Toledo en «Toledo: Piedad» (1920), de Félix Urabayen (3)

La parte tercera de esta novela de Félix Urabayen[1], «Carne semita.– El Greco», es una extensa digresión sobre la vida y la obra del pintor-poeta que tan magníficamente captó la luz y el alma semita de Toledo. Se insiste en la idea antes apuntada: «No está muerta la ciudad», sino que espera a que baje de nuevo el Pirineo cristiano, como ya lo hiciera otra vez (cfr. p. 162). Tras describir la luz de oro del crepúsculo toledano (pp. 190-191), apunta el narrador que «Castilla no necesita el mar; su mar está encima, en este cielo» (p. 191). Sigue una reflexión sobre la Castilla contemplativa (pp. 199-200) y sobre don Quijote, con el comentario de que la enfermedad de Castilla también está en la cabeza y la afirmación de que «cayó, siendo noble, de lo más noble» (p. 200). Más adelante se describe el Miradero y sus vistas (pp. 206-207). Este paisaje también calma los nervios de Fermín, igual que antes el paisaje vasco. Al ver el oasis de agua fecunda de las huertas comenta que «así debían ser todas las de Castilla» (p. 207). Sus ideas coinciden con las de su amigo Enríquez, un gallego enamorado de la regeneración española: «Esta raza [la castellana] fue la más noble, la más fina que parió Europa en sus andanzas con Júpiter» (p. 231), pero ahora es una raza cansada, agotada, que agoniza.

Vista de Toledo desde el Paseo del Miradero
Vista de Toledo desde el Paseo del Miradero

Mientras tanto Fermín sigue buscando una mujer ideal, quimérica. La visión de una enlutada despierta en él ensueños románticos que chocan con la realidad. «Pero el corazón no se cansa. Siempre joven, espera y sueña; siempre despierto, oye los pasos de una nueva desconocida…» (p. 283). Hasta que al fin da con «la Deseada», una joven de ojos negros que marcha por la acera, cuya imagen se le queda grabada. Por fin ha encontrado su princesa mora y la bautiza con el evocador nombre de Galiana; la recuerda constantemente y poco a poco esa mujer, que se llama Piedad, se va identificando con la ciudad de Toledo (o, en general, con Castilla). Si se insiste en que la ciudad yace moribunda, si no muerta («Al atardecer veo siempre la ciudad como un ataúd de arte y un pudridero de almas», p. 285), también se evoca la mirada triste y enfermiza de Galiana-Piedad. Otro día que la encuentra leyendo en un museo se habla de nuevo de sus ojos tristes, en los que Fermín adivina una historia de dolor; no quiere saber quién es en realidad y comenta: «Prefiero creer que es la imagen lírica de Toledo» (p. 287). Desde este momento la identificación de Piedad con la ciudad será total[2].


[1] La primera edición de Toledo: Piedad fue la de Madrid, Fernando Fe, 1920, pero citaré por la segunda, Madrid, Espasa-Calpe, 1925.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

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