Aparte de en las estructuras que he ido mencionando en entradas anteriores, el carácter romántico de los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda queda patente en el gusto por los escenarios sombríos, como la «lóbrega cárcel» de don Rodrigo en el cuadro I del acto III de Egilona; no es solo la acotación, sino las propias réplicas de los personajes las que nos ofrecen datos de esa prisión. Por ejemplo, cuando Rodrigo se encara, en escena efectista, con las cadenas que lo sujetan: «¡Este fuego voraz en que me abraso / tus eslabones derretir no puede!» (p. 42a). Lo mismo sucede con la prisión del Príncipe de Viana (comienzo del segundo acto), o con la de Joaquín en Baltasar, acto I, escenas 1-5; la acotación indica que se trata de una «lúgubre estancia», y el diálogo de los personajes lo corrobora: «Cárcel tenebrosa», «Impura mazmorra», «esta mazmorra en que respiras / atmósfera letal», «prisión / tan horrible» viciada por «infecto vapor», etc.
También romántico es el gusto por la noche, siempre adecuada para sombrías empresas o melancólicos pensamientos:
¡Silencio, soledad, muros espesos!…
¡todo es propicio!… Con su negro manto
cubre la noche las tinieblas frías
de esta horrible mansión que convidando
parece estar a los misterios tristes (Egilona, p. 39b).
Y más tarde:
…con su opaco
velo la noche tu camino cubre;
muda su voz, los fúnebres arcanos
nunca vendió de la esperanza impía,
y siempre fue del asesino amparo (p. 43a).
Otra característica muy repetida en las obras de los autores románticos es el hecho de hacer coincidir el estallido de una fuerte tempestad con los momentos climáticos de furia ciega, de pasión incontrolada, de crímenes violentos: en Saúl, la tormenta se desata en el momento en que el protagonista se rebela contra Dios al hacer los sacrificios prohibidos (acto I, escenas 5-9). En Baltasar, acto IV, el salón del banquete aparece alumbrado por la «siniestra luz de los relámpagos», y los truenos van creciendo en intensidad (así lo indica una acotación) hasta que la tempestad estalla con toda su fuerza al producirse el sacrilegio (escena 8). Lo mismo sucede un momento antes de producirse el asesinato de Fronilde en Munio Alfonso (fin del acto III).
En fin, respecto al empleo de disfraces, cabría mencionar únicamente en Baltasar, II, 4 el hecho de que Rubén asista disfrazado de esclavo babilonio a la fiesta del rey, para advertir a Elda que está en peligro su inocencia. Como empleo del fuego para suscitar situaciones dramáticas, solo el incendio del palacio de Baltasar, al que prende fuego Nitocris (acto IV, escenas 12 y 13) al producirse la invasión extranjera[1].
[1] Cito por Gertrudis Gómez de Avellaneda, Obras, vol. II, Madrid, Atlas, 1978 (BAE, 278), donde se incluyen Munio Alfonso, El Príncipe de Viana, Recaredo, Saúl y Baltasar; y Obras, vol. III, Madrid, Atlas, 1979 (BAE, 279), en que figura Egilona. Si no indico una página concreta, los números romanos designan el acto, y los arábigos, la escena. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Los dramas históricos de Gertrudis Gómez de Avellaneda», en Kurt Spang (ed.), El drama histórico. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 193-213.