África en «Saudades… Toujours» (1973) de María del Villar Berruezo (y 3)

En el relato también se describen las villas, hotelitos y bungalows de los trabajadores europeos (pp. 124-125). La noche en que Dey se declara y salen juntos, ven este paisaje:

Enfrente, y hacia mi izquierda, brillaban las luces de Brazzaville, pequeñas y lejanas, pareciendo querer competir con las estrellas que lucían en el cielo.

Delante de nosotros se extendía el río como una larga pradera negra, moviente, repleta de peligros. De cuando en cuando unos serpenteos de luz amarilla clara ponían luminosidad en las ondulaciones pastosas de la corriente, luego desaparecían (p. 172).

Aura desea quedarse en el Congo para no perder ese amor; allí están ellos dos solos, lejos de todo. África es lo exótico, lo permitido, tierra de pasión; se deja seducir por la pasión y por el encanto del país. La tierra africana ejerce un irresistible embrujo sobre ella. Un diálogo entre Aura y Dey (pp. 205-220) sirve para introducir varios datos acerca del trazado de la línea Congo-Océano, del puerto de Punta Negra, sobre exploradores y gobernadores del territorio: Albert Veistroffer, Martial Merlin, Victor Augagneur, y sobre todo Pierre Savorgnan de Brazza, explorador al servicio de Francia, rival de Stanley, inglés que trabaja para Bélgica. Se habla del rey Renoké, el primer rey negro con el que trató Brazza, del rey Makoko, del río Ogooué, el principal río del Gabón…

Aura sigue con sus recuerdos, toma la pluma para continuar con sus introspecciones. Desea vivir en calma y soledad, dedicada al recuerdo de Dey. Ahora la pasión la vive con más bella puridad que en el Congo. El galán ejerció sobre ella la misma atracción y magia que el paisaje. Se evoca luego un paseo en barca con Dey, cuando ambos contemplan un amanecer sobre el río:

La claridad se intensificaba rápidamente y allí, tras la muralla de arbolado que ponía su veto a la margen del río, aparecía un disco color de cobre que subía sobre el fondo perla de un cielo sin nubes.

Pensé en una hostia de fuego que invisibles manos levantaban en el espacio. Pensé en una luna desconocida e incandescente que, hecha ascuas, loca y abrasadora, trastornaba las leyes del cosmos y corría por nuestra galaxia buscando dónde posarse.

Pero la luna loca, o el disco de cobre, se afirmaba con seguridad sobre los árboles y sobre el río y, perdiendo su ardiente color de brasa, empalideció hasta volverse de oro, rompió su funda metálica, lanzó mil rayos y flechas, pareció coronarse de lanzas y, majestuoso y soberbio como un dios, me obligó a bajar la cabeza (pp. 254-255).

Puesta de sol sobre el río Congo

Es un día de calor, de un sol de fuego que desprende «torrentes de luz dorada» (p. 260). Los amantes llegan a una playa y en la arena el sol saca reflejos embrujadores de oro. Aura ve indígenas embadurnados de ceniza, el palacio del rey, porque Dey ha querido ofrecerle «un día africano». Al anochecer, ve la puesta de sol sobre el río Congo (p. 268): «me alegró el pensamiento de navegar sobre el Congo en los momentos en que el sol, huyendo de las nubes de un azul intenso que lo perseguían, lanzaría flechazos sin llegar a ellas, consiguiendo solamente poner estrías luminosas sobre las aguas del río antes de fundirse en una orgía de colores rabiosos» (p. 268). Y llega el crepúsculo:

Entre besos, risas y bromas había descuidado el crepúsculo. Recorrí con la mirada la bóveda celeste. El sol, escondido en el horizonte, había huido deprisa bajo los azotes que le daba la noche, y sólo tenía fuerzas para enviar con sus últimos resplandores, tenues rayos de belleza moribunda (p. 273).

Pero la protagonista debe marchar para seguir a Dey a Portugal y dejar «los encantos de aquellas tierras, de aquellos cielos…» (p. 279). Se despide con estas palabras: «»Adiós, Congo. ¿Volveré a verte algún día?», repetía con el alma mientras tu coche me llevaba hacia Luanda» (p. 279). La novela, que acaba de forma abierta, con la posibilidad de un reencuentro, ha recreado a lo largo de sus páginas el calor, la humedad, el paisaje, el ambiente (criados negros, comidas exóticas, enfermedades tropicales…), en suma, el «perfume de tierra caliente» (p. 253) de aquella región africana que incluye topónimos con tan sugerente poder de evocación como Matadí, Santo Antonio de Zaire, Luanda, El Cabo, Angola, Mozambique…

Hemos visto en entradas anteriores, a través de la voz lírica de María del Villar, cómo en la alta noche africana la luna lloraba versos de amor desesperados, y cómo en otras noches africanas nacía y se desarrollaba la pasión amorosa de Aura y Dey. La autora navarra probó el «veneno africano» y, cautivada por su encanto, ya nunca lo pudo olvidar: tal fue la intensidad de sus vivencias, que años después las ofrecería a sus lectores en sus versos y en su novela, es decir, vertidas en el cauce de la literatura, que es, no lo olvidemos, otro veneno[1].


[1] Cito por María del Villar, Saudades… Toujours, Madrid, Editorial Tanagra, 1973. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

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