En «Es cosa de muchachos» (pp. 69-78)[1] irrumpe una voz narradora en primera persona: «En una de esas casas vivía el abuelo, y vivía yo también» (p. 71). El narrador recuerda sus estancias a temporadas en aquella casa con sus primos Mario y Carolina y describe al abuelo, que tenía una especie de manía con las campanas; de hecho, vivía en aquel barrio por las campanas de las distintas iglesias, que eran para él como el telégrafo del cielo[2]. Cuando cometía alguna travesura —por ejemplo, pasear bajo la lluvia—, el abuelo le disculpaba cómplice ante la tía Lola con un: «¡Cosas de muchachos!». A veces le preguntaba qué sería de mayor: «Y yo siempre le contestaba que me gustaría ir por el mundo, solitario, en días de lluvia, para mojarme bien y recibir el agua suave y tibia de las nubes», porque esa era «una forma hermosa de ir por el mundo» (p. 75).
La segunda secuencia, separada de la anterior por un blanco, explica por qué el abuelo rechazó tajantemente la idea de su nieto de ir a Cuba: «Más tarde, un día, no sé cuándo, la tía me dijo que al abuelo le habían matado a su padre en aquellas tierras. Entonces comprendí el porqué no quería que yo fuese a vivir aventuras a aquellas tierras» (pp. 76-77).
La tercera presenta el desenlace: «Sucedió un atardecer» (p. 77), mientras suenan las campanas:
Las Agustinas dieron las campanadas de las ocho, Y casi a continuación sonaron las de San Cerni. Y poco después las de San Lorenzo. Entre unas y otras se murió el abuelo. Llovía. Y la calle aquella parecía más estrecha, más llena de sombras, más aislada y silenciosa (p. 77).
Es una lluvia menuda y tibia. El joven, al que no le dejan ver el cadáver, llora y siente rabia, y se le escapa una sonrisa triste y vaga: el abuelo ya no habría dicho que «era cosa de muchachos», sino «eran cosas de hombres ya». Cuando lo llevan a enterrar suenan las campanas al unísono, no como antes, que sonaban por separado:
Yo lo sé porque no me dejaron ir al cementerio y las escuché en silencio, junto al balcón panzudo de cristales, llorando en silencio. Yo sabía que el abuelo me estaba contemplando y sonreía. Me acuerdo como si fuese ahora (p. 78).
[1] Cito por José María Sanjuán, Un puñado de manzanas verdes, Barcelona, Destino, 1969 (colección Áncora y Delfín, núm. 323).
[2] Cfr. estos pasajes: «Las campanas tienen algo de cielo, ¿eh?, como si te llamaran para ir allí… […] Cualquier día nos llamarán a nosotros también, ya verás»; «son como si nos invitaran a seguirlas al cielo…» (p. 73). Por los topónimos mencionados, el relato parece ambientado en Pamplona: San Cerni[n], Agustinas, San Miguel, Plaza de San Francisco: «Era una ciudad fresquita en verano, pero helada y húmeda en invierno. Llovía mucho. Pero era una lluvia hermosa, suave, finísima, que casi ni te enterabas cuando caía» (p. 73); «Era una ciudad sonolienta, hecha para las nostalgias. Con grandes alamedas de árboles de copa ancha y tronco recio y rugoso» (p. 75).