Los cuentos de José María Sanjuán: «El miedo»

«El miedo» (pp. 49-57)[1] comienza con estas palabras: «El Nino empujó la puerta y se metió en la casa. Había un pasillo estrecho y oscuro y, al final, una luz mortecina, agonizante» (p. 51). Se trata de un muchacho, niño aún, al que su padre le ha dicho que debe cumplir sin miedo con una obligación social: acudir a un velatorio[2]. La narración nos transmite el desasosiego del joven, al indicar que le sube «como un aire malo y lleno de pinchos» (p. 51) y al insistir en la «luz triste y agria», «la luz siniestra» (pp. 52 y 53) del pasillo que atraviesa.

El velorio, de José JaraVarios hombres charlan (gente pobre, que alude a «eso», «la cosa», «cosas del Otro», eufemismos para evitar referirse a la muerte con su nombre), mientras sigue destilándose en el pasillo «la luz triste y a medio morir» (p. 55). Uno de los presentes dice a Nino que se acerque, que el cadáver no muerde; un niño pequeño le pregunta también si no pasa: «Y el Nino se quedó cortado, hecho de piedra, con la voz y la mirada hechas un puro hielo. No contestó» (p. 56). De repente, le empujan y, al ver los pies rígidos y el vientre hinchado del cadáver «grande como un globo», se marea y cae al suelo. En este cuento es magnífica la descripción del ambiente, sofocante para el muchacho: la luz, el olor, los sonidos desagradables[3]…, todo lo cual contribuye a transmitirnos con acierto la sensación de miedo del muchacho, que da título al relato:

El Nino sintió cómo un aire helado le subía por la espalda y le apretaba el cogote. Se notaba mal, muy mal allí. Le temblaban las piernas y a ratos sentía como si le estuviesen pinchando y le hiciesen agujeritos por todo el cuerpo. Notaba calor y frío al mismo tiempo (p. 55).


[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).

[2] Existe aquí una especie de «cuento dentro del cuento», al referirse brevemente la historia del padre, matador; éste le dice que acuda «sin miedo, sin dudar, como el buen torero que sale a la plaza y pisa con dudoso paso la arena ardiente y siente cómo del estómago le sube la oleada del miedo, del terror, pero se sabe sobreponer y luego se lía a dar verónicas y derechazos que es un placer» (p. 52). Poco después explica el narrador: «Al padre del Nino le gustaba hacer comparanzas con lo de los toros» (p. 52).

[3] A la luz mortecina del pasillo, hay que añadir las «voces chillonas, picadas, que herían los oídos y el alma» de unas viejas, cierto tufillo acre del ambiente («el aire aquel viciado, oscuro, lleno de torpeza»), etc.