Toledo en «Camino de perfección»(1902), de Pío Baroja (y 2)

Los capítulos de la novela de Pío Baroja ambientados en Toledo son los que van del XX al XXXI[1]. En sus recorridos, Ossorio constata que la vida religiosa y espiritual de la ciudad está en decadencia. Su visión se centra más bien en el plano artístico, encarnado sobre todo en el famoso cuadro de El entierro del Conde de Orgaz, que el protagonista visita casi a oscuras (citaré más adelante este pasaje). Como escribe Weston Flint, «En Toledo Fernando responde con sensibilidad estética a lo religioso. Lo estético, el artificio, como solución final, es anti-natural»[2]. En efecto, Toledo no le ha traído la luz que esperaba; sigue confuso y desesperado, continúa el estado doloroso de su alma. En Toledo sentirá la tentación del misticismo cristiano… y el amor. Pero la muerte le sigue persiguiendo: hay que recordar, en este sentido, la escena del ataúd de la niña y también el intento de seducción de Adela, que se remata negativamente, pues termina viendo en ella un muerto (confusión de erotismo, religión y muerte).

Se va a producir, por fin, el paso a la vía unitiva. La fallida relación con Adela le sirve a Fernando para conocerse mejor a sí mismo, y de nuevo toma ahora la decisión de partir, esta vez hacia el Levante. Allí, en los pueblos de Yécora y Marisparza, sentirá su alma vaciada, encontrará por fin la paz, en contacto con la naturaleza, en una especie de unión extática con ella. Por vez primera Ossorio se siente fuerte, enérgico, seguro de sí mismo. Se casa y tiene descendencia, pero el final de la novela queda abierto: su hijo (parecen sugerir las últimas líneas del relato) se verá abocado a repetir su misma lucha. El camino de perfección seguido por el protagonista se prolongará en la generación siguiente…

Tal es, en resumidas cuentas, el desarrollo de la acción de la novela barojiana. Pero veamos ya algunas descripciones centradas en Toledo. Así, en el capítulo XXIII, Ossorio deambula sin rumbo fijo por las callejuelas en cuesta toledanas hasta que topa con Santo Tomé:

Se había nublado; el cielo, de color plomizo, amenazaba tormenta. Aunque Fernando conocía Toledo por haber estado varias veces en él, no podía orientarse nunca; así que fue sin saber el encontrarse cerca de Santo Tomé, y una casualidad hallar la iglesia abierta. Salían en aquel momento unos ingleses. La iglesia estaba obscura. Fernando entró. En la capilla, bajo la cúpula blanca, en donde se encuentra El enterramiento del Conde de Orgaz, apenas se veía; una débil luz señalaba vagamente las figuras del cuadro. Ossorio completaba con su imaginación lo que no podía percibir con los ojos. […]

En el ambiente obscuro de la capilla el cuadro aquel parecía una oquedad lóbrega, tenebrosa, habitada por fantasmas inquietos, inmóviles, pensativos. […]

De pronto, los cristales de la cúpula de la capilla fueron heridos por el sol y entró un torrente de luz dorada en la iglesia. Las figuras del cuadro salieron de su cueva. […]

En hilera colocados, sobre las rizadas gorgueras españolas, aparecieron severos personajes, almas de sombra, almas duras y enérgicas, rodeadas de un nimbo de pensamiento y de dolorosas angustias. El misterio y la duda se cernían sobre las pálidas frentes.

Algo aterrado de la impresión que le producía aquello, Fernando levantó los ojos, y en la gloria abierta por el ángel de grandes alas, sintió descansar sus ojos y descansar su alma en las alturas donde mora la Madre rodeada de eucarística blancura en el fondo de la Luz Eterna.

Fernando sintió como un latigazo en sus nervios, y salió de la iglesia (pp. 149-151).

El Greco, El entierro del señor de Orgaz. Iglesia de Santo Tomé (Toledo)
El Greco, El entierro del señor de Orgaz. Iglesia de Santo Tomé (Toledo).

Esta otra descripción, que leemos en el capítulo XXV, resulta interesante porque muestra cómo el paisaje se tiñe de misticismo y, al mismo tiempo, le recuerda al personaje el pasado imperial de la ciudad:

Callejeando salió a la puerta del Cambrón, y desde allá, por la Vega Baja, hacia la puerta Visagra.

Era una mañana de octubre. El paisaje allí, con los árboles desnudos de hojas, tenía una simplicidad mística. A la derecha veía las viejas murallas de la antigua Toledo; a la izquierda, a lo lejos, el río con sus aguas de color de limo; más lejos, la fila de árboles que lo denunciaban, y algunas casas blancas y algunos molinos de orillas del Tajo. Enfrente, lomas desnudas, algo como un desierto místico; a un lado, el hospital de Afuera, y partiendo de aquí, una larga fila de cipreses que dibujaba una mancha alargada y negruzca en el horizonte. El suelo de la Vega estaba cubierto de rocío. De algunos montones de hojas encendidas salían bocanadas de humo negro que pasaban rasando el suelo (pp. 159-160).

Mientras contempla el paisaje, un torbellino de ideas melancólicas, informes, indefinidas, gira en la mente de Osorio, que se sienta a descansar en un banco de la Vega:

Desde allá se veía Toledo, la imperial Toledo, envuelta en nieblas que se iban disipando lentamente, con sus torres y sus espadañas y sus paredones blancos (p. 160).

Hay algunos otros pasajes que podrían citarse (por ejemplo, en el capítulo XXIX, el encuentro con la hermana Desamparados en el convento de Santo Domingo el Antiguo, que da lugar a una fantasía erótico-mística; o, en el siguiente, la visita a la catedral), pero son quizá menos significativos. Lo importante, en el desarrollo de la acción novelesca, es que la estancia en Toledo no logra sacar a Fernando Ossorio de su abulia ni trae a su espíritu la añorada paz[3]. Finalizaré recordando lo que escribe Caro Baroja a propósito de la presencia de Toledo en esta novela:

Así aparece Toledo, con todo el misterio de sus celosías y tornos en portalones fríos de conventos cerrados, donde las apartadas del mundo se consagran a su esposo y Señor, embriagadas por los ince[n]sarios y los arpegios lastimeros del órgano, tras las rejas encerrando misterios infinitos, con los cuadros de El Greco destilando lágrimas largas, carmines vivos en esa droga luminosa de la espiritualidad, de la interioridad, que aparece como siempre en las místicas junto al amor, en este caso en la monjita de Santo Domingo el Antiguo, la hermana Desamparados, que como un relámpago enciende la vida y nos deja después desamparados y con una espina clavada en el cerebro[4].


[1] Citaré por Pío Baroja, Camino de perfección (Pasión mística), prólogo de Pío Caro Baroja, Madrid, Caro Raggio, 1993.

[2] Weston Flint, «Mística barojiana en Camino de perfección», en Actas del Sexto Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas celebrado en Toronto del 22 al 26 de agosto de 1977, Toronto, University of Toronto (Department of Spanish and Portuguese), 1980, p. 253.

[3] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

[4] Pío Caro Baroja, prólogo a Pío Baroja, Camino de perfección (Pasión mística), Madrid, Caro Raggio, 1993, p. VII. Para lo imagen de Toledo en esta novela, ver Dolores Romero López, «Toledo y la melancolía simbolista en La voluntad y Camino de perfección», Anales Toledanos, XXXVI, 1998, pp. 133-138; y Humildad Muñoz Resino, «Una visión de Toledo en Camino de perfección de Pío Baroja», Docencia e Investigación. Revista de la Escuela Universitaria de Magisterio de Toledo, año 25, núm. 10, 2000, pp. 125-149.

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