«Lázaro va a remorir y recuerda…», de Miguel de Unamuno

«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.»
(Juan, 11, 25)

Vaya para hoy, quinto domingo de Cuaresma, sin necesidad de mayor comentario, el poema número 946 del Cancionero de Unamuno, fechado el 25 de marzo de 1929. Lo ilustro con La resurrección de Lázaro (1855), de Juan de Barroeta y Anguisolea, que pertenece a los fondos del Museo Nacional del Prado (Madrid).

Lázaro va a remorir y recuerda
que tiembla al recordar
temblando de que se le pierda
el recuerdo de soñar.
Lázaro va a remorir; le remuerde
el sueño que revivió;
es primavera, y el verde
reverdeció.
Lázaro va a remorir y se olvida
del olvido que soñó,
la primera, única vida,
que vivió.
Lázaro tiembla y resiste,
¿volverá a vivir?
¿volverá a temblar?
Va a remorir, y va triste,
¿volverá a soñar?
¿volverá a morir?
Lázaro va a revivir…[1]


[1] Ver Miguel de Unamuno, Poesía completa, 3. Cancionero, Diario poético (1928-1936), ed. de Ana Suárez Miramón, Madrid, Alianza, 1988, p. 460. Tomo el texto de Egan. Suplemento de literatura del Boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, 3, 1951, p. 12.

«Las manos ciegas», de Leopoldo Panero

«El hombre que se llama Jesús hizo lodo,
me lo puso en los ojos y me dijo: “Ve a Siloé y lávate”.
Entonces fui, me lavé y comencé a ver»
(Juan, 9, 11)

Vaya para este cuarto domingo de Cuaresma (domingo de Laetare) el poema titulado «Las manos ciegas», de Leopoldo Panero (Astorga, León, 1909-Castrillo de las Piedras, León, 1962). Lo ilustro con «La curación del ciego de nacimiento» (c. 1577) del Greco, cuadro conservado en el Museo Metropolitano de Arte / The Met Fifth Avenue (Nueva York, Estados Unidos[1]).

El Greco, «La curación del ciego de nacimiento» (c. 1577). Museo Metropolitano de Arte / The Met Fifth Avenue (Nueva York, Estados Unidos).

… y miedos de las noches veladores.
(San Juan de la Cruz)

Mi sangre cotidiana
como una cruz cansada; mi pureza
más dulce resonando te sostiene.
Mis manos que trabajan en tu gloria;
mi pecho que en tu gloria, Cristo mío,
se encierra; mi alma; todo
en verdad te conoce pues que vive.
¡Qué soledad más honda
das a mi voz y a mi inocencia cuando
en medio de la noche tiemblo, libre,
escuchando mi vida
en la instable tristeza del instante
como un ciego que extiende
al caminar las manos en la sombra!
La vida que me das y me rocías
dentro del corazón y me sostienes
allí donde no llega
más sed que la de amarte
la vida que hoy, mañana,
me darás, yo la siento
sustancia de tu ser, delicia viva
como nieve en la mano que se toma.
¡Qué vasto señorío
para mi soledad y mi tristeza
la noche moja con el pie y el suelo
como un ala cansada se recoge!
¡Qué miedo en las estrellas
esta dolencia y este
sitio del corazón entre la sombra!
En verdad pues que vive
el hombre se libera de sí mismo
para ver tu hermosura y contemplarte
allí donde de todo
eres dueño y soy libre;
donde el amor me hace
primera criatura
y llega hasta mis labios como el viento
la belleza interior de la esperanza.
Todo yo, Cristo mío,
todo mi corazón sin mengua, entero,
virginal y encendido, se reclina
en la futura vida como el árbol
en la savia se apoya que le nutre
y le enflora y verdea.
Todo mi corazón, ascua de hombre,
inútil sin tu amor, sin ti vacío,
en la noche te busca,
lo siento que te busca como un ciego
que extiende al caminar las manos llenas
de anchura y de alegría[2].


[1] Existe otra versión en la Gemäldegalerie Alte Meister de Dresde (Alemania).

[2] Tomo el texto de Escorial. Revista de cultura y letras, 25, 1942, pp. 343-344. Forma parte de una «Corona poética de San Juan de la Cruz», que incluye también poemas de Manuel Machado, Gerardo Diego, Adriano del Valle, Luis Felipe Vivanco, Alfonso Moreno y Luis Rosales.

«La Transfiguración», soneto de Clemente Althaus

Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadlo.
(Mateo, 17, 5)

El escritor peruano Francisco Clemente de Althaus Flores del Campo (Lima, 1835-París, 1876) dejó una novela inconclusa, titulada Coralay, redactada en su juventud, y compuso también el drama Antíoco, que se estrenó en el Teatro Principal de Lima el 24 de marzo de 1877. Como poeta publicó Poesías patrióticas y religiosas (París, A. Laplace, 1862), Poesías varias (París, 1863) y Obras poéticas (1852-1871) (Lima, Imprenta del Universo, de Carlos Prince, 1872). Fue además traductor, sobre todo de los clásicos latinos y los escritores románticos italianos.

Vaya para hoy este soneto suyo dedicado a la Transfiguración del Señor, del que cabe destacar la sonoridad de las rimas agudas.

Rafael Sanzio, La Trasfigurazione (c. 1517-1520). Museos Vaticanos (Ciudad del Vaticano).
Rafael Sanzio, La Trasfigurazione (c. 1517-1520). Museos Vaticanos (Ciudad del Vaticano).

Ya la gloriosa cumbre del Tabor
atrás dejaron los divinos pies;
nieve la veste, un astro la faz es
que del sol avergüenza el resplandor.

Así, del alto cielo, oh, morador,
a la diestra del Padre arder le ves;
y los aires Elías y Moisés
huellan a un lado y otro del Señor;

mientras yacen por tierra, en ademán
de asombro, de pavor y adoración,
Pedro, Santiago y el amado Juan.

¡Cuándo, oh, Señor, en la celeste Sión
sin velo así mis ojos te verán,
si de verte mis ojos dignos son![1]


[1] Tomo el texto de Clemente Althaus, Poesías patrióticas y religiosas, París, A. Laplace, 1862, p. 162.

«No me mueve, mi Dios, para odiarte…», soneto de Vicente Gaos

Este soneto es el segundo texto del díptico titulado «Faut-il sʼabêtir?» de la sección «Variaciones hipotéticas», de Concierto en mí y en vosotros (San Juan de Puerto Rico, Universidad de Puerto Rico, 1965). La formulación del primer verso —que, en primera instancia, pudiera resultar sorprendente— va cobrando su verdadero sentido conforme se va desarrollando el soneto. Como comenta Lucía Cotarelo Esteban, en este poema de Gaos —como en los de otros poetas de posguerra— «aflora la necesidad de una esperanza sólida, el deseo fervoroso de una voz paternal, de un abrazo tranquilizador que aplaque en la noche el temor»[1]. Obvio es decir que el hipotexto sobre el que se construye es el famoso soneto anónimo del siglo XVI «No me mueve, mi Dios, para quererte…», una de las grandes cimas de la poesía religiosa española, cuyo primer verso antepone Gaos como lema.

Salvador Salí, Le Christ (El Cristo). Cristo de San Juan de la Cruz (1951). Kelvingrove Art Gallery and Museum (Glasgow, Reino Unido).
Salvador Salí, Le Christ (El Cristo). Cristo de San Juan de la Cruz (1951).
Kelvingrove Art Gallery and Museum (Glasgow, Reino Unido).

No me mueve, mi Dios, para quererte…
Anónimo

No me mueve, mi Dios, para odiarte,
el cielo que me tienes escondido
ni me mueve el infierno, no temido
—¿qué más infierno ya?— para rogarte

que me muevas, Señor. Pon de tu parte
lo que puedas, si puedes. Descreído,
aunque en la luz te vea, ¿qué sentido
pueden tener el sol, la vida, el arte…?

Muéveme, pues, y llámame, aunque quiera
mi pensamiento, mi razón ignara
no oírte. Dime, oh Dios, que no es quimera

la esperanza, la fe, y aunque así fuera,
engáñame —¿no puedes tal vez?— para
poder dormir, soñar hasta que muera[2].


[1] Lucía Cotarelo Esteban, «Vivencia nietzscheana de la divinidad en la poesía de posguerra», en Sergio Antoranz López y Sergio Santiago Romero (coords.), La recepción de Nietzsche en España. Literatura y pensamiento, Bern, Peter Lang, 2018, p. 174.

[2] Vicente Gaos, Poesías completas, II (1958-1973), León, Institución «Fray Bernardino de Sahagún», 1974, pp. 138-139.

«Olvidaos», de Vicente Gaos

Vaya para este Miércoles de Ceniza el poema de Vicente Gaos (Valencia, 1919-Valencia, 1980)​ titulado «Olvidaos», que pertenece a su libro Mitos para tiempo de incrédulos (Madrid, Ágora, 1964), el cual resultó ganador del Premio Ágora de ese año[1]. El texto no precisa de mayor comento. Señalaré, únicamente, que la formulación del primer verso («Olvida, hombre») vuelve del revés la frase «Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris» (las dos primeras palabras no están en Génesis, 19, 3).

Ceniza y cruz

Quia pulvis es et in pulverem reverteris

Olvida, hombre…

Olvida que eres ceniza
y has de convertirte en ceniza.

Olvídate de ese miércoles
y del in pulverem reverteris.

Pues aunque seas ceniza y polvo,
hay vida, amor, belleza en torno.

Es verdad: belleza, amor, vida,
fugitivas flores de un día.

Pero flores, sí. Mientras dure
la magia cierta de su perfume,

olvídate del polvo y la muerte.
Más vale que no recuerdes

lo que con memoria o sin ella
llamará algún día a tu puerta.

Ahora ciérrala. Abre el balcón,
que te penetre y embriague el sol.

Míralo bien: cierra los párpados,
y que el sol te salve del caos.

Al final verás que es lo mismo
vivir y morir, el domingo

que el miércoles. Cuando llegue
cenicienta y fría la muerte,

acógela conforme, tranquilo,
seguro de haber vivido.

Con la memoria de una vida
que desoyó la profecía

funeral, que no se perdió
en el miedo y duda de Dios.

Cuando sientas el gusto amargo
de la ceniza en la boca, trágalo,

apúralo. Al llegar la muerte,
abre la puerta y tiéndete, duérmete.

… No recuerdes.


[1] Se publicó también en Cuadernos de Ágora, núms. 83-84, septiembre-octubre de 1963, pp. 25-26. Y está recogido asimismo en Vicente Gaos, Poesías completas, II (1958-1973), León, Institución «Fray Bernardino de Sahagún», 1974, pp. 90-92, donde se integra en la sección II, «Tema y variaciones de la nada», de Concierto en mí y en vosotros. Aquí, tanto en el lema como en el v. 5 se lee equivocadamente «in pulvis reverterem».