El tema caballeresco se hace presente en Don Quijote en las Améscoas[1] a través de la mención de ciertos nombres como Amadises, Palmerines y Cirongilios; se alude además a la famosa historia del Caballero y el Cisne, o se habla de ciertas princesas Briolanjas, de la princesa Magalona… Pero más interesantes que estas alusiones sueltas son los pasajes en los que Larráyoz Zarranz inventa algunas nuevas aventuras pseudocaballerescas, por ejemplo la historia de la «mustia infanta Isomberta», en el episodio de la alacena de la casa rectoral de San Martín de Améscoa. Ese nombre de Isomberta pertenece a la tradición caballeresca, y su historia, recogida en la Gran conquista de Ultramar, preludia la del Caballero del Cisne. Sin embargo, hasta donde se me alcanza, no lo encuentro documentado en el Quijote[2], donde sí son frecuentes las referencias a aventuras caballerescas protagonizadas por menesterosas damas[3]. Parece, pues, invención de Larráyoz Zarranz esta famosa aventura de la alacena narrada en el capítulo XII: «De la misteriosa alacena que descubrió don Quijote en la sacristía de San Martín de Améscoa, con otros regocijantes sucesos dignos de referirse». Al verla, don Quijote exclama:
—¡Alégrese la mustia infanta Isomberta, que ya di con la alacena de las seis llaves, en donde se esconde sin duda el talismán que trocará en claro gozo su negro dolor! (p. 94).
Y poco después explica las razones de su contento:
—¿Quién ignora que la fiel infanta Isomberta vio bendecidos sus amores hacia el temerario conde Eustasio con el alumbramiento de siete angelicales mellizos? ¿Quién desconoce la larga envidia y retuerta trapacería de su artera madrastra —madrastra, el nombre le basta— que envió recado al buen conde, anunciándole que su mujer había dado a luz, ¡oh, infamia!, siete cachorrillos podencos? ¿Quién no sabe como los siete infantes, acurrucados en el hueco de un añoso roble en el fondo de un bosque, fueron amamantados por una cierva y educados ocultamente por un ermitaño? ¿Quién no conoce como al dar con ellos los esbirros de la madrastra para matallos, tornáronse en otros tantos cisnes, que huyeron raudos por los aires graznando cua, cua? ¿Quién no sintió henchido su pecho de justo gozo al ver satisfecha la justicia con el emparedamiento de la pérfida madrastra, que mal poso haya su ánima? ¿Y quién de voacedes, clérigos navarros venerables, no mezcló luego sus lágrimas con las de la egregia y cuitada Isomberta, cuando aquella sufrió tamaño desencanto, como lo fue el de ver desencantados a todos sus hijos menos a uno, al cual solo no le fue dado tornar a su prístino y natural ser, y hubo de continuar con la figura de cisne, por razones luengas de explicar y sobradamente de todas vuesas reverendas mercedes conocidas? ¿Y quién, en fin, no está sabidor de que el contrahechizo para sacallo de su encantamiento, ora fuese un talismán, ora un amuleto, ora unas hierbas, quizás un ungüento, tal vez un mejunje, hállase puesto a buen recaudo en un lugar escondido y apartado del siglo, como lo es aqueste de la Améscoa, en una férrea alacena, como lo es también aquesta, y cerrado con seis cerrojos, como lo son aquestos? (pp. 95-96).
Sin embargo, el señor Nemesio, el sacristán, se niega decididamente a abrir la alacena, donde además de lo que habitualmente se guarda en ella (un copón viejo, el cáliz de uso diario en la misa y la botella con el vino de celebrar, para tenerlo lejos del alcance de los monaguillos), hay algo bien distinto del pretendido talismán que imaginara don Quijote, como se explica hacia el final del capítulo:
Abriéronla enhoramala para don Quijote y para el señor Nemesio, porque, aunque hallaron como había manifestado este, un añosísimo cáliz y otro usado a diario, encontraron otrosí junto a ellos algo que el sacristán habíales celado: un trozo de pan con tortilla y unas viejas alpargatas, todo ello envuelto en unos arremendados calzones, cosas de las que había ido proveído porque, al dar remate a los funerales, pensaba irse a regar unos bróquiles a su huerta (p. 97).
Además de este humorístico episodio original del escritor navarro, debemos mencionar otra aventura que evoca las antiguas caballerescas: cuando el cura don Xavier baila durante la sobremesa de la cena a manera de gigante de la comparsa de Tafalla, don Quijote reacciona —todo lo que tenga que ver con gigantes le trastorna el juicio y lo transporta de inmediato al terreno de lo caballeresco— arremetiendo contra él (es algo similar a lo que sucede en el episodio del retablo de maese Pedro, cuando don Quijote carga contra el teatrillo donde se representa la historia de Melisendra, desbaratando muchas de las figurillas).
En la novela de Larráyoz Zarranz, don Quijote cree que un cazo de sopa que tiene al alcance de la mano es un venablo, y tal es el arma con la que pretende atacar al gigante-don Xavier[4].
[1] Cito por la edición de Pamplona, Medialuna Ediciones, 1993, al cuidado de Víctor Manuel Arbeloa, pero enmendando sus abundantes erratas y descuidos.
[2] En efecto, Isomberta no figura en Juan Bautista de Avalle-Arce, Enciclopedia cervantina, 2.ª ed., Guanajuato (México), Universidad de Guanajuato, 1997; ni tampoco en Carlos Alvar (dir.), Alfredo Alvar Ezquerra y Florencio Sevilla Arroyo (coords.), Gran enciclopedia cervantina, vol. VII, Ínsula Firme-luterano, Madrid, Castalia-Centro de Estudios Cervantinos, 2008.
[3] Por ejemplo, en I, 49 don Quijote inventa una historia caballeresca tipo, la del Caballero del Lago; recordemos además la historia de la princesa Micomicona fingida por Dorotea para sacar a don Quijote de Sierra Morena, o la de la dueña Dolorida en el palacio ducal.
[4] Remito para más detalles sobre esta obra a mi trabajo «Una recreación narrativa del Quijote de mediados del siglo XX: Don Quijote en las Améscoas, de Martín Larráyoz Zarranz», Anales cervantinos, 43, 2011, pp. 91-115.