Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadlo. (Mateo, 17, 5)
El escritor peruano Francisco Clemente de Althaus Flores del Campo (Lima, 1835-París, 1876) dejó una novela inconclusa, titulada Coralay, redactada en su juventud, y compuso también el dramaAntíoco, que se estrenó en el Teatro Principal de Lima el 24 de marzo de 1877. Como poeta publicó Poesías patrióticas y religiosas (París, A. Laplace, 1862), Poesías varias (París, 1863) y Obras poéticas (1852-1871) (Lima, Imprenta del Universo, de Carlos Prince, 1872). Fue además traductor, sobre todo de los clásicos latinos y los escritores románticos italianos.
Vaya para hoy este soneto suyo dedicado a la Transfiguración del Señor, del que cabe destacar la sonoridad de las rimas agudas.
Rafael Sanzio, La Trasfigurazione (c. 1517-1520). Museos Vaticanos (Ciudad del Vaticano).
Ya la gloriosa cumbre del Tabor atrás dejaron los divinos pies; nieve la veste, un astro la faz es que del sol avergüenza el resplandor.
Así, del alto cielo, oh, morador, a la diestra del Padre arder le ves; y los aires Elías y Moisés huellan a un lado y otro del Señor;
mientras yacen por tierra, en ademán de asombro, de pavor y adoración, Pedro, Santiago y el amado Juan.
¡Cuándo, oh, Señor, en la celeste Sión sin velo así mis ojos te verán, si de verte mis ojos dignos son![1]
[1] Tomo el texto de Clemente Althaus, Poesías patrióticas y religiosas, París, A. Laplace, 1862, p. 162.
La poesía navideña se hace eco también de la matanza de los Inocentes —la orden dada por Herodes I el Grande de ejecutar a los niños nacidos en Belén menores de dos años, tras verse engañado por los sabios de Oriente, quienes habían prometido regresar a su palacio para indicarle el lugar exacto del nacimiento de Jesús[1]—. Sin que sea un tema excesivamente prolífico, no está ausente ni en los autores de nuestro Siglo de Oro (véase, por ejemplo, la «Chanzoneta a la Virgen sobre los Inocentes» de Alonso de Bonilla), ni en poetas contemporáneos (remito a la «Nana en el día de los Inocentes» o al «Villancico cruel a un subnormal no nacido», composiciones ambas de Víctor Manuel Arbeloa). Se trata, en efecto, de un tema que permite actualizaciones de diverso signo, pues siempre han existido —y en nuestros días también siguen existiendo, y por desgracia seguirán existiendo siempre— crueles Herodes que decretan la muerte de otros Santos Inocentes.
Una de esas actualizaciones del tema clásico es la que ofrece el poema del sacerdote, escritor y académico mexicanoJoaquín Antonio Peñalosa (San Luis Potosí, 1922-San Luis Potosí, 1999) «La matanza de los inocentes», cuyo sentido explicita Fernando Arredondo Ramón:
Normalmente este humorismo crítico [de Peñalosa] desaparece cuando se trata de alzar la voz contra la alteración del orden querido por Dios, que se manifiesta en el curso natural. La alteración artificial de ese curso natural, más aún si lo que lo motiva es la vanidad, el egoísmo o la codicia, activa en Joaquín Antonio una denuncia dura e incluso amarga y acusadora, como la de los profetas que apercibían al pueblo de Israel de su olvido de Dios. La primera vez que encontramos esta voz en su poética es en La cuarta hoja del trébol, que después pasará a formar parte de Un minuto de silencio, en el poema «La matanza de los inocentes», donde compara a quienes abortan y, por tanto, arrancan la vida antes de que la naturaleza lo establezca, con los que mataran a espada a los inocentes del Evangelio. Llama malditas a esas madres, por boca de las madres que perdieron a sus hijos en Belén. El tono de las increpaciones se entiende más aún sabiendo que Peñalosa tenía una especial debilidad por los niños desprotegidos, que le llevó a crear un orfanato[2].
Guido Reni, La matanza de los inocentes (1611). Bolonia, Pinacoteca Nazionalle.
El texto del poema (respetando su ausencia —no total— de puntuación) es como sigue:
Nos quedamos sin ojos nos quedamos sin lágrimas nos quedamos sin cara la túnica rasgada por inútil tibia todavía del sueño de los hijos eran como higos de Jericó: su redondez y una gota de leche los cortaron del tronco, fruta en agraz, desperdiciada colgaban sus cabezas de pájaro, nerviosas, desplumadas nos desgajaron, nos desollaron los huesos nos rasparon la corteza eran como reflejos nacidos de los mármoles nos destruyeron como a Jerusalén, piedras de ruinas ladrones de la especie, salteadores de bancos de sangre dinastías a la mitad, estirpes dislocadas lo que el amor edificó en nueve meses, padre Abrán, noventa veces nueve derrumbado las descendencias quedaron paralíticas como los vientres pobres perras judías aullamos por los cachorros nos repegamos al muro montón de noches, puñados de ceniza cuando los soldados llegaron, ay las cabezas de pájaro brincaban nos podaron la raíz del llanto y del arrullo queremos abrir la boca y bramamos gargantas sin azúcar de tanto nido huérfano estamos secas, cocidas a sal y sangre cuando saltaban sus manos como granizos, secas cisternas rotas, cedros astillados, secas malditos los que cortáis las tribus por espada por miedo por farmacias si tenéis un hijo aborrecido, dádnoslo paralítico retrasado mental o sordomudo lo que vosotros llamáis una desgracia dadnos esa desgracia por las colinas aquella tarde los becerros bajaban balaban a sus madres nos quedamos sin ojos nos quedamos sin lágrimas nos quedamos sin cara[3].
[1] «Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: “Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen”» (Mateo, 2, 16-18).
[2] Fernando Arredondo Ramón, Joaquín Antonio Peñalosa en la tradición poética mexicana, tesis doctoral dirigida por Ángel Esteban del Campo, Granada, Universidad de Granada, 2014, pp. 293-294. En las pp. 294-295 reproduce el poema completo, con alguna ligera variante.
[3] Joaquín Antonio Peñalosa Santillán, Hermana poesía [Obra poética completa], ed. de David Ojeda, San Luis Potosí, Editorial Ponciano Arriaga, 1997, p. 119. Lo cito por Nos vino un Niño del cielo. Poesía navideña latinoamericana del siglo XX, introducción y selección de poemas por Miguel de Santiago y Juan Polo Laso, Madrid, EDIBESA, 2000, pp. 155-156.
El escritor, historiador y académico mexicanoAlfonso Junco Voigt (Monterrey, 1896-México, D. F., 1974) publicó en vida los siguientes poemarios: Por la senda suave (1917), El alma estrella (1920), Posesión (1923), Florilegio eucarístico (1926) y La divina aventura (1938). Entre sus libros en prosa se cuentan, entre otros, estos títulos: Cristo (1931), Lope ecuménico (1935), La vida sencilla (1939), El difícil paraíso (1940), España en carne viva (1946), El gran teatro del mundo (1947), Un poeta en casa (1950), Los ojos viajeros (1951), Al amor de Sor Juana (1951), Othón en el recuerdo (1959) y Tiempo de alas (1973).
De entre su poesía de temática navideña cabe recordar algunos títulos como «Navidad cotidiana» o este sencillo romance de rima aguda en ó, que figura bajo el epígrafe «Niño Dios»:
Niño Dios que estás naciendo, nace aquí en mi corazón, y en tus hechizos anégame, y hazme niño y hazme Dios.
Nochebuena, Nochebuena, fragante de evocación: ¿qué efluvios de cosas idas, qué perfume de candor, qué melodías lejanas, qué balbuciente emoción, qué manso desasosiego, qué frescura, qué claror, qué cosa que no se puede decir con precisa voz, nos penetra y sobresalta y acaricia el corazón? ¿Es un ansia de ser niños? «Sed niños —dijo el Señor— si queréis entrar al Reino»; ¡y Él se hizo niño por nos! ¡Y en su noche nos embriaga un dulce afán de candor!… ¡Oh, qué anhelo de ser niño! ¡Hazme niño, Niño Dios!
«Sed perfectos cual mi Padre Celestial», dijo tu voz, y no fue estéril sarcasmo sino fértil bendición. «Vosotros también sois dioses», clamas. Y Pablo sintió: «Vivo, pero ya no vivo: que vive en mí Cristo Dios». Porque tú nos alimentas con un pan de exaltación, que no se hace carne mía como este pan inferior, sino que mi carne absorbe y la transfigura en Dios. ¡Dios quiero ser para amarte con pleno pago de amor, Dios por abarcar tu esencia, Dios para obrar perfección, Dios por ser uno contigo!… ¡Hazme Dios, oh, Niño Dios!…
Niño Dios que estás naciendo, nace aquí en mi corazón, y en tus hechizos anégame y hazme niño y hazme Dios[1].
[1] Alfonso Junco, Poesía completa, México, D. F., Editorial JUS 1975, pp. 168-169. Cito, con algún ligero retoque en la puntuación, por la antología Cuando rezar resulta emocionante. Poesías para orar, 2.ª ed., refundida y ampliada, selección, presentación y notas de Manuel Casado Velarde, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2017, pp. 101-102. Además, en el verso 20 prefiero editar «Él» con mayúscula; en los vv. 41 y 43 se lee «para», pero restituyo los «por» del original.
Del poeta y diplomático argentino —hijo de padres españoles— Francisco Luis Bernárdez (Buenos Aires, 1900-Buenos Aires, 1978) ya queda recogido en este blog su «Soneto de la Encarnación» (y también algunas otras composiciones de temática no navideña, como su «Soneto de la Resurrección» o su «Soneto a Cervantes»). Graciela Maturo, a propósito del conjunto de la producción de Bernárdez, explica que
Su aventura poética es en el fondo de raíz mística, asentada en una natural disposición contemplativa, en una vocación musical y verbalizante y en una extraordinaria capacidad para intuir intelectivamente su propia experiencia. Se alían en su obra ese no saber que es propio del entendimiento místico con una plena y comprometida aceptación de la fe revelada y las más finas cuestiones del entendimiento teológico[1].
El «Soneto al Niño Dios» pertenece a su poemario Cielo de tierra (Buenos Aires, Editorial Sur, 1937) y dice así:
Te llamé con la voz del sentimiento antes de la primera desventura, te busqué con la luz, aún oscura, que despuntaba en el entendimiento.
Pero siempre, Señor, sin fundamento. Pero nunca, Señor, con fe segura, porque la luz aquella no era pura y aquella voz se la llevaba el viento.
Fue necesario que muriera el día, que viniera la noche, que callara la voz y que cesara la alegría,
para que yo te descubriera, para que la desolación del alma mía en el llanto del Niño te encontrara[2].
[1] Graciela Maturo, «Francisco Luis Bernárdez, poeta de la noche y el alba», prólogo a Francisco Luis Bernárdez, Antología, Buenos Aires, Editorial Bonum / Secretaría de Cultura de la Nación, 1994, p. 11.
[2] Cito por Francisco Luis Bernárdez, Antología, selección y prólogo de Graciela Maturo, p. 84.
Otro de los textos que se pueden leer en el Homenaje a Quevedo publicado en el año 1980 por el Taller Prometeo de Poesía Nueva es esta «Salutación» dedicada al satírico madrileño por Alfredo Arvelo Larriva. Está incluida en la contribución enviada desde Venezuela por Luis Pastori, donde dice desea dar a conocer «el magnífico soneto que uno de los más grandes poetas venezolanos, Alfredo Arvelo Larriva, también pendenciero y satírico como el autor de los Sueños, dedicó a la memoria de Quevedo, cuyas obras conocía amorosamente en toda su extensión y profundidad»[1].
Alfredo Arvelo Larriva, nacido en Barinitas (capital del municipio de Bolívar, en el estado de Barinas) en 1883 y muerto en Madrid en 1934, fue poeta, periodista y político. Opositor a ultranza de la dictadura de Juan Vicente Gómez, estuvo preso ocho años en el castillo de San Felipe de Puerto Cabello y en la cárcel de La Rotunda. Publicó pocos poemarios o libros recopilatorios de sus versos, entre los que cabe citar Enjambre de rimas (Ciudad Bolívar, 1906), Sones y canciones (Caracas, 1909), La encrucijada. Secuencias de otro Evangelio. Salmo a los brazos de Carmen (Caracas, 1922) y El 6 de agosto (Caracas, 1924). Sirvan para completar esta mínima semblanza las palabras que le dedica J. R. Fernández de Cano:
Figura destacadísima de la lírica venezolana del primer tercio del siglo XX, dejó una interesante producción poética que, influida en sus comienzos por la poderosa huella del Modernismo hispanoamericano, evolucionó hacia un post-modernismo de inconfundible sello original, marcado por la naturalidad, la espontaneidad, la acidez irónica y, en ocasiones, el tono abiertamente jocoso que no logra ocultar un indeleble poso de amargura. Gran parte de sus versos fueron publicados, de forma clandestina, bajo el pseudónimo de E. Lenlut, formado por las primeras letras del apodo que le pusieron sus amigos debido a que solía vestir siempre de negro («El Enlutado»)[2].
Caricatura de Quevedo por Javier Zorrilla Berganza, «Ellapizloco»
Su «Salutación» a Quevedo (al que nombra exclamativamente «¡Caballero de Santiago y del Verso!», v. 14) está escrita en versos alejandrinos —formados por dos hemistiquios de siete sílabas, con una cesura al medio—, ritmo habitual en tiempos del Modernismo. Llamo la atención sobre la poco usual disposición de las rimas del soneto, que responden al esquema AABB AABB CCD EED:
Mi señor don Francisco de Quevedo y Villegas, que con el verso esgrimes y con la esgrima juegas, haciendo —para orgullo del verso y de la esgrima— donaire del acero y acero de la rima:
caballero bizarro de las nocturnas bregas, sabias prosas y empresas galantes y andariegas; cuya torcida planta[3] huella la noble cima cortesana y el fondo canalla de la sima
plebeya, con la misma genial desenvoltura: hidalgo aventurero de múltiple aventura (amor, poder, intriga, pasión, peligro), terso,
leal, como tu espada de amigo y de enemigo: en mi siniestra torre de Juan Abad[4] bendigo tu nombre, ¡Caballero de Santiago y del Verso![5]
[1]Homenaje a Quevedo, Madrid, Taller Prometeo de Poesía Nueva, 1980, p. 48.
[2] J. R. Fernández de Cano, «Arvelo Larriva, Alfredo (1883-1934)», en MCNBiografias.com. Para más detalles puede verse la monografía de Alexis Marqués Rodríguez, Modernismo y vanguardismo en Alfredo Arvelo Larriva, Caracas, Monte Ávila, 1986.
[3]torcida planta: recuérdese que Quevedo era cojo.
[4]mi siniestra torre de Juan Abad: Torre de Juan Abad, en la comarca del Campo de Montiel (Ciudad Real), era señorío del escritor. El poeta le aplica el adjetivo de siniestra seguramente porque allí fue desterrado Quevedo tras la caída en desgracia de su protector, el duque de Osuna.
[5] Tomo el texto del citado Homenaje a Quevedo, p. 48.
Vaya para hoy, sin necesidad de mayor comento, otra evocación poética de don Francisco de Quevedo, debida en este caso al poeta peruano Javier Sologuren (Lima, 1921-Lima, 2004), quien obtuvo en su país el Premio Nacional de Poesía correspondiente al año 1960. Dejando de lado algunas obras ensayísticas en prosa y varias antologías, su producción literaria[1] está formada fundamentalmente por los siguientes poemarios: El morador (1944), Detenimientos (1947), Dédalo dormido (1949), Bajo los ojos del amor (1950), Otoño, endechas (1959), Estancias (1960), La gruta de la sirena (1961), Vida continua (1966, 1971), Recinto (1967), Surcando el aire oscuro (1970), Corola parva (1977). Folios del Enamorado y la Muerte (1980), Jaikus escritos en un amanecer de otoño (1986), Retornelo (1986), Catorce versos dicen… (1987), Folios de El Enamorado y la Muerte & El amor y los cuerpos (1988), Poemas 1988 (1988), Poemas (1992), Vida continua. Obra poética (1939-1989) (1989 y 2014, por la Academia Peruana de la Lengua, edición y prólogo de Ricardo Silva-Santisteban), Un trino en la ventana vacía (1992, 1993, 1998), Hojas de herbolario (1992) y Vida continua (2014).
El poema se titula «A don Francisco de Quevedo con el propósito de que se hallen para siempre libres el preso y la cárcel»[2], y dice así:
algo te puso la muerte en los peroles del tiempo algo que te guisó secreta y diligente para tu diario yantar de solitario y tu batalladora subsistencia
con eso te bastó más las lecturas bajo la infante luz del alba[3] y las alegorías del crespúsculo
nada ni nadie te hicieron acallar tus pensamientos ni la tenaz llamada a la justicia en ti viose mancillada trágico señor[4] señor postrero de una torre apartada en las crecientes sombras de un siglo de escarmientos
tu llanto fue por dentro y tu palabra lágrima fue de siempre y nunca y estocada de lumbre en el nocturno delirio de tu alcoba
tanta patente cita de la muerte tanto aparato tanto monumento cayendo soterrándose en el tiempo la flor del polvo que invade el pergamino el orín que infama la medalla todo estuvo presente todo viva pasión vieron tus ojos pero hubo un triunfo en tu baraja
rojinegra lo hubo y aún lo hay y lo habrá siempre la carta del amor la sangre del fantasma el latido del polvo
contra befas contra agravios temporales como humanos contra las olas violentas de esta hora contra las nuevas de la muerte cuenta el amor lo sabes
en tu magna lección tu permanente hurto de las fraguas del fuego es por ti que sabemos abuelo inmarcesible[5] que hay sentido en la ceniza que seremos polvo sí mas palpitante mas incesante polvo enamorado[6]
[1] Ver Obras completas, ed. de Ricardo Silva-Santisteban, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2004-2005, 10 vols.
[2] Tomo el texto de Homenaje a Quevedo, Madrid, Taller Prometeo de Poesía Nueva, 1980, pp. 49-50. Mantengo el uso de las minúsculas iniciando cada estrofa y la ausencia de puntuación.
[3]infante luz del alba: párvula luz, luz todavía no crecida.
[4] Hay un espacio de separación mayor de lo normal entre los dos sintagmas, efecto tipográfico que parece voluntario; y lo mismo en otras ocasiones dentro del poema: «tanto aparato tanto monumento», «que seremos polvo sí».
[6]polvo enamorado: evocan estos versos finales el cierre del célebre soneto quevediano «Amor constante más allá de la muerte», que comienza «Cerrar podrá mis ojos la postrera…».
Siguiendo con la serie de las recreaciones poéticas del inmortal personaje cervantino, traigo hoy al blog la composición «Reproche y elegía en la muerte de don Quijote», del guatemalteco Julio Fausto Aguilera (1928-2018), autor del que copio esta breve semblanza:
Nació en Jalapa el 8 de septiembre de 1928. Durante la época revolucionaria (1944-54) fue miembro fundador del grupo Saker-Ti. Tras la caída del presidente Jacobo Arbenz, el grupo se deshizo y Aguilera fue perseguido por la dictadura de Castillo Armas; permaneció escondido un tiempo hasta que decidió entregarse, siendo encarcelado durante cuatro meses. Aunque amenazado de muerte por la extrema derecha, nunca cejó en sus posturas e ideales. En 1968 se incorpora a «Nuevo Signo», movimiento literario renovador, cuyo objetivo era encontrar espacios para la proyección de la poesía en el ambiente de guerra interna que sufría el país, donde la publicación de libros resultaba muy difícil. Nuestro poeta vivió soltero hasta los 50 años, cuando conoció a Vidalia Quiñónez, fiel compañera hasta su fallecimiento en 1984. En el ocaso de su vida es relegado al olvido. […] La poesía de nuestro autor es sencilla, motivada por el amor a la patria, la preocupación por las gentes de su pueblo y la denuncia de la injusticia. En reconocimiento al valor de su vida y de su obra, se le han concedido diversos premios y homenajes, entre los que citaremos los siguientes: el Emeritíssimum de la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos de Guatemala; el Quetzal de Oro de la APG, por su libro La patria; y el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias[1].
Entre sus poemarios se cuentan: Poemas mínimos (1959), Canto y mensaje. Poemas 1955-1959 (1960), 10 poemas fieles (1964), Mi buena amiga muerte y otros poemas vivos (1965), Poemas fidedignos (1967), Guatemala y otros poemas (1968), Poemas guatemaltecos, 1965-1968 (1969), 30 poemas cortos (1974), Antigua como la muerte: 1069-1975 (1975) o La patria es una casa: poemas (1983). Al año siguiente de la obtención del Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias (en 2002), se publicó una Selección poética de su obra. A su autoría se debe también una Antología de poetas revolucionarios de Guatemala (1973) y los libros Se llamaba y se llama revolución de octubre (1994) y Escritores de Guatemala (1998).
De su composición cabe de destacar el tono de reproche a Alonso Quijano «el menguado» por renunciar, en el momento de la muerte, a la heroica locura de don Quijote.
José López Tomás, La muerte de don Quijote (1926, título original: «En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño»). Museo de Bellas Artes de Valencia.
El poema es como sigue:
¡Que miserable morir el tuyo! Si supieras cuánto te desprecio en este instante! ¿Por qué tenías que morir diciendo «En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño, yo fui loco y ya estoy cuerdo»[2]? ¿Por qué tenías que morir, Alonso Quijano, el menguado, escribiendo con tu última palabra estos epitafios de escarnio para lo que es razón y hermosura? ¡Don Quijote! ¡Mi don Quijote?! ¡Ah si murieras de tristeza y derrota? derrotado, pero aún llamándote don Quijote, amando a Dulcinea, la encantada, y acariciando, en la empuñadura de tu espada, tus pasadas hazañas de amparador de los débiles y desfacedor de entuertos?! ¡Don Quijote! ¡Mi don Quijote?![3]
[2] Comp. Quijote, II, 74: «—Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano».
[3]Entre los poetas míos… Julio Fausto Aguilera, p. 26. Reproduzco los signos de puntuación tal como figuran en el original. En el v. 18 añado tilde a «aun».
Por tratarse de un texto poco conocido, copiaré hoy este «Soneto a Cervantes» del poeta argentino Francisco Luis Bernárdez (Buenos Aires, 1900-Buenos Aires, 1978) perteneciente a su poemario El arca (Buenos Aires, Losada, 1953). Su calidad literaria no es excepcional, pero constituye un eslabón más de la larga cadena de evocaciones poéticas del autor del Quijote.
Estatua de Cervantes en la Plaza de Cervantes (Alcalá de Henares).
El poema dice así:
Ceñido por la luz de tu memoria Y encerrado en la gracia de tu sueño, Siento el vano rumor y el vano empeño Del vano tiempo y de la vana historia.
Siento que la ilusión de que soy dueño Se me vuelve más leve y transitoria, Y que hasta el bien de la soñada gloria Me parece más pobre y más pequeño.
Porque en la carne de tus criaturas Y en la substancia de sus almas puras Vivo despierto y como nunca estoy,
Viendo a partir de sus perfectas vidas Las proporciones justas y escondidas De lo que en ellas y con ellas soy[1].
[1] Lo cito por Francisco Luis Bernárdez, Antología, selección y prólogo de Graciela Maturo, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Nación / Editorial Bonum, 1994, p. 284. Mantengo la mayúscula al comienzo de cada verso.
Regina Cœli, lætare, alleluia, quia quem meruisti portare, alleluia, resurrexit, sicut dixit, alleluia. Ora pro nobis Deum, alleluia. Gaude et lætare, Virgo Maria, alleluia, quia surrexit Dominus vere, alleluia.
Vaya para hoy, Domingo de Resurrección, este soneto de Francisco Luis Bernárdez (Buenos Aires, 1900-Buenos Aires, 1978), poeta y diplomático argentino hijo de padres españoles. Vivió en España desde 1920 hasta 1924 y se relacionó con Valle-Inclán, los hermanos Antonio y Manuel Machado y Juan Ramón Jiménez, entre otros escritores. Vinculado inicialmente al Modernismo y a los movimientos vanguardistas españoles —Orto (1922), Bazar (1922), Kindergarten (1924)—, su estilo ultraísta comienza a diluirse en Alcándara (1925), libro en el que surge ya la voz del poeta católico, con un estilo que se caracteriza, al decir de la crítica, por «un barroquismo conceptuoso y original».
A la nueva etapa —nuevo estilo y nuevos temas— corresponden sus libros El buque (1935), Cielo de tierra (1937), La ciudad sin Laura (1938), Poemas elementales (1942) y Poemas de carne y hueso (1943), obras estas dos últimas de plenitud por las que le fue concedido en Argentina el Premio Nacional de Poesía correspondiente al año 1944. Poemarios posteriores son El ruiseñor (1945), Las estrellas (1947), El ángel de la guarda (1949), Poemas nacionales (1950), La flor (1951), Tres poemas católicos (1959), Poemas de cada día (1963) y La copa de agua (1963).
Cristo resucitado. Parroquia de Santa María Madre de la Iglesia (Barañáin, Navarra).
Su «Soneto de la Resurrección» dice así:
Cristo sobre la muerte se levanta, Cristo sobre la vida se incorpora, mientras la muerte derrotada llora, mientras la vida vencedora canta.
Cristo sobre la muerte se agiganta, Cristo sobre la vida vive ahora, mientras la muerte es muerte redentora, mientras la vida es vida sacrosanta.
Cristo sobre la vida se adelanta y allí donde la muerte ya no espanta la vida con su vida corrobora.
Mientras la muerte que la vida ignora siente que lo que ignora la suplanta con una fuerza regeneradora[1].
[1] Tomo el texto de elmunicipio.es, donde fue publicado el 20 de abril de 2014.
Vaya para hoy, sin necesidad de mayor comento, la sencilla y emotiva composición de Gabriela Mistral titulada «Tierra chilena». Es el quinto poema de la sección «Rondas» de su poemario Ternura (1924), y es como sigue:
Danzamos en tierra chilena, más bella que Lía y Raquel[1]; la tierra que amasa a los hombres de labios y pecho sin hiel…
La tierra más verde de huertos, la tierra más rubia de mies, la tierra más roja de viñas, ¡qué dulce que roza los pies!
Su polvo hizo nuestras mejillas, su río hizo nuestro reír, y besa los pies de la ronda que la hace cual madre gemir.
Es bella, y por bella queremos sus pastos de rondas albear; es libre, y por libre deseamos su rostro de cantos bañar…
Mañana abriremos sus rosas, la haremos viñedo y pomar; mañana alzaremos sus pueblos; ¡hoy solo queremos danzar![2]
[1] Después de que Esaú lo intentara matar, Jacob —aconsejado por su madre— se trasladó a las tierras de su tío Labán. En el camino se encuentra con su prima Raquel en un pozo y decide casarse con ella. Para aceptar el compromiso, Labán le pide que primero trabaje siete años para él. Transcurrido el plazo, Labán engaña a su sobrino, entregándole a su hija primogénita, Lía (Lea). Tras comprometerse Jacob a otros siete años de servicio para Labán, le fue concedida la mano de Raquel. La historia se cuenta en Génesis, 29, 1-30.
[2] Gabriela Mistral, Obra reunida, selección e investigación Gustavo Barrera Calderón, Carlos Decap Fernández, Jaime Quezada Ruiz y Magda Sepúlveda Eriz, tomo II, Poesía, Santiago, Ediciones Biblioteca Nacional, 2020, p. 83; añado la coma del v. 15.