«Volcán de amor» (1922) de Genaro Xavier Vallejos (3)

El acto tercero de Volcán de amor[1] se sitúa en Malaca, en una pieza en la factoría de los mercaderes chinos junto a la lonja del puerto. Don Álvaro, que acaba de cerrar un negocio con dos comerciantes, recibe al Padre Francisco, cuyo único pensamiento sigue siendo convertir a los chinos; tan solo falta para poder embarcar el permiso del gobernador, que no es otro que don Álvaro. Pero este, cegado por la codicia, los detiene con la excusa de que debe honrar debidamente al embajador Pereira. Entonces, señalándose el corazón, dice el santo: «aquí […], aquí tengo otro sol que revienta por derramar afuera su luz y su fuego, y, como no le dejan, todo se me revierte desde lo más hondo y no lo puedo resistir» (p. 96). Desde este punto se insistirá en esa imagen de la fiebre —real y metafórica— que le abrasa cuerpo y espíritu.

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A continuación, un grupo de indígenas malayos acude al santo para pedirle que no los abandone; destaca por su originalidad la canción que entonan para encantar las serpientes[2]. Llega don Diego, que trae una carta del Virrey autorizando la embajada; don Álvaro cree que a Pereira le guía tan solo su impulso de mercader, y desea la embajada para él: «Es un traficante sin alma», resume Pereira (p. 104). Mientras, el Padre Francisco sigue soñando con la China y lamentándose de la detención:

Jesús mío, me llamas desde China hace mucho tiempo y la codicia de los hombres me cierra el camino. Y yo entre tanto, preso aquí, me desgarro y me consumo en este afán. Con esta ansia, cada vez más grande, me has traído hasta las puertas de China; y ahora… ¿me vas a dejar aquí, viéndoles morir para que sea mayor mi tormento? No me des castigo tan horrible. No te pido descanso ni galardón. ¡Solo te pido almas! ¡Almas! Oigo sus voces; me traspasan las entrañas; ¡qué angustia, Dios mío! (pp. 104-105).

Se dirige a Pereira, insistiendo en que le abrasa ese intenso fuego misionero; y pide a Dios le quite la vida pues, sabedor de que los chinos no tienen quien les predique, ya no puede soportar tanto dolor. Indica la acotación: «Aunque todo este apóstrofe es muy exaltado, apártese del Santo todo ademán fingido, declamatorio, artificioso; que solo resalte en sus palabras la intensidad del divino amor» (p. 105). Sigue otro monólogo del santo, sobre el fuego que le abrasa, en el que la emoción le hace llorar. Luego le explica a Duarte: «Lloro por mis hijos de China como llorabas Tú, Señor, por los tuyos de Jerusalén» (p. 108). Duarte, ante el vil comportamiento de su amo don Álvaro, le ataca, pero el Padre Francisco lo defiende de nuevo: «No se puede ir allá por caminos torcidos. Si el comienzo de nuestra jornada había de ser un charco de sangre, nunca sea» (p. 112). Para tratar de convencer al gobernador y obtener su permiso, el santo resume su vida (cfr. las pp. 112-113: su nacimiento en el seno de una familia noble, su salida de Navarra, su paso por París, el descubrimiento de su vocación religiosa y misionera…). Ahora un hombre tan solo le detiene, interponiéndose como obstáculo cuando apenas unas pocas millas de mar le separan de la China, y ese hombre, reprocha a don Álvaro, es con su conducta doblemente traidor, a Dios y al rey.

Don Álvaro le dice entonces que puede partir, pero Pereira no; sin embargo, esto no sirve de nada, porque el misionero solamente podría predicar al amparo de la embajada oficial (pues hay decretada pena de muerte para todos los extranjeros que pongan sus pies en la China). El santo se arrepiente ahora de su supuesto orgullo y cree que son sus propios pecados los que le cortan el camino; el brazo que sostiene el crucifijo se le desmaya:

¡Apártate, amor de mi alma! ¡No me atrevo a mirarte…! Pero, ¿adónde iré sin Ti? ¡No puedo vivir más…! Todo lo abandoné, Divino Salvador, por venir a buscarte almas en estas tierras, y ahora… mis pecados me apartan de Ti… ¡Señor… luz de mi alma! ¿También Tú me vas a desamparar? Vete, Señor, pero dime adónde me he de volver y dime qué he de hacer con este fuego que me abrasa el alma… ¡que Tú encendiste para abrasar el mundo…! Estrellas del cielo por donde me miraban sus divinos ojos, ¡apagaos! ¡Ya no le veré más! Voces de las aves y de los vientos y de las olas del mar, ¡ya no me repetiréis más las palabras que Él os decía para mí!… Y pues de nada me sirven ya, quítame, Señor, los ojos, y déjame ciego, sordo, mudo; y quítame esta vida que es un martirio sin Ti (p. 116).

Se le nubla la vista, queda sin fuerzas y, entre visiones, se le aparecen los montes de su tierra, el castillo natal, su capilla, y en ella un Santo Cristo sangriento[3]. Sigue una nueva exhortación lírica, en la que se explicita el título de la obra:

¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Es la China…!

                        (La figura del Santo se ilumina con un nimbo sobrenatural.)

Ya voy, hijos míos, los que Dios me diera.
Ya voy, que no sufre mi alma más espera.

[…]

¡Hijos de mi alma!, hincad las rodillas.
Se acerca al Imperio vuestro Emperador:
la sangre de Cristo, ¡mi volcán de amor…! (pp. 118-119).

Y Vallejos cierra el acto poniendo en boca de San Francisco Javier el tan famoso como bellísimo soneto anónimo «No me mueve, mi Dios, para quererte…», que, en efecto, ha sido atribuido —entre otros muchos posibles autores— al santo navarro[4].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.

[2] «Mingaya / Dungaya / Petaya / Lahí, lahí, lahí, / Pengayaré, / Lahí, lahí, lahí, / Perampampuán / Lalaqué, lalaqué, babayé, / Perampampué / Lahí, lahí, lahí, / Perampampuán / Perampampué» (p. 99).

[3] El autor anota al pie: «Recojo en este pasaje la tradición del sudor de sangre que sudó el milagroso Cristo moribundo del Castillo de Xavier, los viernes del último año de la vida del santo» (p. 118).

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

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