Queda, en fin, decir algo de El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco consigue en esta novela, no solo plasmar el paisaje del Bierzo, sino además mostrárnoslo en relación con el estado anímico de sus personajes[1], sobre todo de Beatriz; en efecto, el paisaje va cambiando con el paso de las estaciones, al tiempo que asistimos al lento pero inexorable desarrollo de su enfermedad (muy bien descrito por tratarse del mismo mal que padecía el autor), hasta que al final la naturaleza se renueva en primavera, en tanto que termina por consumirse el último aliento de vida de la protagonista.
Y, aunque otros autores se le adelantan en el tratamiento del paisaje regional, nadie consigue unas descripciones tan acabadas como las suyas[2]. De las muchas citas posibles, elijo simplemente una:
El otoño había sucedido a las galas de la primavera y a las canículas del verano, y tendía ya su manto de diversos colores por entre las arboledas, montes y viñedos del Bierzo. Comenzaban a volar las hojas de los árboles: las golondrinas se juntaban para buscar otras regiones más templadas, y las cigüeñas, describiendo círculos alrededor de las torres en que habían hecho su nido, se preparaban también para su viaje. El cielo estaba cubierto de nubes pardas y delgadas por medio de las cuales se abría paso de cuando en cuando un rayo de sol, tibio y descolorido. Las primeras lluvias de la estación que ya habían caído, amontonaban en el horizonte celajes espesos y pesados, que adelgazados a veces por el viento y esparcidos entre las grietas de los peñascos y por la cresta de las montañas figuraban otros tantos cendales y plumas abandonados por los genios del aire en medio de su rápida carrera. Los ríos iban ya un poco turbios e hinchados, los pajarillos volaban de un árbol a otro sin soltar sus trinos armoniosos, y las ovejas corrían por las laderas y por los prados recién despojados de su yerba, balando ronca y tristemente. La naturaleza entera parecía despedirse del tiempo alegre y prepararse para los largos y obscuros lutos del invierno (pp. 203-204).
Al final Beatriz, ya muy delicada, se retira a una quinta cercana al lago de Carucedo donde «debía aguardar el fallo de su vida y de su suerte»; allí su alma admira la belleza del paisaje en torno y, levantando los ojos al cielo, ruega para que «a orillas de aquel lago apacible y sereno comenzase una nueva era de salud, de esperanza y de alegría que apenas se atrevía a fingir en su imaginación» (p. 338). Pero no puede ser así, y ella misma lo reconoce, una vez perdida ya toda la confianza en recuperarse:
—Y sin embargo, mi ensueño era bien puro y bien hermoso: puro y hermoso como ese lago en que se mira el cielo como en un espejo, y como esos bosques y laderas llenas de frescura y de murmullos. No seré yo quien sobreviva a las pompas de este año. ¡Necia de mí que pensaba que la naturaleza se vestía de gala como mi alma de juventud para recibir a mi esposo, cuando solo se ataviaba para mi eterna despedida! (p. 375).
En definitiva, aunque el sentimiento de la naturaleza es, cuantitativamente, «poco propio de la novela histórica»[3], cuando aparece llega a constituir, en opinión de Felicidad Buendía, «uno de los elementos más bellos» de estas obras; entonces, las descripciones se dividen en dos grandes apartados: por un lado, los tópicos románticos de ruinas y nocturnos; por otra parte, los paisajes característicos de la patria chica de cada autor:
La Naturaleza en la novela histórica se presenta también como una naturaleza-tipo, más o menos idealizada conforme a los tópicos establecidos por maestros del género o por tópicos tradicionales o de escuela. Por otra parte, existe también la Naturaleza que representa paisajes o lugares concretos, específicos, parajes amados por el escritor, porque en ellos discurrió su infancia, porque en ellos se sucedieron los mejores momentos de su vida o porque en ellos soñó y sintió. Por este camino se avanza hacia el pintoresquismo, con su atuendo colorista de los cuadros de costumbres[4].
[1] Esto se apuntaba ya, aunque en menor medida, en El lago de Carucedo: «El cielo estaba cubierto de pardas nubes, el aire caliente y espeso. […] Otra no menor tempestad, empero, rugía en el alma del desdichado» (p. 248).
[2] Además de Azorín, El paisaje de España visto por los españoles, Madrid, Espasa-Calpe, 1943, puede consultarse el artículo de Benito Varela Jácome, «Paisaje del Bierzo en El señor de Bembibre», Boletín de la Universidad de Santiago de Compostela, año 1947, núms. 49-50, pp. 147-162.
[3] Reginald F. Brown, La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 30.
[4] Felicidad Buendía, «La novela histórica española (1830-1844)», estudio preliminar en su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 21. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.