Metidos ya en la Semana Santa, vaya para hoy este soneto del jesuita Pedro Miguel Lamet (Cádiz, 1941- ) titulado «El dolor del tiempo», e incluido en su selección poética El alegre cansancio (1965). El texto, que no necesita mayor comentario, lo ilustro con un Cristo que se venera en la iglesia de la Merced de Rancagua (Chile) desde el año 1783.
Tenerlo todo y no saber decirlo para escuchar las voces tan oídas, agarrar el silencio por las bridas es un quebrar el tiempo sin abrirlo.
Pero mirar tus ojos y sufrirlos, arropar los torrentes de mi vida recostarme callado en tus heridas es ahondar en el tiempo y repartirlo.
Yo no quiero soñar con los jardines de mi infancia entre pompas irisadas. Yo no quiero dormir en tus violines
ni jugar sobre el potro de la suerte. Sólo quiero, Señor, noches calladas. Sólo quiero, Señor, sorber tu muerte[1].
[1] Pedro Miguel Lamet, SI, El alegre cansancio (Poemas 1962-65), Madrid, Ediciones Ágora, 1965, p. 27. Lo encuentro reproducido también en el blog de Equipos de Nuestra Señora. Sector de Valladolid, el 30 de julio de 2016, y en el de Equipos de Nuestra Señora de León, el 24 de agosto de 2016. En ambos casos, con una variante en el verso 4: «en un quebrar» (en vez de «es un quebrar»).
Otro aspecto muy interesante en El capitán de sí mismo es la intriga que el autor consigue crear en torno a San Ignacio de Loyola. Este no aparece desde el mismo comienzo de la obra, sino que lo hace ya mediada la primera estampa. Durante este intervalo de tiempo, Manuel Iribarren crea cierta expectación en torno a Íñigo por medio de la heterocaracterización. Los personajes que están en escena hablan sobre él, sosteniendo opiniones muy diversas. Así, un soldado lo describe como «un camorrista» temerario y un espadachín. Por el contrario, un ballestero lo defiende y dice que es muy valiente y uno de los pocos soldados que nunca han intervenido en las acciones de rapiña que seguían a las victorias en el campo de batalla. Posteriormente, cuando Íñigo aparece en escena, permanece callado durante largo tiempo y, hasta que no comienza a hablar, el espectador no consigue hacerse cargo de cuál es su verdadera personalidad.
Si se tiene en cuenta todo lo que hasta aquí llevamos dicho, podemos afirmar que El capitán de sí mismo, de Manuel Iribarren, es una meritoria obra dramática que se destaca ante todo por la habilidad con que muestra al espectador dos importantes facetas de la realidad histórica: por un lado, la historia de unos hechos externos protagonizados por un conjunto de personajes y, además, la historia del desarrollo espiritual y psicológico de uno de sus protagonistas: San Ignacio de Loyola[1].
[1] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.
En fin, el libro del jesuita argentino se cierra con una nueva pieza, en esta ocasión de mayor extensión: Desdén, afición y amor. Drama histórico en tres actos y en prosa. El título, aunque no se explicita al interior de la obra, viene a compendiar los distintos sentimientos de Javier hacia Ignacio: primero desdén, desprecio; luego se le va aficionando poco a poco; por fin, amor y entrega total a su empresa. La acción se desarrolla en París, en el Colegio de Santa Bárbara, en los años 1528-1530: el primer acto, en la pobre habitación de Ignacio, Javier y Lefevre (Pedro Fabro); el segundo, en el aposento de Javier; el tercero, en el claustro o salón de actos públicos.
No vamos a resumir el contenido del drama con tanto detalle como hemos hecho con las piezas breves, por dos razones: primero, porque este drama resulta algo más conocido que las otras obras de Marzal: en efecto, ha tenido una mayor difusión ya que fue publicado en forma exenta (Bilbao, El Siglo de las Misiones, 1964); en segundo lugar, porque se centra más bien en el proceso de conversión interior de Javier (también se muestra, por añadidura y en un plano secundario, el del pícaro Guzmán de Alfarache), en el que, como es sabido, Ignacio desempeñó un papel clave. De hecho, los diálogos que se establecen entre Ignacio y Javier constituyen los pasajes más notables del primer acto. En este momento, el navarro, tentado todavía por los señuelos de la gloria mundana y peligrosamente atraído por otros compañeros protestantes, se muestra desdeñoso y lejano con Ignacio. En el acto segundo se insiste en el cambio de actitud de Javier hacia el guipuzcoano: «Ignacio ni se esconde ni tiene errores. Voy viendo lo que quiere y es algo grande que me place» (p. 74). Mientras tanto, el de Loyola es acusado de perturbar con sus enseñanzas los espíritus de los jóvenes estudiantes y de trastornar todo el colegio. Poco a poco, Javier, bien aconsejado por Lefevre (también son interesantes los diálogos que ambos mantienen), siente que la semilla ignaciana va arraigando en su corazón:
Cuando no le comprendía, le llamé loco; cuando conocí su virtud, le admiré. Ahora me parece santo. Un paso más y una nueva lección de Dios, y le seguiré como tantos otros. ¿Qué me importan todas las cátedras del mundo, si pierdo mi alma? Y yo quiero salvar la mía. (Con vehemente afecto.) (p. 83).
El acto tercero se centra en el peligro que acecha a Ignacio, tanto por las acusaciones inquisitoriales que pesan sobre él como por el castigo de la sala que pretende aplicarle el Rector Gobea. Javier, ya plenamente ganado para su causa, dice que Ignacio es inocente y que lo que van a hacer con él es una infame crueldad y una villanía: «¡También yo soy de Ignacio!», exclama con fuerza (p. 90), y luego, a su maestro: «Dios ha vuelto por vos. ¡Soy todo vuestro hasta la muerte!» (p. 91).
San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola en la iglesia de los Jesuitas de Paris
Al final, todos reconocen que Ignacio es un justo varón de Dios y el rector ordena que profesores y alumnos se destoquen ante él. Mientras Ignacio les pide limosna para los pobres de Cristo, cae el telón, siendo el colofón de la obra el lema jesuita de «A. M. D. G.».
Este drama de Desdén, afición y amor es, en nuestra opinión, la pieza más sólida e interesante del conjunto del libro de Marzal, pues describe dramáticamente, con detalle y acierto, todos los sucesos de aquellos años de París en que se produjo el venturoso y fructífero (providencial) encuentro de Ignacio y Javier[1].
[1] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.
La segunda parte del volumen nos sitúa al personaje «En París» y consta de un prólogo, un sainete y un drama. En el «Prólogo del Trovador estudiante» (siguen las habituales estrofas de seis versos y los arcaísmos) se nos refiere que el vasco Loyola, peregrino, va a París en busca de la esciencia. En la página 40 se nos ofrece una descripción de Ignacio ahora: camina despacio, como enfermo mal convalecido, con el cabello crecido y la palidez de la cera; pero no sabe del miedo ni de la ira: es un ser cuerdo vestido de loco que tiene en poco todo lo terreno. Dios le ha dicho que se detenga, lo quiere letrado; debe lograr las almas con la esciencia. Cura a los dolientes (enfermos) en el hospital, mientras se prepara para ser doctor por la Sorbona. Allí, en la Universidad, será un montero de caza mayor capaz de ojear los mejores doctores en Filosofía. Y su principal presa va a ser Javier. El Trovador ha fecho un retablo de «homildes actores» y nos anuncia: «Et veréis a Ignacio ganar sotilmente / al doctor Francisco, que luego en Oriente / fizo tales cosas que descir non sé…» (p. 42).
La segunda pieza de esta segunda parte es Adiós a las letras. Sainete de estudiantes, en prosa. La acción se sitúa en un barrio del antiguo París. Llama la atención que figure en el reparto Guzmán de Alfarache (como luego veremos, el famoso pícaro será, en efecto, uno de los personajes del sainete y también del drama que viene a continuación). Varios estudiantes españoles, incluidos Ignacio y Javier, están a punto de comenzar sus estudios de Filosofía. Para despedirse de las Letras Humanas, hacen un certamen, una justa poética junto al río Sena y preparan tres coronas, para los que canten mejor al Amor, a la Patria y a la Fe. Varios estudiantes declaman sus composiciones al Amor, a la Patria, a España y a la Fe, mientras que Javier recita su soneto «No me mueve, mi Dios, para quererte…», con el que gana el premio de los que cantaban a la Fe. Después juegan espadas Guzmán y los Estudiantes 1 y 4. A Javier, que es el más experto de Santa Bárbara, le piden que se bata con Loyola, que fue soldado en España. Pero dice Ignacio que dejó las armas para siempre a los pies de la Virgen. Finalmente, en una escena ingeniosa desde el punto de vista dramático, esgrimen Loyola y Javier. Si gana él, dice Ignacio, Javier hará lo que le diga, y al revés. Y le explica: el mundo es un campo de batalla; hay que estar preparado por si la muerte le asalta. Dios es su maestro de esgrima: se trata de una santa esgrima, en la que el hombre cae rendido ante Dios de una divina estocada. Le advierte al navarro:
Javier, no tiréis conmigo, que os vencerían mis mañas y os pondría en condiciones que al presente no os agradan. Ya esgrimiremos más tarde con igual brío la espada, en un mismo campamento, en una misma campaña, sirviendo a un mismo Señor, que nos dará igual soldada. Javier, hasta que luchemos por Dios, sin sangre y sin chanzas (p. 52).
Javier no se toma en serio sus palabras y se ríe del «nuevo profeta». Después, todos los estudiantes bailan la gallarda, destacándose la arraigada amistad del grupo de españoles. Cuando acaba el canto y el baile, cae el telón[1].
[1] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.
Bartolomé Esteban Murillo, San Francisco Javier (c. 1670). Wadsworth Atheneum (Hartford, Connecticut, Estados Unidos)
1506 El 7 de abril nace en el castillo de Javier (Navarra) Francisco (Francés) de Jaso y Azpilicueta. Su padre, Juan de Jaso, era Presidente del Real Consejo del rey de Navarra, Juan III de Albret. Su madre, doña María de Azpilicueta, pertenecía a una noble familia de la que formaba parte Martín de Azpilicueta, el llamado «Doctor Navarrus». Francisco era el benjamín de cinco hermanos: Magdalena, Ana, Miguel, Juan y él mismo.
1512 Conquista de Navarra por las tropas castellano-aragonesas al mando de don Fadrique Álvarez de Toledo, duque de Alba, por orden de Fernando el Católico, rey ya de Aragón y Castilla.
1515 Muerte de su padre en el exilio. Navarra es incorporada a la Corona de Castilla.
1516 Miguel y Juan, los hermanos de Francisco, partidarios del legítimo rey de Navarra, don Juan de Albret, participan en una incursión bélica para tratar de recuperar el reino, que fracasa. Ambos son encarcelados; la familia es desposeída de sus propiedades, y el castillo desmochado por orden del gobernador, el cardenal Cisneros.
1521 Una nueva invasión navarro-francesa al mando del duque de Foix penetra hasta Logroño, permitiendo a los leales al rey Juan de Albret recuperar el control casi total del reino, si bien por poco tiempo. El 20 de mayo Íñigo López de Loyola —que combate con las tropas guipuzcoanas del emperador Carlos— es herido en la defensa del castillo de Pamplona, asediado por el ejército navarro-francés.
1524 Francisco Javier tiene tomada la determinación de ir a estudiar a París, en la célebre Universidad de la Sorbona. Antes cursa estudios en diferentes ciudades navarras, entre ellas Pamplona.
1528 Viaja a París para proseguir sus estudios en la Sorbona.
1529 Conoce a Ignacio de Loyola.
1531 Se gradúa en París en filosofía. Comienza estudios de teología.
1532-1533 La conversión de Javier se produce entre diciembre de 1532 y junio de 1533 (según Schurhammer). Ignacio le recuerda la frase evangélica: «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mateo, 16, 26).
1534 El 15 de agosto, una vez finalizados sus estudios, Javier, Ignacio y otros compañeros pronuncian en la Cripta del Martirio de Montmartre sus votos de pobreza y castidad y prometen peregrinar a Tierra Santa. Francisco se queda en París otros dos años más estudiando teología, después de participar en los Ejercicios espirituales impartidos por Ignacio de Loyola.
1537 Viaja con Ignacio a Italia. En Roma visitan al papa Paulo III para pedirle su bendición antes de emprender el viaje a Tierra Santa, viaje que no se iba a poder realizar por haber entrado en guerra Venecia con el imperio turco. El 24 de junio Javier es ordenado sacerdote en Venecia, donde se dedica a predicar. Ante la tardanza del viaje a Jerusalén, vuelven a Roma y se ofrecen al papa para ser enviados a cualquier otro lado.
1540 El papa aprueba formalmente la Compañía de Jesús. Javier marcha a Lisboa, pasando por Azpeitia para entregar cartas de Ignacio de Loyola a su familia. La iniciativa de marchar a Portugal se debe a la solicitud del embajador portugués en Roma, don Pedro de Mascarenhas, que pidió a Ignacio de Loyola, en nombre del rey don Juan III, algunos hombres suyos para enviarlos a las Indias Orientales. Para ese viaje, Francisco fue nombrado por el papa «legado suyo en las tierras del mar Rojo, del golfo Pérsico y de Oceanía, a uno y otro lado del Ganges».
1541 Javier parte de Lisboa el 7 de abril hacia las colonias portuguesas en la India como nuncio papal en el lejano Oriente. El 22 de septiembre llega a Mozambique, donde se queda hasta febrero del año siguiente. Allí ayuda en el hospital y percibe el mal trato que se da a los negros, lo cual le lleva a tener los primeros enfrentamientos con las autoridades civiles portuguesas.
1542 El 6 de mayo, después de efectuar escalas en Melinde y Socotora, llega Javier a Goa (ciudad que luego sería capital de la India Portuguesa). Prepara un texto divulgativo basado en el catecismo de Juan Barros y comienza a predicar la doctrina católica por la ciudad, a la vez que asiste a moribundos, visita a presos y socorre a pobres. Trata de aprender la lengua del país. Tras rechazar el puesto de director del seminario de San Pablo, en octubre de 1542 se embarca para las islas de la Pesquería, en la costa de Goa, donde permaneció más de un año. Aprende el idioma tamil y traduce a esa lengua parte de los textos cristianos. Evangeliza a los indios paravas y recorre las ciudades de Tuticorrín, Trichendur, Manapar y Combuture, encontrando la oposición de los brahmanes de la región.
1543 En el mes de noviembre se encuentra en Goa con sus compañeros micer Paulo y Mansilla y se entrevista con el obispo de la ciudad, Juan de Alburquerque, para pedirle misioneros. Este destina a seis sacerdotes para esa labor y Javier se vuelve con ellos a la Pesquería. En el viaje escribe varias cartas a sus compañeros de Roma, señalando que «muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes por no haber personas que se ocupen en la evangelización». En la Pesquería permanece un mes con los makuas, donde bautizará a más de 10.000 personas.
1545 Parte a las islas Molucas en compañía de Juan Eiro, llegando a Malaca poco después. Durante tres meses aprende algo del idioma, traduce algunos textos de la doctrina católica y se familiariza con la cultura local. Escribe al rey de Portugal sobre «las injusticias y vejaciones que les imponen [a los nativos] los propios oficiales de Vuestra Majestad».
1546 Viajes por el archipiélago malayo. En el mes de enero sale hacia la isla de Amboino. Recorre diferentes islas de la región y en Baranula (Ceran), según cuenta la tradición, un cangrejo le devuelve el crucifijo que había perdido durante una tempestad. En junio llega a Ternate, rico centro comercial de especias y última posesión portuguesa. Permanece allí tres meses. Otros tres meses los pasa en las islas del Moro, y de allí emprende el viaje de vuelta a Malaca. Llega a Cochín el 13 de enero de 1548.
1548 Recorre diversos lugares de la India realizando labores de reordenación y supervisión de las misiones establecidas en este extenso territorio y en las Molucas.
1549 El domingo de Ramos de este año Javier emprende el viaje a Japón, acompañado de sus compañeros Cosme de Torres y Juan Fernández y el traductor Anjirō, llegando a su destino el 15 de agosto. Permanece un año en Kagoshima, entonces capital del reino Sur del Japón. Su estancia en tierras japonesas se extiende por dos años y tres meses. Con ayuda de su compañero Pablo de Santa Fe trata de evangelizar a sus gentes.
1550 Se dirige al norte del Japón. Funda una pequeña colectividad cristiana en Hirado. Llega a Yamaguchi, luego a Sakai y, finalmente a Meaco, donde intenta, sin conseguirlo, ser recibido por el emperador. Se traslada a Yamaguchi de nuevo y obtiene del príncipe la garantía de respeto a los conversos al cristianismo. Su predicación da como fruto la creación de una comunidad católica que permanece hasta nuestros días. Muchos de los convertidos son samuráis. Cuenta en cambio, con la fuerte oposición del clero local, los bonzos.
1551 En septiembre le llama el príncipe de Bungo, quien le permite predicar en esas islas.
1551 Abandona Japón para visitar las misiones de la India. Realiza el viaje de vuelta en la nao Santa Cruz, capitaneada por Diego de Pereira, quien le brinda la idea de organizar una embajada a China en nombre del rey de Portugal. Al llegar a Malaca se entera de que la India ha sido nombrada provincia jesuítica independiente de Portugal y que él es su provincial.
1552 El 24 de enero llega a Cochín y el 18 de febrero a Goa. Realiza preparativos para el viaje a China y parte rumbo a ese país el 14 de abril en la nao Santa Cruz del capitán Pereira. Le acompañan el sacerdote Gago, el hermano Álvaro de Ferreira, Antonio de Santa Fe (de origen chino) y un criado indio llamado Cristóbal. Cuando llegan a Malaca tienen problemas con el capitán de Mares, Álvaro de Ataide, que retrasa el viaje por dos meses e impide que Pereira siga al mando de la nao.
1552 Desembarca en el islote de Sancian (Shangchuan), a 150 km. de Cantón, cerca de Macao, China. Allí permanece a la espera de un barco chino que les introduzca, clandestinamente, en el continente. El 3 de diciembre, a los 46 años de edad, Francisco Javier fallece a causa de unas fiebres.
1553 Desenterrado, se descubre que su cuerpo está incorrupto. El 22 de marzo es enterrado en Malaca, en la iglesia de Santa María del Monte. Después su cuerpo es conducido a Goa, adonde llega en la primavera de 1554.
1614 Un sacerdote jesuita secciona su brazo derecho —con el que bautizó a miles de personas— y se traslada como reliquia a Roma, donde se venera en la iglesia del Gesù.
1619 El 25 de octubre es beatificado por el papa Paulo V.
1621 Es nombrado patrón de Navarra por la Diputación del reino.
1622 Es canonizado —San Francisco Javier— el 12 de marzo por el papa Gregorio XV, junto con San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Isidro Labrador y San Felipe Neri.
1623 Llega a Goa la noticia de su canonización, la cual se solemnizó con una gran ceremonia al año siguiente, 1624. Sus restos son depositados en una urna de plata.
1624 Es ratificado como patrón de Navarra por las Cortes del reino (desde 1657 compartirá el patronazgo con San Fermín de Amiens —y también con Santa María la Real—).
1748 Es nombrado patrono de todas las tierras al este del cabo de Buena Esperanza.
1904 Es nombrado patrono de la Obra de la Propagación de la Fe.
1927 El papa Pío XI le nombra patrono de las Misiones junto a Santa Teresita del Niño Jesús.
1952 El papa Pío XII lo proclama patrono del Turismo.
1491 Año probable del nacimiento de Íñigo López de Loyola, en la casa solariega de Loyola (parroquia de Azpeitia, Guipúzcoa) donde vivía su familia, perteneciente a la nobleza del señorío de Vizcaya. Era el último de los ocho hijos varones de don Beltrán Ibáñez de Oñaz, señor de Loyola, y doña Marina Sánchez de Licona.
1506-1517 Es educado como paje en el palacio del contador mayor de Castilla, don Juan Velázquez de Cuéllar, en Arévalo (Ávila). En 1507 muere su padre. En 1515 es acusado de «delitos enormes» en Azpeitia. En 1517 muere Juan Velázquez de Cuéllar e Ignacio se traslada de Arévalo a Navarra como gentilhombre del virrey, don Antonio Manrique, duque de Nájera.
1521 Como soldado del virrey de Navarra, interviene en la defensa de Pamplona contra las tropas francesas de Francisco I que pretendían invadir Navarra, recuperando el reino para Enrique II de Navarra. El 20 de mayo es herido por una bala que le rompió una pierna y le lesionó la otra. Pasa la convalecencia en Loyola; en este tiempo caen en sus manos algunos libros piadosos que le hacen descubrir, en la vida de Jesús y de los santos, un nuevo horizonte en su vida. Se produce en Ignacio una primera conversión. Experimenta, igualmente, una lucha interior entre deseos piadosos y deseos mundanos.
1522-1523 Ignacio comienza una vida de oración, meditación y penitencia. Tras visitar el santuario mariano de Aránzazu, donde seguramente hizo voto de castidad, emprende una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat. Una vez en Montserrat, hace una confesión general que dura tres días y una vela de armas, en la noche del 24 al 25 de marzo de 1522, dejando a los pies de la Virgen morena sus vestidos y su espada. En febrero de 1523 continúa el camino hacia Manresa, donde da comienzo a una vida de pobreza, oración, y penitencia. Después de un tiempo de turbación, escrúpulos, dudas y angustias, vivirá una singular experiencia de Dios que recordará toda la vida: «la ilustración del Cardoner». Concibe entonces la idea de crear un instituto religioso. Igualmente comenzará a formular su experiencia espiritual, con lo que da comienzo a lo que más adelante será el libro de los Ejercicios espirituales. El 20 de marzo de 1523 se embarca en Barcelona para iniciar su peregrinación a Tierra Santa: pasa por Roma, para obtener el permiso papal, y el 14 de julio sale de Venecia. Llega a Jerusalén el 14 de julio. Su intención era quedarse allí, pero el provincial de los franciscanos se opone y parte de regreso el 23 de septiembre, llegando a Venecia a mediados de enero de 1524.
1524-1526 Se instala en Barcelona, donde es recibido por una bienhechora, Isabel Roser. A los 33 años, empieza a estudiar latín con el bachiller Jerónimo Ardévol, maestro de gramática. Reúne a sus tres primeros compañeros, que le seguirán a Alcalá y Salamanca.
1526-1527 En marzo de 1526 se traslada a Alcalá de Henares para cursar filosofía. Comienza a impartir ejercicios espirituales, actividad por la cual es considerado sospechoso de alumbramiento. Sufre tres procesos, siendo condenado a no predicar durante tres años. En junio de 1527, al salir de la prisión, viaja a Salamanca, donde también conoce dificultades: nuevamente tendrá procesos inquisitoriales, es encarcelado otra vez, se le prohíbe predicar y enseñar materias teológicas por no haber hecho suficientes estudios. Al quedar libre, Ignacio decide marchar a París para proseguir sus estudios. Adoptará la forma latina (Ignatius) de su nombre de pila (Íñigo).
1529-1531 Cursa filosofía en el colegio de Santa Bárbara, donde se encuentra con el saboyano Pedro Fabro y el navarro Francisco Javier. Realiza tres viajes a Flandes y uno a Londres para subvencionarse los estudios.
1532 Recibe el grado de bachiller en Artes.
1533 Se licencia en Artes.
1534 Obtiene el grado de maestro en Artes (aunque el diploma lleva la fecha de 14 de marzo de 1534). Da el mes de Ejercicios a Fabro, Laínez, Salmerón, Rodrigues, Bobadilla y Francisco Javier. El día 15 de agosto, Ignacio y sus compañeros realizan en Montmartre votos de pobreza, castidad y vida apostólica, que renovarán en el mismo día los dos años siguientes.
1535 A principios de abril, enfermo, sale de París camino de Azpeitia. Además de cuidar su salud, pretende visitar a los familiares de Javier y de Laínez. Viajes por España (Obanos, Almazán, Sigüenza, Madrid, Toledo, Segorbe, Valencia).
1536 En Venecia completa sus estudios de teología, comenzados en París en 1533, y ejercita el apostolado con conversaciones y Ejercicios. Es ordenado sacerdote de manos de Vicente Negusanti, obispo de Arbe.
1537 Año de espera para la peregrinación a Jerusalén. Proceso judicial, acusado de ser un fugitivo de España y de París, quedando exculpado el 13 de octubre. Visión trinitaria de la Storta: Ignacio tiene una experiencia espiritual de excepcional trascendencia que confirma definitivamente su idea de servicio divino. Esta visión tuvo claras repercusiones en la fundación de la Compañía de Jesús, empezando por el nombre de la nueva orden, un nombre que era todo un programa: ser compañeros de Jesús, alistados bajo su bandera, para emplearse en el servicio de Dios y bien de los prójimos. En noviembre entra en Roma.
1538 Ignacio celebra su primera misa en la iglesia de Santa María la Maggiore. Él y sus compañeros se ofrecen al papa.
1539 Deliberaciones sobre la fundación de la Compañía. El papa Paulo III aprueba oralmente la Compañía de Jesús. Salen a varias partes los primeros compañeros.
1540 Por medio de la bula Regimini militantis EcclesiaePaulo III aprueba de manera canónica, el 27 de septiembre, la constitución del instituto de clérigos regulares de la Compañía de Jesús, cuyos estatutos ya había admitido verbalmente el año anterior. Francisco Javier parte para la India.
1541 Ignacio comienza la redacción de las Constituciones de la Compañía y es elegido, el 8 de abril, Superior General de la misma. A partir de este momento, salvo breves ausencias, Ignacio vivirá permanentemente en Roma, dedicándose al apostolado y al gobierno de la Compañía.
1544 Comienza la redacción del Diario espiritual.
1546 Muere Pedro Fabro. Admisión de Francisco de Borja. Ignacio termina las Constituciones. Enferma gravemente.
1548 Se publican sus Ejercicios espirituales, aprobados por Paulo III.
1550 El papa Julio III confirma la aprobación de la Compañía.
1551 Funda el Colegio Romano.
1552 Funda el Colegio Germánico. Muere Francisco Javier a las puertas de China.
1553 Comienza a dictar su Autobiografía.
1556 Muere Ignacio de Loyola en la madrugada del 31 de julio. Su cuerpo fue sepultado en la pequeña iglesia de Santa Maria de la Strada, quedando después depositado en el actual altar dedicado a él en la iglesia del Gesù.
1609 El 27 de julio el papa Paulo V beatifica a San Ignacio de Loyola.
1622 El 12 de marzo el papa Gregorio XV canoniza a Ignacio de Loyola, junto con Francisco Javier, Teresa de Jesús, Isidro Labrador y Felipe Neri.
1922 Pío XII le nombra patrono de los Ejercicios Espirituales y de las obras que los promueven.
Tenemos, pues, ya aIgnacio de Loyolaconvertido en «Caballero a lo divino», epígrafe de una nueva sección que va a recoger los hechos de Ignacio «De Loyola a Monserrat». Este apartado se abre con un nuevo pasaje de la «Gesta del Trovador» (siguen siendo las mismas estrofas de seis versos plagadas de arcaísmos). El narrador refiere que a Ignacio, cuando huye de su valle nativo, cada cosa le habla del Señor. Va en busca de su Reina, montaraz y de faz morena (la Virgen de Monserrat). Tiene lugar la conocida discusión con el moro que se burla de la virginidad de María, e Ignacio duda si matarlo o dejarlo marchar. Finalmente sube a lo alto de la montaña, donde la Reina le sonrise.
Viene después La vela de las armas. Cuadro dramático, en verso, cuya acción tiene lugar «en Monserrate», en 1521. La escena primera nos muestra a Ignacio trayendo un fardel con su túnica de saco y su bordón de peregrino. Ya ha llegado al lugar de sus sueños y sus ansias, donde quiere trocar su galana vestimenta por un hábito, si esa es la voluntad de Dios. El hermano que lo recibe le hace ver que la de ermitaño es una vida muy dura. Ignacio se confiesa ciervo sediento del agua de la Virgen. Cuenta cómo abandonó su casa, la vida militar y sus heredades, completamente desengañado de las vanidades humanas: «charco es el mundo que corrompe y mata» (p. 33). Se refiere a su cuerpo infame como ladrón de fama: «De la gloria de Dios ladrón he sido, / y a mi costa tendré que recobrarla» (p. 34). No ama el dolor, confiesa, pero castigará con disciplinas sus faltas por la gloria que robó a Dios, quien le inspira ese muy puro amor. «Vais camino de santo», le dice el hermano lego. Ignacio insiste: «Yo nada valgo; / con Él, inmenso es el poder del alma» (p. 34). Llega entonces el entierro de un pequeño escolán del coro: Ignacio desea morir inocente como ese niño. Pasa la procesión con el féretro y se escucha el canto fúnebre del coro de escolanes. Íñigo, conmovido y contrito ante el espectáculo de la muerte, confiesa que desea trocar su negra vida por las blancuras de esa caja, por el «almita blanca» de ese niño. Y pide confesor, porque no puede sufrir por más tiempo el peso de su carga: «¡Yo soy aquel perverso caballero / que en cárcel y en cadenas tiene el alma!» (p. 35). Ora de rodillas ante el altar de la Virgen, agitado por el dolor. Es este un pasaje muy bello, y un acierto dramático la idea de que Ignacio se arrepienta todavía más de sus pecados y pida confesión al ver el féretro del niño.
En la escena segunda, Ignacio cuenta al padre confesor su vida «de soldado vano / y desgarrado» (p. 36). Resume los datos relativos a su familia; sus tempranas hazañas como capitán de niños y sus nocturnas raterías en los manzanos. Perdió la inocencia, fue un corrupto pecador. Ardían en su pecho sin cesar dos llamas, la del amor y la de la gloria. Era estrecho para él el valle nativo y buscó la libertad en la milicia. El campamento fue palenque de aventuras, «y amor cadenas me forjó floridas» (p. 37). Resume así esa etapa de su vida:
Guantes arrojé al rostro, corté caras, herí a felones, esquivando fintas, supe de encrucijadas y torneos, de puntos de honra, justas y divisas; y por las damas que la muerte pudre, lanzas y cañas en la lid rompía (p. 37).
Fue a servir al rey, por la gloria del monarca y también por su propio provecho, para acrecentar el blasón de la familia. Pero él no era feliz con estas vanidades:
Viví con alma y cuerpo encadenados, como un esclavo vil a la codicia de riquezas, al vano honor del mundo y a los vicios que engendra la crecida soberbia, hija mayor del amor propio, madrastra de la carne que mancilla… (p. 37).
Ignacio, aplastado por su dolor (dice la acotación), hace una pausa larguísima. Esa es su historia desgarrada y vana. Luego vinieron Pamplona, la herida, la desesperación del rendimiento, la carnicería de los huesos:
La humillación y mi soberbia en lucha… Mi carne, como fiera enfurecida rugiendo ante el espíritu cobarde…
(Pausa.)
Un recuerdo de amor que martiriza…
(Pausa.)
Un libro que mi espíritu serena…
(Pausa.)
Un llanto que mis culpas purifica…
(Pausa.)
Un arranque de Dios que me descuaja del mundo, para hacer cuanto me pida… (pp. 37-38).
La acotación indica que «Deben oírse los sollozos del penitente» (p. 38). Ignacio le entrega al confesor un papel con sus pecados por escrito; el padre, tras leerlos, le absuelve. Antes, confiesa Ignacio, estaba muerto, pero ahora en la Virgen tiene vida. Ella lo llama para que sea su caballero: «Su caballero soy; Ella me asista» (p. 38). Desea que su librea sea el saco de penitente, y no ya los brocados y la ropilla de antes; deja la daga y la espada «ante la Reina que mi amor cautiva» (p. 38) y viste sus nuevas armas de peregrino: el bordón y una vasija para el agua. Y exclama:
Aún no sé adónde voy; pero me llama una voz interior, clara y distinta; voz es de Dios y mi Señor eterno: me lo dicen mi paz y mi alegría (pp. 38-39).
Armado ya de esta guisa, va a velar sus nuevas armas de caballero celestial para servir a la Reina de sus amores y a Dios:
Pobreza y humildad son mis cuarteles, que han de adornar mi escudo de hidalguía; y el mote del blasón, desde este instante ha de ser: ¡A mayor gloria divina…! (p. 39).
Cristóbal de Villalpando, San Ignacio de Loyola ofrece sus armas a la Virgen de Montserrat (c. 1690). Museo Soumaya, Fundación Carlos Slim (Ciudad de México, México).
Los escolanes salen a cantar la Salve vespertina, y queda Ignacio orando ante el altar de la Virgen. Cae un telón lento. Viene después un soneto bajo el epígrafe «Quien me quisiere seguir…» (la nota que se pone al pie cumple en realidad la función de acotación escénica: amanece e Ignacio saluda a la Virgen), que copio entero:
Ved mi armadura. En el sonoro yunque de acero que Cantabria cría, a martillazos Dios me forjó un día, y al fuego y con buril me incrustó en oro.
Lejos de ella el heráldico decoro, no hay ciencia del blasón en su hidalguía; el forjador le dio cuanto tenía: de humildad, fe y amor todo un tesoro.
Caudillo me ha hecho Dios de su cruzada. Ningún cobarde alisto en mi mesnada; que mi empresa es audaz, dura la guerra…
Quien quisiere seguir mi llamamiento ha de tener valor y rendimiento, la vista en Dios, bajo los pies la tierra (p. 39).
Tras el recitado del soneto, de nuevo cae el telón[1].
[1] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.
A continuación nos encontramos con otra pieza breve dedicada a Ignacio de Loyola: En Azpeitia. Lejos de la carne y sangre. Cuadro dramático, en verso, ambientado en la casa solar de Loyola. La escena primera habla de la recuperación del herido y su valiente actitud ante la dolorosa operación a que se ve sometido: «Non me fagáis reír, porque he cosquillas; / martillad, aserrad, soy demadera» (p. 25), anima a los cirujanos. Un diálogo de los criados de la casa nos informa de la transformación operada en sus costumbres y en su modo de ser: se dice que hay en él algo nuevo, algo divino. En efecto, la luz divina le ha hablado desde los libros piadosos leídos durante su convalecencia: «así su herida abierta / ha sido puerta de oro por do entrara / la luz de Dios en su alma grande y bella» (p. 26). Esas noches en vela, de lectura y meditación, contrastan con otras noches anteriores en que Ignacio se dedicaba a derribar a la ronda nocturna y asaltar huertas. Ignacio ha decidido marcharse y, en el momento de su despedida, bailan en su honor unos ezpatadanzaris azpeitianos; y comenta el Criado 3:
Despedida magnífica a un hidalgo que las armas por otras armas deja. Si ha de ausentarse para siempre, lleve este recuerdo de la amada tierra (p. 26).
La escena segunda nos lo muestra sobre las tablas caminando con cojera, aunque «sin fealdad», se matiza. A través de la conversación-discusión que mantiene con su hermano Martín (quien trata de convencerlo para que se quede y retome la carrera de las armas) nos enteramos de que Ignacio está cansado de perseguir la gloria sin encontrarla nunca, cansado también de sangrientos heroísmos. Ahora le llama una voz interior; sabe que el mundo es mentira y vanidad. Ignacio confiesa a su hermano que no abandona las armas, sino que las cambia: usará la cruz en vez de la espada, el estandarte de la fe de Cristo en vez de la lanza. Es consciente de que el Rey del Cielo y el rey de los abismos luchan por las almas de los vivos:
Y yo deseo bajo la bandera azul del Rey divino combatir sin descanso: esa es mi gloria, porque es un Rey eterno y no un rey mísero (p. 28).
Albert Chevallier-Tayler, San Ignacio convaleciente en Loyola
Comenta que ha licenciado su mesnada: «Fijos / guardaré en mi memoria vuestros nombres, / y este valle, esos montes y ese río» (p. 28). Los versolaris lanzan un vítor al capitán Loyola y, tras el baile, Ignacio pasa bajo el arco de honor de las espadas. Tras la danza vasca, que le ha conmovido, ahora quiere recompensar a los amigos con «la sagardúa [la sidra] y el cordero» (p. 28). Es, en efecto, un día placentero para Ignacio en el que muestra su cariño sincero a los criados de su casa. Confía en que, con la ayuda del Señor, podrá añadir un nuevo cuartel al escudo familiar, «y he de honrarle, venciéndome a mí mismo» (p. 29). Jura por su honor guardar su inmaculado brillo y decide marchar hacia Nájera. Sabe que de su camino cuidará Dios: es una nave sin rumbo fijo, pero con una luz viva en el corazón, «tan viva / que es una estrella que prendió Dios mismo» (p. 29). Su amigo Arregui le pregunta por «aquella dama / tan cristiana, tan fiel» que amaba (p. 29), y esto es lo que Ignacio le responde:
Dios ha querido que otro más alto amor mi mente ocupe; Dios lo ha dispuesto así, sea bendito. Ya es nada para mí todo lo humano; y es un dolor de amor mi sacrificio. Sea feliz si el sacrificio acata (p. 29).
Y con estas otras palabras comenta luego su disposición y su ánimo:
Ya estoy en pie, para partir dispuesto, firme la voluntad, la espada al cinto. Si Dios me quiere hacer su caballero, tendré por campo el mundo, aquí el castillo; y he de volver vencido o victorioso cual caballero andante a lo divino (p. 30).
La escena y el cuadro se rematan con unas palabras del Criado 3[1], quien bendice a Dios por elegir las almas más puras para su imperio[2].
[1] Una nota incluida en la p. 30 reza así: «El autor de este cuadro es mi estimado discípulo Enrique Gabriel Vanasco. Su buen gusto y el estudio que hizo de San Ignacio lograron interesar a los actores y al público. Desde estas páginas le damos las gracias». Esta indicación —y otras similares que aparecen luego— parece indicar que Marzal, además de autor de algunas de las piezas, fue también en parte recopilador y editor de otros materiales ajenos. En cualquier caso, debemos suponer que, en aquellas piezas donde no se especifica nada —que son la mayoría—, la autoría de los textos es suya.
[2] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.
La primera parte del libro incluye los sucesos de la vida de Ignacio de Loyola que van «De Pamplona a Monserrate»[1]. Se abre con un «Prólogo»[2], en el que se compara a Ignacio con don Quijote (se dice que enderezó entuertos como el buen Quijano) y se nos da una descripción de él como galán y pendenciero, hasta que se convierte en «caballero nuevo de nueva cruzada» y viste el arnés de pobre de Cristo. Copio la primera estrofa de este prólogo, que servirá para que nos hagamos una idea del estilo, deliberadamente arcaizante:
Trovador de antaño de laúd[3] y escarcela, sin metros polidos que saben a escuela, bien como las fablas de un viejo cantar, diré de un fidalgo que, ferido en guerra, sin cota ni espada, se alzó de la tierra et fizo fazañas por tierra et por mar (p. 9).
Abundan, en efecto, en este prólogo —y a lo largo de toda la obra— los arcaísmos léxicos y morfosintácticos: polidos, fablas, fidalgo, ferido, et fizo fazañas por tierra et por mar, garzón, et su prez, tajos et mandobles, fechos, e en tierra, descires, e anda, descir, físico (por médico), face reír, fallan, acuciero, cuitas… La copla final del «Prólogo» repite la del principio, lo que da al conjunto de esta pieza introductoria una marcada estructura circular.
Sigue En Pamplona. Por España y por su honor. Cuadro dramático, en verso, cuya acción se sitúa en la capital navarra el año de 1521. Varios personajes franceses comentan la poca resistencia de la ciudad, cuyos habitantes están mayoritariamente del lado del rey de Francia «por amor y por su historia» (p. 12a). Entre los escasos defensores decididos a resistir hasta la muerte ha quedado Loyola, de quién Arlanzón dice que es:
Un vasco nacido en aguas de Urola, valentón y pendenciero, de blasón de lobos y olla; un fidalgo de gotera, de nobleza tan notoria, que figura en los anales de la justicia en Guipúzcoa (pp. 12b-13a).
Se dice de él que es muy valiente cuando se enoja y que solo conoce el camino de la tizona. Le acompañan ahora muy pocos hombres en la defensa de la ciudad: Diego de Herrera, Durango, Arrieta, «unos locos / de buen vino y sangre moza» (p. 13b). Luego se completa la descripción de Ignacio, de nuevo en labios de Arlanzón, con estos versos:
Conozco bien a Loyola. Es vasco y es español, duro y terco como roca; tiene testuz de carnero de los que en las fiestas topan. Si viene de mal talante —ni hay que pensar otra cosa— desenvainará su espada… (p. 14a-b).
El diálogo que se entabla entre los sitiadores resume los datos relativos a la situación política y militar del momento. Después vemos en escena a Ignacio negándose con todas sus fuerzas a la rendición y exhortando a sus compañeros a la resistencia heroica hasta la muerte. Las acotaciones indican que actúa «Desesperado, amenazador» (p. 19b), «Como loco hasta el final de la escena» (p. 19b), «Llorando de rabia» (p. 19b); en efecto, él se muestra dispuesto a perder la vida, con tal de salvar el honor, y afirma tajante que no deben ceder en la defensa por su raza vasca: son nobles, y deben estar decididos a morir por su rey. Se pone luego en boca de Loyola este elogio de la patria y la unidad española:
Que hay que luchar por Pamplona y el fuerte, a la vista salta, porque es la piedra que falta a la española corona. Sueño al par que realidad, una gran patria se engendra que con virtudes se acendra para la inmortalidad. Gloria que empezó en Granada, vencido y disperso el moro, y Colón con el tesoro de una América ignorada. Gloria que da la unidad de una misma fe cristiana, que tantos pueblos hermana con hermosa variedad. Solo Navarra le falta a España para ser una. ¿Por qué no probar fortuna en una empresa tan alta? (p. 21b).
Con su entusiasmo, Ignacio convence a los suyos, decididos ya a resistir, y en el parlamento que se establece con los franceses se muestra arrogante hasta las últimas consecuencias: «¡Si nos faltan municiones / os lanzarán mi cabeza!…» (p. 22b), les dice altivo y bravucón a los sitiadores.
Andrés López, San Ignacio herido en Pamplona. Colegio de las Vizcaínas (Ciudad de México)
Sigue después un pasaje de transición titulado «El malferido: gesta del Trovador»; se abandona, por tanto, la escenificación para dar paso a un relato del Trovador-narrador (este será el recurso utilizado para ir hilvanando las diferentes piezas dramáticas), quien refiere en estrofas de seis versos —llenas, de nuevo, de arcaísmos— el asalto a la ciudad de Pamplona, en cuya defensa «Loyola es el bravo que a todos alienta» (p. 23b). Finalmente cae herido por una bala de cañón y se ve —esta parte final vuelve a ser representada— cómo es llevado en andas seguido de un perro[4].
[1] En nota al pie indica el autor: «La primera parte de esta obra se representó en el teatro de la Casa Social Católica “Monseñor Boneo” el 2 de octubre de 1921, para celebrar el Cuarto Centenario de la herida y conversión de San Ignacio de Loyola. Tomaron parte en el acto los alumnos del Colegio de la Inmaculada Concepción [de Santa Fe]» (p. 9, nota 1). Todas las citas (con ligeros retoques en la puntuación) son por El caballero de Dios Ignacio de Loyola. Monólogos y escenas dramáticas, por el Padre Juan Marzal, SJ, Buenos Aires, Sebastián de Amorrortu, 1923. Sobre esta obra, véase Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, pp. 676-680.
[2] Leemos en nota al pie: «Dijo esta trova y todas las siguientes el señor Alejandro A. Rosa de la Torre» (p. 9, nota 2).
[3] Hay que pronunciar la palabra como monosílaba, laud, para lograr la correcta medida del verso.
[4] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.
Vaya para este último día del 2021 esta bella «Meditación de fin de año» de Pedro Miguel Lamet, SJ (Cádiz, 1941- ), incluida en su libro La luz recién nacida. Cancionero de Adviento y Navidad, al igual de algunos de los poemas suyos que han ido apareciendo aquí en fechas previas (así, «Isaías», «María» o «Encarnación»).
Cuando, al mirarme en el espejo, vago hacia la sombra que detrás me dejo y desayuno en la ventana un poco de esta alba luz que me regala el tiempo, te pregunto, Señor, cómo me llamo y quién es este que pregunta al cielo ahora que dicen que se acaba un año y le dan fin con risas y festejos, como si el fin no fuera cada día y cada hora un nuevo comienzo; cual si pudiera retornar al niño que jugaba a peonzas en el suelo o al soñador sentado en la escollera por bucear tu luz entre los versos. Me parece este paso como un río que no puedo atrapar; cual un intento que no tiene otro fin ni otra diana que despeñarse en un desfiladero donde el «yo» ya es la nada iluminada, gota de amor unida al Universo[1].
[1] Pedro Miguel Lamet, SJ, La luz recién nacida. Cancionero de Adviento y Navidad, Bilbao, Ediciones Mensajero, 2016, p. 147. El poema está recogido también en La página de Pedro Miguel Lamet, con fecha 30 de diciembre de 2020, bajo el mismo título de «Meditación de fin de año», pero con algunas variantes: en el v. 1, sin coma tras «Cuando»; en el v. 4 falta el adjetivo «alba»; en el v. 8 se lee «y lo despiden»; en el v. 11, «como si»; en fin, el último verso es «una gota en el mar del Universo». Ahí se enlaza a un vídeo con el recitado del poema elaborado por Miguel Ángel Lamet Moreno, hermano del escritor.