse del tiempo alegre y prepararse para los largos y obscuros lutos del invierno (pp. 203-204).

Al final Beatriz, ya muy delicada, se retira a una quinta cercana al lago de Carucedo donde «debía aguardar el fallo de su vida y de su suerte»; allí su alma admira la belleza del paisaje en torno y, levantando los ojos al cielo, ruega para que «a orillas de aquel lago apacible y sereno comenzase una nueva era de salud, de esperanza y de alegría que apenas se atrevía a fingir en su imaginación» (p. 338). Pero no puede ser así, y ella misma lo reconoce, una vez perdida ya toda la confianza en recuperarse:

—Y sin embargo, mi ensueño era bien puro y bien hermoso: puro y hermoso como ese lago en que se mira el cielo como en un espejo, y como esos bosques y laderas llenas de frescura y de murmullos. No seré yo quien sobreviva a las pompas de este año. ¡Necia de mí que pensaba que la naturaleza se vestía de gala como mi alma de juventud para recibir a mi esposo, cuando solo se ataviaba para mi eterna despedida! (p. 375).

En definitiva, aunque el sentimiento de la naturaleza es, cuantitativamente, «poco propio de la novela histórica»[3], cuando aparece llega a constituir, en opinión de Felicidad Buendía, «uno de los elementos más bellos» de estas obras; entonces, las descripciones se dividen en dos grandes apartados: por un lado, los tópicos románticos de ruinas y nocturnos; por otra parte, los paisajes característicos de la patria chica de cada autor:

La Naturaleza en la novela histórica se presenta también como una naturaleza-tipo, más o menos idealizada conforme a los tópicos establecidos por maestros del género o por tópicos tradicionales o de escuela. Por otra parte, existe también la Naturaleza que representa paisajes o lugares concretos, específicos, parajes amados por el escritor, porque en ellos discurrió su infancia, porque en ellos se sucedieron los mejores momentos de su vida o porque en ellos soñó y sintió. Por este camino se avanza hacia el pintoresquismo, con su atuendo colorista de los cuadros de costumbres[4].


[1] Esto se apuntaba ya, aunque en menor medida, en El lago de Carucedo: «El cielo estaba cubierto de pardas nubes, el aire caliente y espeso. […] Otra no menor tempestad, empero, rugía en el alma del desdichado» (p. 248).

[2] Además de Azorín, El paisaje de España visto por los españoles, Madrid, Espasa-Calpe, 1943, puede consultarse el artículo de Benito Varela Jácome, «Paisaje del Bierzo en El señor de Bembibre», Boletín de la Universidad de Santiago de Compostela, año 1947, núms. 49-50, pp. 147-162.

[3] Reginald F. Brown, La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 30.

[4] Felicidad Buendía, «La novela histórica española (1830-1844)», estudio preliminar en su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 21. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

La naturaleza en la novela histórica romántica (2)

También Juan Cortada y Sala da entrada en sus novelas al regionalismo; así, en El templario y la villana con algunas descripciones del paisaje catalán (en las pp. I, 86; II, 89; II, 91-92) y de los elementos tópicos del decorado romántico como la noche y la luna (I, 50; II, 5-6), la tristeza del ocaso (I, 88-89), la melancolía de la naturaleza en paralelo con la de los corazones (II, 108), la llegada de la primavera coincidiendo con los momentos de esperanza para los amantes (II, 169). Y en La heredera de Sangumí, la tormenta (p. 1206), el paisaje en primavera (p. 1250), la noche en calma (p. 1258), la luna (p. 1161; y, al final de la novela, como testigo de la muerte de los dos amantes, Gualterio[1] y Matilde, y del suicidio del paje Ismael).

Sancho Saldaña de Espronceda es quizá la novela en que con más frecuencia se muestra la naturaleza en relación con los sentimientos de los personajes; es muy frecuente mostrar la calma del paisaje frente a la desesperación de la vengativa Zoraida, cegada por el despecho de Saldaña y por sus celos de Leonor. Citaré dos pasajes, uno para ejemplificar este aspecto y otro en que el narrador hace referencia expresamente a esa oposición:

La noche tranquila como el lago del valle, la luna bañando en luz pacífica las extendidas llanuras que de las torres se descubrían, el aire sin ruido, el campo sin ecos, el castillo lóbrego y en silencio, la hora ya muy adelantada, el reposo y el sueño en que estaban sumergidos los demás vivientes, todo parecía convidar al descanso y ella sola no sosegaba, y ni su espíritu ni su cuerpo cesaban en su agitación. […] Cuando ella contemplaba la calma que reinaba a su alrededor, aquella misma paz aumentaba su inquietud lejos de tranquilizarla (p. 557).

Entre tanto, la mañana despuntaba ya en el Oriente, como si la calma y la serenidad de la Naturaleza se deleitasen en servir de contraste con las pasiones de los hombres, pintando el cielo del color del alba y derramando por la haz de la tierra toda la luz y la alegría de una alborada de estío (p. 584).

Además de la naturaleza en calma, de las noches serenas, de la presencia de la luna, abundan en esta novela las descripciones de tempestades, coincidiendo con los momentos en que se desatan las pasiones más violentas de los protagonistas (celos, odio, venganza).

The_Shipwreck, de Turner

Pero el testimonio más interesante, por lo que tiene de romántico, es el de un trovador que se extasía admirando la hermosura de una descomunal tormenta:

El poeta, entre tanto, sin acordarse del peligro que le rodeaba, contemplaba absorto a la luz de los relámpagos el trastorno sublime y la confusa belleza de la tempestad. Ya veía rasgarse el cielo en llamas y descubrir a sus ojos otros mil cielos ardiendo, ya seguido de espantosos truenos lanzarse el rayo en los aires brillantes como las armas de mil guerreros, ya imaginaba en los bramidos del huracán los cantos de guerra de un ejército numeroso (p. 534)[2].


[1] Además de tratarse de un nombre que «suena» a Edad Media, ¿será este personaje, protagonista de la segunda novela de Cortada, un pequeño homenaje al maestro Walter Scott?

[2] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

La naturaleza en la novela histórica romántica (1)

La descripción del paisaje tiene distinta importancia en cada una de estas novelas. En principio, y como siempre, los entreguistas se despreocupan de la naturaleza, que desaparece de sus obras casi por completo. En el lado contrario tenemos a un Gil y Carrasco que llega al primor en la descripción del paisaje del Bierzo en su novela, El señor de Bembibre, aunque hay otros autores de novela histórica anteriores a él que también han fijado su atención en el paisaje de sus regiones (especialmente, el valenciano Vayo y el barcelonés Cortada). Por lo demás, son frecuentes las típicas menciones románticas de ruinas, nocturnos (la luna, sobre todo)[1] y tempestades; suele ser interesante la visión de la naturaleza, agitada o en calma, en relación de contraste o de semejanza con el estado anímico de algún personaje[2].

Pareja mirando la luna, de C. D. Friedrich

Voy a dedicar unas líneas a aquellas novelas en las que la naturaleza ocupa un lugar más destacado.

En La conquista de Valencia por el Cid, que es novela muy temprana, de 1831, Estanislao de Cosca Vayo nos ofrece varias descripciones de la naturaleza en torno a la ciudad sitiada: amaneceres, tormentas, la noche, la luna, el mar, los jardines y la huerta de Valencia… Se convierte así en el primer novelista histórico que capta un paisaje regional español. El propio autor se refiere expresamente a ello en el prólogo:

Hemos procurado bosquejar con cuanta exactitud nos ha sido posible no solo algunos de los singulares usos de los valencianos, sino también la fertilidad y belleza de sus campiñas (p. 225).

En Doña Isabel de Solís, de Francisco Martínez de la Rosa, también aparecen algunas descripciones de la vega granadina (por ejemplo, en el capítulo II, 13), o se muestra la calma de la primavera en contraste con la agitación que produce el segundo cerco de Alhama (II, 28), o la melancolía del mar (II, 35) y de la luna (al final ya, con Zoraya enferma, en III, 48). Y, como es lógico, abundan las descripciones de los distintos recintos del Palacio de la Alhambra (I, 18; I, 31; II, 3) y de la ciudad de Granada[3] en general (III, 24; III, 38). En cualquier caso, la presencia de la naturaleza no es, en proporción, muy grande, pues se trata de una novela muy larga[4].


[1] Gustaban los románticos de la noche, como indican estas palabras que leemos en El golpe en vago: «El sol oculta con su luz las maravillas de la creación que la noche descubre» (p. 1007).

[2] Es frecuente, por ejemplo, que en el momento de cometerse un crimen estalle una violenta tempestad. Por ejemplo, cuando Azeari mata a Raúl y Blanca, en Don García Almorabid, se indica: «La naturaleza, cómplice de la sangrienta escena, cubrió los ruidos del asesinato con el estrépito del huracán que soplaba y las resonancias de los truenos lejanos» (p. 187). Lo mismo sucede cuando García Romeu asesina a su suegro en Los héroes de Montesa (p. 214).

[3] Granadino era Martínez de la Rosa y, en la Advertencia de la Primera parte de su novela, afirma que, deseando escribir una novela sobre algún tema de la historia nacional, no quiso comenzar su redacción hasta no encontrarse en España; pero que, una vez vuelto a Granada, no le resultó difícil encontrar el tema y la inspiración en la historia de la cautiva cristiana, en el marco de la conquista de aquel reino por los Reyes Católicos.

[4] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

Saltos temporales en la novela histórica romántica

Es frecuente en estas novelas que se nos cuente primero un hecho y después se vuelva atrás para dar su explicación[1], sobre todo en aquellas novelas de corte más folletinesco que enredan al máximo la acción (por ejemplo, Bernardo del Carpio). En cualquier caso, el manejo del tiempo está en manos del narrador, y así se declara explícitamente en algunas ocasiones:

Han pasado unos días desde los sucesos relatados en el capítulo anterior. De intento, merced a nuestras facultades de novelista, hemos dejado pasar estos días desde el anterior capítulo al presente, por ahorrarnos la difícil empresa de describir la inmensa alegría que hubo en Quesada… (Pedro de Hidalgo, p. 246; la cursiva es mía).

Nuestros lectores se servirán volver atrás con nosotros y recordar el día en que María y su desdichada madre salieron aceleradamente de Carucedo, sin que supiésemos quiénes eran, a dónde iban, ni qué propósitos eran los suyos (El lago de Carucedo, p. 246).

Paso del tiempo

Mas el asunto de esta veleidad antojadiza del señor de la torre de Cortiguera, su origen y nacimiento tienen interés tal que piden ser minuciosa y sosegadamente relatados. A cuyo propósito conviene retroceder poco tiempo en nuestra historia y referir sucesos que llenaron sus días anteriores a aquel en que le dimos comienzo (Ave, Maris Stella, pp. 34-35).

No nos tomaremos el trabajo de seguir al amo ni al criado en todo su camino, sino que dejándolo en claro, trasladaremos la escena, de un golpe de pluma, al día siguiente, en el momento de oscurecer… (Ni rey ni Roque, p. 795; cursiva mía).

Así pues, de la misma forma que el narrador decide a qué personaje debemos acompañar, también a su voluntad maneja el tiempo, como hemos visto; y lo mismo sucede con el espacio:

Rogamos al condescendiente lector que se prevenga a dar otro salto desde la sierra de Crevillente a la antigua capital siete veces coronada del florido reino de Murcia. Y no es nuestro ánimo hacerle divagar por sus calles y encrucijadas, sino introducirlo de pronto en un aposento sombrío… (Jaime el Barbudo, p. 118).

Pero mis lectores que, sin duda, querrán saber lo que Abén-Mahomad iba a buscar en aquella casa, y como viniendo conmigo no necesitan que la puerta esté abierta para entrar, pasaremos sin que aquel viejo gruñón nos vea, y nos enteraremos de lo que allí pasó. Y por si acaso algún lector meticuloso teme entrar, no sea que el viejo del ropón le quiebre las tres costillas que pretendió quebrar a Abén-Mahomad, yo contaré lo que allí vimos y oímos todos los que, valerosamente y por arte de encantamiento, entramos (Pedro de Hidalgo, p. 52; cursiva mía)[2].


[1] Así, el capítulo VI de Jaime el Barbudo se títula «Aclaración de los precedentes».

[2] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

El tiempo y el espacio en la novela histórica romántica

Poco se puede decir del tratamiento del tiempo y el espacio de las novelas históricas románticas españolas; no cumplen una función estructurante, sino que aparecen únicamente como el escenario y el momento históricos en que se va a desarrollar la acción, normalmente en el marco de una Edad Media muy idealizada y convencional, pese a los esfuerzos mayores o menores de documentación (menores en los entreguistas). El autor suele ofrecer un cuadro histórico general y pequeñas notas históricas. Ya he hablado en una entrada anterior de los elementos descriptivos de la novela de terror que pasan a la histórica, así como del pretendido «color local». Lo más notable es, sin duda alguna, la visión de la naturaleza, que no ocupa mucho lugar en estas novelas, pero que a veces alcanza altas cotas de interés, como enseguida veremos.

Besalú

Por lo que toca al tiempo, ya señalé también la distancia entre narrador e historia, con la alternancia de un pasado lejano (el tiempo de la narración) y el presente del autor-narrador. A veces en la novela aparece cierto desorden temporal y el narrador, que maneja a su voluntad todos los hilos del relato, hace volver atrás al lector para atar cabos o explicar algo sucedido anteriormente; puede ocurrir que él mismo reconozca lo inconexo de su relato como ocurre, por ejemplo, en Sancho Saldaña[1]; pero cabe también que achaque el defecto al manuscrito que está siguiendo:

Ya el lector inteligentísimo habrá comprendido por qué fue la extraña desaparición de Aznar, de que dimos cuenta en el capítulo XXVIII de esta verídica historia. El cronista muzárabe suele hacer cosas como ésta, que es dejar de explicar los sucesos cuando tienen lugar; y luego, al cabo de tiempo, hacer de modo que mal o bien se entiendan, sin ponerse a decirlo claramente (La campana de Huesca, pp. 553-54; se trata del inicio del capítulo XXXIII)[2].


[1] «Pero dejando esto aparte […], seguiremos el hilo de nuestro cuento, si es que lo tiene tan enmarañada madeja» (p. 691).

[2] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.