Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda: asuntos bíblicos

Los dos dramas históricos de asunto bíblico de Gertrudis Gómez de Avellaneda también guardan cierta relación temática porque tienen en común el presentar el castigo de dos personajes, Saúl y Baltasar, cuyo principal defecto es el orgullo, unido a la soberbia, que les lleva a rebelarse contra Dios. Los dos desoyen la voz de sus profetas y cometen sacrilegio: el primero, por apoderarse del botín de guerra tras su victoria sobre los amalecitas y por realizar unos sacrificios que habían sido expresamente prohibidos, en nombre de Jehová, por el sacerdote Achimelech y por Samuel.

Saúl

Baltasar, por utilizar los vasos sagrados para un convite con el que trata de vencer el hastío que le produce su vida de disipación y continuos placeres.

Baltasar

Los dos serán castigados con la pérdida de sus tronos y la muerte, y Saúl además con la muerte de su hijo Jonathas, al que antes ha matado él mismo al confundirlo con David[1].


[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda: asuntos godos

Por lo que hace a los dramas de asunto godo de Gertrudis Gómez de Avellaneda, sus respectivas acciones vienen a coincidir con sendos momentos críticos de la historia nacional: uno, la conversión de Recaredo al catolicismo, que supuso la unidad de culto de todo el territorio peninsular; otro, los primeros años de resistencia cristiana tras la invasión musulmana y la derrota del Guadalete en 711. En ambos casos consigue Gómez de Avellaneda una ambientación histórica bastante lograda, no tanto por la adecuación de los hechos concretos que presenta a los sucesos realmente acontecidos, como por la plasmación de un «ambiente histórico», del «espíritu» de una época. Por ejemplo, en Recaredo está muy bien descrito, en escena de tono colorista subrayado por la musicalidad del verso, la séptima del acto III, lo que significó esa «unidad de culto» tras la conversión del monarca godo al catolicismo: en las calles se abrazan «godos, suevos y romanos, / que hermana un gozo común», y allí «Se ven con ledos semblantes, / ancianos, mozos, infantes, / esposas, viudas, doncellas» (p. 133a); es decir, participan del regocijo popular gentes de los tres pueblos principales de la Hispania y, además, gentes pertenecientes a todas las clases sociales, edades y condiciones, dentro de cada uno de ellos. Y todo magnificado por la presencia de un anciano de cabello cano, de aspecto noble y grave, en cuyo rostro brilla «de entusiasmo fuego santo», que no es sino Leandro, el obispo de Sevilla.

San Leandro de Sevilla

Con estas palabras relata el Duque a Recaredo lo que sucede en las calles de Toledo:

Allí, gran rey, se confunden
ricos trajes, pobres sayos…
Y el sol, al lanzar sus rayos
—que nueva vida difunden—
sobre aquel cuadro grandioso,
envuelve a par con su luz
del monje el pardo capuz,
los timbres del poderoso,
el pellico del pastor,
la cimera del guerrero,
la alforja del pordiosero
y el bieldo del labrador (p. 133a-b).

En el segundo, Egilona, destacaría en este sentido el final apoteósico, pleno de patriotismo españolista, en que se anuncia a los moros que Rodrigo vive y que se halla dispuesto, junto con Pelayo, para vencerlos y abatir su poder, como simboliza Egilona arrojando al suelo y pisando el estandarte musulmán: los guerreros cristianos lograrán «la libertad del español imperio» y acabarán con el «dominio infando» de los árabes «al tremolar de Cristo los pendones / de uno al otro confín del suelo ibero» (p. 57b). Final efectista que, sin duda alguna, arrancaría los aplausos entusiásticos del público.

En fin, estos dos dramas históricos de materia goda se asemejan también por la importancia que adquiere en el desarrollo de sus respectivos argumentos el sentimiento amoroso: en Recaredo, lo principal de la trama se basa en la relación que se teje entre la princesa sueva Bada y el rey godo, impedida inicialmente por dos causas: en primer lugar, el hecho de ser Recaredo descendiente de Leovigildo, el destructor de la familia de la mujer que ama; en segundo lugar, por un voto solemne de servir a Dios que hace Bada. Al final, la conversión de Recaredo al catolicismo y la oportuna anulación del voto pronunciado permitirán el triunfo del amor y el final feliz del desenlace. Por lo que respecta a Egilona, el conflicto se resume en el amor del emir Abdalasis por dicha dama goda, supuesta viuda del rey don Rodrigo; tal sentimiento se ve frustrado por la reaparición del monarca godo y, en última instancia, por la muerte del caudillo musulmán[1].


[1] Citaré por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda: asuntos medievales

Voy a analizar las seis obras de Gertrudis Gómez de Avellaneda que mejor responden, en el conjunto de su producción dramática, a la categoría del drama histórico[1]. Atendiendo a las épocas en que se sitúa la acción de estas piezas, pueden ser agrupadas en tres parejas: Munio Alfonso (1844) y El Príncipe de Viana (1844) están ambientadas en la Edad Media española; otras dos son de materia goda, Egilona (1845) y Recaredo (que fue estrenada en 1850 como Flavio Recaredo); y las dos últimas versan sobre materia bíblica, Saúl (1849) y Baltasar (1858).

Una primera característica común que puede señalarse para las seis obras es la acertada elección de las tramas argumentales y de los momentos históricos. Los dos dramas de ambientación medieval se articulan en torno a la muerte violenta de un personaje: Munio Alfonso ofrece el dramatismo del asesinato de Fronilde, que muere a manos de su propio padre, quien desea lavar con su sangre la supuesta deshonra familiar. El Príncipe de Viana, por su parte, presenta el envenenamiento —recurso tan del gusto romántico— del joven don Carlos, nieto de Carlos III el Noble de Navarra, hijo de Juan II de Aragón, y heredero frustrado de ambas coronas. Ambos se presentan con el subtítulo de drama trágico original. Existe, no obstante, una diferencia esencial entre las dos piezas, y es que la mayor contención que apreciamos en Munio Alfonso, y sobre todo el estricto respeto de las tres unidades (con una mayor concentración espacial y temporal), acercan a esta obra de forma muy clara a la tragedia.

Carlos, Príncipe de Viana

De hecho, en el «Prefacio» antepuesto a Munio Alfonso, a la hora de editar el texto refundido, indica Gómez de Avellaneda que quería probar con esta pieza «que la edad media —desdeñada por la mayoría de los autores clásicos dramáticos— podía suministrar argumentos y caracteres no menos dignos de la tragedia que los rebuscados todavía en las historias de los antiguos Griegos y Romanos» (p. 9). Munio Alfonso es un drama histórico que reúne casi todas las cualidades de la tragedia, al mismo tiempo que se aproxima al drama de honor, de signo cuasi calderoniano, por la venganza ejecutada por el padre agraviado. El personaje trágico, más bien que Fronilde, la víctima inocente, es su propio padre, precisamente el personaje que da título a la obra, pues Munio Alfonso se ve arrastrado a la durísima decisión de acabar con su descendencia por acatar las férreas disposiciones del código del honor. Además, a lo largo de toda la obra se va subrayando por medio de pequeños detalles, pero de modo muy eficaz, el profundo amor que existe en la relación paterno-filial[2], circunstancia que hace más dura, si cabe, la trágica decisión a que se ve abocado. La muerte de Fronilde no remata la acción del drama, sino que ocurre al final del acto tercero (para ser más exacto, se vislumbra inminente en la última escena de ese acto, y Munio confiesa el asesinato al Arzobispo en la escena tercera del cuarto y último acto). Quedan, pues, todavía varias escenas en las que, aparte de atar los cabos de la rivalidad amorosa entre el infante don Sancho y el conde don Pedro, se señalará la penitencia que el propio Munio Alfonso se impone para tratar de expiar su culpa: peregrinar a Jerusalén y pelear hasta la muerte contra los moros[3].


[1] Citaré por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena.

[2] Por ejemplo, en la escena segunda del acto III donde, tras aludirse a la muerte de la madre de Fronilde, Munio Alfonso bendice a su hija, a la que ve todavía como modelo de pureza e inocencia, llegando a derramar incluso algunas lágrimas.

[3] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.

Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) y sus dramas históricos

En la producción dramática de Gertrudis Gómez de Avellaneda[1] (Puerto Príncipe, Cuba, 1814-Madrid, 1873), como en la de muchos otros autores románticos españoles, ocupa un lugar destacado un conjunto de piezas que, con mayor o menor propiedad, pueden ser incluidos bajo ese marbete de dramas históricos. En sucesivas entradas voy a ocuparme de algunas de esas obras: El Príncipe de Viana, Munio Alfonso, Egilona, Recaredo, Saúl y Baltasar, que son las seis que, en mi opinión, mejor se ajustan a dicha etiqueta.

Gertrudis Gómez de Avellaneda

Existen, ciertamente, otras piezas de Gómez de Avellaneda que sitúan su acción en épocas pasadas, como La verdad vence apariencias (centrada en Castilla, hacia 1367-1370, en el momento del triunfo en Montiel de Enrique de Trastámara), El donativo del diablo («La escena en Suiza, cantón de Friburgo, corriendo el primer tercio del siglo XV»), La hija del rey René (ambientada en Provenza, también en el siglo XV), Oráculos de Talía o Los duendes en Palacio (últimos tiempos de la minoría de Carlos II) o Tres amores (reinado de Carlos III). Pero no siempre la ambientación histórica en una época pasada implica necesariamente que estemos ante un drama histórico: puede ser, como en el caso de Oráculos de Talía, un intento de imitación de las comedias clásicas del Siglo de Oro; o puede tratarse simplemente de un drama de corte romántico (como sucede con Macías, de Larra, con El trovador, de García Gutiérrez y con Los amantes de Teruel, de Hartzenbusch) para el que su autor ha tenido a bien elegir una localización en el pasado, pero sin que exista el expreso deseo de convertir la historia en objeto de la poesía[2]. Esta característica, la intención del autor de acercarse literariamente a un personaje o un suceso histórico, constituye, en mi opinión, la verdadera piedra de toque para determinar si una determinada obra, ya sea novela, ya sea drama, puede ser apellidada con justicia como histórica.

En este sentido, considero que ese requisito fundamental se da preferentemente en las seis obras citadas en primer lugar, que son además de mayor calidad literaria que las enumeradas después, razones ambas por las que me inclino a escogerlas como corpus de trabajo para esta pequeña aportación sobre el drama histórico de Gertrudis Gómez de Avellaneda[3].


[1] Algunos trabajos destacados sobre su vida y sus obras: Edwin B. Williams, The Life and Dramatics Works of Gertrudis Gómez de Avellaneda, Pennsylvania, 1924; Domingo Figuerola-Caneda, Gertrudis Gómez de Avellaneda. Bibliografía, biografía e iconografía, Madrid, 1929; Emilio Cotarelo y Mori, La Avellaneda y sus obras. Ensayo biográfico y crítico, Madrid, 1930; Rafael Marquina, Gertrudis Gómez de Avellaneda, La Peregrina, La Habana, Trópico, 1939; Mercedes Ballesteros, Vida de la Avellaneda, Madrid, 1949;  y Carmen Bravo-Villasante, Una vida romántica. La Avellaneda, Barcelona, Edhasa, 1967.

[2] Cabría recordar la distinción establecida por Ricardo Navas Ruiz, en El romanticismo español, Salamanca, Anaya, 1970, p. 82, entre tres tipos de drama histórico romántico: el romántico, el histórico-político y el arqueológico. En el «romántico», a secas, el contenido histórico es «pretexto más que un objeto» (Macías, El trovador, Los amantes de Teruel); el «histórico-político» refleja un «espíritu de amor a la libertad y odio a las tiranías», y guarda relación con las «tragedias liberales de comienzos de siglo» (La conjuración de Venecia); el «arqueológico» es aquel que «bucea en la historia para revivirla sin otras intenciones ni preocupaciones» (Doña María de Molina, del Marqués de Molíns).

[3] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.