San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Genaro Xavier Vallejos y José María Pemán

A modo de conclusión de esta serie de entradas dedicadas a las piezas dramáticas sobre San Francisco Javier de Genaro Xavier Vallejos y José María Pemán, añadiré unas palabras comparando ambas obras[1]. En el caso de Volcán de amor, obra escrita en ocasión del Centenario de la canonización de 1922, podemos decir que el propósito que guía a su autor es la exaltación misional, mientras que en El Divino Impaciente prevalece el mensaje ideológico-propagandístico, quizá no buscado deliberadamente, pero derivado de la conflictiva situación de la España de 1933[2]. Las dos coinciden en exaltar el afán evangelizador de San Francisco Javier (mostrando, por ejemplo, sus debates con los brahmanes de la India) y en presentar la figura de don Álvaro de Ataide como villano antagonista. En líneas generales, las dos obras se ajustan a los hechos históricos conocidos —que conforman el telón de fondo sobre el que se presentan sus respectivas acciones—, pero entran en ellas diversas licencias, permitidas en una obra literaria.

Desde el punto de vista dramático, la pieza de Vallejos se caracteriza por su mayor unidad dramática, que va unida a una concentración de la acción en el tiempo y en el espacio, mientras que la de Pemán está formada por una sucesión de escenas independientes entre sí (el autor confiesa que dudó si subtitular el drama retablo o estampas, «por su técnica un poco deslabazada»[3]): hay más variedad en los escenarios (París, Roma, Lisboa, India, Japón, Sanchón…) y abarca un periodo de tiempo mucho más amplio. Volcán de amor está escrita en su mayor parte en prosa, con algunos pocos pasajes en verso (los versos se utilizan para subrayar algunos momentos de especial intensidad dramática o emotiva), mientras que El Divino Impaciente, todo en verso, ofrece un aire de sonora musicalidad, en la línea del teatro de Zorrilla, Marquina o Villaespesa, pero posee también una notable intensidad lírica. Una diferencia significativa estriba en el hecho de que en la pieza de Vallejos, pensada para ser representada en colegios, seminarios, casas de formación, etc., no intervienen mujeres, todos los papeles son masculinos, mientras que en la de Pemán, nacida para su estreno en los circuitos comerciales, se añade una trama amoroso-sentimental a través del personaje de Leonor, prometida y luego esposa de Atayde.

En cualquier caso, estas son las dos obras más importantes del siglo XX que se han acercado a la figura señera de San Francisco Javier, el santo navarro más universal, que encarna el prototipo de misionero y que sigue siendo a día de hoy un personaje que constituye un modelo válido tanto para creyentes como no creyentes, pues simboliza unos valores morales y unos criterios de vida que tienen plena vigencia[4].

San Francisco Javier en Goa


[1] Comparación ya apuntada en Ignacio Elizalde, Navarra en las literaturas románicas (española, francesa, italiana y portuguesa), tomo III, Siglos XVIII, XIX y XX, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1977, pp. 453-454.

[2] Las dos obras pueden leerse juntas en esta edición: Genaro Xavier Vallejos, Volcán de Amor, y José María Pemán, El Divino Impaciente, prólogo de Alfredo López Vallejos, Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003.

[3] Introducción a El Divino Impaciente, en Obras de José María Pemán, tomo IV, Teatro, Madrid, Edibesa, 1997, p. 17.

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

«Volcán de amor» (1922) de Genaro Xavier Vallejos (y 4)

El Epílogo de Volcán de amor[1] sitúa la acción en la isla de Sanchón, a la que el Padre Francisco ha llegado en un junco de pescadores. Ahora está enfermo en la arena, mientras varios niños chinos rezan por él un «Ave María». Sigue encendido en amor divino (cfr. la p. 131), y se lamenta: «¡Y tener ahora / que rendir la vida / a las mismas puertas!» (p. 132). Llega Duarte, avisando de la venida de Pereira: el Virrey ha desposeído del gobierno a don Álvaro. El Padre Francisco se dirige a Dios: «Soy tu siervo, Señor» (p. 134); desearía más peleas y más labores en su nombre, pero está fatigado, rendido de cansancio; se reclina y queda recostado «en ademán sublime. Su rostro se reanima con misteriosa vida» (acotación en p. 135). Y, mirando a la cercana costa de la China, declama su parlamento final, con el que concluye la obra:

Aún te veo, tierra, esperanza mía…
Allí, mi esperanza… aquí, mi agonía…
Y en medio… la lengua bravía del mar,
en medio, la muerte que viene a llamar.
¡Mis hijos del alma!, a todos os veo…
¡Ay!, mi voz no alcanza cuanto mi deseo…
Me muero… Las olas que vienen y van,
las olas os cuenten mi postrer afán
y os digan que en este desierto paraje,
pensando en vosotros, consumé mi viaje.
No lloréis, mis hijos, porque yo no vaya.
Seguid esperando firmes en la playa.
Otros sembradores, detrás de mis huellas,
vienen ya como una bandada de estrellas.
¿No los veis? Ya se acercan.
¡Qué luz deslumbradora!
¡Se acabó la tiniebla!
¡Ya despierta la aurora…!
¿Cuántos venís?… ¡A cientos!
¡Señor, espera…, espera…!

(Desfalleciendo.)

                        Déjame que los cuente… Déjame antes que muera
que les muestre el camino que me cerraste a mí…
Que ellos lleven allí
estos afanes míos, de mi agonía presos…
Y entre tanto, Señor,
que bajo esta colina que ha de cubrir mis huesos,
hasta mis huesos sean un volcán de tu amor.

                      (Muere.) (pp. 135-136).

MuerteFranciscoJavier

La acción de Volcán de amor es sencilla y se encamina exclusivamente a elogiar la actividad misional del santo navarro, poniendo de relieve, en concreto, su deseo incumplido de predicar la fe de Jesucristo en el inmenso imperio de la China. A lo largo de toda la obra cobra importancia el desarrollo de las metáforas o imágenes implícitas en el título: volcán, fuego, abrasar…, que subrayan esa locura de la cruz, ese amor divino que ardía en el pecho del Apóstol de las Indias y el Japón. Por lo demás, el universo dramático de los personajes se divide maniqueamente en dos bloques, los buenos, muy buenos (el santo, Pereira, Duarte, Visva Mithas, Kadilah…) y los malos, muy malos (don Álvaro, Kanna, Abul-Bemar). Cabe destacar también la búsqueda por parte del autor de cierto exotismo patente no solo en los nombres geográficos, algunos de obligada mención (Triwalaor, Meliapur, Malaca, Sanchón…) o en la onomástica (dioses indios, brahmanes), sino también en la intercalación de algunas palabras originarias de lenguas orientales (pettisa, vaiscías, bakulas, sarong…).

Si nos fijamos en los personajes, en Volcán de amor asistimos, sobre todo, a la contraposición de dos caracteres, San Francisco Javier y don Álvaro de Ataide. En efecto, Javier concibe los territorios por los que pasa (India, Molucas, Japón…) como tierra de misión, mientras que Ataide los considera meramente como un mercado, «tierra de aventura». El santo se muestra en todo momento como padre de sus hijos, llevado siempre por su ansia de conquistar más almas para Dios; en cambio, a Ataide solo le impulsa el ansia de mercadear y queda caracterizado como «un traficante sin alma». Algo muy similar sucederá en la obra de José María Pemán, El Divino Impaciente, que es diez años posterior, que analizaremos próximamente[2].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.

[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

«Volcán de amor» (1922) de Genaro Xavier Vallejos (3)

El acto tercero de Volcán de amor[1] se sitúa en Malaca, en una pieza en la factoría de los mercaderes chinos junto a la lonja del puerto. Don Álvaro, que acaba de cerrar un negocio con dos comerciantes, recibe al Padre Francisco, cuyo único pensamiento sigue siendo convertir a los chinos; tan solo falta para poder embarcar el permiso del gobernador, que no es otro que don Álvaro. Pero este, cegado por la codicia, los detiene con la excusa de que debe honrar debidamente al embajador Pereira. Entonces, señalándose el corazón, dice el santo: «aquí […], aquí tengo otro sol que revienta por derramar afuera su luz y su fuego, y, como no le dejan, todo se me revierte desde lo más hondo y no lo puedo resistir» (p. 96). Desde este punto se insistirá en esa imagen de la fiebre —real y metafórica— que le abrasa cuerpo y espíritu.

FranciscoJavier_SatisEst

A continuación, un grupo de indígenas malayos acude al santo para pedirle que no los abandone; destaca por su originalidad la canción que entonan para encantar las serpientes[2]. Llega don Diego, que trae una carta del Virrey autorizando la embajada; don Álvaro cree que a Pereira le guía tan solo su impulso de mercader, y desea la embajada para él: «Es un traficante sin alma», resume Pereira (p. 104). Mientras, el Padre Francisco sigue soñando con la China y lamentándose de la detención:

Jesús mío, me llamas desde China hace mucho tiempo y la codicia de los hombres me cierra el camino. Y yo entre tanto, preso aquí, me desgarro y me consumo en este afán. Con esta ansia, cada vez más grande, me has traído hasta las puertas de China; y ahora… ¿me vas a dejar aquí, viéndoles morir para que sea mayor mi tormento? No me des castigo tan horrible. No te pido descanso ni galardón. ¡Solo te pido almas! ¡Almas! Oigo sus voces; me traspasan las entrañas; ¡qué angustia, Dios mío! (pp. 104-105).

Se dirige a Pereira, insistiendo en que le abrasa ese intenso fuego misionero; y pide a Dios le quite la vida pues, sabedor de que los chinos no tienen quien les predique, ya no puede soportar tanto dolor. Indica la acotación: «Aunque todo este apóstrofe es muy exaltado, apártese del Santo todo ademán fingido, declamatorio, artificioso; que solo resalte en sus palabras la intensidad del divino amor» (p. 105). Sigue otro monólogo del santo, sobre el fuego que le abrasa, en el que la emoción le hace llorar. Luego le explica a Duarte: «Lloro por mis hijos de China como llorabas Tú, Señor, por los tuyos de Jerusalén» (p. 108). Duarte, ante el vil comportamiento de su amo don Álvaro, le ataca, pero el Padre Francisco lo defiende de nuevo: «No se puede ir allá por caminos torcidos. Si el comienzo de nuestra jornada había de ser un charco de sangre, nunca sea» (p. 112). Para tratar de convencer al gobernador y obtener su permiso, el santo resume su vida (cfr. las pp. 112-113: su nacimiento en el seno de una familia noble, su salida de Navarra, su paso por París, el descubrimiento de su vocación religiosa y misionera…). Ahora un hombre tan solo le detiene, interponiéndose como obstáculo cuando apenas unas pocas millas de mar le separan de la China, y ese hombre, reprocha a don Álvaro, es con su conducta doblemente traidor, a Dios y al rey.

Don Álvaro le dice entonces que puede partir, pero Pereira no; sin embargo, esto no sirve de nada, porque el misionero solamente podría predicar al amparo de la embajada oficial (pues hay decretada pena de muerte para todos los extranjeros que pongan sus pies en la China). El santo se arrepiente ahora de su supuesto orgullo y cree que son sus propios pecados los que le cortan el camino; el brazo que sostiene el crucifijo se le desmaya:

¡Apártate, amor de mi alma! ¡No me atrevo a mirarte…! Pero, ¿adónde iré sin Ti? ¡No puedo vivir más…! Todo lo abandoné, Divino Salvador, por venir a buscarte almas en estas tierras, y ahora… mis pecados me apartan de Ti… ¡Señor… luz de mi alma! ¿También Tú me vas a desamparar? Vete, Señor, pero dime adónde me he de volver y dime qué he de hacer con este fuego que me abrasa el alma… ¡que Tú encendiste para abrasar el mundo…! Estrellas del cielo por donde me miraban sus divinos ojos, ¡apagaos! ¡Ya no le veré más! Voces de las aves y de los vientos y de las olas del mar, ¡ya no me repetiréis más las palabras que Él os decía para mí!… Y pues de nada me sirven ya, quítame, Señor, los ojos, y déjame ciego, sordo, mudo; y quítame esta vida que es un martirio sin Ti (p. 116).

Se le nubla la vista, queda sin fuerzas y, entre visiones, se le aparecen los montes de su tierra, el castillo natal, su capilla, y en ella un Santo Cristo sangriento[3]. Sigue una nueva exhortación lírica, en la que se explicita el título de la obra:

¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Es la China…!

                        (La figura del Santo se ilumina con un nimbo sobrenatural.)

Ya voy, hijos míos, los que Dios me diera.
Ya voy, que no sufre mi alma más espera.

[…]

¡Hijos de mi alma!, hincad las rodillas.
Se acerca al Imperio vuestro Emperador:
la sangre de Cristo, ¡mi volcán de amor…! (pp. 118-119).

Y Vallejos cierra el acto poniendo en boca de San Francisco Javier el tan famoso como bellísimo soneto anónimo «No me mueve, mi Dios, para quererte…», que, en efecto, ha sido atribuido —entre otros muchos posibles autores— al santo navarro[4].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.

[2] «Mingaya / Dungaya / Petaya / Lahí, lahí, lahí, / Pengayaré, / Lahí, lahí, lahí, / Perampampuán / Lalaqué, lalaqué, babayé, / Perampampué / Lahí, lahí, lahí, / Perampampuán / Perampampué» (p. 99).

[3] El autor anota al pie: «Recojo en este pasaje la tradición del sudor de sangre que sudó el milagroso Cristo moribundo del Castillo de Xavier, los viernes del último año de la vida del santo» (p. 118).

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

«Volcán de amor» (1922) de Genaro Xavier Vallejos (2)

La acción del segundo acto de Volcán de amor[1] ocurre en Meliapur, ciudad llamada por los cristianos Santo Tomé; en concreto, en el parador de los mercaderes portugueses cerca del puerto. Ha pasado un día desde el final de la jornada anterior. Se nos indica que el gran sacerdote Visva Mithas se ha bautizado y se llama ahora Alfonso; y lo mismo ha hecho Kadilah, con el nombre de Antonio de Santa Fe. Pereira avisa a don Álvaro de que él y el misionero van a embarcar para Goa: van a China en embajada del rey de Portugal don Juan III. Don Álvaro se refiere irónicamente a esa misión: «A él solo la China, los chinas, las almas, la conversión de los pecadores, la vida perdurable…» (p. 68). Habla así porque ha vislumbrado el gran negocio comercial que puede realizarse al amparo de esa embajada oficial a la China (cfr. p. 69) y se siente invadido por la codicia, lo que le lleva a detener a Pereira y encerrarlo en su castillo de Malaca.

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Después don Álvaro recibe la visita de Kanna, quien le ofrece el valioso collar que ambicionaba con la única condición de que ajusticie a los dos brahmanes bautizados, Visva Mithas y Kadilah. En esto llega el Padre Francisco con los dos indios. Duarte, arrepentido ya de los excesos de su amo, previene al santo de los malvados planes de don Álvaro. Pero el Padre, sencillo y confiado, no termina de creer cierta la maldad del gobernador, a quien indica:

Advierto que nuestros oficios se parecen mucho. Vos, buscando siempre la honra del Rey, sin descuidar la de Dios; yo, siempre buscando la honra de Dios, que nunca será en perjuicio de la del Rey (p. 79).

Javier reitera la noticia de que van al imperio de la China: el embajador será Diego Pereira y él, bajo su amparo, podrá predicar la fe católica. Duarte le avisa otra vez del peligro que corren los nuevos bautizados, pero ya es tarde. Don Álvaro, enfadado por las intromisiones de su escudero, se lanza al ataque y hiere de muerte con su espada a Alfonso, aunque Antonio consigue huir. El acto se remata con unas palabras del jesuita: «¡Caín! ¿Qué has hecho de tu hermano?», y la acotación explicita: «La voz del Santo queda vibrando como un anatema» (p. 86)[2].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.

[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

«Volcán de amor» (1922) de Genaro Xavier Vallejos (1)

VolcanDeAmor_VallejosGenaro Xavier Vallejos Jabala[1] (Sangüesa, Navarra, 1897-1991) fue sacerdote y escritor. Dejando aparte su importante actividad en el terreno sacerdotal (centrada en el ámbito de la misionología), es autor de obras literarias como Viñetas antiguas (1927), Pastoral de Navidad (1942) o El Camino, el Peregrino y el Diablo (1978). A San Francisco Javier dedicó el drama histórico-misional Volcán de amor (1922) y otra pieza a la que puso música el Padre Antonio Massana, SJ: Xavier. Estampas escénicas en un prólogo, tres cuadros y un epílogo, estrenada en Barcelona en 1930[2]. Volcán de amor obtuvo el primer premio en un certamen nacional celebrado en Burgos y fue estrenado con éxito por Bartolomé Soler en el Teatro Gayarre de Pamplona la noche del 24 de septiembre de 1922. Se publicó en forma de libro al año siguiente, en 1923, con el subtítulo de Escenas de Amor Divino. La obra, que constaba de tres actos y un «Cabo» o epílogo, llevaba en esa edición la siguiente dedicatoria:

A la Diputación del Reyno de Navarra. Este es el varón que despreció al mundo. Este es el que vio nacer el sol de Oriente. Este es el que, saliendo de su patria, la engrandeció por los confines de la tierra. Este es nuestra historia. Este es nuestra raza. Por los siglos de los siglos, Francisco Xavier.

La obra, muy representada en colegios y seminarios, tuvo nuevas ediciones, con ligeros retoques y modificaciones en el texto dramático, y a la altura de 1942 había alcanzado ya la cuarta edición (Bilbao, El Siglo de las Misiones)[3]. Su acción se centra en el último año de la vida de San Francisco Javier (la muerte del santo, a las puertas de China, constituye precisamente la culminación del drama). Alternan en la obra la prosa y el verso. El reparto es bastante extenso, aunque destacan tres personajes fundamentales: en primer plano, la figura del santo navarro; y en un segundo término, su colaborador, el mercader Diego Pereira, y su antagonista, don Álvaro de Ataide. Examinemos el argumento acto por acto.

El primer acto se sitúa en el templo de Triwalaor, en la India. Don Álvaro y su escudero Duarte, disfrazados de indios artesanos, se acercan al templo deseosos de apoderarse de un fabuloso collar de perlas que allí se custodia. El fakir Abul-Bemar y Kanna, un fiero brahmán, hablan de un «cuervo» —en alusión al misionero navarro— que, con su predicación, les roba los indios del templo desde hace tiempo (pp. 39-40); se lamentan además de que Visva Mithas, el gran sacerdote, se haya puesto de su lado; este reconoce explícitamente que los dioses indios están caducos y viejos y que el dios Bramah está aburrido. Los dos malvados trazan su venganza; Kanna afirma: «Si no podemos vengarnos como leones, seremos reptiles. Verás qué buena venganza. Yo te lo prometo» (p. 42), y Abul-Bemar: «¡Como reptiles! ¡Padre Brahma, dame la astucia, dame el veneno de una serpiente!» (p. 42).

Tras la presentación de estos dos personajes negativos, se alza a continuación la figura santa de Francisco de Javier, inflamado de amor divino, tal como nos lo muestra la acotación de las pp. 42-43:

Por los castaños de la izquierda aparece la excelsa figura de San Francisco Javier. Es el Padre Francisco. Lleva ya diez años en la India y está en el postrero de los cuarenta y seis de su vida santa. Su cabellera, que ha sido negra, como su barba y sus ojos, encaneció ya por la fatiga dura del apostolado. Alza de ordinario el rostro encendido de una misteriosa fiebre, y hay en sus pupilas tan extraño resplandor que todos dan por sabido que el Padre Francisco anda en un perpetuo éxtasis.

Lleva una sotana raída, con el cuello alzado y vuelto al estilo de la época, y un ceñidor a la cintura; de una cinta gruesa le pende el crucifijo aquel que le devolvió un cangrejo cuando le lloraba perdido a orillas del mar. Su palabra es fuego. […]

Conviene notar que las maneras y la expresión del semblante de San Francisco han de ser en todo momento, aun en los trances de más apasionada exaltación, contenidos por una interior austeridad. Ningún gesto violento, ni en el deseo, ni en el ademán de esta alma sublime que en todo momento vive anegada en la presencia de Dios.

En su primer monólogo, pronunciado «Con sobreanhelo», muestra ya su deseo de pasar a la China, donde le esperan miles de almas que convertir al catolicismo (este será su mayor deseo, repetido constantemente a lo largo de la obra):

¡Hijos míos, con qué ansia tan divina
sueña en vosotros mi alma enamorada!
(Arrobado.)
¡Hijos míos de China…! (p. 44).

Sin embargo, antes de marchar quiere rescatar a Kadilah y Souka, dos jóvenes brahmines que van a convertirse al catolicismo. Kadilah se niega a participar en los sacrificios paganos y está dispuesto a marchar con el Padre Francisco; en cambio, Souka no se atreve a partir por no dejar sola a su madre. Kanna, que insiste en la imagen de los «cuervos» para aludir a los misioneros y sus negras sotanas, acusa directamente a Javier: «Tú nos robas la gente de las pagodas» (p. 49). El santo, por su parte, proclama la hermandad universal en la religión cristiana: «Sí, hijo mío; en este país y en el universo mundo todos somos iguales, porque todos somos hijos de Dios y llevamos su misma sangre» (p. 50). Su mayor deseo es marchar a Santo Tomé, y desde allí embarcar rumbo a la China:

¡Y pronto, rostro al mar! (Con mucha exaltación.) ¡Tengo un ansia de verme luego en el mar! Es tan descomunal el tesoro que allí llevamos que se me imagina andar tropezando por todas las vías de tierra, y no sosiego hasta verme en medio del mar. Iremos como conquistadores de una nueva cruzada, sin lanza y sin espada, a todos los rigores. Mendigos, harapientos, desafiando a piratas y vientos y furias de la mar. Va con nosotros Cristo, ¿qué nos ha de faltar? Él nos lleva adelante. A nuestra voz de mando, el reino de la Iglesia se ha de ir ensanchando. Ese imperio de China de millones y millones dicen que es. Todo para nosotros tres. ¡Qué divina alegría! Segar y segar mies desde que nazca el día, y otro y otro y otro día después… (p. 53).

El Padre Francisco pone paz entre don Álvaro de Ataide y el mercader Diego Pereira, que han entablado una agria discusión. Después sale el cortejo de sacerdotes indios para realizar el sacrificio humano que establece su rito sagrado, y San Francisco trata de detenerlo. Una acotación nos informa de que Abul-Bemar «Se retuerce como un verdadero reptil» (p. 56; cfr. sus palabras del comienzo). Visva Mithas advierte al misionero del peligro que corre, pues los sacerdotes son fanáticos; pero, «con un empuje sobrenatural», los hace retroceder arrastrándolos «hacia las tinieblas misteriosas del templo» y todos los demás claman: «¡Solo Cristo Dios! ¡Solo Cristo Dios!» (p. 57). Visva Mithas se arranca su collar sagrado y lo arroja a los pies de los brahmanes. El acto se remata con la indicación de que el Padre Francisco «Queda en las tablas con el Cristo en alto, radiante, magnífico, triunfador» (p. 57)[4].


[1] Sobre la vida y obra de Vallejos, ver Carlos Mata Induráin, «Genaro Xavier Vallejos (1897-1991). Biografía, semblanza y producción literaria de un sacerdote sangüesino», Zangotzarra, 2, 1998, pp. 9-91. Citaré el texto de Volcán de amor por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.

[2] Ver Ignacio Elizalde, Navarra en las literaturas románicas (española, francesa, italiana y portuguesa), tomo III, Siglos XVIII, XIX y XX, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1977, pp. 454-455.

[3] Existe también traducción de la obra al euskera, del año 1931, bajo el título Sutan biotza (traducción de Juan Iruretagoyena, Zarautz, Eusko Argitaldaria Zelaya ta Lagunak, 1931)

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

San Francisco Javier, personaje dramático

En su importante trabajo de 1961 sobre San Francisco Xavier en la literatura española, el Padre Ignacio Elizalde, SJ, explicaba con estas palabras el hecho de que la vida del santo resulte un tema muy adecuado para su tratamiento en el teatro:

La vida de Xavier, esencialmente dramática y profundamente humana, constituyó un tema fecundo y apropiado para el dramaturgo y comediógrafo. Su intensidad emocional, su aventura a lo divino, la psicología de su conversión, el clima exótico y legendario del Oriente, su apostólica impaciencia, su ardiente y volcánico amor, su carácter emprendedor que tejió el mapa de las naciones en una red de viajes, la simpatía de su carácter, hacen de Xavier una figura extraordinariamente apta para la escena[1].

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Buena parte de esa producción dramática sobre San Francisco Javier corresponde al siglo XVII: se trata de obras compuestas según los patrones del teatro jesuítico y concentradas en torno a tres fechas claves: 1619, beatificación, 1622, canonización, y 1640, primer Centenario de la Compañía de Jesús. Después de la época barroca, la presencia del tema javeriano en el teatro es más escasa, pero reaparece con cierta intensidad en el siglo XX. Tenemos, por un lado, obras en las que el santo es el protagonista o tiene un papel muy destacado. En 1923, el jesuita argentino Juan Marzal publica en Buenos Aires El caballero de Dios, Ignacio de Loyola. Monólogo y escenas dramáticas; pues bien, dos de las piezas contenidas en ese volumen son javerianas: Adiós a las armas, sainete de estudiantes, y Desdén, afición y amor, drama histórico en tres actos. En 1922 se estrena y en 1923 se publica Volcán de amor, de Genaro Xavier Vallejos, quien además de este drama sacro compondría otra pieza dramático-musical, Xavier. Estampas escénicas (1930). Del año 1933 es el estreno de El Divino Impaciente de José María Pemán y de 1952 el de Las estrellas fulguran, de Adolfo Muñoz. A esta lista debemos sumar Destellos javierinos. Escenificación de la vida del santo dividida en 11 cuadros, de Luis María Arrizabalaga, SJ (1958), con ilustraciones musicales de Antonio Massana, SJ[2]. Y pocos años después (1963) se representaba Dolores y gozos del Castillo de Javier, un espectáculo de luz y sonido en cuya preparación colaboraron José María Recondo, SJ (sinopsis histórica), José María Pemán (guión literario), Cristóbal Halfter (música) y Cayetano Luca de Tena (puesta en escena).

Por otra parte, encontramos otras obras en las que Javier interviene, no como personaje principal, sino secundario: así sucede en El Marqués y el bachiller (1940), de Víctor Espinós, El capitán de Loyola (1941), de Ramón Cué, y El capitán de sí mismo (1950), de Manuel Iribarren[3].

De todo este corpus dramático del siglo XX sobre la figura de San Francisco Javier, las dos piezas más exitosas e interesantes son Volcán de amor, de Vallejos, y El Divino Impaciente, de Pemán, que iré analizando en próximas entradas (en mi comentario, me detendré más en la primera, por ser la de Pemán mucho más conocida)[4].


[1] Ignacio Elizalde, San Francisco Xavier en la literatura española, Madrid, CSIC, 1961, p. 107. La revisión más completa y reciente del teatro jesuítico javeriano en el Siglo de Oro es la de Ignacio Arellano (ed.), San Francisco Javier, el Sol en Oriente (comedia jesuítica del P. Diego Calleja), Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2006. Para un panorama amplio de la presencia de San Francisco Javier en el teatro español, ver Elizalde, San Francisco Xavier en la literatura española, pp. 105-189.

[2] Si nos fijamos en las fechas, veremos que tres de esas piezas se compusieron en torno a 1922, con motivo del Centenario de la canonización, o 1952, Centenario de la muerte del santo, mientras que la de Pemán apareció en un momento especialmente conflictivo, coincidiendo con las persecuciones contra la Iglesia católica que tuvieron lugar durante la II República.

[3] En este caso, las dos primeras obras se escriben en torno al año 1940, Centenario de la Compañía de Jesús.

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.