Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: valoración final

Los Cuentos del vivac. Bocetos militares (Madrid, Manuel F. Lasanta Editor, 1892) de Federico Urrecha presentan, como hemos visto a lo largo de las entradas anteriores, diversas escenas de la vida militar: combates, asaltos, acciones de guerrilla, guardias en posiciones avanzadas, movimientos de tropas, sin olvidar tampoco episodios de la vida en retaguardia (cuarteles, hospitales de sangre…). Las historias más interesantes son en mi opinión aquellas ya comentadas en las que el autor sabe captar con acierto los momentos de ternura y humanidad que, indefectiblemente, también se producen en el escenario siempre violento de una guerra: tipos como «Andusté» o el capitán Retama son difíciles de olvidar por sus acciones generosas, que son referidas sin caer en ningún momento en un fácil sentimentalismo. Igualmente impresionantes resultan otros personajes con final trágico como Muérdago, el Tío Recajo, Pepe Corpa, la Chazarra, la Parrala; esas muertes resultan todavía más dramáticas si se trata de muchachos jóvenes, casi niños, como el Pinzorro o el corneta Santurrias. Mérito de Urrecha es haber sabido pintar semblanzas tan interesantes e impactantes para el lector en unos relatos cuya brevedad apenas le permite detenerse más que en lo imprescindible en su caracterización.

Cubierta de Cuentos del vivac. Bocetos militares (Madrid, Manuel F. Lasanta, 1892) de Federico Urrecha
Cubierta de Cuentos del vivac. Bocetos militares (Madrid, Manuel F. Lasanta, 1892) de Federico Urrecha.

Como queda indicado, la mayoría de las historias están focalizadas desde el punto de vista de soldados liberales, que son sus protagonistas. En «El corneta Santurrias» el narrador comenta que se hallaba con sus compañeros soldados cerca de Begoña «el día antes de que la libertad viniera río arriba como una ola vivificadora» (p. 89); ahora bien, hay que tener en cuenta que quien pronuncia esas palabras es el narrador, que es un soldado liberal, y que sus opiniones no tienen por qué coincidir necesariamente con las del autor. El desconocimiento detallado de la biografía de Urrecha nos impide saber si la escritura de este libro refleja su participación, de una u otra forma, en la segunda guerra carlista (1872-1876), o si transmite cuando menos sus vivencias personales de la misma, tal como parece indicar el primer relato, «Toque de atención». En cualquier caso, el autor no cae en el maniqueísmo de ensalzar a los liberales y de pintar con negras tintas a los partidarios de don Carlos de Borbón. En algunos relatos se expresa además un alegato —si bien es cierto que muy velado— contra la dureza de la vida militar, y en concreto del código militar que, por mor de la disciplina, incluye la pena de muerte. La indeterminación cronológica y a veces también espacial contribuye a dar validez universal a lo expresado.

En cuanto al estilo, lo más destacable es la reproducción de un lenguaje coloquial, basado en vulgarismos morfológicos o sintácticos, especialmente abundantes en «El fin de Muérdago», «La redención de Baticola» y «De dos a cuatro»: vusotros, sabís, muchismo, yo vos lo digo, melitar, pa, tamién, diendo ‘yendo’, veréis ustedes, manque, andamos, judía nieve, amos ‘vamos’, quisiera yo verbos ‘veros’, tiemblarían, iluminarias, na… Estos rasgos resultan quizá tópicos, pero sirven para caracterizar el habla de unos protagonistas que son en su mayoría tipos humildes (soldados del pueblo, pilletes, prostitutas). En un caso, «La pareja del segundo», se pretende imitar el habla andaluza: er coronel, presillo ‘presidio’. Desde el punto de vista léxico, se puede mencionar la inclusión de algunas palabras con un significado especial en el contexto bélico: marranos ‘carlistas’, pelones ‘reclutas’, pistolos ‘soldados bisoños’, machacantes ‘asistentes’, etc.

Por lo demás, el tono narrativo es siempre lineal y sencillo, lo mismo que el estilo, llano (aunque no vulgar), sin demasiadas galas ni adornos en el nivel de la expresión[1], pero ajustado a la intención y al contenido de lo relatado. Además, cabe destacar que, en el panorama del cuento navarro de finales del siglo XIX[2], dominado casi en exclusiva por las leyendas históricas (como las escritas por Juan Iturralde y Suit y Arturo Campión) o las narraciones y los poemas narrativos en verso de Arturo Cayuela Pellizzari, Nicasio Landa, Ignacio Mena y Sobrino, Hermilio Olóriz o Mariano Pérez Goyena que cantan las glorias épicas del viejo reino de Navarra, estos Cuentos del vivac de Federico Urrecha suponen, junto a los Cuentos vascongados (1896) de Francisca Sarasate de Mena, una interesante novedad, que, si no tanto por su calidad literaria, merece la pena recordar cuando menos por lo que tienen de frescura y vivacidad[3].


[1] «La última noche» es el relato literariamente más elaborado, con la presencia de algunos recursos retóricos (metáforas, símiles…) que apenas aparecen en los demás: «La fatalidad coloca con mucha anticipación las figuras en el ajedrez de la muerte y resulta un juego que a los ojos humanos es solo casualidad funesta…» (p. 170); al describir la capilla se comenta: «El cuarto era frío, como antesala de la muerte, y en los polvorosos rincones tejían silenciosamente las arañas» (p. 172), etc.

[2] Este trabajo sobre los Cuentos del vivac de Federico Urrecha forma parte de una investigación más amplia sobre la Historia del cuento literario en Navarra, que llevé a cabo tiempo atrás merced a una beca postdoctoral del Gobierno de Navarra.

[3] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: oralidad y memoria

A la vista de lo comentado en las varias entradas anteriores —y teniendo en cuenta especialmente el relato «La acción de Numerosa» en el que se menciona expresamente la narración junto al fuego del vivac—, pudiera pensarse que todos los relatos contenidos en este libro están contados por uno o por varios de esos narradores-soldados como si se tratara de una narración-marco (como el Decamerón de Boccaccio, las Noches de invierno de Antonio de Eslava, etc.) en este caso, las diversas historias no serían narradas al calor de una chimenea, junto al hogar de una casa, sino alrededor del fuego del campamento militar.

Fred Roe, «Somewhere at the front. Soldiers around a camp fire at night. Western Front». National Army Museum (Londres, Reino Unido)
Fred Roe, «Somewhere at the front. Soldiers around a camp fire at night. Western Front». National Army Museum (Londres, Reino Unido).

En ese sentido, el título Cuentos del vivac no haría referencia solo a la temática bélica de estos relatos, sino a la circunstancia de su narración oral: ya hemos visto que muchos de ellos (no todos, pero sí una inmensa mayoría) presentan un narrador testigo, que estuvo presente en el suceso que se narra, y que ahora comparte con sus compañeros por su carácter «ejemplar» o, simplemente, por entretener las horas muertas. Dejando aparte «La acción de Numerosa», son catorce los relatos que tienen un narrador testigo («Pae Manípulo», «Pro patria», «El ideal del Pinzorro», «El último cartucho», «La redención de Baticola», «El corneta Santurrias», «El bloqueo», «La pareja del segundo», «El ascenso de Regojo», «El artículo 118», «¡Noche de Reyes!», «El hijo del regimiento», «El vicio del capitán» y «Remoque»); en otros dos el narrador ha sido protagonista del suceso narrado («Andusté» y «La cuña»); y en otro el narrador ha escuchado la historia a otro testigo («El rehén del Patuco»). Al comentar los cuentos, he procurado citar literalmente todas aquellas fórmulas que denotan esa transmisión oral («… antes de deciros…», «… he de contaros…», «… lo que voy a contaros…», «… si me atrevo a contarlo…», «… como os digo»); así como las frecuentes alusiones al recuerdo, a la memoria de esos narradores («Recuerdo yo…», «… me da frío recordar…», «Me acuerdo del corneta…», «… recuerdo con lucidez…», «… ni casi recuerdo bien lo que pasó»). Se trata de narradores que a veces han olvidado los grandes hechos de una gloriosa jornada de armas, pero cuya imaginación quedó vivamente impresionada por un detalle «menor»: un rasgo heroico, un comportamiento particular, la posición de un cuerpo, un rasgo de genio de algún soldado, la muerte de un animal querido o cualquier circunstancia extraordinaria. Son recuerdos que quedaron grabados en su memoria —y en algún caso quedarán también en la del lector— de forma indeleble. Además, en muchas ocasiones esas fórmulas relativas al recuerdo de los hechos y a la narración de viva voz de los mismos son las que sirven para encabezar el relato.

Esta posible interpretación de los Cuentos del vivac como un moderno relato-marco queda sugerida además explícitamente cuando el narrador de «El vicio del capitán» señala: «No sé si otra vez os he hablado de Humaredas» (p. 159), palabras que hacen referencia a la narración de otras historias anteriores por parte de ese mismo narrador. Y queda reforzada si observamos que a través de las páginas del libro se van repitiendo algunos topónimos y nombres de protagonistas: Humaredas ya se mencionaba en «El fin de Muérdago»; el teniente Alpera cuenta «El último cartucho» y, después, un coronel Alpera será protagonista de «La cuña»; Muérdales es el monte en que muere el Patuco y el pueblo en que está sitiado el comandante Regajales en «¡Noche de Reyes!»; «La Amistad» se llama el casino liberal de Rebajales (en «La oreja del Rebanco», y lo mismo el de Humaredas en «El fin de Muérdago»); Pedrales es topónimo citado en «Pro patria» y también el nombre del cabo que narra «De dos a cuatro»; el protagonista de este relato es el teniente Rodaja, en «El artículo 118» se menciona a un tal capitán Rodajo y en «El vicio del capitán» acompaña al narrador un soldado Rodajas, etc. Todas esas repeticiones no parecen, en absoluto, casuales (si lo fueran, indicarían cierto descuido o muy poca capacidad nominativa en el autor), sino que tejen una sutil red de interrelaciones formales —aparte de las temáticas— entre unos relatos y otros.

Por otra parte, la variedad de ambientes (guerra contra los franceses, episodios revolucionarios, escenas de una o de las dos guerras carlistas) y su desorden cronológico en su presentación podrían explicarse por ese mismo motivo del carácter oral de las historias narradas: cada noche se cuenta una distinta, saltando de una época a otra, según las traiga el recuerdo a la memoria del narrador o narradores[1].


[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: relatos ambientados en las guerras carlistas (y 8)

Otros dos relatos pueden ponerse en relación por ser retratos cariñosos de sendos animales[1]: «El perro del tercero de cazadores» y «Rempuja»; su tono los acerca a otros en los que predomina un tono de ternura. En el primero, se nos dice que el chucho Careto es tan amigo del corneta Tobarra que hasta come de su misma escudilla. El coronel del regimiento, al mando de 800 cazadores, tiene que hacer frente a una fuerza superior de caballería. En el momento crucial de la carga enemiga, el perro se lanza contra los caballos y muerde a uno en el belfo, circunstancia que provoca desorden y confusión en el ataque y que, por consiguiente, sirve para salvar al regimiento. De noche, los soldados encuentran el cuerpo del perro convertido en un amasijo de barro y sangre y lo entierran al pie de un chaparro. El corneta Tobarra queda abatido por la pérdida del animal.

Un perro en una trinchera, durante la Gran Guerra.
Un perro en una trinchera, durante la Gran Guerra.

«Rempuja» presenta a Paco Andurrias, un exgastador que marcha ahora en el ejército como cantinero; se le apoda «Tanimientras» porque empieza siempre sus frases con esa expresión. Para tirar de su carro ha comprado un penco viejo al que llama Rempuja, expresión que emplea para animarlo. El cantinero quiere llegar a Cadigüela, para lo cual ha de pasar una dura sierra; los soldados tratan de convencerlo de que el viejo animal, lleno de mataduras y taras, no resistirá la prueba, pero él replica: «Tan y mientras que güela cebá, tira» (p. 193). Sin embargo, el pobre Rempuja se queda en el puerto y su dueño, que tan bien congeniaba con su bestia, le acompaña, llorando. Esa noche, todos los soldados echan en falta el aguardiente, pero recuerdan también la pérdida de Rempuja.

He dejado para el final «La acción de Numerosa», un relato «fantástico» que sorprende, hasta cierto punto, en el conjunto del libro. Los soldados están junto al fuego del vivac y Hormigo anima al sargento Parleño (otro nombre simbólico) a contar «un sueño» —que ha tenido o imaginado en su cabeza—, la guerra librada en el reino de la Aritmética entre los ejércitos de los números: Parleño se decide y relata una batalla entre los números pares y los números impares en la llanura de Pizarreda, que se salda con la derrota final de los pares por la cobardía de los ochos, que a la hora de combatir se convierten en dos ceros (los ceros eran los asistentes). En cualquier caso, le une a muchos de los demás relatos la circunstancia de ser una historia contada por un soldado narrador al calor del fuego, para entretener las veladas de sus compañeros[2].


[1] Baquero Goyanes, El cuento español en el siglo XIX, cit. supra, llamó la atención sobre la importancia que se concede en los relatos cortos del siglo XIX tanto a los animales (pp. 547-562) como a los objetos y seres pequeños (pp. 547-562).

[2] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: relatos ambientados en las guerras carlistas (7)

Aparte de los ya comentados, quedan cinco relatos que no hallan fácil cabida en los dos apartados anteriores: «La última noche», «Nubecilla de humo», «El perro del tercero de cazadores», «Rempuja» y «La acción de Numerosa».

Los dos primeros pueden agruparse por tratar del mismo asunto, las últimas horas de un condenado a muerte, aunque el desenlace será distinto en uno y otro. En «La última noche» acompañamos a Andrés, un sargento segundo del primer batallón condenado a muerte en consejo de guerra; en realidad, su trágico destino ha estado determinado por un cúmulo de casualidades y por su mala suerte: una noche, su mujer y su hija le acompañaban en la caseta donde hacía guardia; un capitán nuevo, que no conocía su estado civil, al descubrirlo en su ronda acompañado por una mujer, pensó que se trataba de una soldadera, la empujó y cayó con ella la niña, que resultó herida; el sargento, en un acceso de ira, le golpeó en la cabeza con la culata del fusil, causándole la muerte. La noche previa a la ejecución, su mujer acude con la hija para hablar con él a través de la ventana de la celda. Al amanecer Andrés mira el paisaje consciente de que lo hace por última vez; su esposa y su hija llegan presurosas en el último momento y asisten desde lejos al fusilamiento, cayendo ambas de bruces sobre la escarcha. Constituye un acierto este final en el que no se llega a describir la muerte de Andrés (no se relata finalmente su ejecución), sino que la caída de su cuerpo desplomado queda sugerida indirectamente por la otra caída al suelo, la de sus dos seres más queridos.

Jean-Léon Gérome, «La ejecución del Mariscal Ney» (1876). Colección privada (Friburgo).
Jean-Léon Gérome, «La ejecución del Mariscal Ney» (1876). Colección privada (Friburgo).

«Nubecilla de humo», relato dividido en dos capitulillos, plantea también la ejecución de una pena de muerte. En la primera secuencia se cuenta la causa: el sargento Renedo y el cabo Brenes se disputaban una mujer de mala vida, la Rubia; un día se encontraron los dos militares, discutieron, el sargento golpeó al cabo y este le clavó su bayoneta dejándolo muerto; Brenes se dejó prender con total tranquilidad, aunque sabía lo que le esperaba: «Un Consejo de guerra que haría con unas firmas lo que él había hecho con una bayoneta» (p. 200). Es, en efecto, condenado a muerte, porque «La disciplina militar es una diosa que necesita sacrificios de cuando en cuando» (p. 202). En la segunda parte, el condenado sigue haciendo alarde de hombre duro: ya en capilla permanece sereno, inmutable; al salir para ser fusilado, le dan un puro, que enciende y saborea, hasta que, al llegar al punto de la ejecución, lo deja apoyado sobre el hule de su ros, desde donde se levanta el humo. Ya vendado el prisionero, llega el perdón en el último instante; sin inmutarse, el cabo Brenes vuelve a coger el puro y se aleja fumando con absoluta frialdad. Parece como si todo no hubiese sido más que una «Nubecilla de humo» en su vida[1].


[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: relatos ambientados en las guerras carlistas (6)

De gran intensidad dramática es «De dos a cuatro». El cabo Pedrales cuenta a los soldados por qué el teniente Rodaja perdió en una noche la negrura de su cabello. Fue una vez que pasaban las ventas de Recova hacia Costillada; muy cerca vivía el padre del, en aquel entonces, soldado Rodaja; este fue enviado de avanzada, de 2 a 4 de la madrugada, con la orden de disparar a cualquier persona que se acercase. Rodaja pasó las dos horas temiendo que su padre, que podía haberse enterado de que su hijo estaba cerca de casa, fuese a verlo y tuviese que disparar contra él; cuando acabó su guardia, apareció con el cabello totalmente blanco: «No le dije nada yo tampoco; sentí como ganas de llorar, y me guardé la historia para que ustedes, que no habéis pasado por estas cosas, supieseis cómo puede pasar una noche de miedo un soldado de gran corazón» (pp. 103-104).

«El hijo del regimiento», con sus 10 páginas, es uno de los pocos relatos que presenta divisiones internas (cuatro capitulillos muy breves). El 4.º regimiento del 2.º cuerpo de ejército marcha en derrota; vivaquea y come su rancho en el llano de Albatera, con la tristeza de su desesperada situación. El coronel Pozazal encuentra un bebé, abandonado por alguna mujer de los pueblos cercanos, que entrega al cocinero Madrépora; el Padre Manzaneque lo bautiza con el nombre Marcialillo (nombre, sin duda, ajustado a la situación). Al amanecer, se reanuda el combate. Los soldados asaltan el cabezo de Aguzahoces, combatiendo cuerpo a cuerpo; Madrépora pelea con el bulto del niño en el brazo izquierdo y con un sable en la mano derecha; «se batía —leemos— como cada hijo de vecino, con la borrachera de la lucha en el corazón» (p. 131). Tienen cien bajas, pero gracias al heroico comportamiento de todo el regimiento consiguen salvar su apurada situación. Los soldados comen ahora felices el rancho de la victoria, y todos recuerdan cómo había luchado el cocinero «animado por la embriaguez de la pelea» (p. 133). El narrador que relata esta historia es uno de esos soldados.

Altas cotas de ternura alcanza Federico Urrecha con «El vicio del capitán», relato una vez más con narrador testigo: «No sé si otra vez os he hablado de Humaredas» (p. 159). Un grupo de soldados pasa el verano como destacamento en ese pueblo. En el casino coinciden con Retama, capitán retirado, manco y muy malhablado, conocido por «su lengua de hacha y su vocabulario pletórico de desvergüenzas» (p. 160). Rodajas y otro soldado, el narrador, le siguen un día y descubren su secreto: el capitán Retama no gasta su dinero en vicios, como alardea en el casino, sino en alimentos para una niña huérfana que ha adoptado del hospicio; hasta se priva del tabaco para comprarle leche; además, en casa el capitán no jura, sino que atiende y mima a la muchacha, «cuidando de aquella intimidad por él creada, para no morirse en la soledad del soldado viejo y arrumbado» (p. 164). Los dos soldados piensan inicialmente comentar en el casino su descubrimiento; pero, conmovidos por la tierna escena que ven, deciden guardan su secreto y no ponerlo en evidencia revelando cuál es el verdadero «vicio del capitán». Este capitán Retama nos recuerda a Muérdago: ambos son militares retirados, ambos están tullidos (cojo uno, manco el otro), ambos exponen sus ideas con energía en el mismo casino de Humaredas… La diferencia entre ambos relatos estriba en que en «El fin de Muérdago» el tono era trágico, al presentar la muerte heroica del viejo héroe; mientras que aquí se nos ofrece un segmento de vida, en el contexto de la guerra, que muestra un comportamiento pleno de ternura y humanidad.

«Remoque» es, como «El idilio de la pólvora», uno de los escasos Cuentos del vivac en que aparece sugerido, aunque no explícitamente desarrollado, un tema amoroso. Una vez más encontramos un narrador testigo: «Fue aquel cabo Remoque una de las figuras más interesantes que he conocido en mi vida de soldado» (p. 261). Herido en el oído en el desastre de Gorrionuela, es conducido a un hospital en el que se enamora de sor Mariposa, una hermana a la que llama así por el aleteo de sus tocas. Cuando su estado de salud se agrava, Remoque dice que solo se confesará si sor Mariposa deja que le dé un beso; tras su inicial resistencia, la monjita se deja besar; entonces el cabo se confiesa y muere acompañado por la hermana y por el narrador[1].


[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: relatos ambientados en las guerras carlistas (5)

Pasemos ahora al comentario de los relatos que presentan aspectos humanos. En efecto, algunos de estos Cuentos del vivac presentan la cara más humana, no de la guerra, sino de las circunstancias que se viven durante una guerra, mostrando que incluso en esas situaciones límite existen también momentos para la ternura. El primero de los que reseño en este apartado es «La trenza cortada». En la taberna del tío Araya tiene su asiento una partida de doce «ínclitos y desarrapados combatientes del altar y el trono» (p. 39), es decir, doce soldados carlistas que allí remiendan sus uniformes y limpian sus armas. El jefe de esta partida, Butrón, trata de redactar un parte para dar cuenta de la detención del liberal Basilio Mudárriz, al que considera el soplón que ha estado a punto de que su grupo fuese sorprendido por 200 liberales entre Elorrieta y Otzaurte (en Guipúzcoa). En esto llega Constanza, la hija pequeña del detenido, afirmando que está dispuesta a dar cualquier cosa por conseguir su libertad; y como prueba de ello se corta su preciosa trenza. Butrón decide entonces soltar al hombre por tres motivos: por compasión, al ver el gesto de su hija; porque el tío Araya le dice que es inocente; y también porque tiene problemas con la ortografía y teme que sus superiores se burlen de él al leer el parte de la detención. Este relato es uno de los pocos que está contado desde la perspectiva carlista o, mejor, uno de los pocos en los que los personajes principales son carlistas.

Trenza cortada

En estos relatos de ambiente bélico apenas tiene cierta cabida el sentimiento amoroso, que sí aparece en «El idilio de la pólvora». Los liberales sitian Villacobriza, defendida por un fuerte de minas. Gina, una joven de 14 años, y Ántropos, un mozo de 16, acuden a un lugar desde donde pueden contemplar al cañoneo. Los disparos asustan a la muchacha que se acerca y se acurruca junto al joven; entonces estalla una contramina cerca de donde están «y en el tremendo momento se rasgó para Ántropos y Gina el misterioso cendal del secreto deseado y temido, revelado en el primer abrazo ceñido con tembloreo de brazos y el primer beso dado con los ojos cerrados» (pp. 55-56). Cabe destacar el valor simbólico de los nombres de los dos personajes, Gina y Ántropos, que podríamos interpretar como ʻmujerʼ y ʻhombreʼ.

«El rehén del Patuco» es, por contra, un nuevo relato de tono trágico. El Patuco es un vagabundo de Sollacabras que recibe ese mote por su andar torpe, de pato. Antes solía frecuentar las tabernas y el casino de los liberales, el «Círculo fraternal»; sin embargo, al llegar la guerra se ha ido con «los otros», habiéndose convertido en jefe de una partida carlista. Su única debilidad es una hija pequeña que tiene. El tuerto Adaja, jefe contraguerrillero, quiere acabar con él; para ello no duda en raptar a la hija del Patuco, enviándole un mensaje con un leñador: debe entregarse en el monte Muérdales; el carbonero, que hará de mediador, pondrá a salvo a la niña. Así lo hacen; después, suenan disparos; el tuerto ha matado al Patuco y lo trae cruzado sobre un burro, tal como había prometido en el pueblo, pues él nunca hace prisioneros. El narrador no es aquí testigo o protagonista directo, sino que ha oído contar la historia al leñador[1].


[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: relatos ambientados en las guerras carlistas (4)

El protagonista de «La oreja del Rebanco» es un asistente que recuerda al de «La retirada de Corpa», aunque aquí su rasgo de valentía no es tan heroico, sino brutal. «Ugenio» Rebanco es el asistente del teniente Pizarral, que se halla sitiado con sus hombres en Rebajales y que, para matar el rato, acude al casino de «La Amistad», donde se reúnen los liberales; en cambio, los señoritos de la villa simpatizan con «los otros», es decir, los carlistas. Como escasea la comida, los asistentes la buscan por donde pueden; un día Rebanco llega herido porque unos gañanes de una venta que merodeaba en busca de alimentos le han dado una paliza; el teniente, sin conocer esta circunstancia, le reprende por su lastimoso estado y le dice que le echará del regimiento si no le trae la oreja de quien le ha herido. El Rebanco interpreta literalmente la indicación de su jefe y al día siguiente deja en el casino un paquete con la oreja de uno de sus agresores.

«El artículo 118» plantea también un caso, más trágico, de la dura vida militar. «Ni en los papeles viejos del regimiento —comenta el narrador—, ni en archivo alguno militar, daríais con trazas de lo que voy a contaros. No tuvo el hecho más testigos que el capitán Rodajo y yo, que éramos entonces soldados de la 4.ª compañía; y si me atrevo a contarlo es porque el coronel Pernales murió hace tiempo y no ha de venir su buena memoria a pedirme cuentas» (p. 270); más adelante hay otras referencias que confirman el carácter oral del relato: «todo lo que voy a contaros» (p. 270); «como os digo» (p. 271). El áspero coronel Pernales es un soldado de raza; tenía un «rostro anguloso y curtido como el de los antiguos guerreros que hacían de la pelea el ejercicio de un culto bárbaro y estrecho» (p. 273). Ese invierno sus tropas han sufrido varias derrotas y su carácter todavía se ha agriado más con la llegada de su hijo, a quien no aprecia por suponerlo un cobarde: por ejemplo, al tratar con él nunca lo llama Rafael, sino alférez Pernales. En una acción bélica, el asalto a Mudarra, Rafael huye y su padre, ajustando su rígida moral a lo dispuesto por el terrible artículo 118 del código militar, que establece «Pena de muerte… al militar que por cobardía vuelva la espalda al enemigo» (p. 276), dispara contra él. Esa noche en que el coronel reflexiona triste sobre la dureza de la ordenanza todos los soldados sienten en su cuerpo un frío que no es solo el del ambiente.

Código de Justicia Militar

«¡Noche de Reyes!» se ambienta en el sitio de Muérdales. Es Navidad, y los soldados parecen «soldados fantásticos de un ejército hambriento» (p. 281). El sargento Ránula sospecha que el comandante Regajales, un achaparrado instructor de Academia, no se comportará heroicamente en la defensa del pueblo; mandados por él, la noche del 5 de enero los soldados hacen una salida para romper el cerco, asaltan la vía del tren y llegan a la boca del túnel, sufriendo 200 bajas; el comandante, que les ha dirigido bravamente, les arenga y penetra en el túnel; la Noche de Reyes hallan su cuerpo destrozado a la mitad del mismo. Ránula, que desconfiaba del valor de su superior, no puede ocultar una lágrima, cuando lleva su cuerpo junto con otro soldado (el narrador), aunque para disimular exclama: «¡Vaya una noche de Reyes, amigo!»[1].


[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: relatos ambientados en las guerras carlistas (3)

Otros dos relatos que guardan cierta semejanza entre sí son «Los pelones» y «La cuña». Si hasta ahora hemos encontrado héroes individuales, aquí el protagonista es colectivo, pues se trata de sendos grupos de soldados. El primer relato, dedicado a Sinesio Delgado, insiste en el narrador testigo: «Si yo me acabara sin contaros la verdad de lo que pasó en Hormigosa el 12 de Junio, me llevaría conmigo una amargura insoportable. No llaméis vanidad a esto: hay cosas superiores a nosotros y que hablan solas, como las que os voy a decir sin asomo de amor propio» (p. 217). El viejo coronel Retaco manda un grupo de «pelones» ʻreclutasʼ que no entran jamás en combate: relegados junto a los carros de impedimenta y sanidad, tienen que sufrir las constantes burlas de los demás regimientos. Un día en que sus compañeros han tratado de tomar el repecho de la Culebra, en Hormigosa, siendo rechazados en varias ocasiones, los pelones se lanzan finalmente al ataque; Retaco los arenga y logran tomar el alto: han caído 600 hombres de los 800 que eran, pero esta conducta heroica es la mejor venganza de las burlas anteriores. Orgullosos, gritan: «¡Vivan los pelones!».

«La cuña» está protagonizada también por un «escuadrón olvidado», esta vez de caballería; sus hombres viven —comenta el narrador— «con nuestra miseria de soldados pobres» (p. 230). Hay un recuerdo elogioso de estos hombres: «…y recordé entonces la gran figura del soldado de la primera República, mal vestido, peor calzado, pero lleno todo él, como nosotros, del resplandor de la patria, que mira desde lejos, pronta a cantar las glorias o a llorar sobre los desastres» (p. 227). El ejército en derrota marcha de Lumbredales a Tenebreda (nótese lo elocuente de esos nombres). Al mando del coronel Alpera, el escuadrón de caballería rompe con su ataque en cuña las filas enemigas, única esperanza de salvación que les quedaba: «Yo no sé qué extraño espíritu nos empujaba, ni casi recuerdo bien lo que pasó», comenta el narrador-protagonista (p. 230). Tras su éxito, el coronel les felicita con unas sencillas palabras: «¡Bien, hijos míos!». Y apostilla el soldado que cuenta la historia: «No sé lo que sintieron los otros; pero a mí me pareció que desde lejos, fuera del límite rumoroso de la estepa, nos hablaba la patria agradeciéndonos aquel esfuerzo desesperado y aquella temeridad heroica» (pp. 230-231). Podemos suponer, por las palabras antes citadas, que los protagonistas son soldados liberales; pero no se dice explícitamente, es más, a la hora de designar a los contrarios solo se habla de «líneas enemigas». Tampoco hay alusiones temporales precisas, salvo la mención de la nieve en los campos que sitúa la acción en invierno, pero de un año indeterminado.

Regimiento de Caballería Húsares de la Princesa. Augusto Ferrer-Dalmau
Regimiento de Caballería Húsares de la Princesa. Augusto Ferrer-Dalmau.

Un nuevo narrador testigo es el de «El ascenso de Regojo»: «Podrán haberse olvidado del sargento Regojo los que estuvieron con él en el segundo de lanceros; pero seguramente ninguno se ha olvidado de su madre, la viejecita que tenía una cantina cerca de la estación de Resquemilla» (p. 233). Los enemigos atacan a los sitiados en Resquemilla desde la vía férrea con una máquina blindada y les han causado ya sesenta bajas. Para evitar esos ataques del ferrocarril es necesario volar un puente. Regojo, un buen soldado que desea llegar a alférez, se ofrece voluntario y logra hacer saltar el puente por los aires, pero muere en la explosión. El coronel Rabanal prohíbe que nadie cuente nada a su anciana madre: él le dice que su hijo ha sido ascendido a alférez y, «cosas de la pícara guerra», ha tenido que partir inmediatamente a Filipinas; desde entonces, cada dos meses la viejecita recibirá una carta redactada por el teniente Diámetro, que tiene una bella letra similar a la de Regojo, para seguir ocultándole la muerte de su hijo. También en este relato encontramos fórmulas vagas como «el enemigo», «los otros», para referirse a los contrarios, aunque, como en la mayoría de ocasiones, el relato está narrado desde el punto de vista de los soldados liberales[1].


[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: relatos ambientados en las guerras carlistas (2)

«El corneta Santurrias» es quizá el relato más amargo del libro. Una vez más nos encontramos con un narrador testigo: «Me acuerdo del corneta Santurrias como si le tuviera delante. Verdad es que los recuerdos de aquellos días se han grabado en mi memoria con tan enérgico relieve que no lo borrará el trabajo de un siglo» (p. 87). El corneta era un muchacho alegre, que desde el parapeto solía hablar con los enemigos y gritarles «¡Viva la libertad!». Un día le piden desde el otro lado algo de comer; cuando Santurrias se levanta en la trinchera para arrojar generosamente a los enemigos un pan negro que tiene, suena una descarga y cae herido; pero antes de morir todavía tiene tiempo de vitorear de nuevo a la libertad. El narrador es el compañero que estaba a su lado y recogió su cadáver.

«El bloqueo» cuenta el sitio de Caballeda; es el mes de diciembre (no se indica año); el brigadier Cigarral prepara una defensa heroica que, según él, podrá emular a las de Sagunto y Numancia. El narrador es aquí uno de los mozos útiles que ha sido requisado en el pueblo. Nos presenta a la Parrala, mendiga harapienta que merodea entre los soldados para obtener alguna escudilla de alimento y que insulta a los sitiadores carlistas llamándolos «marranos». Al producirse el asalto, la mendiga le parece hermosa erguida sobre el parapeto, hasta que cae con un balazo en la cabeza: «La noche del seis de febrero ha dejado en mí profunda huella y duradera memoria. […] No guardo lo que pasó con detalles borrados ya con el lapso del tiempo; pero sí recuerdo con lucidez lo que fue de la Parrala en aquellos momentos de aprieto y de angustia» (pp. 120-121).

Tercera Guerra Carlista. Acción de Piedrabuena. Carga de la caballería del coronel Melgerizo
Tercera Guerra Carlista. Acción de Piedrabuena. Carga de la caballería del coronel Melgerizo.

«La pareja del segundo» se narra también por boca de un testigo presencial: «Yo sé que ninguno de los que entraron en el reemplazo en que lo hice yo se ha olvidado del sargento García». Este militar nacido en Motril, conocido como «Sargento Ginebra» por su afición a ese licor, era de carácter franco y leal, despreocupado, «algo intransigente, pero abierto y fácil» (p. 136). Amigo del cabo Díaz (el narrador), un día hubieron de llevar un pliego con las órdenes para una batería cabalgando bajo fuerte fuego enemigo; esa noche, el sargento se jugó su dinero a una carta, la sota, y lo perdió porque salió un caballo. El sargento, comenta el narrador, tentó al azar en un mismo día con dos caballos[1].


[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.

Los «Cuentos del vivac» de Federico Urrecha: relatos ambientados en las guerras carlistas (1)

Son los más numerosos (veinticinco en total) y, para su comentario, los voy a separar en dos grupos principales: uno con los relatos en que se nos ofrecen ejemplos de comportamientos individuales heroicos en acciones bélicas y otro con los que destacan aspectos más íntimos o humanos de la guerra. Aparte quedarán unos pocos relatos que escapan a estos criterios. Como se ve, esta clasificación es meramente pragmática y responde al deseo de ordenar de alguna manera mi comentario. Comenzaré con los relatos que destacan comportamientos heroicos

En «El último cartucho» el teniente Alpera cuanta cómo cierta vez se refugiaron en la posada del Zaque, en Matanegra, cincuenta hombres a las órdenes del alférez Villarrasa, oficial joven, pero muy valiente; afuera les cercaban los carlistas (los «boinas blancas»). Unos arrieros quieren salir de la posada, pero son detenidos y obligados a pelear contra los sitiadores. Los arrieros disparan su último cartucho contra el alférez, que ha gritado «¡Viva la libertad!»; al verlo, los demás soldados liberales arremeten contra ellos y los matan. Finalmente, los carlistas toman la posada y sacan presos a los soldados. La mano del alférez Villarrasa, cuyo cuerpo ha quedado colgado de la ventana, parece encerrar un último saludo para los suyos y una amenaza para los enemigos.

Una unidad carlista a punto de iniciar una carga a la bayoneta. Augusto Ferrer-Dalmau
Una unidad carlista a punto de iniciar una carga a la bayoneta. Augusto Ferrer-Dalmau

Muy semejante es «La redención de Baticola», tanto por la presencia en ambos de un narrador testigo (un soldado que participó en el suceso narrado), como por su asunto y su conclusión: el teniente Baticola tenía una mala hoja de servicios que lavó en la ermita de Alcorzuela; refugiado allí con diez hombres, defendió heroicamente la posición causando varias bajas a los enemigos, quienes finalmente pegaron fuego a la puerta y consiguieron entrar, ensañándose entonces con el valiente defensor: «Me da frío recordar lo que hicieron con él…». Los demás soldados fueron hechos prisioneros. El deforme cadáver de Baticola, llevado a lomos de una borrica, es mirado en respetuoso silencio por los suyos y hasta por sus enemigos, que no pueden menos de admirar su temerario arrojo. El cuerpo del protagonista muerto, como en «El último cartucho», ofrece una importante carga simbólica para unos y otros.

«El fin de Muérdago» puede relacionarse con dos relatos comentados en una entrada anterior, «Pae Manípulo» y «El héroe de Villahendida». Muérdago es un militar retirado que vive en Humaredas con su pata de palo, su cruz pensionada y su credencial de estanquero. En el casino «La Amistad de Humaredas», el teniente Pedreño, jefe de la plaza, opina que deben rendirse si ataca el enemigo, actitud que exaspera al viejo Muérdago, que llama «marranos» a los carlistas, subrayando las frases de sus parlamentos con enérgicos golpes de su pata de palo. Cuando finalmente se produce el ataque, Muérdago, que pese a su estado físico desea luchar, es enviado al convento del Císter, por donde no se combate; enfadado, acude a las huertas de Quejigüela, donde se libra lo más recio de la pelea; al clarear el día, los sitiados huyen ante una ataque arrollador del enemigo, pero el viejo permanece en su puesto hasta que un carlista hunde en su cuerpo la bayoneta, dejándolo clavado en el barrizal. Queda en el suelo un surco de su pata de palo (última forma de presencia, de nuevo, del héroe muerto). Como los otros dos relatos citados, presenta el sacrificio de un combativo héroe que por su edad, su estado o sus condiciones no debería participar en la lucha: el sacerdote, el maestro del pueblo, aquí un militar retirado, cojo y achacoso[1].


[1] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «Los Cuentos del vivac de Federico Urrecha», Lucanor. Revista del cuento literario,15, diciembre de 1998, pp. 41-65.