San Ignacio de Loyola en la literatura del Siglo de Oro: poemas de justas y certámenes poéticos (y 4)

Consideremos ahora este soneto del conde de Villamediana dedicado a San Ignacio de Loyola, más difícil por su sintaxis culterana y por las alusiones clásicas que encierra en los cuartetos:

No bárbaras colunnas erigidas
a pompa de soberbios Tolomeos;
piadosos, sí, católicos trofeos,
aras te dan de gloria construidas.

Voces de luz y llamas ofendidas
en culto fuego el claro mausoleo,
pues son centellas del honor sabeo,
a fragantes estrellas reducidas.

Hoy te consagra el religioso gremio
de uniforme, costante Compañía,
que lograr ya con Dios la tuya espera.

Suya, pues, gloria en ti librado el premio
en pompa esclarecidamente[1] pía,
tanto incienso te ofrece, tanta cera[2].

San Ignacio de Loyola
San Ignacio de Loyola

Si gongorino es este soneto, tenemos otro del propio don Luis de Góngora que desarrolla el pie forzado del último verso, «ardiendo en aguas muertas llamas vivas»:

En tenebrosa noche, en mar airado,
al través diera un marinero ciego,
de dulce voz y de homicida ruego,
de sirena mortal lisonjeado,

si el fervoroso, celador cuidado
del grande Ignacio no ofreciera luego
(farol divino) su encendido fuego
a los cristales de un estanque helado.

Trueca las velas el bajel perdido
y escollos juzga que en el mar se lavan
las voces que en la arena oye lascivas;

besa el puerto, altamente conducido
de las que, para norte suyo, estaban
ardiendo en aguas muertas llamas vivas[3].

También me interesa reproducir ahora este otro de Alonso de Ledesma, especialmente por desarrollar en extenso la alusión (tópica, por otra parte, como hemos tenido ocasión de comprobar en una entrada anterior) a Vizcaya y a la abundancia de hierro en esa región, merced a la equiparación del cojo Ignacio con el cojo dios Vulcano:

Vulcano cojo, herrero vizcaíno,
si quieres ablandar un hierro helado
de un pecador protervo y obstinado,
saca tu fragua en medio del camino.

Los muelles de oración sopla contino
hasta que enciendas un carbón tiznado
que en fuego de lujuria se ha quemado
y es para fragua cual carbón de pino.

El hierro y el carbón, que es culpa y hombre,
traerás con las tenazas de paciencia
a tu amorosa y encendida fragua.

Pide a Jesús el fuego de su nombre;
la yunque y el martillo su conciencia,
y tú serás hisopo puesto en agua[4].

De Juan Pérez de Montalbán es un poema que comienza «Divino Ignacio, si al amor, si al celo…», y una glosa a «Segundo Ignacio, y segundo…», que no reproduzco. Existe, asimismo, una canción de Anastasio Pantaleón de Ribera sobre las estrellas del sepulcro de Ignacio, que empieza «Si tu atención no turba, oh, Peregrino…». No copio aquí, tampoco, otros muchos textos más que se podrían aducir de Francisco de Quevedo, Juan de Jáuregui, Antonio Mira de Amescua, etc. En fin, para cerrar este apartado, recordaré que existen, asimismo, versiones en tono jocoserio o incluso plenamente jocosas de los temas ignacianos (ya nos ha aparecido alguna en una entrada anterior). Por ejemplo, a un tal Juan Portillo pertenece este «Romance a lo burlesco justado en Sevilla», que transcribo por extenso —pese a su escasa calidad literaria y métrica— porque sirve como buena muestra de esas composiciones a lo ridículo. El poema (que en su segunda parte, que omito, se centra en Javier) abunda en chistes dilógicos y diversos juegos de palabras, sin que falten, una vez más, las consabidas alusiones a lo corto de razones de Ignacio y al famoso hierro de Vizcaya:

Aquel ingenio de Dios,
Dios es Dios, que no lo entiendo
ni aún entenderá el dïablo
lo que con Ignacio ha hecho.
Habiendo en el mundo tiendas
de científicos supuestos,
a la tienda de los cojos
vino a mostrar sus secretos.
No sé qué es lo que vio en él,
pues que con amor intenso
quiso darle a un peregrino
más virtudes que a un romero.
Y de una pierna quebrada,
cual de regalado lienzo,
pierna de sábana hizo
por darla a su esposa lecho.
En las quiebras que en su ley
heresïarcas hicieron,
hizo nuevas soldaduras
Dios con un soldado viejo.
De un espaldar hizo espalda
que llevó la cruz en peso,
y de su honor poner quiso
en una celada el celo.
Un soldado belicoso
quitó un acerado peto,
por hacerse pectoral
el mismo Dios de su pecho.
En una visera puso
visos para ver el cielo,
y en una lanza los lances
contra el poderoso infierno.
Dolerse de almas cristianas
puso en el libro del duelo,
y en medio de un voto a Dios
un en verdad y por cierto.
En aquel que se alojaba
en los cortijos y pueblos,
cifró de su empírea corte
gloriosos alojamientos.
Al que derribó a sus pies
cien mil adversarios muertos,
hizo tan mortificado
que a pies medirle pudieron.
El que al son de la trompeta
eran un león cuando menos,
ya es cordero y, sobre todo,
trompeta del Evangelio.
Con quien disparó en el campo
tantas bombardas de fuego,
quiso corregir del mundo
los disparates inmensos.
De un capitán que mandaba
dar tratos de cuerda horrendos,
hizo un ángel soberano
en lo tratable y lo cuerdo.
De una mecha de arcabuz,
¿quien vio tan extraño trueco?,
hizo una antorcha divina
que está en su presencia ardiendo.
De un soldado hizo un sol
que dio luz al universo,
y encerró en un ¡Cierra España!
el modo de abrirse el cielo.
Y dando a un falido triste
tu traje, su adorno y fieltro,
de un Marte hizo un Martín,
que es de caridad espejo.
En un corto de razones
puso tan largos conceptos,
que del concepto de Dios
declararon los misterios.
Finalmente a un vizcaíno,
sacándole de entre el hierro,
le dio en un decir ¡Jesús!
oro rico de su imperio,
que si el oro es caridad,
en Ignacio hay tanto de esto,
que con lo medio no hubiera
ningún vizcaíno necio.
Y no menos trueques hizo
Dios con otro Apóstol nuevo,
pues dicen que con Javier
le dio un jabón al infierno.
Que no bastó que en Ignacio
quiso vincular su fuego
para guisar su palabra
en el ártico hemisferio,
sino poner en la India
en Javier, varón excelso,
la especia para el guisado
de su divino Evangelio[5]


[1] Elizalde trae «esclareciente»; enmiendo.

[2] Ángel Valbuena Prat, Antología de poesía sacra española, Barcelona, Apolo, 1940, p. 294. Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, pp. 47-48.

[3] Obras en verso del Homero español Luis de Góngora, que recogió Juan López de Vicuña, prólogo e índices por Dámaso Alonso, Madrid, CSIC, 1963. Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, p. 49.

[4] Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, pp. 51-52.

[5] Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

El conde de Villamediana en «Villamediana» (2008), de Ignacio Gómez de Liaño (2)

Tal como señala la acotación inicial, la acción de Villamediana[1] transcurre desde el 31 de marzo de 1621 hasta el 21 de agosto de 1622, valga decir desde el momento de la muerte de Felipe III y el levantamiento del destierro a Villamediana hasta el día de su asesinato. Se insiste en este texto en las notas habituales del retrato del conde, quizá incidiendo más en la osadía y el atrevimiento, junto con el aprovechamiento de los mitos de Ícaro y sobre todo de Faetón.

Faeton.jpg

Aquí Villamediana se enamora de la reina y la reina de él. El segundo acto culmina con la escena del incendio de Aranjuez: Villamediana saca a doña Isabel en brazos y ambos se dan un beso, mientras el bufón Soplilo mira a Villamediana con envidia. Cabe destacar algún diálogo amoroso de Villamediana y la reina Isabel, como por ejemplo este:

LA REINA.- (Después de una larga pausa.) Amar, sufrir, callar…, ¡cosa singular eso de amar y ser poeta! Como poeta aspiráis a decirlo todo, pero una fuerza misteriosa os obliga a callar…

VILLAMEDIANA.- Bulle en mi corazón una inquietud que nunca halla reposo, un fuego que me devora y trata de declararse en vano, un ansia de volar siempre más alto. Pero no quiero sólo cantar, señora, sino también obrar, hacer realidad los hermosos paisajes de una España y una monarquía renovadas que atesoro en mi interior. Que el rey sea Júpiter y yo el Mercurio que le abre el camino en esta gran empresa.

LA REINA.- Hay algo frágil e infantil en los poetas que parece estar reñido con las severas funciones del hombre de Estado. Mientras que éste tiene como jurisdicción la realidad, para el poeta sólo parecen contar los sueños…

VILLAMEDIANA.- Mas hay poetas, señora, para los que los sueños no descansan hasta encontrar el camino de hacerse realidad. En el horizonte que diviso, con la Ciudad del Sol surcando el firmamento de España, el Reino y la Poesía están destinados a abrazarse y fundirse. ¿No anheláis, Majestad, que el sueño del poeta haga fértil la realidad de la que se ocupa el hombre de Estado? (pp. 112-113).

Estos amores constituyen un peligro para la monarquía y Olivares no está dispuesto a consentirlos. La muerte del conde es ordenada por el valido, pero cuenta con la venia del rey. Interviene en la obra el personaje de Francisca de Tavara, pero su presencia no es demasiado destacada (Villamediana hace de tercero para los amores reales y prepara una cita con la portuguesa). Sí adquiere cierta importancia el personaje de Quevedo, que aparece reprendiendo y afeando la conducta de Villamediana, su enemigo desde el punto de vista literario.

Otro detalle interesante es la insistencia en el carácter melancólico del conde en sus últimos meses de vida, así como su afición a la astrología. Gran importancia a lo largo de la acción tiene un objeto simbólico, la rosa de diamantes que unos nigromantes entregan a Villamediana y que se verá ensangrentada en el momento de su muerte[2].


[1] Las citas son por Ignacio Gómez de Liaño, Hipatia, Bruno, Villamediana: tres tragedias del espíritu, Madrid, Siruela, 2008.

[2] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

El conde de Villamediana en «Villamediana» (2008), de Ignacio Gómez de Liaño (1)

Obra publicada en 2008[1], no me consta que se haya representado. Su autor, Ignacio Gómez de Liaño Alamillo (Madrid, 1946), es poeta, ensayista, filósofo, traductor y profesor universitario, con una obra que abarca el campo filosófico, el sociológico y el literario:

Preguntado sobre las lecturas que considera más importantes o más influyentes en su propia literatura, dice: «Todas las lecturas pueden aportar algo. No estoy seguro de cuáles son las que más se pueden trasparentar en el libro, pero sí sé cuáles son las que más me han apasionado. Entre ellas están algunos clásicos, como Villamediana, Leopardi y Virgilio, y, evidentemente, muchos otros. Ahora bien, yo creo que esas lecturas valen poco si uno no trata de traducir, de leer, ese libro que todos llevamos dentro». Cuando le digo que esa es una idea romántica de la poesía romántica en el sentido más técnico de la palabra, dice: «Romántica o no, a mí me parece que es central en un trabajo de escritura poética»[2].

La tragedia de Gómez de Liaño es una obra interesante, que ofrece aspectos originales dentro del corpus de recreaciones villamedianescas. Así, incorpora muy abundantes anécdotas que forman parte de la biografía real o de la leyenda del conde: el maltrato a la marquesa del Valle; la formulación «más penado, más perdido, menos arrepentido»; la reina le pregunta quién es la dama a la que dedica sus versos y el conde le entrega un espejo, siendo esa su respuesta; un día se le cae una venera de diamantes y no se baja del caballo a recogerla para no perder la elegancia y compostura; por supuesto, la famosa divisa «Son mis amores reales» y el «Yo se los haré cuartos» de la respuesta del rey, etc. También es muy llamativo el elevado número de poemas y versos de Villamediana a los que se da entrada en la pieza, que externamente se divide en tres actos, escritos en prosa.

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Esta pieza dramática forma un trío junto con Hipatia y Bruno, tres «tragedias del espíritu» a cuyos protagonistas el autor presenta como héroes trágicos de gran modernidad:

Hipatia, Bruno, Villamediana. Tres nombres que, como pocos, encarnan el riesgo que concita el pensamiento cuando incomoda a los que pretenden monopolizarlo. […] En el [caso] de Villamediana, el pensamiento fue un ímpetu poético que le llevó a volar en las alas de cera de la imaginación a un cielo donde la realidad cotidiana se metamorfoseaba en poesía, con la consecuencia de acabar, como Ícaro, derribado en el suelo. […] Hipatia, Bruno, Villamediana. Los tres coinciden en ser víctimas de una tragedia que va más allá de lo personal, pues es traducción de otra más vasta: la tragedia del espíritu frente al mundo. En los tres casos la tragedia presenta rasgos tan modernos que difícilmente habría sido apreciada por los espectadores del teatro antiguo. […] [Los tres personajes] Sabían a lo que se exponían, y no obstante asumieron el riesgo. Fueron provocadores, he ahí un rasgo típico de la modernidad. […] Hipatia, Bruno y Villamediana coinciden también en haber creído alguna vez que estaban cerca de hacer realidad sus sueños. Los tres se engañaron. Y porque se engañaron, la realidad se cobró en ellos cruel venganza. Pero dieron la talla en el trance supremo (pp. 9, 10, 11 y 13).

En cualquier caso, pese a esa coincidencia, las tres piezas responden a estilos distintos, como destaca el propio autor:

En el polo opuesto [a Hipatia], como corresponde a un poeta barroco coetáneo de Calderón, está Villamediana, que, rebosante de episodios y vicisitudes, abarca el último año de la vida del poeta, discurre por los lugares más variados y ofrece un amplio muestrario de personajes de época, desde Felipe IV, Isabel de Borbón y Olivares, hasta Góngora y Quevedo. Más que el dibujo, se hacen notar en la composición los variados juegos de perspectiva (p. 13)[3].


[1] Las citas son por Ignacio Gómez de Liaño, Hipatia, Bruno, Villamediana: tres tragedias del espíritu, Madrid, Siruela, 2008.

[2] Declaraciones a Rosa María Pereda, El País, 20 de agosto de 1980.

[3] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

Cuatro recreaciones teatrales de la muerte del conde de Villamediana (1837-2008)

Aunque hay más obras que podrían ser consideradas, voy a centrar mi comentario en cuatro recreaciones dramáticas de la vida y muerte de Villamediana, a saber: La Corte del Buen Retiro. Drama histórico en cinco actos, escrito en verso, de Patricio de la Escosura, estrenado y dado a las prensas en 1837[1]; Son mis amores reales. Drama en cuatro actos y un epílogo, en verso, de Joaquín Dicenta (hijo), con estreno en 1925 y publicación dos años posterior, en 1927[2]; ¿Por quién moría don Juan?, pieza teatral de Luis Federico Viudes redactada en 1988 e impresa en 1993[3]; y Villamediana, tragedia de Ignacio Gómez de Liaño publicada en 2008[4] (estas dos últimas obras no me consta que hayan sido representadas).

Conde-de-Villamediana

Se trata de cuatro acercamientos muy distintos a la figura del conde, de acuerdo con los distintos criterios estéticos imperantes en cada momento cronológico: así, tenemos un Villamediana romántico (el de Escosura), un Villamediana poético-modernista (el de Dicenta), un Villamediana que pudiéramos calificar de «irreverente» y que es prototipo del personaje mítico de don Juan (el de Viudes) y, en fin, un Villamediana convertido en héroe trágico (el de Gómez de Liaño). Ofreceré en sucesivas entradas unas sencillas glosas a modo de comentario de cada una de estas cuatro obras[5].


[1] Patricio de la Escosura, La Corte del Buen Retiro, Madrid, Imprenta de los hijos de doña Catalina Piñuela, 1837.

[2] Joaquín Dicenta, Son mis amores reales…, Barcelona, Cisne, 1936.

[3] Luis Federico Viudes, ¿Por quién moría don Juan?, Murcia, Universidad de Murcia, 1993.

[4] Ignacio Gómez de Liaño, Hipatia, Bruno, Villamediana: tres tragedias del espíritu, Madrid, Siruela, 2008.

[5] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

El conde de Villamediana, personaje de ficción

Hace algún tiempo dediqué una entrada a «El conde de Villamediana, poeta de amor y carne de leyenda». Hoy quiero referirme a cómo su vida y su muerte han quedado plasmadas en el terreno de la ficción. Ya Roberto Castrovido, en su artículo «El caso Villamediana» de 1928 (una reseña al libro de Alonso Cortés), se refería a varios de los procesos de ficcionalización de la vida del noble-poeta que conforman todo un «ciclo literario»:

En romances, coplas, dramas, comedias, novelas y novelones ha andado la leyenda de Villamediana, con sus amores reales, con el incendio que puso trágico remate a La Gloria de Niquea, con sus sátiras, con sus lances en el juego y en el amor, con sus ostentaciones en Nápoles, con sus destierros y con su horrible muerte, violenta, criminal y misteriosa. La historia política y la literaria han estudiado también la vida alegre y la muerte triste del poeta discípulo de Góngora. De él han escrito historias, romances, comedias, baladas, novelas, ensayos, Céspedes y Meneses, Antonio Hurtado de Mendoza, el conde de Saldaña, Luis Vélez de Guevara, López de Haro, Patricio de la Escosura, Ángel Saavedra, duque de Rivas, Hartzenbusch (en su drama Vida por honra y en un discurso académico), D. Vicente Barrantes, Eguílaz, Antonio de Hurtado (no el de Mendoza, sino el de El haz de leña), Cotarelo y Dicenta (de cuya obra Son mis amores reales… dice D. Alonso Narciso Cortés que es innegablemente la mejor), Fernández y González, Orellana, San Martín, Diego San José, y el opúsculo que pone término al que podemos llamar ciclo literario, La muerte del conde de Villamediana, por Narciso Alonso Cortés (Valladolid, 1928), que hace la revelación y convierte en caso clínico al héroe de leyenda…[1]

Igualmente, Narciso Alonso Cortés comentaba ese paso a la literatura de la figura del conde y sus célebres «amores reales»:

La literatura se apoderó de la gallarda y arrogante figura del conde de Villamediana, para llevarla a sus obras. ¿Había nada más propicio al interés que aquellos amores reales, con sus trágicas consecuencias?[2]

Y, después de mencionar algunas de las piezas que inspiró, valora con estas palabras la aproximación a la figura del conde desde la narrativa romántica:

Muy numerosas son las novelas en que, con más o menos relieve, Villamediana ha salido a relucir. Fernández y González, Francisco J. Orellana, Antonio de San Martín y últimamente Diego San José, le han introducido en sendas novelas [cuyos títulos son, respectivamente, El Conde-Duque de Olivares, Quevedo, Aventuras de don Francisco de Quevedo y Villegas y El libro de horas]. En poder de los novelistas el conde es, por lo general, un personaje inverosímil y absurdo. Y no digamos nada cuando el relato, chabacano y torpe, va envuelto en una fabla que no se fabló nunca, cuyo principal resorte, entre inelegantes giros modernos que hacen aún más descabellado el intento, consiste en usar impropiamente tal cual palabra arcaica y en menudear la asimilación del pronombre (dalle, tomalle), o hacerle incorrectamente enclítico (el libro que trajéronme). Hay quien, como San Martín, describe a Villamediana de igual modo que si le estuviera viendo, con su «rostro ovalado, pelo castaño y abundante, ojos rasgados y negros, labio desdeñoso», etcétera, etc. El de Orellana, que lee también sonetos con acróstico, cae asesinado en presencia de una máscara con dominó (!), que no es sino el conde-duque de Olivares. En cambio, en la novela de Fernández y González es Quevedo quien asiste al asesinato y persigue al criminal hasta darle alcance; Villamediana no ama a la reina, y sólo por vanidad hace que la opinión pública le crea su amante, hasta el punto de que la misma doña Isabel es quien, indignada por esta conducta, autoriza la muerte. El Villamediana de Diego San José traiciona a un amigo, cría hijos con amas aldeanas, dice que «uno es el amor del corazón y otro el de la pretina», y hace que Lucinda, una dama muy mal hablada, apele a las eficacias de un abortivo[3].

Pues bien, en sucesivas entradas pretendo acercarme al tema de la muerte del conde de Villamediana en la ficción literaria, concretamente en cuatro piezas dramáticas. Desde el estreno de La Corte del Buen Retiro, de Patricio de la Escosura, en 1837 —en el momento de pleno triunfo del movimiento romántico en España— hasta la publicación en 2008 de Villamediana, una de las tres «tragedias del espíritu» de Ignacio Gómez de Liaño, contabilizo más de veinte recreaciones literarias en las que don Juan de Tasis y Peralta tiene carácter protagónico (a todas ellas habría que sumar otras obras en las que aparece Villamediana, aunque sus hechos no constituyan la parte nuclear de la acción). La mayoría de estas recreaciones corresponden al terreno del teatro y la narrativa, si bien existen también —aunque en menor número— algunas evocaciones lírico-poéticas. La aureola de leyenda que rodea a este fascinante personaje contribuye, sin duda alguna, a que el interés por su figura se haya mantenido hasta nuestros días. Su asesinato en plena calle Mayor de Madrid, ocurrido el 21 de agosto de 1622, ha inspirado también a otros artistas, como el pintor Manuel Castellano, cuyo cuadro «La muerte del conde de Villamediana» (1868) se conserva en el Museo del Prado[4].

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Y en música deberíamos recordar que la primera «ópera seria» que escribió Manuel de Falla fue El conde de Villamediana, compuesta en 1891, cuando tenía aproximadamente quince años de edad[5].

Lo intenso de su existencia, una vida casi novelesca, explica en opinión de Juan Manuel Rozas el enorme interés que ha despertado:

Han sido muchos los poetas que tuvieron una vida interesante; bastantes los que dieron a esa vida un sentido poético —trágico, lírico o épico—; y unos pocos los que perduraron en el recuerdo de las gentes hechos leyenda. En los tres casos está incluido Don Juan de Tassis y Peralta, Conde de Villamediana y Correo Mayor del Reino, uno de los hombres que más intensamente vivió el intenso cruce del Renacimiento al Barroco, en la intensa Europa —Francia, Flandes, Italia, España— de su tiempo. Vivió envuelto en una tragedia cotidiana —placer que no sacia, desengaño que no cura— mucho más dolorosa que su tragedia última, su asesinato, porque, como pensó Quevedo, la muerte es sólo la cara de la muerte y la única enfermedad o accidente, con síntomas especialmente barrocos, es la propia vida. No sólo su día final, sino todos los días, su leyenda, y hasta su poesía, muestran una llamativa aureola de tragedia: tener vuelo para altas cosas y estar condenado a volar bajo, para al final caer estrepitosamente. Como Ícaro, como Faetón, como Prometeo[6].

Y Ruiz Casanova insiste en ello:

Por tanto, vida, obra y causas de su muerte constituyeron —y estas últimas aún hoy constituyen— uno de los secretos mejor enterrados del reinado de Felipe IV. Villamediana había adoptado una postura incómoda para el padre de aquél, Felipe III, y sus colaboradores más directos. Su poesía satírica se convirtió en un arma de doble filo: por un lado, era la representación del preocupado por su patria, por el declive de un gran imperio; por otro, era el arma arrojadiza que debía valerle el satisfacer sus ansias políticas y de poder. Ni una ni otra cara de esa misma moneda fueron toleradas por la maquinaria de la Corte, e incluso sobre su lírica amorosa quiso verse el lamento del que pasaría a la leyenda como «el novio de la Reina»[7].

José Antonio Rodríguez Martín, en su trabajo «Villamediana en la poesía decimonónica», explica las razones del éxito de estas recreaciones literarias:

A lo largo de la historia de la literatura española, pocas veces un poeta ha sido fuente de inspiración de otros escritores, con la profusión y variedad en los géneros, como don Juan de Tasis y Peralta, más conocido por su título de conde de Villamediana. En efecto, exceptuando el caso de Quevedo, Villamediana ha constituido y sigue constituyendo, aún hoy, en el último cuarto del siglo XX, un abundante filón para dar vida a los duendes de la fantasía en tantas y tantas obras.

Fue la suya una vida marcada por la aureola trágica del Barroco, que le mantuvo entre el placer insaciable, el desengaño constante, la peripecia increíble, el arrebato pasional, la ambición de medrar, y una muerte dramática y despiadada. Todos estos factores ayudaron a Villamediana a pasar a la posteridad, no solo como personaje de la historia, sino también como ente de ficción[8].

Por su parte, María del Carmen Rincón Martínez, que ha estudiado el tema «Juan de Tasis y el teatro del siglo XIX», escribe:

El famosísimo Juan de Tasis y Peralta, conde de Villamediana (1582-1622), personaje legendario por los sinuosos avatares de su vida, alimentó el teatro decimonónico, convirtiéndose en el prototipo ideal mediante el que representar, no sólo las inquietudes románticas, sino también la purga de errores inmorales y el marco del cuadro costumbrista. En efecto, algunos dramaturgos del siglo XIX construyeron su obra en torno a las peripecias que protagonizó, bien centrándose en una sola, sazonándola de subjetivos matices en una rica ambientación, bien entremezclándolas, para dar forma al género que querían cultivar. Patricio de la Escosura, Antonio Neira de Mosquera, Eulogio Florentino Sanz y Juan Eugenio de Hartzenbusch, entre sus numerosas obras, llevaron a las tablas a este personaje, tan lleno de atractivo en todos los tiempos, pero sin duda intensificado en el siglo XIX por las características especiales de ese momento, en el que nuestros dramaturgos […] toman muchos elementos del drama nacional del Siglo de Oro, enfatizando especialmente la pasión amorosa, convertida en núcleo dramático y en torno al cual ordenan todos los demás valores. Rara vez llevan a cabo una auténtica dramatización de la historia, que aparece como simple telón de fondo, como decoración o marco exterior de la acción. De la historia captan la anécdota, el detalle pintoresco. Todo lo más que llegaremos a percibir será una localización histórica del hecho y unas situaciones dramáticas condicionadas por la historia, en donde cristaliza el conflicto romántico entre la libertad del individuo y la presión social. Frente al individuo y sus aspiraciones, el mundo opone sus deberes, sus prejuicios y sus compromisos. El desenlace del conflicto será siempre el mismo: la destrucción del individuo[9].

En fin, Yasmina Reviriego, en su blog Viaje al desbordante Barroco (29 de febrero de 2016) ofrece un trabajo panorámico titulado «La figura del conde de Villamediana convertida en personaje literario de la mano de escritores de los siglos XIX y XX» en el que, además de repasar muchas de estas piezas, comenta:

Numerosos escritores de los siglos XIX y XX se han interesado por la vida del Conde de Villamediana, movidos por la leyenda que surge tras su muerte y los escándalos provocados en vida, y se han dedicado a convertir la figura del Conde en protagonista o personaje de numerosas obras: novelas, dramas en verso, romances, obras teatrales y biografías noveladas. Tras hacer un recorrido por estas obras podemos apreciar que durante estos siglos la figura de Villamediana ha sido rescatada y no ha quedado en el olvido. Lo que ha interesado de este personaje son las leyendas que circulan en torno a su persona. Si nos adentramos en cada una de las obras, es evidente que han recogido los episodios famosos de su vida y la visión romántica de conquistador nato: el episodio de las monedas para salvar a las almas del purgatorio; el episodio de «Son mis amores reales»; el tema de los versos dedicados a la misteriosa «Francelisa»; su amor por el juego, las joyas, los caballos y las numerosas deudas que contrajo por estas causas; el episodio del incendio de la representación de La Gloria de Niquea en Aranjuez, y por último, el episodio de su muerte […], el más importante de cara a formar su leyenda.

Como ya he señalado, este tratamiento literario de la figura del conde de Villamediana lo encontramos en los tres grandes géneros literarios: teatro, narrativa y poesía. En las próximas entradas examinaré cuatro piezas dramáticas en las que su presencia cobra carácter protagónico, dejando de lado otras recreaciones literarias en las que también interviene, si bien de una forma secundaria[10].


[1] Roberto Castrovido, «El caso Villamediana», La Voz, 22 de mayo de 1928.

[2] Narciso Alonso Cortés, La muerte del conde de Villamediana, Valladolid, Imprenta del Colegio Santiago, 1928, p. 29. En la edición de las Poesías de Juan de Tasis, Conde de Villamediana, Madrid, Editora Nacional, 1944, a cargo de L. R. C., se habla de «su vida, confundida y entreverada con la leyenda» (s. p.). Ver, desde otras perspectivas, Pascual de Gayangos, «La corte de Felipe III y aventuras del conde de Villamediana», Revista de España, julio y agosto de 1885, pp. 5-29, y Julio González Alcalde, «Juan de Tarsis, conde de Villamediana: una vida novelesca en el Madrid del siglo XVII», Pasea por Madrid: historia, turismo cultural y tiempo libre, 3, 2014, pp. 12-20.

[3] Alonso Cortés, La muerte del conde de Villamediana, pp. 41-42.

[4] Ver José Luis Díez, «“La muerte del Conde de Villamediana”, de Manuel Castellano (1826-1880) y sus dibujos preparatorios», Boletín del Museo del Prado, vol. 9, núms. 25-27, 1988, pp. 96-109.

[5] Si bien hoy esta ópera está desaparecida, sabemos que Falla se inspiró en el romance del duque de Rivas, y la creó para el Teatro de Colón, ciudad imaginaria de su juventud.

[6] Juan Manuel Rozas, El conde de Villamediana. Bibliografía y contribución al estudio de sus textos, Madrid, CSIC, 1964, pp. 7-8.

[7] José Francisco Ruiz Casanova, «Introducción», en Conde de Villamediana, Poesía impresa completa, Madrid, Cátedra, 1990, p. 16.

[8] José Antonio Rodríguez Martín, «Villamediana en la poesía decimonónica», en Homenaje a Pedro Sainz Rodríguez, Vol. 2, Estudios de lengua y literatura, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1986, p. 537.

[9] María del Carmen Rincón Martínez, «Juan de Tasis y el teatro del siglo XIX», Cuadernos para Investigación de la Literatura Hispánica, 8, 1987, p. 123.

[10] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.